Capítulo 7

Todas las chicas estábamos en línea, en el enorme vestíbulo del palacio, y yo no paraba de dar botecitos sobre las puntas de los pies.

—Lady America —susurró Silvia, y no hizo falta más para que me diera cuenta de que mi comportamiento era inaceptable. Como tutora principal de la Selección, ella se tomaba todas nuestras acciones muy personalmente.

Intenté controlarme. Envidiaba a Silvia y al personal de palacio, incluido el puñado de guardias que se movían por aquel espacio, aunque solo fuera porque a ellos se les permitía caminar. Si hubiera podido hacerlo yo también, estaría mucho más tranquila.

A lo mejor si Maxon estuviera allí la situación sería más soportable. O quizá me habría puesto aún más nerviosa. Seguía sin poder entender por qué; después de todo, no había podido encontrar tiempo para pasarlo conmigo últimamente.

—¡Aquí están! —dijo alguien al otro lado de las puertas de palacio. Yo no era la única que no podía contener mi alegría.

—Muy bien, señoritas —anunció Silvia—, ¡quiero un comportamiento exquisito! Criados y doncellas contra la pared, por favor.

Intentábamos ser las jovencitas encantadoras y graciosas que Silvia quería que fuéramos, pero en el momento en que entraron los padres de Kriss y Marlee por la puerta, todo se vino abajo. Sabía que ambas eran todavía unas niñas, y era evidente que sus padres las echaban demasiado de menos como para mantener las formas. Entraron corriendo y gritando, y Marlee abandonó la formación sin pensárselo un momento.

Los padres de Celeste mantenían mejor la compostura, aunque resultaba evidente que estaban encantados de ver a su hija. Ella también rompió filas, pero de un modo mucho más civilizado que Marlee. A los padres de Natalie y de Elise ni siquiera los vi, porque de pronto apareció como un rayo una figura bajita con una melena pelirroja y mirada ansiosa.

—¡May!

Ella me oyó, vio que agitaba el brazo y vino corriendo a mi encuentro, con papá y mamá tras ella. Me arrodillé en el suelo y la abracé.

—¡Ames! ¡No me lo puedo creer! —exclamó, con un tono entre la admiración y la envidia—. ¡Estás preciosa!

Yo no podía ni hablar. Casi no podía ni verla, por la cantidad de lágrimas que me cubrían los ojos.

Un momento más tarde sentí el abrazo firme de mi padre envolviéndonos a las dos. Luego mamá, abandonando su habitual recato, se unió a nosotros, y nos cerramos en una piña sobre el suelo de palacio.

Oí un suspiro. Seguro que era de Silvia, pero en aquel momento no me importaba.

—Estoy tan contenta de que hayáis venido… —dije por fin cuando recobré el aliento.

—Nosotros también, pequeña. No te imaginas lo mucho que te hemos echado de menos —dijo papá, y sentí el beso que me dio en la cabeza.

Me giré para poder abrazarlo mejor. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba verlos. Abracé a mi madre. Me sorprendía que estuviera tan callada. No me podía creer que aún no me hubiera pedido un informe detallado de mis progresos con Maxon. Pero cuando la solté, vi las lágrimas en sus ojos.

—Estás preciosa, cariño. Pareces una princesa.

Sonreí. Era un alivio que por una vez no me cuestionara ni me diera instrucciones. En aquel momento, simplemente estaba contenta, y eso me llenaba de felicidad. Porque yo también lo estaba.

Observé que los ojos de May se posaban en algo a mis espaldas.

—Ahí está —dijo ella, en un susurro.

—¿Eh? —pregunté, mirándola. Me giré y vi a Maxon, que nos observaba desde detrás de la gran escalera. Sonreía, divertido, mientras se acercaba a nosotros, aún apiñados en el suelo.

Mi padre se puso en pie inmediatamente.

—Alteza —le saludó, con un tono de admiración en la voz.

Maxon se le acercó con la mano tendida.

—Señor Singer, es un honor. He oído hablar mucho de usted. Y de usted también, señora Singer —dijo, acercándose a mi madre, que también se había puesto en pie y se había alisado el pelo.

—Alteza —reaccionó ella, algo azorada—. Discúlpenos por la escena —añadió, señalando al suelo, donde aún estábamos May y yo, abrazándonos con fuerza.

Maxon chasqueó la lengua y sonrió.

—No tienen que disculparse. No esperaba menos entusiasmo, teniendo en cuenta que son la familia de Lady America —dijo. Yo estaba segura de que mamá me exigiría que le explicara aquello más tarde—. Y tú debes de ser May.

