Jonás carraspeó suavemente. La Señora de la Torre volvió a la realidad y le dirigió una mirada preocupada e interrogante.
—Todo se ha hecho como has ordenado, Maestra —dijo el joven mago—. Todos los aprendices están recogiendo sus pertenencias y preparándose para la evacuación. Los estudiantes elfos serán acogidos en la Escuela del Bosque Dorado. Los estudiantes humanos se refugiaran en la Escuela del Lago de la Luna. Y los aprendices de procedencia más… hum, exótica, por así decirlo, estarán repartidos entre ambas.
»Todos se marcharán. Todos excepto Saevin.
Dana asintió lentamente, sin una palabra. Jonás iba a dar media vuelta para marcharse; se detuvo un momento, vaciló y miró de nuevo a la Señora de la Torre:
—Maestra, es evidente que ocurre algo muy grave. Sé que no poseo tu sabiduría y tu poder, y que no soy digno de conocer las revelaciones del Oráculo, pero…
Dana lo hizo callar con una leve sonrisa.
—Por supuesto que eres digno, Jonás. Simplemente sucede que sus palabras anunciaban cosas terribles, y eran demasiado oscuras como para entenderlas por completo.
Jonás avanzó un paso hacia ella. Vaciló de nuevo antes de decir:
—Me gustaría compartir contigo el peso de esa carga, Dana. Has ordenado que todos deben abandonar la Torre, todos salvo Saevin, pero sabes que yo no voy a marcharme. No si sé que Kai y tú podéis estar en peligro.
Dana guardó silencio mientras observaba a Jonás con gravedad, tratando de decidir si debía decírselo o no.
—Bien —dijo finalmente—. Atiende, porque esto es importante, pero no saques conclusiones precipitadas, ¿de acuerdo?
Jonás asintió.
Dana le habló entonces de la proximidad del Momento, y le explicó lo que ello significaba. Le relató su visita al Templo Sin Nombre y repitió las palabras proféticas del Oráculo, tal y como ella las había escuchado. Cuando terminó de hablar, Jonás había palidecido y estaba temblando.
—El Oráculo habló de once personas —concluyó Dana—. Algunos morirán. No quiero arriesgar la vida de los chicos; por eso he mandado evacuar la Torre, y por eso creo que tú también deberías marcharte. No voy a cometer el mismo error de hace cinco años; en esta ocasión no dejaré que ningún aprendiz corra peligro por mí.
Sobrevino un pesado silencio. Jonás seguía temblando, esforzándose por no dar rienda suelta al aluvión de pensamientos que le rondaban por la mente, tratando de controlar las violentas emociones que la profecía había provocado en su interior.
Finalmente logró decir en voz baja:
—¿Se puede cambiar el futuro, Maestra?
—No lo sé —respondió Dana—. Yo quiero creer que todos somos libres y tenemos plena responsabilidad sobre nuestros actos para hacer de nuestra vida lo que queremos que sea.
Jonas asintió, algo más calmado.
—Era lo que necesitaba oír.
—Es lo que pienso. Por eso he evacuado la Torre.
Jonás iba a decir algo, pero se lo pensó mejor. Dana advirtió su vacilación.
—¿Por quién temes, Jonás? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
—Por… —titubeó de nuevo—. Por Salamandra, Maestra. La profecía dice «uno de ellos se consumirá en su propio fuego». Ya sabes que Salamandra…
—Sí, lo sé. Pero ella está muy lejos de aquí, y nada indica que vaya a venir a la Torre precisamente cuando llegue el Momento. Hace tiempo que se marchó.
Jonás respiró hondo.
—Aun así, me gustaría ir a buscarla y decirle…
No terminó la frase, pero la Señora de la Torre asintió. Sabía que Jonás temía por Salamandra, pero también sabía muy bien que esperaba tener un motivo, un solo motivo, que justificase un nuevo encuentro entre los dos.
—No puedo impedirte que vayas, porque ya no eres un aprendiz, sino un mago consagrado —dijo suavemente—. Pero debes saber que, si le dices todo lo que va a suceder, le darás una razón para volver a la Torre… ¿habías pensado en ello?
—Sí. Pero si, como dices, nosotros tenemos el poder de decidir nuestro propio destino, no podemos quedarnos parados a esperar que se cumpla una profecía que anuncia nuestra destrucción.
