—Ya he averiguado quién fue el culpable, Maestra —dijo Jonás—. Supongo que querrás hablar con él, ¿no?
Dana frunció el ceño mientras paseaba su mirada por el bello paisaje que se veía desde la ventana de su despacho, en la cúspide de la Torre.
—Ya sé quién fue, Jonás. Sé que estuvo practicando toda la noche para prepararse para la Prueba del Fuego y que por eso se le escapó el demonio que había invocado…
—Oh. Lo sabes.
—Pero no te he llamado por eso —la Señora de la Torre se volvió hacia él—. Junto con Kai, tú has sido mi mano derecha desde que Fenris se fue —sus palabras acabaron en un leve suspiro en recuerdo del amigo ausente—. Por eso quiero hablar de esto contigo.
Jonás enrojeció y bajó la mirada.
—Dana, yo… —empezó, pero ella le hizo callar con un gesto.
—No me preocupa que un alumno de cuarto grado pierda el control sobre un demonio, porque es, hasta cierto punto, comprensible. Pero sí me preocupa el hecho de que un muchacho que jamás ha estudiado magia sea capaz de enviarlo de nuevo a su plano con una simple orden.
Jonás la miró sin poder creer lo que oía.
—¿Saevin hizo eso?
—Por lo que Iris me contó, sí. Su cuarto está cerca del de ella, así que no tardó nada en llegar cuando la oyó gritar. Aun así, no tuvo mucho tiempo para enfrentarse al demonio antes de que yo apareciera: usé el hechizo de teletransportación prácticamente enseguida.
»Según Iris, Saevin se limitó a mirar al demonio y decirle: «Márchate». Y él obedeció. No se fue a otro lugar de la Torre ni a otro lugar del mundo, sino que volvió a su dimensión, sin más.
Jonás estaba francamente impresionado.
—Pero eso es… imposible…
—No es imposible, Jonás. Aunque sí es absolutamente excepcional.
Miró fijamente al joven hechicero.
—A veces nace una persona… predestinada. Elegida. Con una importante misión que cumplir en el mundo —parecía que la Señora de la Torre encontraba dificultades a la hora de explicarlo—. A cambio de esa… digamos… "obligación"… esa persona nace con unos poderes sobrehumanos, tal vez mayores que los de muchos magos y algunos Archimagos. Sin embargo, este poder solo se manifiesta en ocasiones puntuales. Por lo que se ha podido observar, por lo demás, este tipo de personas no suelen despuntar especialmente en los estudios de magia.
Jonás no sabía qué decir. El semblante de Dana seguía mostrando una expresión grave.
—Como ves, después de lo de anoche me apresuré a buscar información… —añadió ella.
—¿Quieres decir… —pudo preguntar entonces Jonás— que tenemos a una especie de… héroe entre nosotros?
—No. Podría ser un héroe, pero podría no serlo. Podría ser todo lo contrario. Tal vez esté llamado a hacer grandes cosas… como ser maligno.
Jonas asintió, inspirando profundamente.
—Entiendo. ¿Qué debemos hacer, entonces? ¿Cómo habría que tratarle?
—No lo sé. Evidentemente, si va a convertirse en una criatura perversa, nuestra misión es detenerle cuanto untes. Si, por el contrario, ha sido elegido para el bien, nuestro deber es ayudarle y enseñarle a utilizar su poder hasta que le llegue el momento de cumplir su destino.
—¿Y cómo vamos a saberlo, Dana?
—No podemos saberlo. Nosotros no.
—¿Y quién puede?
La Señora de la Torre calló un momento, perdida en sus pensamientos.
—Existe un lugar… —dijo finalmente—. Hacia el este, muy lejos, está la Ciudad Olvidada, y en ella se halla el Templo Sin Nombre. Allí hay un Oráculo. Si alguien puede decirnos qué es lo que va a suceder en el futuro, esa es ella.
Se volvió hacia el mago y le miró a los ojos.
