Capítulo 9

Apenas dormí. Entre que me había ido a la cama tan tarde y toda la emoción de lo que se avecinaba, era imposible. Me acurruqué junto a May, y su calidez me reconfortó. La echaría muchísimo de menos cuando se fuera, pero al menos la perspectiva de que en un futuro viniera a vivir allí, conmigo, me hacía sentir ilusionada.

Me pregunté quién se iría aquel mismo día. No me parecía de buena educación preguntarlo, así que no lo hice, pero yo habría dicho que sería Natalie. Marlee y Kriss eran muy populares entre el público —más que yo— y Celeste y Elise tenían contactos. Yo contaba con el afecto de Maxon, y eso dejaba a Natalie en clara desventaja.

Me sentí mal, porque en realidad no tenía nada en contra de ella. En cualquier caso, si tuviera que decidir yo, sería Celeste la expulsada. Maxon me había dicho que deseaba que me sintiera cómoda, así que tal vez la echara, sabiendo lo poco que me gustaba.

Suspiré, pensando en todo lo que había dicho la noche anterior. Nunca me habría imaginado que aquello fuera posible. ¿Cómo podía ser que yo, America Singer —una Cinco, una chica del montón—, me convirtiera en la pareja de Maxon Schreave, un Uno, el Uno? ¿Cómo había podido llegar a tal situación, después de dos años resignada a vivir convertida en una Seis?

Sentí una sacudida en el fondo de mi corazón. ¿Cómo se lo explicaría a Aspen? ¿Cómo le iba a decir que Maxon me había escogido y que quería quedarme con él? ¿Me odiaría? Solo de pensarlo me entraban ganas de llorar. Pasara lo que pasara, no quería perder su amistad. No podía.

Mis doncellas no llamaron a la puerta para entrar, lo cual era algo habitual. Siempre intentaban que descansara todo lo posible, y después de la fiesta lo necesitaba. Pero en lugar de ponerse a arreglar mis cosas, Mary rodeó la cama, fue hacia May y la despertó con una suave caricia en el hombro.

Me di la vuelta y vi que Anne y Lucy llevaban algo colgado de una percha, con una funda por encima. ¿Un vestido nuevo?

—Señorita May —susurró Mary—, es hora de levantarse.

May se despertó poco a poco.

—¿No puedo seguir durmiendo?

—No —respondió Mary, con tono de disculpa—. Esta mañana hay un asunto importante. Tiene que ir enseguida con sus padres.

—¿Un asunto importante? —pregunté—. ¿Qué pasa?

Mary miró a Anne, y yo seguí su mirada con los ojos. Anne sacudió la cabeza, poniendo fin a la conversación.

Confusa pero esperanzada, me levanté de la cama y animé a May a que también se levantara. Antes de que se fuera a la habitación de papá y mamá le di un gran abrazo.

Cuando se hubo ido, me giré hacia mis doncellas.

—¿Me lo podéis explicar, ahora que se ha ido? —le pregunté a Anne. Ella meneó la cabeza. Frustrada, solté un bufido—. ¿Y si os ordeno que me lo contéis?

Ella me miró con aire solemne.

—Nuestras órdenes proceden de mucho más arriba. Tendrá que esperar.

Me quedé allí de pie, junto a la puerta del baño, observándolas mientras se movían. A Lucy le temblaban las manos mientras echaba puñados de pétalos de rosa en la bañera. Mary tenía el ceño fruncido mientras iba colocando las cosas para maquillarme y las horquillas para el pelo sobre la mesa. Lucy a veces temblaba sin motivo, y Mary solía hacer aquella mueca cuando estaba concentrada. Fue la mirada de Anne la que me asustó.

Ella siempre mantenía la compostura, incluso en las situaciones más duras o temibles, pero esta vez tenía la mirada perdida y los hombros caídos, como si estuviera realmente preocupada. De vez en cuando se paraba y se frotaba la frente, como si así pudiera aliviar la tensión de su rostro.

