Capítulo 27

Cuando Silvia me preguntó qué necesitaría para mi presentación, le dije que quería una mesita para poner unos libros y un caballete para un póster que estaba dibujando. Le hizo especial ilusión saber lo del póster. Era la única que tenía experiencia en trabajos de arte y diseño.

Me pasé horas escribiendo mi presentación en fichas, para que no se me olvidara nada, y puse puntos en algunos libros para sacar citas. Además, ensayé frente al espejo para aprenderme bien las partes que me preocupaban. Intenté no pensar demasiado en lo que estaba haciendo, pues entonces todo el cuerpo me empezaba a temblar.

Le pedí a Anne que me confeccionara un vestido que me diera aspecto inocente, lo cual le hizo levantar las cejas.

—Lo dice como si hasta ahora le hubiera hecho salir por ahí en lencería fina —bromeó.

Chasqueé la lengua.

—No, no quiero decir eso. Ya sabes que todos los vestidos que me habéis hecho me han encantado. Solo quiero dar una imagen… angelical.

Ella sonrió.

—Supongo que ya se nos ocurrirá algo.

Debieron de trabajar como locas, porque el día del Report no vi ni a Anne, ni a Mary, ni a Lucy hasta una hora antes del inicio del programa, cuando llegaron a toda prisa con el vestido. Era blanco, vaporoso y ligero, y estaba decorado con una larga tira verde y un adorno de tul azul a la derecha. La parte inferior caía de tal modo que parecía una nube, y la cintura imperio le daba un toque de elegancia y formalidad. Me venía perfecto. Era, con mucho, el que más me gustó de todos los que me habían diseñado, y estaba encantada de lucirlo aquel día precisamente. Quizá sería el último de sus vestidos que tendría ocasión de ponerme.

Me había costado mantener mi plan en secreto, pero lo había conseguido. Cuando las chicas me preguntaron qué estaba haciendo, simplemente les dije que era una sorpresa. Eso me valió más de una mirada escéptica, pero no me importó. Les pedí a mis doncellas que no tocaran las cosas de mi escritorio, ni siquiera para limpiar, y obedecieron, dejando mis notas boca abajo.

Nadie lo sabía.

La persona a la que más ganas tenía de contárselo era a Aspen, pero me contuve. Por una parte tenía miedo de que me convenciera de no hacerlo; por otra, me temía que se mostrara demasiado entusiasta.

Mientras mis doncellas se esmeraban para ponerme guapa, me miré al espejo y supe que aquello era algo que tenía que hacer sola. Y mejor así. No quería que nadie —ni mis doncellas, ni las otras chicas, ni Aspen, sobre todo— se metieran en problemas por mi culpa.

Lo único que quedaba por hacer era poner las cosas en orden.

—Anne, Mary, ¿podríais ir a prepararme un té?

Ellas se miraron.

—¿Las dos? —preguntó Mary.

—Sí, por favor.

No parecían convencidas, pero hicieron una reverencia y se fueron. En cuanto salieron, me giré hacia Lucy.

—Siéntate conmigo —le pedí, llevándola al banquito acolchado en el que estaba sentada yo. Ella obedeció, y yo le pregunté, simplemente—: ¿Eres feliz?

—¿Señorita…?

—Últimamente pareces triste. Me preguntaba si te encuentras bien.

Ella bajó la cabeza.

—¿Tan obvio es?

—Un poquito —admití, pasándole el brazo por los hombros y acercándola a mí.

Ella suspiró y me apoyó la cabeza en el hombro. Me alegré muchísimo de que olvidara por un momento las barreras invisibles que había entre las dos.

—¿Alguna vez ha deseado algo que no pudiera conseguir?

Solté una risita sarcástica.

—Lucy, antes de llegar aquí era una Cinco. Hay tantas cosas que no podía tener que si hiciera una lista sería tan larga…

Una lágrima solitaria le rodó por la mejilla. Resultaba raro; normalmente me lo habría ocultado.

—No sé qué hacer. Estoy atrapada.

Erguí el cuerpo e hice que me mirara a la cara.

—Lucy, quiero que sepas que estoy segura de que puedes hacer lo que quieras, ser lo que seas. Creo que eres una chica asombrosa.

Ella sonrió tímidamente.

—Gracias, señorita.

Sabía que no teníamos mucho tiempo.

—Escucha, necesito que hagas algo por mí. No estaba segura de si podía contar con las otras, pero confío en ti.

Aunque parecía confusa, cuando respondió supe que lo decía de verdad:

—Lo que sea.

Fui a uno de los cajones y saqué una carta.

—¿Le podrías dar esto al soldado Leger?