Dana no dijo nada. Jonás añadió:
—No tardaré. En cuanto haya hablado con ella regresaré a la Torre, y estaré aquí, contigo, para cuando llegue el Momento.
Dana permaneció en silencio durante un buen rato, y Jonás pensó que desaprobaba su decisión. Pero finalmente ella dijo:
—Buena suerte, Jonás.
El joven asintió.
—Gracias, Maestra.
—Ah, y… siento decirte esto, pero… es necesario. Sabes que es probable que, si encuentras a Salamandra, Fenris esté con ella.
El rostro de Jonás se ensombreció.
—Sí. Lo sé.
—En tal caso, no olvides hablarle de la profecía. El Oráculo vaticinó para él una horrible muerte.
La expresión de Dana mostraba una honda preocupación, y Jonás entendió entonces por qué no se había opuesto con más fuerza a su viaje: también ella temía por un amigo querido, y en aquellas circunstancias resultaba difícil tratar de pensar con sensatez.
—Descuida, se lo diré —murmuró Jonas.
Iris estaba empaquetando sus escasas pertenencias: el Libro de la Tierra, el Libro del Aire, su túnica de repuesto, sus saquillos llenos de ingredientes básicos y algunos pergaminos con hechizos más avanzados que había copiado de la biblioteca. Todo ello lo hacía con un nudo en el corazón. No quería abandonar la Torre, y menos sin saber cuándo iba a poder volver. Se rumoreaba que los habían evacuado porque un grave peligro amenazaba la seguridad de la Escuela, pero eso a Iris no le importaba. Nada podía sucederle mientras estuviera bajo el mismo techo que Dana, de eso estaba segura; pero no sabía qué iba a encontrar en el Lago de la Luna, y no quería averiguarlo. Era cierto que sus compañeros también irían con ella, pero, a pesar de que siempre la habían tratado bien, a Iris le costaba coger confianza con la gente. Saevin era diferente, sin embargo. No habría sabido decir por qué, pero era así. Por lo menos, él estaría con ella en la Escuela del Lago de la Luna…
Pensar en Saevin le hizo recordar que no lo había visto desde la hora del almuerzo. Abandonó su cuarto un momento para ver qué tal le iba a él con los preparativos. Debía de ser bastante desconcertante para él que le hiciesen cambiar de Escuela tan pronto, cuando no había pasado ni una semana desde su llegada a la Torre.
Enseguida se encontró frente a la puerta del cuarto del muchacho y llamó suavemente, con cierta timidez. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió y se asomó Saevin, con su acostumbrada expresión de calma inalterable.
—Hola, ¿cómo llevas lo de recoger tus cosas? ¿Necesitas que te ayude?
—No, muchas gracias —respondió él, pero Iris ya se había asomado a la habitación.
—¡Oye, pero si todavía no has empezado! Si no te das prisa, se marcharán sin ti, ¿sabes?
Saevin no respondió. Un tanto incómoda, Iris se despidió y se fue.
Se cruzó en el pasillo con dos aprendices de tercero que bajaban a la biblioteca. Ninguno de ellos pareció percatarse de su presencia, cosa a la que estaba acostumbrada. Pero no pudo evitar oír un fragmento de la conversación:
—… el nuevo, ese chico que nunca habla con nadie…
—¿Es verdad que es el único que no ha sido evacuado?
—La Maestra le ha dicho que él debe quedarse, ¿puedes creerlo?
No, Iris no podía creerlo. Se refugió en un rincón hasta que los muchachos se alejaron, absolutamente horrorizada ante lo que acababa de escuchar.
Saevin se quedaba en la Torre. Y ella iba a ser enviada a un lugar extraño, sola.
Jonás se hallaba ya en su habitación, preparando su macuto. Mientras lo hacía, no podía dejar de pensar en Salamandra y en su último encuentro con ella.
Salamandra había llegado a la Torre después que Jonás, pero el muchacho se había tomado sus estudios con mucha calma, y ella había acabado por adelantarle. Se había presentado a la Prueba del Fuego un año antes que él y la había superado brillantemente… pero ella contaba con ventaja, por supuesto.
El control sobre el fuego era algo innato en Salamandra. Lo invocaba, lo moldeaba, jugaba con él como si fuese inofensivo barro, podía crearlo de la nada y volverlo contra cualquiera que quisiese dañarla. Había llegado a la Torre llena de dudas sobre aquel poder y había concluido su aprendizaje sabiendo dominarlo a la perfección. Habitualmente se necesitaban dos años para preparar la Prueba del Fuego. Jonás había tardado cuatro. Ella lo había hecho en uno.