—Kai y yo partiremos inmediatamente, Jonás. Montada sobre su lomo no tardaré más que unos días en ir y volver hasta el Oráculo. Quiero que, entretanto, te quedes al mando de la Torre.
Jonás se puso pálido.
—Pero, Maestra, yo…
—Tú estás perfectamente capacitado para encargarte de la escuela durante unos días. Lo sé. Te conozco, te he educado y casi podría decirse que te he criado. No me cabe la menor duda de que harás un buen trabajo.
Jonás abrió la boca para replicar, pero finalmente calló y asintió.
—No te defraudaré, Maestra —murmuró.
Iris se detuvo un momento frente a la puerta. Temblaba como un flan y tenía las mejillas ligeramente pálida Respiró hondo una, dos, tres veces, y entonces, suavemente, llamó.
La puerta se abrió casi enseguida. Cuando Saevin apareció en el umbral, la palidez de la muchacha fue sustituida por un enrojecimiento intenso.
—Ho… hola —dijo iris en voz baja.
—Hola —respondió Saevin; sus ojos, claros como el hielo, la observaban atentamente, y ella bajó la mirada.
—Siento molestarte.
Saevin no dijo nada. Simplemente esperó. Iris sacó fuerzas de flaqueza y, venciendo su timidez, dijo:
—Solo quería darte las gracias por lo de anoche. Fuiste muy valiente.
Saevin seguía mirándola sin decir nada. Iris deseó que se la tragase la tierra. Había sido muy estúpida al acudir a hablar con él, se dijo. Aunque ella ya llevaba la túnica verde y Saevin acababa de llegar a la Torre, él era mayor en edad. Y estaba claro que debía de haber un error en su gradación: un estudiante de primer grado no podía conjurar demonios.
Iba a decirle de nuevo que sentía haberle molestado cuando él, inesperadamente, sonrió, y aquella sonrisa le llegó a Iris al fondo del corazón, que comenzó a latir mucho más deprisa.
—No hay de qué —dijo él solamente.
Dana estudiaba un antiguo mapa que había extendido sobre la mesa de su despacho. El Templo Sin Nombre estaba lejos, enclavado entre montañas que dificultaban el acceso. Sin embargo, ella y Kai llegarían por aire. Era importante, pues, tener clara la ruta a seguir.
De pronto sintió en la nuca algo parecido a un soplo helado, y se estremeció. Sabía muy bien lo que eso significaba. Le ocurría algunas veces.
Se volvió lentamente. Pese a que estaba preparada para cualquier cosa, no esperaba, sin embargo, verla a ella: una mujer no muy alta, de mediana edad, de cabello oscuro y ojos pardos, que vestía, como Dana, una túnica dorada.
La recién llegada sonrió. Su imagen etérea parecía estar hecha de niebla, pero, aun así, Dana le habló:
—Bienvenida a la Torre de nuevo, Aonia. Hacía mucho que no me visitabas.
—Cuando una está muerta, el tiempo pasa sin sentir —respondió ella—. Te veo muy crecida, Dana. ¿Tantos años han pasado?
—Cerca de veinte —sonrió la Señora de la Torre—. Llevo todo este tiempo queriendo agradecerte todo cuanto hiciste por mí entonces.
El fantasma de la hechicera sonrió de nuevo.
—Estaba escrito —dijo solamente—. Pero mi visita no es casual, Dana. He venido a hablarte de algo que va a suceder, algo muy importante tanto para los vivos como para los moradores del Otro Lado. Algo que podría cambiar para siempre los destinos de ambas dimensiones.
Dana se estremeció.
—Habla. Te escucho.
—Sabes que eres una Kin-Shannay, Dana —dijo ella—. Sabes que naciste con el poder de comunicarte con los espíritus de los muertos. Pero lo que no sabes es que, en estos momentos, eres la única Kin-Shannay que hay en el mundo. Y tampoco sabes por qué.
—No, no lo sabía. ¿De veras hay una razón para ello?