—¿Al soldado Leger?

—Me gustaría darle las gracias por lo amable que ha sido, y he pensado que resultaría inapropiado darle una carta personalmente, ya sabes —era una excusa muy pobre, pero era el único modo de explicarle a Aspen el porqué de lo que iba a hacer y de despedirme de él. Suponía que no me quedaría mucho tiempo en el palacio tras aquella noche.

—Me encargaré de que le llegue antes de una hora —dijo, decidida.

—Gracias —respondí.

Las lágrimas amenazaban con aparecer, pero las contuve. Estaba asustada, pero había demasiados motivos para actuar como tenía previsto.

Todos nos merecíamos algo mejor. Mi familia, Marlee y Carter, Aspen, incluso mis doncellas; todos estábamos atrapados en nuestras vidas debido a los planes de Gregory Illéa. Pensaría en ellos.

Cuando entré en el plató del Report, tenía bajo el brazo un montón de libros marcados y una carpeta con mi póster. La estructura era la misma de siempre —los asientos del rey, la reina y Maxon a la derecha, cerca de la puerta, y los de las chicas de la Selección a la izquierda—, pero, en el centro, en el lugar en el que solía haber una tarima donde se subía a hablar el rey o unas sillas para las entrevistas, habían dejado un espacio para las presentaciones. Vi una mesita y mi caballete, pero también una pantalla en la que supuse que alguna haría un pase de diapositivas. Era impresionante. Me pregunté quién sería la que había logrado los recursos necesarios para montar todo aquello.

Me fui hasta la última silla —junto a la de Celeste, por desgracia— y coloqué mi carpeta al lado. Apoyé los libros sobre las rodillas. Natalie también traía unos libros; y Elise estaba releyendo sus notas una y otra vez. Kriss miraba al techo y parecía estar recitando su presentación mentalmente. Celeste estaba comprobando su maquillaje.

Silvia estaba allí, como solía ocurrir cuando teníamos que hablar de algo que nos hubiera encargado ella, y aquel día estaba con los nervios a flor de piel. Probablemente aquella fuera nuestra tarea más complicada, y el resultado diría mucho de ella.

Respiré hondo. No había pensado en Silvia. Pero ahora ya era demasiado tarde.

—¡Están preciosas, señoritas, fantástico! —dijo, al acercarse—. Ahora que están todas aquí, quiero explicarles unas cuantas cosas. En primer lugar, el rey se pondrá en pie y hará unos cuantos anuncios; luego Gavril desarrollará el tema de la noche: la presentación de sus proyectos filantrópicos.

Silvia, que era como una máquina inalterable y nunca perdía la calma, estaba agitada. De hecho, daba botecitos mientras hablaba.

—Bueno, ya sé que han estado practicando. Tienen ocho minutos; y si alguien les hace alguna pregunta después, Gavril les dará paso. Recuerden mantener la compostura. ¡El país las está mirando! Si se pierden, respiren hondo y sigan adelante. Van a estar estupendas. Ah, y saldrán en el orden en que están sentadas, así que, Lady Natalie, usted es la primera; y Lady America será la última. ¡Buena suerte, chicas!

Silvia se alejó para hacer las últimas comprobaciones. Intenté calmarme. La última. Seguramente sería mejor así. Natalie debía de estar más nerviosa al ser la primera. La miré y vi que estaba sudando. Intentar concentrarse con aquella presión sería una tortura. No pude evitarlo y miré también a Celeste. Ella no sabía si la había visto con Maxon, y no dejaba de preguntarme por qué no se lo había contado nunca a nadie. El hecho de que lo guardara en secreto me hacía pensar que no era la primera vez.

Aquello lo hacía aún peor.

—¿Nerviosa? —le pregunté, mientras ella se quitaba algo que se le había quedado pegado en una uña.

—No. Esto es una estupidez, y en realidad no le importa a nadie. No veo la hora de que acabe. Y yo soy modelo —dijo, mirándome por fin—. Se me da bien ponerme delante de las cámaras.

—Desde luego parece que eres una experta en posar —murmuré.

Era evidente que aquello le hizo pensar, intentando decidir si era un insulto o no. Acabó levantando la vista y girándose hacia el otro lado.

Justo en aquel momento entró el rey, con la reina al lado. Hablaban entre susurros, y parecía que se trataba de algo muy importante. Un momento más tarde entró Maxon, ajustándose los puños de la camisa mientras se dirigía a su sitio. Vestido con aquel traje tenía un aspecto inocente y limpio; tuve que recordarme a mí misma lo que sabía de él.