May se sonrojó y le tendió la mano, esperando que él se la estrechara, pero Maxon se la besó.

—Al final no tuve ocasión de darte las gracias por no llorar.

—¿Cómo? —preguntó mi hermana, ruborizándose aún más de vergüenza.

—¿No te lo dijeron? —respondió Maxon, con tono desenfadado—. Gracias a ti conseguí mi primera cita con tu encantadora hermana. Siempre estaré en deuda contigo.

May soltó una risita nerviosa.

—Bueno, pues… de nada, supongo.

Maxon puso las manos tras la espalda y recuperó la compostura.

—Me temo que debo dejarles para ir a ver a los demás, pero, por favor, quédense aquí un momento. Voy a hacer un breve anuncio al grupo. Y espero tener ocasión de hablar un poco más con ustedes muy pronto. Estoy encantado de que hayan venido.

—¡Es aún más guapo en persona! —susurró May en voz alta, y por el ligero movimiento que hizo con la cabeza Maxon, estaba claro que lo había oído.

Él se fue a saludar a la familia de Elise, que sin duda era la más refinada de todas. Sus hermanos mayores estaban rígidos como los guardias, y sus padres le hicieron una reverencia cuando lo vieron acercarse. Me pregunté si Elise les habría dicho que lo hicieran o si simplemente eran así. Todos tenían una complexión fina, estaban impecables e iban vestidos perfectamente. Hasta el cabello de todos ellos, negro azabache, parecía ir conjuntado.

A su lado, Natalie y su hermana menor, que era guapísima, hablaban entre susurros con Kriss, mientras los padres de ambas se saludaban. Una energía cálida invadía toda la estancia.

—¿Qué quiere decir con eso de que esperaba entusiasmo por nuestra parte? —me preguntó mamá en voz baja—. ¿Es porque le gritaste la primera vez que le viste? Eso no lo has vuelto a hacer, ¿verdad?

Suspiré.

—En realidad, mamá, discutimos bastante a menudo.

—¿Qué? —replicó, y se quedó con la boca abierta—. ¡Bueno, pues deja de hacerlo!

—Ah, y una vez le di un rodillazo en la entrepierna.

Tras un instante de silencio, May soltó una carcajada. Se tapó la boca e intentó contenerse, pero la risa se abría paso en una serie de ruidos raros e incontenibles. Papá apretaba los labios, pero era evidente que también estaba a punto de escapársele la risa.

Mamá estaba más pálida que la nieve.

—America, dime que es una broma. Dime que no agrediste al príncipe.

No podría decir por qué, pero la palabra «agredir» fue la gota que colmó el vaso, y May, papá y yo estallamos hasta quedar doblados de la risa.

—Lo siento, mamá —fue todo lo que pude decir.

—Por Dios bendito… —soltó ella. De pronto parecía que tenía mucho interés en conocer a los padres de Marlee, y yo no la detuve.

—Así que le gustan las chicas que le plantan cara —apuntó papá una vez recuperada la calma—. Ahora me gusta más.

Pasó la mirada por la sala, observando el palacio, y yo me quedé allí, intentando asimilar todo lo que decía. ¿Cuántas veces, en los años en que habíamos salido en secreto Aspen y yo, habían coincidido mi padre y él en la misma estancia? Al menos una docena. Quizá más. Y nunca me había preocupado que Aspen le gustara o no. Sabía que le costaría darme su consentimiento para que me casara con alguien de una casta inferior, pero siempre supuse que al final me daría permiso.

Por algún motivo, esto resultaba mil veces más tenso. Aunque Maxon fuera un Uno, aunque pudiera mantenernos a todos, de pronto caí en la cuenta de que cabía la posibilidad de que a mi padre no le gustara.

Papá no era un rebelde, de los que van por ahí quemando casas, ni nada por el estilo. Pero yo sabía que no le gustaba cómo llevaban el país. ¿Y si hacía extensiva sus objeciones políticas a Maxon? ¿Y si decidía que no era la persona ideal para mí?

Antes de que pudiera seguir dándole vueltas a la cabeza, Maxon subió unos escalones para tenernos a todos a la vista.

—Quiero darles las gracias a todos de nuevo por haber venido. Estamos encantados de que estén en palacio, no solo para celebrar el primer Halloween de Illéa desde hace décadas, sino también para que les podamos conocer a todos. Lamento que mis padres no hayan podido venir a recibirles, pero los conocerán muy pronto.