—Suele haber una razón para todo —repuso Aonia—. Tu nacimiento no fue casual. Era necesario que existiese en el mundo de los vivos una Kin-Shannay en la plenitud de sus poderes para cuando llegase el Momento.
—¿El momento de qué?
—El Momento —el fantasma le dirigió una mirada insondable—. Una vez cada varios milenios sucede que la dimensión de los vivos y la dimensión de los muertos se aproximan hasta tal punto que la línea que las separa se hace muy débil… Y ese Momento está a punto de llegar. Ocurrirá dentro de un par de semanas, Dana. Y tú ocupas un lugar muy importante en los planes de mucha gente.
Dana se irguió, con un rayo de ira centelleando en sus ojos azules.
—No pienso permitir que nadie haga planes que me incluyan a mí sin mi consentimiento —dijo.
—Pero desgraciadamente es así, Señora de la Torre. En el mundo de los muertos hay muchos espíritus que desean ardientemente volver a la vida. Si consiguen borrar del todo la frontera entre ambas dimensiones, ellos tendrían la posibilidad de resucitar. Y solo pueden lograrlo a través de un Kin-Shannay.
Dana la miró fijamente.
—¿Estás intentando decirme que próximamente podrían fundirse el mundo de los vivos y el de los espíritus?
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Ello tendría importantes consecuencias para los seres de ambos planos. Los muertos podrían volver a la vida… y los vivos podrían lograr la inmortalidad. Como comprenderás, hay mucho en juego por parte de ambos bandos. Y tú eres una pieza fundamental. Tú y Saevin.
—Saevin —repitió Dana en voz alta. Se había apoyado sobre el escritorio y temblaba—. Pero ¿qué nos espera en un mundo sin fronteras entre la vida y la muerte? ¿Qué sucederá si alguien logra borrar esa línea?
—No puedo saberlo, Dana. No conozco el futuro. Solo puedo hablarte del presente. Todos los espíritus podemos intuir cuándo se acerca el Momento en que la frontera se hace más difusa, pero no podemos predecir cuáles serán las consecuencias.
Dana respiró hondo.
—Creo que yo puedo hacer algo al respecto.
Aonia asintió.
—Confío en ti y en tu criterio, Kin-Shannay. Pero ten cuidado. Tú tienes más lazos con la muerte que cualquier otro ser vivo —su figura se iba haciendo más difusa a medida que iba hablando—. Comprende que cuando llegue el Momento será inevitable que te veas implicada, para bien o para mal. Ten cuidado, Dana —repitió, antes de desaparecer por completo.
Jonás se quedó un momento asomado a las almenas, contemplando la forma del dragón dorado que destacaba en el cielo azul, alejándose cada vez más hasta convertirse en un punto brillante. Después, cuando desapareció por completo en el horizonte, el mago suspiró y dio media vuelta para volver a entrar en la Torre.
Dana había partido ya, y Kai con ella. Ahora, la Torre estaba en sus manos.
En aquellos momentos echó de menos a Fenris. El misterioso mago elfo, que había sido la mano derecha de Dana durante diez años hasta que regresó Kai, era indudablemente mayor que Jonás y habría estado más capacitado que él para dirigir la Torre en ausencia de su Señora. Pero cuando Kai volvió a la vida en forma de dragón, Fenris decidió que había llegado la hora de partir. Jonás comprendía que él desease encontrar respuestas al enigma de su naturaleza dual, pero eso no impedía que tanto él como Dana le echasen de menos.
A pesar de que Fenris había arrastrado a Salamandra tras de sí.
Jonás frunció el ceño. El y Salamandra habían estudiado juntos, y el joven la había querido casi desde el primer momento. Pero la impulsiva muchacha siempre se había sentido fascinada por el hechicero elfo. Por eso había partido en su busca cuando él se marchó.
Jonás cerró los ojos. Después de tantos años, pensar en Salamandra todavía le hacía daño en el corazón. Había ido a buscarla el año anterior al Reino de los Elfos…
Sacudió la cabeza. No quería pensar en ello.