Me miró. No iba a dejarme intimidar, así que le mantuve la mirada. Entonces, con timidez, Maxon levantó la mano y se tiró de la oreja. Negué lentamente con la cabeza, con una expresión que dejaba claro que, si dependía de mí, nunca más volveríamos a hablar.

Cuando empezaron las presentaciones, un sudor frío me recorrió todo el cuerpo. La propuesta de Natalie fue corta, y no estaba muy bien documentada.

Afirmaba que todo lo que hacían los rebeldes era deleznable y que habría que acabar con ellos para mantener la seguridad en las provincias de Illéa. Cuando acabó, todas la miramos sin decir nada. ¿Cómo es posible que no supiera que todo lo que hacían los rebeldes ya se consideraba ilegal?

La reina, en particular, puso una cara terriblemente triste cuando Natalie se sentó.

Elise propuso un programa para relacionar a los miembros de las castas más altas con gente de Nueva Asia, mediante una especie de intercambio de cartas. Sugería que aquello ayudaría a reforzar los vínculos entre los países y que ayudaría a poner fin a la guerra. Yo no tenía claro que aquello sirviera de algo, pero al menos servía para recordar por qué ella aún seguía en la Selección. La reina le preguntó si conocía a alguien en Nueva Asia que pudiera estar dispuesto a participar en el programa, y Elise le aseguró que sí.

La presentación de Kriss fue espectacular. Quería reformar el sistema de educación pública. Aquella era una idea que les gustaba tanto a Maxon como a la reina. Como esta era hija de un maestro, habría pensado en ello toda la vida. Usó la pantalla para mostrar imágenes del colegio de su provincia al que la habían enviado sus padres. En los rostros de los profesores se reflejaba el agotamiento, y en una fotografía se veía un aula en la que cuatro niños estaban sentados en el suelo, puesto que no había suficientes sillas. La reina hizo decenas de preguntas, y Kriss las respondió enseguida. Recurriendo a copias de viejos informes económicos que habíamos leído, incluso había encontrado una fuente a la que recurrir para pedir prestado el dinero necesario para poner el proyecto en marcha, y aportó ideas para la posterior financiación del sistema.

Cuando se sentó, vi que Maxon le sonreía y asentía. Ella respondió ruborizándose y se quedó mirando el encaje de su vestido. Me parecía una crueldad que jugara así con ella, teniendo en cuenta su relación íntima con Celeste. Pero ya no era asunto mío. Que hiciera lo que le diera la gana.

La presentación de Celeste fue interesante, aunque algo tendenciosa. Sugirió que se estableciera un salario mínimo para algunas de las castas más bajas. Sería en una escala progresiva, de acuerdo con la formación. No obstante, para obtener esa formación, los Cincos, Seises y Sietes tendrían que cursar estudios…, que tendrían que pagar…, lo que beneficiaría sobre todo a los Treses, que eran los únicos autorizados para dar clases. Como Celeste era una Dos, no tenía ni idea de lo que tendríamos que trabajar para conseguir pagar aquello. Nadie dispondría de tiempo suficiente para lograr los diplomas necesarios, con lo que nunca obtendrían esa prestación. A primera vista parecía una buena idea, pero era imposible que funcionara.

Celeste regresó a su sitio, y yo me eché a temblar al ponerme en pie. Por un momento me planteé fingir que me desmayaba. Pero tenía que hacerlo. Lo malo es que no quería afrontar lo que vendría después.

Coloqué mi póster —un diagrama de las castas— en el caballete, y puse mis libros en orden sobre la mesa. Cogí aire y agarré mis fichas con fuerza, aunque, una vez lanzada, observé con sorpresa que ni siquiera me hacían falta.

—Buenas noches, Illéa. Hoy me presento ante ustedes no como parte de la Élite, no como Tres ni como Cinco, sino como ciudadana, como una igual. Según la casta a la que cada cual pertenezca, la visión de cómo funciona nuestro país puede ser diferente. Desde luego, a mí me ha pasado. Pero hasta hace poco no he comprendido hasta dónde llegaba mi amor por Illéa.

»A pesar de haber crecido en un hogar en el que a veces faltaba la comida o la electricidad, a pesar de ver que a gente a la que yo amaba la forzaban a vivir en una situación que habían adquirido al nacer, con muy pocas esperanzas de que aquello cambiara, a pesar de ver la distancia que me separaba de otras personas debido a un simple número, aunque no fuéramos tan diferentes —miré a las chicas—, sigo queriendo a nuestro país.

Sabía que ahí venía el cambio de ficha, y lo hice automáticamente, sin mirarlas.

—Lo que propongo no sería sencillo. Podría ser incluso doloroso, pero de verdad creo que beneficiaría a todo nuestro reino —cogí aire—. Creo que deberíamos eliminar las castas.