La miré mientras sacaba mi vestido de la bolsa. Era sobrio, sencillo… y negro. Me quedé mirando el vestido y supe que solo podía significar una cosa. Me puse a llorar antes incluso de saber por quién era el luto.

—¿Señorita? —Mary se acercó a ayudarme.

—¿Quién ha muerto? —pregunté—. ¿Quién ha muerto?

Anne, inalterable como siempre, me puso en pie y me limpió las lágrimas de debajo de los ojos.

—No ha muerto nadie —dijo. Pero su tono de voz no era reconfortante, sino imperioso—. Dé gracias cuando todo esto haya acabado. Hoy no ha muerto nadie.

No me dio más explicaciones y me envió directamente al baño. Lucy procuraba mantener el control, pero, cuando por fin se echó a llorar, Anne le pidió que se fuera a buscarme un desayuno ligero. Ella obedeció sin chistar. Ni siquiera hizo una reverencia antes de salir.

Lucy volvió al cabo de un rato con unos cruasanes y unas rodajas de manzana. Yo quería sentarme a comer con calma, tomándome mi tiempo, pero al primer bocado me di cuenta de que no me iba a sentar bien nada que comiera.

Por fin Anne me colocó el broche con mi nombre en el pecho; el color plateado brillaba en contraste con el negro de mi vestido. No me quedaba nada más que hacer que afrontar aquel destino inimaginable.

Abrí la puerta, pero de pronto me quedé paralizada. Me giré hacia mis doncellas y les expuse mis temores:

—Tengo miedo.

Anne me puso las manos sobre los hombros:

—Ahora es usted una dama, señorita. Debe afrontar esto como tal.

Asentí y ella me soltó, levanté la mano del pomo de la puerta y me puse en marcha. Ojalá pudiera decir que iba con la cabeza alta, pero lo cierto es que, por muy dama que fuera, estaba aterrada.

Cuando llegué al vestíbulo me sorprendió enormemente encontrar al resto de las chicas esperando, todas con vestidos y expresiones similares a los míos. Aquello me alivió. No era cosa mía. En cualquier caso, lo era de todas, así que al menos no tendría que afrontar lo que fuera a solas.

—Ahí está la quinta —dijo un guardia a su colega—. Sígannos, señoritas.

¿Quinta? No, aquello no estaba bien. Éramos seis. Cuando bajamos las escaleras, escruté a las chicas con la mirada. El guardia tenía razón. Solo éramos cinco. Marlee no estaba allí.

Lo primero que pensé era que Maxon había enviado a Marlee a casa, pero en ese caso…, ¿no habría venido a despedirse a mi habitación? Intenté pensar en qué tendría que ver todo aquel secretismo con la ausencia de Marlee, pero no se me ocurrió nada que tuviera sentido.

Al pie de las escaleras nos esperaba un grupo de guardias, junto a nuestras familias. Mamá, papá y May parecían nerviosos, como todos los demás. Los miré en busca de alguna pista, pero mamá meneó la cabeza, y papá se encogió de hombros. Busqué entre los guardias, a ver si veía a Aspen. No estaba allí.

Vi a un par de guardias escoltando a los padres de Marlee, que se acercaban por detrás. Su madre estaba cabizbaja, con aspecto preocupado, y se apoyaba en su marido, que mantenía una expresión adusta, como si hubiera envejecido varios años en una sola noche.

Un momento. Si Marlee se había ido, ¿qué hacían ellos allí?

De pronto la luz entró a raudales en el vestíbulo y me giré. Por primera vez desde mi llegada al palacio habían abierto las puertas principales de par en par, y salimos todos al exterior en perfecta formación. Cruzamos la vía de acceso circular y nos dirigimos al gran muro que daba paso al recinto exterior. Al abrirse las puertas, el ruido ensordecedor de una multitud nos dio la bienvenida.

Habían montado una gran tarima en la calle. Cientos de personas, o quizá miles, se apretujaban; algunos padres llevaban a sus hijos sobre los hombros. Había cámaras alrededor de la tarima, y operadores corriendo por delante de la multitud, grabando la escena. Nos llevaron a una pequeña grada, y la gente nos vitoreó a medida que íbamos saliendo. Vi como las chicas que tenía delante iban relajando los hombros a medida que la gente de la calle nos llamaba por nuestro nombre y nos tiraba flores.

