Capítulo 13

Salí corriendo de la sala. Estaba claro que Celeste no lo había hecho con buena intención. Quería mostrarme cuál era mi lugar. ¿Por qué me molestaba en seguir con aquello? El rey esperaba que fracasara, el público no me quería y yo estaba segura de que no estaba hecha para ser princesa.

Subí las escaleras a toda prisa y en silencio, intentando no llamar la atención. No había modo de saber cuál era la fuente anónima de la revista.

—Señorita —dijo Anne, cuando atravesé el umbral—, pensé que estaría abajo hasta la hora del almuerzo.

—¿Podéis dejarme sola, por favor?

—¿Perdón?

Resoplé, intentando controlarme.

—Necesito estar sola. Por favor.

Sin decir palabra, hicieron una reverencia y salieron. Me dirigí al piano. Quería distraerme, dejar de pensar en aquello. Toqué unas cuantas canciones que me sabía de memoria, pero aquello resultaba demasiado fácil. Necesitaba algo que requiriera mi atención.

Me puse en pie y hurgué bajo la banqueta en busca de algo más difícil. Hojeé unas cuantas partituras hasta que apareció el borde de un libro. ¡El diario de Gregory Illéa! Me había olvidado completamente de que estaba allí. Aquello sería una gran distracción.

Me llevé el libro a la cama y lo abrí, pasando las viejas páginas y examinándolas. Reparé en la página con la fotografía de Halloween, aquel retrato forzado que ya había visto antes, y volví a leer el fragmento:

Este año los niños han celebrado Halloween con una fiesta. Supongo que es una forma de olvidar lo que pasa a su alrededor, pero a mí me parece frívolo. Somos una de las pocas familias que quedan que tienen dinero para hacer algo festivo, pero este juego de niños me parece tirar el dinero.

Volví a mirar la foto, preguntándome por la niña. ¿Qué edad tendría? ¿Cuál sería su ocupación? ¿Le gustaría ser la hija de Gregory Illéa? ¿La haría eso muy popular?

Pasé la página y me encontré con que no hablaba de otro tema, sino que seguía la entrada sobre Halloween.

Supongo que después de la invasión china pensé que nos daríamos cuenta de nuestros errores. Para mí era evidente lo vagos que nos habíamos vuelto, sobre todo en los últimos tiempos. No es de extrañar que China pudiera invadirnos tan fácilmente, ni tampoco que nos costara tanto plantear resistencia. Hemos perdido ese espíritu que hacía que la gente se lanzara a cruzar océanos y a afrontar duros inviernos y guerras civiles. Nos hemos vuelto vagos. Y mientras nosotros estábamos ahí, sin hacer nada, China cogió las riendas.

En los últimos meses en particular, he sentido la necesidad de aportar algo más que dinero a nuestra campaña bélica. Quiero tomar el mando. Tengo ideas, y ya que he hecho donaciones tan generosas, quizá sea el momento de aumentar la apuesta. Lo que necesitamos es un cambio. No puedo evitar preguntarme si seré la única persona que puede llevarlo a cabo.

Me estremecí. No podía evitar comparar a Maxon con su predecesor. Gregory parecía tener una gran inspiración. Estaba intentando coger algo roto y recomponerlo. Me pregunté qué diría de la monarquía si estuviera ahí en aquel momento.

Cuando Aspen abrió la puerta de mi habitación por la noche, estuve a punto de contarle lo que había leído. Pero recordé que ya le había mencionado a mi padre la existencia de aquel diario, y solo con eso ya había roto mi promesa.

—¿Cómo ha ido el día? —me preguntó, arrodillándose junto a mi cama.

—Bien, supongo. Celeste me ha enseñado un artículo… —sacudí al cabeza—. Ni siquiera sé si quiero hablar de ello. Me tiene harta.

—Supongo que ahora que se ha ido Marlee, Maxon no enviará a nadie a casa hasta dentro de un tiempo, ¿eh?

Me encogí de hombros. Sabía que el público estaba aguardando una eliminación, y lo sucedido con Marlee les había dado un espectáculo muy superior al que se esperaban.

—Venga… —dijo él, arriesgándose a tocarme a la luz de la puerta, abierta de par en par—. Todo saldrá bien.

—Lo sé. Pero es que la echo de menos. Y me siento confusa.

—¿Confusa por qué?

—Por todo. Sobre lo que hago aquí, lo que soy. Pensé que lo sabía… Ni siquiera sé explicarlo. —Últimamente parecía que el problema era justo ese. Los pensamientos se me entremezclaban. No tenía las ideas claras.

—Tú sabes quién eres, Mer. No dejes que te cambien —parecía tan sincero que por un momento me sentí segura. No porque tuviera respuestas, sino porque contaba con Aspen. Si alguna vez volvía a perder la noción de mí misma, sabía que él estaría ahí para guiarme.

—Aspen, ¿te puedo preguntar una cosa?

Asintió.

—Sé que es algo raro, pero si ser princesa no supusiera casarse con alguien, si no fuera más que un trabajo para el que pudieran seleccionarme, ¿crees que sería capaz de hacerlo?

Sus ojos verdes se abrieron aún más por un segundo, mientras asimilaba la pregunta. Debo decir en su favor que estaba claro que se planteaba la posibilidad.

—Lo siento, Mer, pero creo que no. Tú no eres tan calculadora como ellos —dijo.