»Las madres, las hermanas y las señoritas de la Élite están invitadas a tomar el té con mi madre esta tarde en la Sala de las Mujeres. Sus hijas las llevarán hasta allí. Y los caballeros pueden venir a fumarse un puro con mi padre y conmigo. Un mayordomo irá a buscarles, así que no teman; no se perderán.

»Las doncellas les acompañarán a las habitaciones que ocuparán durante su visita, y les proporcionarán todo lo que necesiten para su estancia, así como para la celebración de esta noche.

Nos saludó a todos con la mano y se fue. Casi inmediatamente apareció una doncella a nuestro lado.

—¿Señor y señora Singer? He venido a acompañarles a usted y a su hija a sus aposentos.

—¡Pero yo quiero quedarme con America! —protestó May.

—Cariño, estoy segura de que el rey nos habrá asignado una habitación tan bonita como la de America. ¿No quieres verla? —la animó mi madre.

May se giró hacia mí.

—Yo quiero vivir exactamente igual que tú. Aunque solo sea unos días. ¿No me puedo quedar contigo?

Suspiré. De modo que tendría que renunciar a un poco de intimidad durante unos días. Bueno, ¿qué le iba a hacer? Con aquella carita delante, no podía decir que no.

—Está bien. A lo mejor así, con las dos en la habitación, mis doncellas tendrán por fin algo que hacer —accedí.

Ella me abrazó tan fuerte que al momento me alegré de haber cedido.

—¿Qué más has aprendido? —preguntó papá.

Le cogí del brazo; no me acostumbraba a verlo con traje. Si no lo hubiera visto mil veces con su bata sucia de pintor, habría dicho que había nacido para ser un Uno. Con aquel traje estaba guapísimo, y parecía más joven. Incluso parecía más alto.

—Creo que ya te dije todo lo que nos enseñaron sobre nuestra historia, que el presidente Wallis fue el último líder de lo que era Estados Unidos, y que luego presidió los Estados Americanos de China. Yo no sabía nada de él. ¿Tú sí?

Papá asintió.

—Tu abuelo me habló de él. Creo que era un buen tipo, pero no pudo hacer gran cosa cuando la situación se puso mal.

Yo no había podido conocer la verdad sobre la historia de Illéa hasta que llegué al palacio. Por algún motivo, la historia del origen de nuestro país era algo que se transmitía oralmente. Había oído versiones diferentes, y ninguna era tan completa como la que me habían explicado en los últimos meses.

Estados Unidos fue invadido a principios de la Tercera Guerra Mundial, después de que no pudiera pagar la enorme deuda contraída con China. Como Estados Unidos no tenía el dinero necesario, China instauró un Gobierno en el país, y creó los Estados Americanos de China, y usó a los estadounidenses como mano de obra. Al final estos se rebelaron (no solo contra China, sino también contra Rusia, que intentaba hacerse con la mano de obra creada por China) y se unió a Canadá, México y muchos otros países latinoamericanos para formar un país. Eso dio pie a la Cuarta Guerra Mundial y, aunque sobrevivimos a ella y fue el origen de un nuevo estado, las consecuencias económicas fueron devastadoras.

—Maxon me dijo que justo antes de la Cuarta Guerra Mundial la gente prácticamente no tenía de nada.

—Así es. En parte, por eso es tan injusto el sistema de castas. La mayoría no tenía gran cosa que ofrecer, y eso hizo que muchos acabaran en las castas más bajas.

En realidad no quería seguir hablando de eso con papá, porque sabía que podía acabar de muy mal humor. No es que no tuviera razón —el sistema de castas era injusto—, pero aquella visita era un motivo de alegría, y no quería estropearlo hablando de cosas que no podíamos cambiar.

—Aparte de alguna clase de historia, la mayoría son clases de etiqueta. Ahora nos están introduciendo un poco en la diplomacia. Creo que dentro de poco tendremos que aplicar esos conocimientos, por eso nos están apretando tanto. Bueno, las chicas que se queden tendrán que hacerlo.

—¿Las que se queden?

—Parece que una de nosotras se volverá a casa con su familia. Maxon tiene que eliminar a una después de conoceros a todos.

—No pareces muy contenta. ¿Crees que te mandará a casa?

Me encogí de hombros.

—Venga… A estas alturas ya debes de saber si le gustas o no. Si le gustas, no tienes que preocuparte. Si no, ¿por qué ibas a querer quedarte?