Mientras bajaba por la larga escalera de caracol decidió pasar por la biblioteca para ver si alguno de los aprendices necesitaba su ayuda en algún hechizo.
Eso le impediría pensar.
Los días pasaron deprisa y, para alivio de Jonás, no hubo ningún incidente importante, salvo una inundación en el quinto piso y una planta que había generado espontáneamente toda una selva incontrolada en el estudio de un alumno de primero. Nada que no pudiera resolverse con un poco de paciencia.
Por fortuna, ninguno de aquellos accidentes tenía nada que ver con Saevin.
Jonas no sabía si alegrarse o preocuparse. Procuraba controlar la progresión del muchacho, y todo parecía coincidir con la descripción que había hecho Dana de aquellas personas… «elegidas». Avanzaba en sus estudios al ritmo de cualquier otro, y nadie habría podido creer, de no haberlo visto, que un chico como él tuviese un poder innato sobre los demonios.
Había otra cosa que preocupaba a Jonás, y tenía nombre femenino.
Iris.
La chiquilla no solo era la aprendiza más joven que había en la Torre, sino también la más frágil. Aunque ninguno de los futuros magos que estudiaban allí había tenido una vida fácil antes de llegar a la Torre, la de Iris se llevaba la palma. Maltratada por su familia desde muy niña, sin ser capaz de comprender el poder mágico que latía en su interior, Iris había sufrido numerosos intentos de exorcismos que le habían practicado toda una serie de curanderos que habían pensado, a instancias de sus padres, que la chiquilla estaba poseída por algún tipo de ente diabólico. Algunos de los rituales habían sido muy dolorosos. Iris lo había pasado muy mal, había crecido con miedo a todo, odiándose a sí misma porque los suyos la veían como a una criatura odiosa. Por suerte, en cierta ocasión un auténtico mago había acertado a pasar por allí y había rescatado a la muchacha de una vida oscura, llena de odio y miseria.
En la Torre la habían acogido con calidez y alegría, y habían cambiado su antiguo nombre (su madre la llamaba Maldita) por uno que evocase algo hermoso. La chiquilla había conocido en la Torre a más gente como ella y estaba aprendiendo a ver la parte buena de su poder. Pero, aunque por fin había encontrado su lugar en el mundo, los grandes ojos de Iris seguían llenos de miedo. Uno no podía menos que sentirse impulsado a protegerla.
Y ahora ella no se separaba de Saevin.
Saevin, el extraño muchacho que podía ser un héroe o una criatura maléfica.
Jonás no sabía qué hacer. Desde que Saevin había expulsado al demonio del cuarto de Iris, ella se sentía en deuda con él. Sus ojos brillaban de admiración cuando lo veían, y sus pasos no se apartaban de los del muchacho. Saevin no la rechazaba, pero tampoco la aceptaba abiertamente. Podría decirse, simplemente, que la toleraba.
Jonás sabía que con Saevin no podía haber término medio, porque no era un chico como los demás. El podía curar a Iris de sus miedos de una vez por todas o abocarla a su propia perdición.
Pero, hasta que Dana no volviese del Templo Sin Nombre, Jonás no podía saberlo.
La Señora de la Torre descendió del lomo del dragón y se quedó inmóvil un momento, contemplando el extraño paisaje que se abría ante sus ojos.
Los picos de la Cordillera del Destino llegaban hasta las estrellas en las noches más claras, y ahora ella se hallaba en lo alto de una de esas cimas. Frente a ella se extendía un gélido paraje cubierto de brumas, y más allá podían adivinarse los restos de lo que había sido una ciudad de orgullosos edificios sostenidos por altas columnas. Ahora, todo lo que quedaba de ellos eran unas tristes minas cubiertas de nieve y escarcha.
Sobre todo aquel abandono se alzaba una imponente construcción que parecía haber sobrevivido al paso del tiempo. Las altas y esbeltas columnas aún se mantenían en pie, desafiando al frío y a los siglos, sosteniendo una enorme cúpula que parecía un ojo abierto al firmamento. Después de tantísimo tiempo, el mundo había olvidado al pueblo que había rezado allí a sus dioses, y por eso llamaban a aquel edificio el Templo Sin Nombre.