Oí más de una respiración entrecortada. Decidí no hacer caso.

—Sé que hubo una época, cuando nuestro país acababa de nacer, en que la asignación de estos números ayudó a organizar algo que estaba a punto de desaparecer. Pero ya no somos ese país. Ahora somos mucho más. Permitir que personas sin talento tengan privilegios desmesurados y poner cortapisas a las que podrían ser algunas de las mentes más brillantes del mundo simplemente por mantener un sistema de organización arcaico es cruel, y lo único que hace es impedirnos sacar lo mejor de nosotros mismos.

Hice referencia a una encuesta de una de las viejas revistas de Celeste, que había consultado después de que hubiéramos hablado de crear un ejército de voluntarios, en la que el sesenta y cinco por ciento de la gente pensaba que era buena idea. ¿Por qué eliminar la posibilidad de algunos de labrarse un futuro? También cité un viejo informe que habíamos estudiado sobre la estandarización de exámenes en las escuelas públicas. El artículo era tendencioso, y afirmaba que solo el tres por ciento de Seises y Sietes reflejaban coeficientes de inteligencia altos; y al tratarse de un porcentaje tan bajo, estaba claro que habían decidido dejarlos donde estaban. Defendí que debería darnos vergüenza que esas personas estuvieran obligadas a pasarse la vida cavando zanjas cuando podían estar haciendo operaciones de corazón.

Por fin llegó el final de aquella dura prueba:

—Quizá nuestro país tenga su riqueza mal repartida, pero no podemos negar su potencial. Lo que me da miedo es que, si no cambiamos algo, ese potencial se quede estancado. Y quiero demasiado a mi país como para permitir que eso ocurra. Tengo demasiadas esperanzas puestas en él como para permitir que suceda —tragué saliva, aliviada al menos de haber llegado al final—. Gracias por su tiempo —añadí, y me giré ligeramente hacia la familia real.

La cosa iba mal. La expresión de Maxon volvía a ser pétrea, como el día en que habían azotado a Marlee. La reina apartó la vista, evidentemente decepcionada. El rey, en cambio, se me quedó mirando.

Sin parpadear siquiera, se dirigió a mí:

—¿Y cómo sugieres que eliminemos las castas? —me desafió—. ¿Así, de pronto, las quitamos y ya está?

—Oh…, no sé.

—¿Y no crees que eso provocaría altercados? ¿Un caos total? ¿Que permitiría que los rebeldes se aprovecharan de la confusión de la gente?

Aquello no lo había pensado a fondo. Lo único que tenía claro era lo injusto que era el sistema.

—Creo que la creación de las castas ya creó una confusión considerable, y aun así lo superamos. De hecho —dije, recurriendo a mi montón de libros—, aquí tengo una descripción.

Hojeé el diario de Gregory en busca de la página indicada.

—¿Ya hemos cortado? —rugió.

—Sí, majestad —respondió alguien.

Levanté la vista y vi que las luces que solían indicar el funcionamiento de las cámaras se habían apagado. Con algún gesto que me había pasado por alto, el rey había puesto punto final al Report. Se puso en pie.

—Poned las cámaras apuntando al suelo —ordenó, y los técnicos obedecieron. Se lanzó hacia mí y me arrancó el diario de las manos—. ¿De dónde has sacado esto? —me gritó.

—¡Padre, padre! —exclamó Maxon, agitado, mientras se acercaba.

—¿De dónde ha sacado esto? ¡Respóndeme!

—Se lo di yo —confesó Maxon—. Estábamos consultando lo que era eso de Halloween. Salía en los diarios de Gregory Illéa, y pensé que le gustaría leer algo más.

—Idiota —le espetó el rey—. Sabía que tenía que haberte hecho leer esto antes. Estás perdido. ¡No tienes ni idea de lo que te espera!

Oh, no. Oh, no, no, no.

—Ella se va esta noche —ordenó el rey Clarkson—. Ya la he aguantado bastante.

Intenté echarme atrás, distanciarme todo lo que pudiera del rey sin que se diera cuenta. Incluso procuré no hacer demasiado ruido al respirar. Me giré hacia las chicas y, por algún motivo, miré a Celeste. Esperaba encontrarme con su sonrisa, pero estaba nerviosa. Nunca habíamos visto al rey tan alterado.

—No puedes enviarla a casa. Eso lo decido yo, y yo digo que se queda —respondió Maxon sin alterarse.