Levanté la mano para saludar cuando oí mi nombre, y me sentí tonta por haberme preocupado tanto. Si la gente estaba así de contenta, no podía ser que hubiera pasado nada malo. El personal del palacio debía replantearse el modo en que trataban a la Élite. Todos aquellos nervios para nada…

May soltó una risita nerviosa, contenta de formar parte de aquella escena tan emocionante, y para mí fue un alivio comprobar que volvía a ser ella. Intenté animarme con todas aquellas muestras de cariño, pero me llamaron la atención dos estructuras extrañas colocadas sobre la plataforma. La primera era una especie de escalera en forma de A; la segunda era un gran bloque de madera con aros en ambos extremos. Acompañada por un guardia, subí y ocupé mi asiento en el centro de la primera fila, sin saber muy bien qué estaba pasando allí.

La multitud volvió a emocionarse cuando aparecieron el rey, la reina y Maxon. Ellos también iban vestidos con ropas oscuras y parecían muy serios. Yo estaba cerca de Maxon, así que me giré en su dirección. Fuera lo que fuera lo que estaba pasando, si se giraba hacia mí y me sonreía, sabría que todo iba bien. No dejaba de mirarle, a la espera de que se volviera, de que me tranquilizara. Pero permanecía impasible.

Un momento más tarde, los vítores de la gente se convirtieron en abucheos, y cuando me giré pude ver qué era lo que les molestaba tanto.

Cuando vi aquello, el estómago me dio un vuelco y el mundo se me vino abajo.

El soldado Woodwork avanzaba, encadenado, con el labio sangrando y la ropa tan sucia que parecía que se hubiera pasado la noche revolcándose en el fango. Tras él, Marlee —con su bonito disfraz de ángel cubierto de suciedad y sin las alas— también estaba encadenada. Una guerrera le cubría los hombros, y fruncía los ojos para protegerse de la luz. Se quedó mirando a la multitud, y luego cruzamos nuestras miradas por una fracción de segundo, pero enseguida tiraron de ella y tuvo que seguir adelante. Seguía buscando con la mirada, y yo sabía a quién. A mi izquierda, vi a sus padres, agarrados el uno al otro con fuerza. Estaban devastados, idos, como si les hubieran arrancado el corazón.

Volví a mirar a Marlee y al soldado Woodwork. La angustia era patente en sus miradas, pero aun así caminaban con cierto orgullo. Solo una vez, cuando ella se pisó el borde del vestido y tropezó, se resquebrajó aquella pátina de orgullo, y por debajo asomó el miedo.

No. No, no, no, no, no.

Les hicieron subir a la plataforma y un hombre enmascarado se puso a hablar. La multitud fue guardando silencio. Aparentemente, aquello —fuera lo que fuera— ya había ocurrido antes, y la gente sabía cómo responder. Pero yo no; el estómago se me revolvió y sentí náuseas. Gracias a Dios, no había comido nada.

—Marlee Tames —dijo el hombre—, miembro de la Selección, hija de Illéa, fue hallada anoche en un momento íntimo con este hombre, Carter Woodwork, miembro de confianza de la Guardia Real.

Aquel hombre hablaba con una prepotencia fuera de lugar, como si estuviera anunciando la cura de alguna enfermedad mortal. Al oír la acusación, la gente volvió a abuchear.

—¡La señorita Tames ha roto su juramento de lealtad a nuestro príncipe Maxon! ¡Y el señor Woodwork ha robado una propiedad de la familia real al tener relaciones con la señorita Tames! ¡Estos actos suponen una traición contra la familia real!

El voceador pronunciaba aquellas acusaciones a voz en grito, a la espera de la aprobación por parte de los asistentes, y desde luego la obtuvo. Pero ¿cómo podían? ¿No se daban cuenta de que se trataba de Marlee? ¿La dulce, bella, fiel y generosa Marlee? Quizás hubiera cometido un error, pero nada que mereciera todo aquel odio.

