Capítulo 28

Lo último que me esperaba cuando atravesé el umbral de mi puerta eran los aplausos de mis doncellas.

Me quedé allí un momento, conmovida por su apoyo y reconfortada por las expresiones de orgullo de sus rostros. Cuando ya no podían hacerme sonrojar más, Anne me cogió de las manos.

—Bien dicho, señorita —dijo ella, apretándomelas suavemente, y en sus ojos vi tanta alegría que por un momento no me sentí tan mal.

—¡No me puedo creer que haya hecho eso! ¡Nunca hay nadie que nos defienda! —añadió Mary.

—¡Maxon tiene que escogerla! —gritó Lucy—. Es la única que me da esperanza.

Esperanza.

Necesitaba pensar, y el único lugar donde podía hacerlo a gusto eran los jardines. Aunque mis doncellas insistían en que me quedara, salí dando un rodeo, por una escalera trasera en el otro extremo del pasillo. Aparte de algún guardia, la planta baja estaba desierta y tranquila. Yo esperaba que el palacio estuviera bullendo de actividad, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido en la última media hora.

Cuando pasé por el pabellón de la enfermería, la puerta se abrió de golpe y fui a chocar contra Maxon, que dejó caer una caja de metal cerrada. Murmuró algo tras nuestro choque, aunque no había sido tan fuerte.

—¿Qué estás haciendo fuera de tu habitación? —preguntó, mientras se agachaba lentamente a recoger la caja. Observé que llevaba su nombre en un lado. Me pregunté qué guardaría en la enfermería.

—Iba a los jardines. Estoy intentando decidir si he hecho una estupidez o no.

A Maxon parecía que le costaba mantenerse en pie.

—Oh, ya te puedo asegurar yo que sí; ha sido una estupidez.

—¿Necesitas ayuda?

—No —se apresuró a responder, evitando mirarme a los ojos—. Me voy a mi habitación. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.

—Maxon —dije, con un tono de súplica que hizo que se viera obligado a mirarme—. Lo siento mucho. Estaba enfadadísima, y quería… Ya ni siquiera lo sé. Y tú eras el que decías que ser un Uno tenía sus privilegios, que podías cambiar las cosas.

Él puso la mirada en el cielo.

—Tú no eres una Uno —dijo, y se hizo el silencio—. Y aunque lo fueras, ¿acaso no te das cuenta de cómo hago yo las cosas? Poco a poco y en silencio. Así es como tiene que ser de momento. No puedes plantarte en la televisión quejándote de cómo funcionan las cosas y esperar tener el apoyo de mi padre, ni el de nadie.

—¡Lo siento! —dije, llorando—. Lo siento mucho.

Él se quedó en silencio un momento.

—No estoy seguro de que…

Oímos los gritos al mismo tiempo. Maxon se giró y dio unos pasos, y yo le seguí, intentando entender de qué se trataba. ¿Alguien que se peleaba? Cuando llegamos más cerca de la intersección con el pasillo principal y las puertas que daban a los jardines, vimos a un grupo de guardias que llegaban a la carrera.

—¡Den la alarma! —gritó alguien—. ¡Han atravesado las puertas!

—¡Preparen armas! —exclamó otro guardia, imponiéndose al ruido general.

—¡Avisen al rey!

Y entonces, como un enjambre de abejas, una nube de algo rápido y pequeño atravesó el pasillo. Un guardia fue alcanzado y cayó de espaldas, y al caer contra el mármol la cabeza le hizo un ruido muy desagradable. La sangre que le manaba del pecho me hizo soltar un chillido.

Maxon me apartó instintivamente, pero no demasiado rápido. Quizás él también estuviera en estado de shock.

—¡Alteza! —le gritó un guardia que llegó corriendo a nuestra altura—. ¡Tiene que bajar inmediatamente!

Cogió a Maxon con decisión, le dio la vuelta y lo sacó de allí a empujones. Él gritó y dejó caer la caja metálica otra vez. Miré hacia la mano del guardia y, por el grito que había emitido Maxon, pensé que encontraría en ella un cuchillo y que se lo habría clavado en la espalda. Pero lo único que vi fue un grueso anillo de peltre alrededor de su dedo pulgar. Recogí la caja por el asa que tenía a un lado, esperando no estropear lo que hubiera dentro, y corrí hacia el guardia que intentaba sacarnos de allí.