Después de aquello, ya nada había podido pararla. Abandonó la Torre para correr aventuras, en busca de las emociones que le pedía su carácter indómito y temerario; se unió a un grupo de aventureros, y en apenas unos meses sus hazañas corrían de boca en boca y su nombre era temido y admirado en los Siete Reinos.
La llamaban la Bailarina del Fuego.
Jonás se había preguntado a menudo si el hecho de que ella se convirtiese en maga antes que él había influido en su decisión de dejar la Torre y romper la relación que ambos habían iniciado cuando eran adolescentes, una relación vacilante, incierta, pero llena de ternura.
Por eso, en cuanto superó la Prueba del Fuego, Jonás fue a buscarla.
La halló en el Reino de los Elfos; había sido reclamada por su soberana, una vieja conocida, para que ella y su grupo la ayudasen contra los asesinos que una facción rival de la nobleza había contratado para matarla.
Hablaron. Jonás le dijo que aún la quería, pero no debía haberlo hecho, se reprochaba a sí mismo una y otra vez.
A cambio de sus servicios, la Reina había prometido a Salamandra que la ayudaría a encontrar a Fenris.
Siempre Fenris.
Jonás cerró los ojos, dolido, una vez más. Apreciaba a Fenris, era su amigo y había sido su Maestro. Pero no podía comprender la obsesión de Salamandra por un elfo que, aunque seguía pareciendo joven, tenía más de doscientos años, y, probablemente, viviría medio milenio más.
Sacudió la cabeza y cerró su macuto. La última vez que había visto a Salamandra, ella estaba en el Reino de los Elfos, que se extendía al otro lado del mar. Lo único que tenía que hacer era acompañar a los estudiantes que irían a la Escuela del Bosque Dorado. Dana y él prepararían un gran pasillo mágico entre ambas escuelas para poder teletransportar a todos los aprendices a la vez.
Entonces vería si Salamandra seguía allí. De lo contrario, tal vez la Reina de los Elfos pudiese darle alguna pista.
No podía permitir que aquella profecía se cumpliese. Sobre todo, si la vida de Salamandra estaba amenazada.
Los aprendices se marcharon, y la Torre se volvió silenciosa y algo fría. Mientras descendía por la enorme escalera de caracol, Dana recordaba tiempos pasados, cuando en aquel enorme edificio solo vivían cuatro personas.
Cuando ella todavía no era una maga, sino una pequeña aprendiza que había abandonado su casa y a su familia para seguir a su Maestro.
Las cosas habían cambiado mucho desde entonces, pero la Señora de la Torre no lo había olvidado.
En aquellos momentos se dirigía a la habitación de Saevin. Quería saber si el muchacho se encontraba bien. Sospechaba que sí, y eso la inquietaba. Cuando le había comunicado que él no se iría con los demás, no había hecho ningún comentario. Simplemente había asentido en silencio.
Se detuvo cuando vio algo parecido a un destello dorado en un rincón en sombras. Se acercó.
La criatura que la aguardaba avanzó un poco. La luz iluminó entonces la figura de una mujer elfa de deslumbrante belleza, envuelta en una túnica dorada. Sus ojos, en cambio, parecían duros y fríos, y su imagen era translúcida, incorpórea, irreal.
El rostro de Dana se ensombreció.
Otro habitante del Otro Lado venía a hablar con ella en aquellos momentos inciertos.
—Shi-Mae —murmuró.
—Me recuerdas —dijo ella.
—No podría olvidarte —dijo la Señora de la Torre. No sonreía—. ¿Cómo logró tu espíritu escapar del Laberinto de las Sombras?
—Cuando vosotros escapasteis, yo os acompañaba. Pero tú, que eras la única que podía verme, estabas demasiado alterada como para percatarte de mi presencia.
—¿Qué es lo que quieres, pues?
—Proponerte una tregua, Dana.
—No quiero tratos contigo.
—Vamos, sé lógica. ¿Qué daño puedo hacerte ya? Tú estás viva, y yo estoy muerta.
—Y apuesto a que te encantaría darle la vuelta a esta situación.
Pero Shi-Mae negó con la cabeza.