Solo ella había sobrevivido a toda aquella destrucción.
El Oráculo.
Dana se estremeció, aunque el frío glacial no podía traspasar el hechizo térmico que mantenía su cuerpo caliente. Se volvió hacia Kai.
—A partir de aquí, debo seguir yo sola.
El dragón inclinó su enorme cabeza hacia ella. Sus lijos verdes la miraron con preocupación y ternura.
—¿Estás segura, Dana? Las noticias que te dio Aonia no eran tranquilizadoras.
Dana lo miró a los ojos.
—Lo sé. Pero, aun así, creo que debo hacerlo.
Kai no discutió. Se tendió sobre la nieve y se enroscó sobre sí mismo, dispuesto a aguardar a su amiga y compañera el tiempo que hiciese falta.
Tras una breve vacilación, la Señora de la Torre se internó por entre las ruinas de la ciudad fantasma.
Sabía lo que sucedería entonces y estaba preparada.
Cientos de personas habían nacido, vivido y muerto allí. Muchas de ellas todavía seguían vinculadas a aquellos restos sin nombre. Sus voces aún resonaban para aquellos que, como Dana, podían escuchar a las criaturas del Más Allá.
La mujer trató de no prestarles atención. A veces veía sombras entre las ruinas, fantasmas que se deslizaban por los lugares donde habían morado, incapaces de viajar al Más Allá, o simplemente incapaces de permanecer en el Otro Lado sin acudir de vez en cuando a la ciudad para rememorar su vida pasada. Dana los oía susurrar en una lengua que no conocía, entreveía sus rostros asomando entre las columnas caídas, y se obligaba a sí misma a recordar que nadie más, en todo el mundo, era capaz de ver y oír a aquellas personas.
Finalmente alcanzó los peldaños del Templo Sin Nombre y los subió uno por uno, lentamente. Cuando penetró en aquel lugar milenario no pudo reprimir un estremecimiento. Recorrió sus salones despacio, buscando al Oráculo.
La encontró en una sala pequeña y oscura.
No era como Dana había imaginado.
Se trataba de una mujer pequeña y muy, muy vieja. Se había sentado sobre unas mantas raídas y apenas podía moverse. Acurrucada en su rincón, parecía esperar, simplemente, que le llegara la muerte.
—Oráculo —susurró Dana.
—Ah —dijo la anciana alzando la vista hacia ella—. De modo que has venido.
La Señora de la Torre se sentó frente al Oráculo.
—He venido —respondió Dana; apenas se atrevía a respirar—. He venido a preguntarte…
—Has venido a preguntarme por el Momento. No eres la primera, ni serás la última. Sí, el Momento llegará dentro de poco. ¿Sabes lo que eso significa?
—Que puede borrarse la frontera entre la vida y la muerte.
—Que podré morir por fin.
Dana la miró sin entender su respuesta.
—A cambio de la clarividencia me quitaron mi don más preciado —explicó el Oráculo—: la mortalidad.
—Yo… no comprendo…
—No lo comprendes porque los hombres siempre han buscado la inmortalidad y los espíritus han deseado volver a la vida. No comprendes que cada cosa tiene su tiempo y su edad, y que, si bien la vida es algo maravilloso, también la muerte es necesaria para toda criatura. Yo soy inmortal y hace muchos siglos que me cansé de serlo. Pero, de entre todos los mortales, tú, precisamente tu, deberías comprenderme mejor que nadie.
Dana se estremeció. Sabía lo que había querido decir el Oráculo con sus últimas palabras. Sabía que tenía razón.
—Espero entonces que el Momento te permita cumplir tus deseos, Oráculo —dijo, impresionada—. Pero hoy me atrevo a pedirte que me ayudes a encontrar con tu clarividencia las respuestas a las preguntas que formula mi alma.
La anciana quedó un momento en silencio y después dijo solamente:
—Habla.