Un hombre enmascarado ató a Carter a la estructura en forma de A; le abrieron las piernas y le colocaron los brazos en una posición que se adaptaba a la estructura. Le fijaron las cadenas alrededor de la cintura, y las piernas con candados, tan fuerte que resultaba incómodo hasta mirar. A Marlee la obligaron a arrodillarse frente al gran bloque negro de madera, y el hombre le quitó la guerrera que llevaba sobre los hombros de un manotazo. Le ataron las muñecas a los aros que había a los lados, con las palmas hacia arriba.

Estaba llorando.

—¡Este delito se castiga con la muerte! Pero el príncipe Maxon ha tenido piedad y va a perdonarles la vida a estos dos traidores. ¡Larga vida al príncipe Maxon!

La multitud vitoreó al príncipe. De haber tenido la cabeza clara, yo también habría gritado, o al menos se suponía que tenía que aplaudir. Las otras chicas lo hicieron, y también nuestros padres, aunque aún parecían impresionados. Pero yo no podía prestar atención a esas cosas. Lo único que veía eran los rostros de Marlee y de Carter.

Nos habían dado un asiento de primera fila por un motivo bien claro: para que viéramos qué nos pasaría si cometíamos un error estúpido. Pero desde allí, a apenas seis metros de la plataforma, yo podía ver y oír todo lo que pasaba.

Marlee miraba fijamente a Carter, y él la miraba a ella, estirando el cuello. Era innegable que tenían miedo, pero en la mirada de ella también había una expresión que parecía querer tranquilizar a Carter; dejarle claro que pese a todo no se arrepentía.

—Te quiero, Marlee —gritó él. Con el ruido de la multitud apenas se oyó, pero lo dijo—. Superaremos esto. Todo se arreglará, te lo prometo.

Marlee tenía tanto miedo que no podía hablar, pero asintió. En aquel momento, yo solo podía pensar en lo guapa que estaba. Tenía la dorada melena enmarañada y su vestido estaba hecho un desastre, y por el camino había perdido los zapatos, pero desde luego estaba radiante.

—Marlee Tames y Carter Woodwork, quedáis despojados de vuestras castas. Sois lo más bajo de lo más bajo. ¡Sois Ochos!

La multitud gritó y aplaudió. No podía creérmelo. ¿No había entre ellos ningún Ocho que se sintiera ofendido por que se hablara así de ellos?

—Y para corresponderos con la misma vergüenza y dolor que habéis hecho pasar a su alteza real, recibiréis quince golpes de vara en público. ¡Que vuestras cicatrices os recuerden vuestros pecados!

¿Vara? ¿Qué era eso de la vara?

La respuesta me llegó un segundo más tarde. Los dos hombres enmascarados que habían atado a Carter y a Marlee sacaron unos palos largos de un cubo de agua. Los agitaron varias veces, probando su flexibilidad; oí cómo silbaban al cortar el aire. La multitud aplaudió aquel ejercicio de calentamiento con la misma pasión y devoción que había mostrado poco antes frente a las chicas de la Selección.

Carter recibiría unos humillantes azotes en la espalda, y las preciosas manos de Marlee…

—¡No! —grité—. ¡No!

—Creo que voy a vomitar —susurró Natalie, mientras Elise soltaba un gritito apagado resguardándose en el hombro del guardia que tenía al lado. Pero aquello no se detuvo.

Me puse en pie y me lancé hacia la posición de Maxon, pero caí sobre el regazo de mi padre.

—¡Maxon! ¡Maxon, para esto!

—Tiene que sentarse, señorita —dijo mi guardia, intentando hacerme sentar de nuevo.

—¡Maxon, te lo ruego, por favor!

—¡Señorita, puede hacerse daño, por favor!

—¡Déjame! —le grité a mi guardia, golpeándole con todas mis fuerzas. Pero por mucho que lo intentara, no me soltaba.