—Supongo que tienes razón.

Papá se detuvo.

—¿Y cuál de las dos cosas es?

Hablar de aquello con mi padre resultaba incómodo, pero tampoco me habría gustado hacerlo con mi madre. Y May seguro que entendía aún menos a Maxon que yo misma.

—Creo que le gusto. Eso dice.

Papá se rio.

—Bueno, entonces estoy seguro de que irá bien.

—Pero la última semana ha estado un poco… distante.

—America, cariño, es el príncipe. Habrá estado ocupado aprobando leyes, o cosas así.

No sabía cómo explicarle que me daba la impresión de que Maxon buscaba tiempo para estar con las demás. Era demasiado humillante.

—Supongo.

—Y hablando de leyes, ¿ya has aprendido todo lo que hay que saber de eso? ¿Ya sabes redactar proposiciones de ley?

Aquel tema tampoco me parecía fascinante, pero al menos no suponía hablar de chicos.

—No, aún no. Pero hemos estado leyendo muchas. A veces me cuesta entenderlas. Silvia, la mujer de abajo, es una especie de guía, de tutora. Intenta explicarnos las cosas. Y Maxon se muestra muy amable si le hago preguntas.

—¿Ah, sí? —dijo papá, aparentemente contento de oír aquello.

—Oh, sí. Creo que para él es importante que todas sintamos que podemos ser personas de éxito, ¿sabes? Así que nos lo explica todo muy bien. Incluso… —me quedé pensando. Se suponía que no tenía que hablar de la sala de los libros. Pero se trataba de mi padre—. Escucha, tienes que prometerme que no dirás nada de lo que te voy a contar.

Él chasqueó la lengua.

—La única persona con la que hablo es con tu madre, y los dos sabemos que no sabe guardar secretos, así que te prometo que no se lo diré.

Solté una risita. Me resultaba imposible imaginarme a mi madre guardándose algo para sí misma.

—Puedes confiar en mí, pequeña —dijo, rodeándome con un brazo.

—¡Hay una habitación, una sala secreta, y está llena de libros, papá! —le confesé en voz baja, comprobando que no hubiera nadie alrededor—. Están los libros prohibidos y esos mapas del mundo, los viejos, con todos los países como eran antes. ¡Papá, yo no sabía que antes había tantos! Y también hay un ordenador. ¿Alguna vez has visto uno de verdad?

Él meneó la cabeza, impresionado.

—Es asombroso. Escribes lo que quieres, y el ordenador busca por todos los libros de la sala y lo encuentra.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero así es como Maxon descubrió lo que era Halloween. Incluso… —volví a levantar la mirada y a escrutar toda la sala. Estaba segura de que papá no hablaría a nadie de la biblioteca, pero me pareció que decirle que tenía uno de esos libros secretos en mi habitación era demasiado.

—¿Incluso qué?

—Una vez me dejó sacar uno, solo para mirarlo.

—¡Vaya, qué interesante! ¿Y qué leíste? ¿Me lo puedes contar?

Me mordí el labio.

—Era uno de los diarios personales de Gregory Illéa.

Papá se quedó con la boca abierta y tardó un momento en recuperarse.

—America, eso es increíble. ¿Qué decía?

—Bueno, no lo he acabado. Sobre todo me interesaba descubrir qué era lo de Halloween.

Él se quedó pensando un momento en mis palabras y luego meneó la cabeza.

—¿Por qué estás tan preocupada, America? Es evidente que Maxon confía en ti.

Suspiré; me sentía como una tonta.

—Supongo que tienes razón.

—Sorprendente —murmuró—. ¿Así que hay una sala secreta por aquí, en algún lugar? —dijo, mirando las paredes de un modo completamente diferente.

—Papá, este lugar es una locura. Hay puertas y paneles por todas partes. No me extrañaría que, si giráramos ese jarrón, se abriera una trampilla bajo nuestros pies.

—Hmmm —respondió, divertido—. Entonces iré con mucho cuidado al volver a mi habitación.

—Pues, hablando de eso, creo que no deberías tardar. Tengo que llevarme a May para que se prepare para el té con la reina.

—Ah, sí, tú siempre con tus tés y tu reina… —bromeó—. Muy bien, cariño. Te veré en la cena. Bueno…, ¿por donde tendré que ir para no acabar en alguna guarida secreta? —se preguntó en voz alta, extendiendo los brazos a modo de escudo protector mientras se alejaba. Cuando llegó a la escalera, tanteó primero la barandilla—. Es para asegurarme, ya sabes.