—No lo conseguiré —dijo Maxon.

Me giré y vi que estaba sudando. Le pasaba algo grave.

—Sí, señor —dijo el guardia, muy serio—. Por aquí.

Tiró de Maxon y rodeó una esquina que parecía llevar a un rincón sin salida. Me preguntaba si iba a dejarnos allí, pero entonces accionó algún mecanismo invisible en la pared, y se abrió otra de las misteriosas puertas del palacio. Allí dentro estaba tan oscuro que yo no veía adónde daba; pero Maxon entró, agachándose, sin pensarlo.

—Dígale a mi madre que America y yo estamos a salvo. Haga eso antes que ninguna otra cosa —ordenó.

—Por supuesto, señor. Volveré a buscarle yo mismo cuando todo esto acabe.

Sonó la sirena. Me pregunté si llegaría a tiempo para que se salvara todo el mundo.

Maxon asintió y la puerta se cerró, sumiéndonos en la más completa oscuridad. El refugio era tan hermético que ni siquiera se oía la sirena de la alarma. Oí que Maxon frotaba la pared con la mano, hasta que dio con un interruptor que encendió una luz tenue. Miré alrededor y examiné aquel espacio.

Había unos estantes con un montón de paquetes de plástico oscuro y otro estante con unas cuantas mantas finas. En el centro del minúsculo espacio había un banco de madera en el que quizá podrían sentarse cuatro personas, y en la esquina contraria un pequeño lavabo y lo que parecía un váter muy espartano. En una pared había unos ganchos, pero no había nada colgado en ellos; y toda la salita olía al metal del que parecían estar hechas las paredes.

—Al menos este es uno de los buenos —dijo Maxon, tambaleándose hasta sentarse en el banco.

—¿Qué te pasa?

—Nada —dijo en voz baja, y apoyó la cabeza sobre sus brazos.

Me senté a su lado, dejando la caja de metal en el banco y paseando de nuevo la mirada por el refugio.

—Supongo que son rebeldes sureños, ¿no?

Maxon asintió. Intenté respirar más despacio y borrar de mi mente lo que acababa de ver. ¿Sobreviviría aquel guardia? ¿Podía sobrevivir alguien a algo así?

Me pregunté hasta dónde habrían podido penetrar los rebeldes en el tiempo que habíamos tardado en ocultarnos. ¿Habría sonado la alarma lo suficientemente rápido?

—¿Estamos seguros aquí?

—Sí. Este es uno de los refugios para los criados. Si un ataque los pilla en la cocina o en el almacén, allí están bastante seguros. Pero los que están por ahí haciendo sus tareas a veces no tienen tiempo de llegar hasta allí. Esto no es tan seguro como el gran refugio de la familia real, donde hay provisiones para vivir un tiempo, pero las de aquí también valen para un apuro.

—¿Y los rebeldes lo saben?

—Es posible —dijo, haciendo una mueca al erguir un poco el cuerpo—. Pero no pueden entrar en estos refugios una vez que están ocupados. Solo hay tres modos de salir: o alguien que tenga llave abre desde fuera, o se usa la llave desde dentro —Maxon se llevó la mano al bolsillo, dejando claro que podría sacarnos de allí en caso necesario—, o hay que esperar dos días. A las cuarenta y ocho horas las puertas se abren automáticamente. Los guardias comprueban todos los refugios una vez que ha pasado el peligro, pero siempre es posible que se dejen uno, y sin este mecanismo de apertura retardada alguien podría quedar atrapado aquí dentro para siempre.

Tardó un rato en decir todo aquello. Era evidente que algo le dolía, pero parecía que intentaba distraerse con las palabras. Se inclinó hacia delante y luego soltó un soplido de dolor.

—¿Maxon?

—Ya no…, ya no puedo aguantarlo más. America, ¿me ayudas con el abrigo?

Extendió el brazo, y yo le ayudé a quitarse el abrigo por una manga. Lo dejó caer tras él y se puso a abrirse los botones. Quise ayudarle, pero me detuvo, cogiéndome las manos con las suyas.