—Maxon Calix Schreave, yo soy el rey de Illéa, y yo digo…

—¿No podrías dejar de ser rey aunque solo sea cinco minutos, y ser simplemente mi padre? —gritó Maxon—. Eso me corresponde a mí. Tú tienes que tomar tus decisiones, y yo quiero tomar las mías. ¡De aquí no se va ninguna chica si yo no lo digo!

Vi que Natalie se agarraba a Elise. Ambas parecían estar temblando.

—Amberly, llévate esto y devuélvelo a su sitio —dijo el rey, poniéndole el libro en las manos a la reina. Ella se quedó allí, asintió, pero no se movió—. Maxon, quiero verte en mi despacho.

Miré a Maxon; y quizá solo me lo imaginara, pero me dio la impresión de ver una sombra de pánico en el fondo de sus ojos.

—O… —propuso el rey— podría hablar directamente con ella.

—No —protestó Maxon, levantando una mano—. Eso no será necesario. Señoritas —añadió, girándose hacia nosotras—, ¿por qué no van todas arriba? Hoy les enviaremos la cena a sus habitaciones —hizo una pausa—. America, a lo mejor deberías prepararte y recoger tus cosas. Por si acaso.

El rey sonrió, y su sonrisa adquirió un aire siniestro, tras aquella explosión de rabia.

—Excelente idea. Tú primero, hijo.

Miré a Maxon, que parecía derrotado. Me sentí avergonzada. Él abrió la boca para decir algo, pero al final meneó la cabeza y emprendió la marcha.

Kriss se retorcía las manos de los nervios, mirando a Maxon. No podía culparla. Había algo amenazador en todo aquello.

—¿Clarkson? —dijo la reina Amberly, sin levantar la voz—. ¿Qué hay de lo otro?

—¿El qué? —preguntó él, irritado.

—La noticia —le recordó ella.

—Ah, sí —dijo él, y retrocedió hacia nosotras. Estaba tan cerca que decidí retirarme a mi silla, por miedo a quedarme sola en medio otra vez. El rey Clarkson habló con voz firme y tranquila—: Natalie, no hemos querido decírtelo antes del Report, pero hemos recibido malas noticias.

—¿Malas noticias? —preguntó, agarrándose nerviosa el collar.

El rey se acercó.

—Sí, siento mucho tu pérdida, pero parece que los rebeldes se han llevado a tu hermana esta mañana.

—¿Qué? —dijo ella, en un susurro.

—Han encontrado sus restos esta tarde. Lo sentimos —añadió, y tuve que admitir que en su voz se detectaba algo próximo a la empatía, aunque más que una emoción genuina sonaba a una entonación bien ensayada.

Enseguida volvió junto a Maxon, apremiándolo a salir por la puerta mientras Natalie estallaba en un grito desesperado. La reina fue corriendo a su lado, acariciándole el cabello e intentando calmarla. Celeste, que nunca había sido demasiado cariñosa, abandonó el estudio en silencio, y Elise la siguió, anonadada. Kriss se quedó e intentó consolar a Natalie, pero en cuanto quedó claro que no podía hacer gran cosa, también se fue. La reina le dijo a Natalie que les habían puesto protección a sus padres, por lo que pudiera pasar, y que podría ir al funeral si quería, y no se separó de ella en ningún momento.

Todo se había quedado a oscuras tan rápido que me sentí paralizada en mi silla.

Cuando apareció aquella mano frente a mi cara, me sobresalté tanto que eché la cabeza atrás.

—No te haré daño. Solo quiero ayudarte —dijo Gavril, y el broche de su solapa brilló, reflejando la luz.

Le di la mano, sorprendida de lo que me temblaban las piernas.

—Debe de quererte mucho —observó Gavril, en cuanto me puse en pie.

No podía mirarle a la cara.

—¿Qué te hace pensar eso?

Gavril suspiró.

—Conozco a Maxon desde que era un niño. Nunca le había plantado cara a su padre de ese modo.

Gavril se alejó para decirle al equipo de rodaje que no dijeran una palabra de todo lo que habían oído aquella noche.

Me acerqué a Natalie. No es que la conociera tanto, pero estaba segura de que amaba a su hermana como yo quería a May; y no podía imaginarme el dolor que estaría sintiendo.

—Natalie, lo siento muchísimo —susurré.

Ella asintió. Era lo máximo que podía hacer.

La reina me miró con simpatía, sin saber muy bien cómo expresar toda su tristeza.

—Y… perdóneme usted también, majestad. No quería… Yo solo…

—Lo sé, querida.

Con lo que estaba pasando Natalie, no podía esperar más despedidas, así que le hice una última reverencia a la reina y abandoné el estudio lentamente, intentando asimilar el desastre del que yo misma era la responsable.