—En mis nuevas circunstancias, Dana, no puedo aspirar a aquello que me hizo enfrentarme a ti. Nada de lo que yo quería entonces puedo obtenerlo ahora, y por ello, ya no tengo nada contra ti.
Dana seguía mirándola con desconfianza.
—En cambio, sigues teniendo mucho contra Fenris, ¿no es así?
El rostro fantasmal de Shi-Mae pareció suavizarse por un breve instante. Sin embargo, recuperó su dureza habitual con tal rapidez que Dana se preguntó si no lo había imaginado.
—Estoy muerta —dijo ella con cierta impaciencia—. He tenido tiempo para reflexionar sobre todo lo que pasó, y te aseguro que mi rencor contra él murió cuando lo hizo mi cuerpo.
Parecía sincera, se dijo Dana. De todas formas, preguntó:
—¿Qué es lo que quieres, entonces?
—Ya te lo he dicho: proponerte un pacto. Un pacto de ayuda mutua…
—A los que tú eras muy aficionada —asintió Dana—. Sí, lo recuerdo. ¿Qué pides?
—Pregunta primero qué te ofrezco. Recuerdas la profecía, ¿verdad? «Otro recuperará su verdadero cuerpo»… Supongo que pensaste lo que todo el mundo: que se refería a Kai.
El corazón de Dana se aceleró levemente, pero su rostro seguía impenetrable.
—Después de tantos años lograste por fin introducir el espíritu de Kai en un cuerpo vivo, un cuerpo de dragón —prosiguió Shi-Mae.
Dana no le dijo que, en realidad, la reencarnación de Kai no había sido obra suya. La visitante del Otro Lado continuó hablando:
—Pero desde entonces estás tratando de devolverle su verdadero cuerpo. Bien, Señora de la Torre, he aquí mi propuesta: te ofrezco el sortilegio que estás buscando. Te ofrezco la solución mágica al problema de Kai, o cómo resucitar su cuerpo y hacer que la profecía se cumpla.
Dana palideció de golpe.
—Eso… no es posible…
Shi-Mae rió suavemente.
—Los muertos sabemos más que los vivos, Dana. Y yo sé que es posible.
—Y quieres que, a cambio, te resucite a ti también —interrumpió Dana fríamente.
—No sería factible, puesto que mi cuerpo quedó en el Laberinto de las Sombras, y se habrá disuelto entre las brumas que lo conforman. Es, por tanto, del todo irrecuperable.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres?
—Solo una cosa: vincúlame a ti.
—¿Qué? —Dana se echó hacia atrás.
—Sabes muy bien lo que eso significa. Como fantasma, solo puedo hacer visitas puntuales al mundo de los vivos. Si empleases conmigo el hechizo de vinculación, podría quedarme en tu dimensión, obligada, por supuesto, a ir a donde tú vayas y a estar donde tú estés.
—No es algo que me tiente, ¿sabes?
Shi-Mae sonrió.
—No me sorprende. Pero piensa en lo que te ofrezco a cambio: Kai y tú, por fin, juntos, humanos los dos…
Dana retrocedió aún más. Temblaba violentamente.
—No quiero seguir escuchándote.
Dio media vuelta y se fue escaleras abajo a paso ligero, sin mirar atrás, alejándose del fantasma de Shi-Mae, que se había quedado allí, con una leve sonrisa en los labios.
El palacio de la Reina de los Elfos estaba situado en pleno corazón del Bosque Dorado, relativamente cerca de la Escuela de Alta Hechicería a la que habían sido enviados los aprendices elfos de la Torre del Valle de los Lobos.
Mientras caminaba por sus largos y elegantes pasillos, decorados al más exquisito gusto élfico, Jonás se preguntaba una y otra vez si estaba haciendo lo correcto. Recordaba muy bien la advertencia de Dana: prevenir a Salamandra podría ser contraproducente, ya que, de saber lo que se avecinaba, ella podría escoger volver a la Torre cuando llegase el Momento.
Pero ¿y si tenía pensado regresar de todos modos? La profecía se refería a ella, no cabía duda. Entonces, ¿estaba mal tratar de impedir que se cumpliese?
Apartó todas aquellas dudas de su mente cuando llegó ante las puertas, recamadas en oro, del gran salón del trono. Los guardias elfos que las custodiaban debían de estar avisados de su llegada, porque le abrieron sin pronunciar una sola palabra y sin necesidad de que él explicase quién era. Algo intimidado, el joven mago entró.