—Por ahora has demostrado que se te da fatal guardar secretos. Pero este es uno que tienes que llevarte a la tumba. Y yo a la mía. ¿Lo entiendes?

Asentí, aunque no estaba muy segura de qué quería decir. Maxon me soltó la mano y, muy despacio, le desabroché la camisa. Me pregunté si alguna vez se habría imaginado que yo pudiera estar haciendo algo así. No tenía problema en admitir que yo sí. La noche de Halloween me había echado en la cama y había soñado con un momento así. Me lo había imaginado muy diferente, pero, aun así, sentí un escalofrío.

Había estudiado música desde pequeña, y además había vivido rodeada de artistas. Una vez había visto una escultura que tenía siglos de antigüedad y que mostraba a un atleta lanzando un disco. En aquel tiempo pensé que solo un artista podría haber hecho que el cuerpo de un hombre resultara tan bonito. El pecho de Maxon era tan escultural como cualquier obra de arte que hubiera visto antes.

Pero todo cambió cuando le quise quitar la camisa por la espalda. Se le quedó pegada, y se oyó un sonido pringoso y resbaladizo cuando intenté apartarla.

—Despacio —dijo.

Asentí, y me puse detrás de él para intentarlo desde allí.

La parte trasera de la camisa de Maxon estaba empapada de sangre.

Me sobresalté, y me quedé inmóvil un momento. Pero entonces, consciente de que si me quedaba mirando sería aún peor, seguí adelante. Cuando conseguí quitarle la camisa, la colgué de uno de los ganchos, concediéndome un momento para recobrar la compostura.

Me giré y eché un vistazo a la espalda de Maxon. Tenía un corte sangrante en el hombro que seguía hasta la cintura, y se cruzaba con otro que también sangraba, y que a su vez se cruzaba con otro ya cerrado; debajo de este había otro convertido en una antigua cicatriz. Parecía que tenía al menos seis cortes recientes en la espalda, por encima de otros demasiado numerosos como para contarlos.

¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Maxon era el príncipe. Era miembro de la familia real; estaba por encima de todos los demás, a veces incluso de la ley. ¿Cómo podía ser que hubiera acabado lleno de cicatrices?

Entonces recordé la mirada del rey aquella noche. Y el esfuerzo de Maxon por ocultar su miedo. ¿Cómo podía hacerle un hombre algo así a su hijo?

Volví a girarme, buscando hasta que encontré un trapito. Me fui al lavabo y me alegré al ver que el grifo funcionaba, aunque el agua estaba helada.

Me recompuse y me acerqué, intentando mantener la calma por él.

—Esto puede que te escueza un poco —le advertí.

—No pasa nada —murmuró—. Estoy acostumbrado.

Cogí el trapito mojado y fui limpiándole la herida desde el hombro, de arriba abajo. Él se encogió un poco, pero aguantó en silencio. Cuando pasé a la segunda herida, Maxon empezó a hablar.

—Llevo años preparándome para esta noche, ¿sabes? Esperando el día en que tuviera la fuerza necesaria para plantarle cara.

Maxon calló un momento, y algunas cosas adquirieron por fin sentido: por qué alguien que trabajaba sentado a una mesa tenía aquellos músculos, por qué siempre parecía estar vestido y listo para ponerse en marcha, por qué le enfurecía que una chica le llamara niño y le diera empujones.

Me aclaré la garganta.

—¿Y por qué no lo has hecho?

Hizo una pausa.

—Tenía miedo de que, si me resistía, fuera a por ti.

Tuve que parar un momento; estaba demasiado sobrecogida como para hablar siquiera. Las lágrimas amenazaban con asomar, pero intenté mantener el tipo. Estaba segura de que llorando solo empeoraría las cosas.

—¿Lo sabe alguien?

—No.

—¿Ni el médico? ¿O tu madre?

—El médico lo sabe, pero no puede decir nada. Y yo nunca se lo diría a mi madre, ni le daría motivo para que sospechara. Sabe que mi padre es severo conmigo, pero no quiero que se preocupe. Y puedo soportarlo.

Seguí limpiándole las heridas.