—¡America, por favor, siéntate! —me exhortó mi madre.

—¡Uno! —gritó el hombre sobre la tarima, y vi cómo la vara caía sobre las manos de Marlee.

Ella soltó un gemido de dolor, como un perro que hubiera recibido una patada. Carter no emitió sonido alguno.

—¡Maxon! ¡Maxon! —grité—. ¡Para, para, por favor!

Me oyó; sabía que me había oído. Vi que cerraba lentamente los ojos y tragaba saliva, como si así pudiera borrar aquel sonido de sus oídos.

—¡Dos!

El grito de Marlee era angustioso. No podía ni imaginarme el dolor que estaba sufriendo, y aún quedaban trece golpes.

—¡America, siéntate! —insistió mi madre.

May estaba entre ella y papá, con el rostro girado, y soltaba unos gritos casi tan angustiosos como los de Marlee.

—¡Tres!

Miré a los padres de Marlee. Su madre tenía la cabeza hundida entre las manos, y su padre la rodeaba con el brazo, como si así pudiera protegerla de todo lo que estaban perdiendo en aquel momento.

—¡Suéltame! —le grité a mi guardia, pero en vano—. ¡¡¡Maxon!!! —grité. Las lágrimas me nublaban la vista, pero lo veía con la suficiente claridad como para saber que me había oído.

Miré a las otras chicas. ¿No íbamos a hacer nada? Algunas parecían estar llorando. Elise estaba doblada en dos, con una mano en la frente, y daba la impresión de estar a punto de desmayarse. Pero ninguna parecía enfadada. ¿Es que no había motivo para estarlo?

—¡Cinco!

Estaba segura de que el sonido de los gemidos de Marlee me perseguiría el resto de mi vida. Nunca había oído nada igual. Por no hablar de la algarabía de la multitud, que animaba el espectáculo, como si no fuera más que un entretenimiento. Por no hablar del silencio de Maxon, que permitía que sucediera todo aquello. Por no hablar de los lloros de las chicas a mi lado, que lo aceptaban.

Lo único que me daba alguna esperanza era Carter. Aunque estaba sudando de la tensión y temblaba de dolor, no dejaba de animar a Marlee entre jadeos.

—Se acabará… enseguida —consiguió decir.

—¡Seis!

—Te… quiero —balbució.

Yo no podía soportarlo. Intenté clavarle las uñas a mi guardia, pero las gruesas mangas de su guerrera le protegían. Me agarró con más fuerza y yo grité.

—¡Quite las manos de encima a mi hija! —exclamó mi padre, tirando del brazo del guardia.

Aproveché el hueco que quedó para zafarme y ponerme delante de él, y le solté un rodillazo con todas mis fuerzas.

Él soltó un grito ahogado y cayó de espaldas, agarrado por mi padre. Salté la valla con dificultades; el vestido y los zapatos de tacón me impedían moverme con agilidad.

—¡Marlee! —grité, corriendo todo lo rápido que pude. Casi llegué hasta los escalones, pero dos guardias salieron a mi paso, y aquella era una lucha que no podía ganar.

Desde la esquina, por detrás de la tarima, vi que la espalda de Carter estaba a la vista, y que tenía la piel abierta, con trozos que caían creando una imagen escalofriante. La sangre bajaba a goterones, manchándole los pantalones de gala. No podía imaginarme cómo estarían las manos de Marlee.

Pensar en aquello hizo que se apoderara de mí una histeria aún mayor. Grité y pataleé, revolviéndome ante los guardias, pero lo único que conseguí fue perder un zapato.

Se me llevaron a rastras en dirección al palacio mientras el hombre anunciaba el siguiente azote, y no sabía si sentirme agradecida o avergonzada. Por una parte, no tendría que ver aquello; por otra, era como si estuviera abandonando a Marlee en el peor momento de su vida.

Si hubiera sido una amiga de verdad, ¿no habría hecho algo más?

—¡Marlee! —grité—. ¡Marlee, lo siento!

Pero la multitud estaba tan enloquecida y gritaba de tal manera que no creo que me oyera.