—Gracias, papá —dije, sacudiendo la cabeza, y me volví a mi habitación.

Me costaba no ir corriendo por los pasillos. Estaba tan contenta de que mi familia hubiera venido que casi no podía contenerme. Si Maxon no me expulsaba, iba a ser más duro que nunca separarme de ellos.

Giré la esquina de mi habitación y vi que la puerta estaba abierta.

—¿Cómo era? —oí que preguntaba May, al acercarme.

—Muy guapo. Al menos a mí me lo parecía. Tenía el cabello un poco ondulado, y siempre se le descontrolaba —dijo Lucy. Las dos soltaron una risita—. Unas cuantas veces pude pasarle incluso los dedos entre su cabello. A veces pienso en eso. Aunque ahora no tanto como antes.

Me acerqué de puntillas. No quería molestarlas.

—¿Aún le echas de menos? —preguntó May, con su habitual curiosidad por los chicos.

—Cada vez menos —admitió Lucy, con una pequeña chispa de esperanza en la voz—. Cuando llegué aquí, pensé que me moriría del dolor. No dejaba de pensar en cómo huir del palacio y volver con él, pero eso no iba a ocurrir. Yo no podía dejar a mi padre, y aunque consiguiera rebasar los muros, no tenía modo de encontrar el camino.

Sabía algo del pasado de Lucy, que su familia se había ofrecido como servicio a una familia de Treses a cambio del dinero que necesitaban para pagar una operación que debían hacerle a la madre de Lucy, que acabó muriendo. Cuando la señora de la casa descubrió que su hijo estaba enamorado de Lucy, la vendió a ella y a su padre a la casa real.

Eché un vistazo por la rendija de la puerta y vi a May y a Lucy sobre la cama. Las puertas del balcón estaban abiertas, y el delicioso aire de Ángeles entraba por ellas. Mi hermanita encajaba en el palacio a la perfección, con aquel vestido de día que le sentaba estupendamente, mientras estaba ahí, haciéndole trencitas a Lucy, que llevaba la melena suelta. Era la primera vez que la veía sin su moño de siempre. Así estaba preciosa, joven y desenfadada.

—¿Cómo es estar enamorada? —preguntó May.

Eso me dolió. ¿Por qué no me lo había preguntado nunca a mí? Luego recordé que nunca le había contado que estuviera enamorada.

Lucy esbozó una sonrisa triste.

—Es lo más maravilloso y lo más terrible que te puede suceder —dijo, simplemente—. Sabes que has encontrado algo sorprendente, y quieres que te dure toda la vida; y a partir de entonces, te pasas cada segundo temiendo el momento en que puedas llegar a perderlo.

Suspiré en silencio. Tenía toda la razón.

El amor es un miedo precioso.

Yo no quería dejarme llevar y pensar demasiado en pérdidas, así que entré.

—¡Lucy! ¡Qué cambio!

—¿Le gusta? —preguntó, tocándose las finas trenzas.

—Es estupendo. May también me solía hacer trenzas. Se le da muy bien.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —objetó mi hermana, encogiéndose de hombros—. No podíamos permitirnos tener muñecas, así que tenía que usar a Ames.

—Bueno —dijo Lucy, girándose hacia ella—, mientras estés aquí, tú serás nuestra muñequita. Anne, Mary yo te vamos a poner más guapa que la reina.

May ladeó la cabeza.

—Nadie es más guapa que la reina —replicó. Luego se giró rápidamente hacia mí—. No le digas a mamá que he dicho eso.

—No lo haré —respondí, con una risita—. Pero ahora tenemos que prepararnos. Es casi la hora del té.

May se puso a dar palmas de la emoción y se colocó delante del espejo. Lucy se recogió el pelo en su moño habitual, pero sin deshacer las trenzas, y se puso la cofia encima, para taparlo. Seguro que le habría gustado dejarse el pelo como estaba un ratito más.

—Oh, ha llegado una carta para usted, señorita —dijo Lucy, entregándome un sobre con toda delicadeza.

—Gracias —respondí, sin poder disimular la sorpresa. Casi todas las personas de las que podía esperar noticias estaban ya conmigo. Abrí el sobre y leí la breve nota, escrita con una caligrafía que me era muy familiar.