—Con ella no es así —precisó enseguida—. Supongo que con mi madre se porta mal de otro modo, pero no así.

—Hmm —repliqué, no muy segura de qué decir.

Seguí limpiando, y Maxon reprimió un lamento.

—Vaya, eso pica.

Aparté el trapito un momento y él recuperó la respiración normal. Al cabo de un momento hizo un gesto con la cabeza, y volví a la tarea.

—Entiendo a Carter y a Marlee más de lo que te crees —dijo, intentando quitarle hierro al asunto—. Estas cosas tardan mucho en curarse, especialmente si has decidido ocuparte tú solo de ellas.

Me quedé inmóvil un momento, sorprendida. A Marlee la habían azotado quince veces seguidas. Pensé que, de tener que escoger, preferiría eso a los azotes que había recibido Maxon, recibidos por sorpresa.

—¿Y los otros por qué te los dio? —pregunté, y al momento me mordí la lengua—. No me hagas caso. Soy una maleducada.

Él encogió el hombro sano.

—Por cosas que hice o que dije. Por cosas que sé.

—Cosas que yo sé —añadí—. Maxon, lo siento… —me quedé sin respiración, y sentí que estaba al borde del llanto. Era como si le hubiera azotado yo misma.

No se giró, pero echó la mano atrás y me cogió la rodilla.

—¿Cómo vas a acabar de curarme si te pones a llorar?

Solté una risita débil entre lágrimas y me limpié la cara. Acabé de limpiarle, intentando hacerle el mínimo daño posible.

—¿Crees que habrá vendas por ahí? —pregunté, paseando la mirada por la habitación.

—En la caja.

Mientras él se reponía, abrí los cierres de la caja y observé la abundancia de material.

—¿Por qué no tienes las vendas en tu habitación?

—Por puro orgullo. Estaba decidido a no necesitarlas nunca más.

Suspiré en silencio. Leí las etiquetas y encontré una solución desinfectante, algo que parecía un analgésico y vendas.

Me coloqué a sus espaldas y me preparé para aplicárselas.

—Puede que esto te duela.

Asintió. Cuando el medicamento entró en contacto con su piel, soltó un gruñido y luego calló de nuevo. Intenté ir lo más rápidamente posible, para que le resultara lo menos incómodo posible.

Le apliqué el ungüento en las heridas, y estaba claro que le fue bien. La tensión de los hombros fue reduciéndose a medida que iba avanzando. Yo también me sentí mejor; de algún modo, era como si estuviera reparando, en parte, todo el mal que le había causado.

Soltó una breve risita socarrona.

—Sabía que al final se descubriría mi secreto. Llevo años intentando buscarme una buena excusa. Esperaba encontrar algo creíble antes de la boda, porque sabía que mi esposa las vería, pero aún no sé qué podría decir. ¿Alguna idea?

Me quedé pensando un momento.

—La verdad siempre funciona.

Asintió.

—No es mi opción preferida. Al menos no para esto.

—Creo que ya estoy.

Maxon se giró y arqueó la espalda un poco, y luego se giró hacia mí, con expresión de agradecimiento.

—Está perfecto, America. Mejor que todas las veces que me lo he hecho yo.

—Me alegro.

Se me quedó mirando un momento y se hizo el silencio. ¿Qué podíamos decirnos?

Los ojos se me iban a su pecho, y tenía que dejar de mirarle.

—Voy a lavarte la camisa —decidí.

Me fui al rincón y me puse a frotarle la camisa; el agua se fue poniendo roja antes de escaparse por el desagüe. Sabía que no saldría toda, pero al menos así tenía algo que hacer.

Cuando acabé, la escurrí y la colgué de nuevo en un gancho. Me giré, y vi que Maxon me miraba.

—¿Por qué nunca me haces las preguntas que te quiero responder?

No pensé que pudiera tomar asiento a su lado en el banco sin sentir la tentación de tocarle. Así que me senté en el suelo, frente a él.

—No sabía que fuera así.

—Así es.

—Bueno, ¿qué es lo que no te estoy preguntando y que quieres responderme?

Soltó un suspiro y se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas.

—¿No quieres que te explique lo de Kriss y lo de Celeste? ¿No crees que te lo mereces?