Su tono era de disculpa, pero no me ofendía que pensara que no pudiera hacerlo. Era su razonamiento lo que me sorprendió un poco.

—¿Calculadora? ¿Y eso?

Él suspiró.

—Yo estoy por todas partes, Mer. Oigo cosas. Hay grandes altercados en el sur, en las zonas con mayor concentración de castas bajas. Por lo que dicen los guardias más veteranos, esa gente nunca estuvo especialmente de acuerdo con los métodos de Gregory Illéa, y los altercados se suceden desde hace mucho tiempo. Según dicen, ese fue uno de los motivos por los que la reina resultaba tan atractiva para el rey. Procedía del sur, y eso los aplacó un tiempo. Aunque ahora parece que ya no tanto.

Volví a plantearme hablarle del diario, pero no lo hice.

—Eso no explica qué querías decir con lo de «calculadora».

Él dudó por un momento.

—El otro día estaba en uno de los despachos, antes de todo el jaleo de Halloween. Hablaban de los simpatizantes de los rebeldes del sur. Me ordenaron que llevara unas cartas al Departamento de Correos. Eran más de trescientas cartas, America. Trescientas familias a las que iban a degradar, a bajarles una casta por no informar de algo o por colaborar con alguien considerado una amenaza para el palacio.

Di un respingo.

—Ya. ¿Te lo puedes imaginar? ¿Y si fueras tú, y lo único que supieras hacer fuera tocar el piano? De pronto se supone que tendrías que trabajar de empleada. ¿Sabrías siquiera dónde ir a buscar ese tipo de trabajo? El mensaje está bastante claro.

Asentí.

—¿Y tú…? ¿Maxon lo sabe?

—Supongo. No falta tanto para que él mismo gobierne el país.

En el fondo de mi corazón no quería creer que él hubiera podido estar de acuerdo con aquello, pero lo más probable es que supiera lo que estaba pasando. Se esperaba de él que aceptara todas aquellas cosas. ¿Podría hacerlo yo?

—No se lo digas a nadie, ¿vale? Una filtración podría costarme el empleo —me advirtió Aspen.

—Claro. Ya está olvidado.

Me sonrió.

—Echo de menos el tiempo que pasaba contigo, lejos de todo esto. Añoro nuestros problemas de antes.

Me reí.

—Sé lo que quieres decir. Escaparme por la ventana era mucho mejor que escabullirme por un palacio.

—E ir mendigando un céntimo para poder dártelo a ti era mejor que no tener nada que darte en absoluto —dijo, dando un golpecito al frasco junto a la cama, en el que antes había cientos de monedas de céntimo que me había ido dando por cantarle en la casa del árbol de mi casa, un pago que él consideraba que me merecía—. No tenía ni idea de que los habías ido ahorrando hasta el día antes de que te fueras.

—¡Claro que sí! Cuando tú no estabas, eran lo único a lo que me podía agarrar. A veces me los echaba sobre la mano, encima de la cama, solo para agarrarlos y volver a meterlos en el frasco. Era agradable tener algo que habías tocado tú antes —nuestros ojos se encontraron, y al momento todo lo demás quedó muy lejos. Resultaba reconfortante encontrarme de nuevo en aquella burbuja, en el lugar que habíamos creado años atrás—. ¿Qué hiciste con ellos? —me enfadé tanto con él cuando me marché que se los había devuelto. Todos, salvo el que se había quedado pegado al fondo del frasco.

Él sonrió.

—Están en casa, esperando.

—¿El qué?

Los ojos le brillaron.

—Eso no lo sé.

Suspiré y sonreí.

—Muy bien, guárdate tus secretos. Y no te preocupes por no poder darme nada. Estoy contenta solo con que estés aquí, que al menos tú y yo podamos arreglar las cosas, aunque no sea como antes.

Pero estaba claro que para Aspen aquello no bastaba. Acercó la mano al puño de la otra manga y se arrancó uno de los botones dorados.

—No tengo nada más que darte, literalmente, pero puedes guardar esto, algo que he tocado yo, y pensar en mí en cualquier momento. Y sabrás que yo también estoy pensando en ti.

Por tonto que pareciera, me entraron ganas de llorar. Era inevitable, el instinto natural que me hacía comparar a Aspen con Maxon. Incluso en aquel mismo instante, cuando la idea de tener que elegir entre los dos quedaba muy lejos, los comparé mentalmente.

Daba la impresión de que a Maxon no le costaba nada darme cosas —recuperar una fiesta, asegurarse de que tuviera todo lo mejor— porque tenía el mundo entero a su disposición. Y, sin embargo, ahí estaba Aspen, dándome sus preciosos momentos robados y un recuerdo minúsculo para mantener el vínculo, y daba la impresión de que era mucho más que todo lo otro.

De pronto recordé que Aspen siempre había sido así. Sacrificaba el sueño por mí, se arriesgaba a que le pillaran tras el toque de queda por mí, iba reuniendo céntimo tras céntimo por mí. Su generosidad era más difícil de ver porque no podía hacer grandes regalos como Maxon, pero ponía mucho más corazón en lo que daba.

Reprimí las ganas de llorar.

—Ahora no sé cómo hacerlo. Tengo la sensación de que no sé hacer nada bien… Yo… no te he olvidado, ¿vale? Sigue aquí —me llevé la mano al pecho, en parte para mostrarle a Aspen lo que quería decir y en parte para aliviar la extraña nostalgia que sentía.

Él lo entendió.

—Me basta con eso.