Dirigió su mirada hacia el trono, pero estaba vacío. Percibió entonces la figura de la Reina un poco más allá, asomada a uno de los grandes ventanales que se abrían sobre el Bosque Dorado.
Jonás carraspeó suavemente, inseguro acerca de cómo debía dirigirse a ella, esperando que fuese la propia Reina quien diese el primer paso.
La soberana elfa se volvió, y Jonás tuvo problemas para reprimir su sorpresa.
Nawin.
Nawin era el nombre de la princesa elfa, orgullosa y engreída, que había llegado a la Torre cinco años atrás, de la mano de la poderosa Archimaga Shi-Mae. Nawin había sido, más tarde, compañera de estudios y de aventuras hasta que la muerte de su tío en extrañas circunstancias la había obligado a regresar al Reino de los Elfos para ceñirse la corona que la convertiría en gobernante de un país convulso regido por una nobleza dividida en facciones que luchaban por el poder.
Por supuesto, Jonás sabía que Nawin era la Reina de los Elfos, pero no había llegado a verla en su viaje anterior, porque, por consejo de Salamandra, se hallaba oculta hasta que los traidores fuesen desenmascarados. Por eso no estaba preparado para aquello.
Era Nawin, por supuesto.
Siempre Nawin.
Exactamente igual a como la recordaba: cabello fino y muy liso, ojos almendrados con pupilas de un color verde inverosímil, como cristal coloreado, las orejas acabadas en punta y la belleza casi sobrenatural que caracterizaba a los elfos. Pero, sobre todo, aquella cara de niña. No parecía tener más de doce años, y seguramente superaba ya el siglo de vida.
Resultaba difícil aceptarlo. Jonás lo había visto en los aprendices elfos de la Torre, que apenas cambiaban con el paso del tiempo, pero era más extraño en una persona a la que, como Nawin, hacía tiempo que no veía. Jonás había supuesto que ella habría crecido, como todos: como Salamandra y él mismo, como Dana, en cuyo negro cabello empezaban a aparecer algunas canas.
Pero no, Nawin seguía igual que la primera vez que la vio, cuando el propio Jonás tenía poco más de quince años y era un adolescente lleno de espinillas. Ella era entonces una niña, y seguía siendo una niña ahora, cinco años después.
Ambos cruzaron una mirada, y Jonás descubrió que, con todo, los ojos de Nawin no parecían los de una niña, sino los de una mujer que había sufrido mucho, y pensó que era monstruoso colocar a alguien tan joven en el trono del Reino de los Elfos, sabiendo que muchos nobles estaban deseando quitarla de en medio para poner a sus herederos en su lugar.
En aquel momento, en aquella mirada, Jonás supo exactamente cómo tenía que tratarla.
—Hola, Nawin —dijo simplemente, con una amplia sonrisa.
—Hola, Jonás —respondió ella solamente, sonriendo a su vez.
La Señora de la Torre se sentó en el suelo, junto al dragón, se recostó sobre su pecho escamoso y exhaló un profundo suspiro.
—Pareces cansada —dijo Kai.
Estaba tumbado sobre el suelo del jardín, en el lugar donde él solía echarse para dormir, cubierto por un techo de madera que habían fabricado cinco años antes, cuando su espíritu se había reencarnado en aquel cuerpo de dragón. Por supuesto, allí no había nieve, porque su aliento de fuego la fundía instantáneamente, pero tampoco crecía nada, y eso era algo que él, que amaba la vida bajo todas sus formas, lamentaba profundamente.
—Estoy cansada —dijo Dana, pero no añadió nada más.
Kai bajó un ala para cubrir gentilmente a la Señora de la Torre. Sobre ellos brillaban todas las estrellas del universo.
—¿Qué es lo que te preocupa?
Dana sonrió.
—Me conoces demasiado bien como para ocultarte nada, ¿eh? De acuerdo, intentaré explicártelo: es sobre la profecía. Hay… —vaciló un momento—. Hay una parte que se refiere a ti: «Otro recuperará su verdadero cuerpo». Y yo…
—Entiendo. Te sientes dividida, ¿no es así? Por un lado, quieres que esa parte se cumpla, pero ello implicaría…
—Que también podrían cumplirse todas las otras predicciones —Dana se estremeció—. Y no pienso permitirlo, Kai.
—Me alegra oírlo, Dana.