America:

Aunque tarde, me ha llegado la noticia de que las familias de la Élite han sido invitadas al palacio, y de que papá, mamá y May han ido a verte. Sé que Kenna está en una fase demasiado avanzada del embarazo como para viajar, y que Gerard es demasiado pequeño, pero no consigo entender por qué no se me ha hecho extensiva la invitación. Soy tu hermano, America.

Lo único que se me ocurre es que papá haya decidido excluirme. Desde luego, espero que no fueras tú. Tú y yo podemos conseguir grandes cosas. Nuestras posiciones pueden resultarnos muy útiles mutuamente. Si alguna vez vuelven a ofrecerte algún otro privilegio especial para la familia, no te olvides de mí, America. Podemos ayudarnos el uno al otro. ¿No le habrás hablado de mí al príncipe? Es simple curiosidad.

Espero tus noticias,

KOTA

Me planteé hacer una bola con la carta y tirarla a la papelera. Pensaba que Kota ya habría superado su obsesión por ascender de casta y que se conformaría con el éxito que tenía. Pero parecía que no. Metí la carta en el fondo de un cajón y decidí olvidarme de ella por completo. Sus celos no iban a estropearme la visita familiar.

Lucy llamó a Anne y a Mary, y todas nos lo pasamos estupendamente bien con los preparativos. La vitalidad de May nos ponía de buen humor, y hasta me sorprendí a mí misma cantando mientras nos cambiábamos. Poco después apareció mamá para preguntarnos qué tal estaba.

Pues estupenda, por supuesto. Era más bajita y tenía más curvas que la reina, pero así vestida estaba igual de elegante. Cuando bajamos, May me agarró del brazo. Parecía triste.

—¿Qué te pasa? ¿No te hace ilusión ir a ver a la reina?

—Sí. Es solo que…

—¿Qué?

Soltó un suspiro.

—¿Cómo se supone que voy a volver a ponerme pantalones de trabajo después de esto?

El ambiente estaba muy animado, y todas las chicas irradiaban energía. La hermana de Natalie, Lacey, tenía más o menos la edad de May, y ambas se sentaron a charlar en un rincón. La verdad es que Lacey se parecía mucho a su hermana. Físicamente, ambas eran delgadas, rubias y preciosas. Pero mientras que May y yo éramos polos opuestos, Natalie y Lacey también se parecían en el carácter. Aunque diría que esta era un poquito menos voluble que su hermana, menos alocada.

La reina fue pasando ante todas, hablando con las madres, haciendo preguntas con su habitual dulzura. Como si la vida de alguna de nosotras pudiera ser tan interesante como la suya. Yo estaba en un grupito, escuchando como la madre de Elise hablaba de su familia, en Nueva Asia; entonces May reclamó mi atención tirándome del vestido.

—¡May! —le susurré—. ¿Qué estás haciendo? ¡No puedes hacer eso, especialmente con la reina delante!

—¡Tienes que ver esto! —insistió.

Gracias a Dios, Silvia no estaba allí. Tendría toda la razón de censurar a May un comportamiento como aquel, aunque ella no tenía por qué saberlo.

Me llevó hasta la ventana y señaló al exterior.

—¡Mira!

Miré más allá de los arbustos y las fuentes, y vi dos siluetas. La primera era la de mi padre, que explicaba o preguntaba algo, moviendo las manos para expresarse mejor. La segunda era la de Maxon, que se detenía a pensar antes de responder. Caminaban lentamente, y a veces mi padre se metía las manos en los bolsillos, o Maxon se llevaba las manos a la espalda. Hablaran de lo que hablaran, la conversación parecía importante.

Me giré. Las mujeres aún seguían enfrascadas en su charla con la reina, y no parecía que nadie nos hubiera visto.

Maxon se detuvo, se situó frente a mi padre y le habló con decisión. No parecía que lo hiciera en un tono agresivo o rabioso, pero sí decidido. Papá hizo una pausa y le tendió la mano. Maxon sonrió y se la estrechó con ganas. Un momento después ambos parecían aliviados, y papá le dio una palmadita en el hombro. Aquello hizo que el chico se pusiera algo rígido. No estaba acostumbrado a que le tocaran. Pero luego papá le rodeó los hombros con el brazo, como solía hacer conmigo y con Kota, con todos sus hijos. Y me dio la impresión de que a Maxon aquello le gustó mucho.

—¿De qué iba eso? —pregunté en voz alta.

May se encogió de hombros.

—No sé, pero parecía importante.

—Pues sí.

Esperamos a ver si Maxon mantenía una conversación similar con el padre de alguna otra de las chicas; pero, si lo hizo, no fue en los jardines.