—Tengo a un Elegido en la Torre, la Escuela de Alta hechicería que dirijo como Señora y Maestra. Su nombre es Saevin. Dime, ¿qué nos traerá su llegada? ¿Grandes bienes o grandes catástrofes?
—Señora de la Torre —respondió el Oráculo con una risa cansada—, cometes un error al condicionar tu destino al de una sola persona. Has de saber que todos estáis implicados. Has de saber que la Torre es el lugar elegido para ser el escenario de los importantes acontecimientos que tendrán lugar cuando llegue el Momento.
Dana no dijo nada, pero su corazón se había llenado de angustia.
—La Torre es nexo de unión de muchas personas que están vinculadas a ella. Cuando llegue el Momento, once de ellas se hallarán allí. Escucha atentamente, Señora de la Torre. Escucha y recuerda mis palabras.
Dana asintió y prestó atención. El corazón le latía con fuerza.
—Diez criaturas vivas y una muerta —prosiguió el Oráculo—. Estos once tejerán el destino del mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Estos once se hallarán en la Torre cuando llegue el Momento en que ambas dimensiones estén tan próximas que podrían fusionarse en una.
»Uno de ellos será traicionado. Otro será tentado por el mal. Otro partirá en un peligroso viaje, tal vez sin retorno. Otro se consumirá en su propio fuego. Otro escuchará la llamada de los muertos. Cuando llegue el Momento, otro abrirá la Puerta. Otro de ellos, el más joven, entregará su propio aliento vital. Otro recuperará su verdadero cuerpo. Otro verá cumplida su venganza. Otro morirá entre horribles sufrimientos. Y todo ello, Señora de la Torre, para que el último de ellos cruce el Umbral y se haga inmortal.
»Así, once son, y once forjarán su desgracia o su leyenda.
La voz del Oráculo se extinguió. Dana temblaba violentamente.
—¡Oráculo! —susurró—. ¿No puedes decirme más cosas?
—Una sola pregunta, Señora de la Torre —replicó ella—. No es bueno conocer el futuro con detalle.
Dana calló un momento. Tenía muchas preguntas que hacerle a la anciana clarividente, pero debía elegir… Y no era una elección fácil.
—Dime —pidió por fin— quién morirá entre horribles sufrimientos.
—Aquel que escucha la voz de los lobos, Señora de Ia Torre.
No había sido muy explícita, pero Dana no necesitó mas detalles.
—¡Fenris! —susurró, pálida como un muerto.
—Vete ahora —dijo el Oráculo—. Vete, porque te queda mucho por hacer. Porque la cuenta atrás ha comenzado, y el Momento se acerca.
La Archimaga se levantó de un salto, todavía temblando. Antes de marcharse, sin embargo, se volvió hacia eI Oráculo.
—Ven conmigo —le dijo—. Te llevaré lejos de este desolado lugar.
Pero ella negó con la cabeza.
—Los hombres odian y temen a los que son como yo. Solo en este remoto confín del mundo pude hallar la paz que necesita mi alma cansada. Márchate, Señora de la Torre. Márchate y déjame sola.
Dana no discutió. Salió del Templo Sin Nombre y corrió por las calles de la Ciudad Olvidada, en busca de Kai, para regresar cuanto antes a la Torre, mientras en su mente seguía resonando la aterradora profecía del Oráculo:
«Uno de ellos será traicionado. Otro será tentado por el mal. Otro partirá en un peligroso viaje, tal vez sin retorno. Otro se consumirá en su propio fuego. Otro escuchará la llamada de los muertos. Cuando llegue el Momento, otro abrirá la Puerta. Otro de ellos, el más joven, entregará su propio aliento vital. Otro recuperará su verdadero cuerpo. Otro verá cumplida su venganza, Otro morirá entre horribles sufrimientos. Y todo ello, Señora de la Torre, para que el último de ellos cruce el Umbral y se haga inmortal.
»Así, once son, y once forjarán su desgracia o su leyenda».