Ella lo miró.
—¿En serio? ¿No me reprocharías que dejase pasar la oportunidad?
—¿A cambio de la vida de otras personas, como, por ejemplo, Fenris, o Salamandra, si es que la profecía se refiere a ellos? —Kai le dirigió una mirada reprobatoria—. Vamos, Dana. Me conoces bien. Deseo que estemos juntos, pero no a ese precio. Es demasiado alto.
Dana respiró profundamente y se acurrucó más junto a él. Ninguno de los dos dijo nada en un buen rato.
—Además, no podrías devolverme mi cuerpo aunque quisieras… —comentó entonces él.
Dana no respondió, y el dragón volvió hacia ella sus ojos de color esmeralda. Descubrió entonces que la Señora de la Torre se había quedado dormida.
Era ya noche cerrada cuando Nawin y Jonás terminaron de rememorar historias pasadas. Ninguno de los dos habría sabido decir quién había empezado, pero ambos sabían que lo habían hecho para no tener que recordar la amenaza que pesaba sobre ellos.
Jonás le había hablado a la Reina de los Elfos de la profecía, y ella se había sentido inmediatamente preocupada.
—¡Once! —había dicho—. ¿Y no tenéis idea de quiénes son esos once?
—No, pero tú no tienes por qué estar entre ellos… ¿o es que algo en las palabras del Oráculo te ha resultado familiar?
Nawin no respondió enseguida. Se mordía el labio inferior, pensativa, mientras entornaba sus grandes ojos almendrados, preguntándose si podía o no confiar en él.
—Hace tiempo que dudo de la lealtad de algunos de mis colaboradores —confesó finalmente.
—¡«Uno de ellos será traicionado»! —adivinó Jonás, sorprendido—. Pero… el Oráculo dijo que todo esto sucedería cuando llegase el Momento, en la Torre. Si tú estás aquí, no corres ningún peligro, por lo menos en cuanto a la profecía se refiere, ¿entiendes?
Nawin sonrió débilmente.
—Parece sencillo, pero no lo es tanto. Si estalla una rebelión en el reino, no tendré otro sitio adonde ir, ¿comprendes? Pediría asilo en la Torre —la Reina elfa dirigió a Jonás una mirada llena de gravedad—. Vosotros sois los únicos amigos que tengo, Jonás.
Él había tratado de tranquilizarla, y por eso habían empezado a hablar de tiempos pasados.
Pero ahora la noche había caído sobre el Reino de los Elfos, y Jonás necesitaba respuestas.
—Salamandra se fue con su grupo hará unas semanas —dijo Nawin—, en cuanto localizamos y detuvimos a todos los asesinos contratados por mis enemigos para matarme —hablaba de ello fría y desapasionadamente, y Jonás se estremeció sin poder evitarlo—. La envié hacia el norte. Fenris se fue más allá de las fronteras de mi reino, y yo no sé dónde puede estar ahora. Pero, si siguen su rastro, no me cabe duda de que lo encontrarán.
—Pero yo no tengo unas semanas para encontrarla —respondió Jonás, desanimado.
Nawin le dirigió una breve mirada.
—Podrás alcanzarla si yo te ayudo. Pondré a tu disposición un caballo mágico que te llevará en la dirección correcta. Para él, las semanas son días, y los días son horas. La alcanzarás, porque no le di a ella nada parecido. Sus compañeros eran todos no iniciados, y no habrían sabido manejar un caballo encantado.
Jonás recordó entonces que Nawin había sido la aprendiza más prometedora que había pisado la Torre; aunque sus obligaciones reales no le habían permitido continuar allí y ella se había negado a ingresar en la Escuela del Bosque Dorado, debido a una serie de desavenencias con sus directivos en relación a la muerte de Shi-Mae, había seguido estudiando por su cuenta.
—Muchas gracias, Nawin —dijo el mago, sonriendo.
—De nada; te lo debía. Pero escúchame, Jonás, porque te voy a decir lo mismo que le dije a Salamandra antes de que se fuera: cuando encuentres a Fenris, no esperes ver en él al elfo que conociste. Porque ha cambiado, y mucho. Recuerda, Jonás, que Fenris ya no es el mismo de antes.
Nawin no dijo nada más, y Jonás supo que no debía seguir preguntándole.
—Lo recordaré —dijo, pero volvió a sentir que aleteaba en su interior la llama de la duda.