Capítulo 5

Bueno, Lady Celeste, ¿dice usted que la tropa no basta, y que debería aumentarse el número de reclutamientos? —preguntó Gavril Fadaye, moderador de los debates que se organizaban en el Illéa Capital Report y la única persona que entrevistaba a la familia real.

Nuestros debates del Report eran pruebas, y nosotras lo sabíamos. Aunque Maxon no tenía un plazo límite, el público no veía la hora de que el grupo fuera reduciéndose, y yo notaba que también el rey, la reina y sus asesores sentían lo mismo. Si queríamos quedarnos, teníamos que cumplir con nuestro papel, cuando y dondequiera que nos lo pidieran. Yo estaba encantada de haberme quitado de encima aquel informe tan pesado sobre la tropa. Recordaba parte de las estadísticas, así que tenía buenas posibilidades de dar una buena impresión aquella noche.

—Exactamente, Gavril. La guerra en Nueva Asia dura ya años. Creo que si en un par de reemplazos aumentáramos la cantidad de soldados reclutados, contaríamos con el número suficiente para ponerle fin.

No soportaba a Celeste. Había conseguido que echaran a una de las chicas, había arruinado el cumpleaños de Kriss el mes anterior y en una ocasión me había intentado destrozar el vestido, literalmente. Como era una Dos, se consideraba superior al resto de nosotras. La verdad es que yo no sabía cuántos soldados había en Illéa, pero ahora que sabía qué opinaba Celeste, tenía claro que mi postura era la contraria.

—No estoy de acuerdo —dije, con la máxima elegancia que pude.

Celeste se giró hacia mí, agitando su larga melena sobre los hombros. De espaldas a la cámara no tenía ningún problema en soltarme aquella mirada desafiante.

—Ah, Lady America, ¿cree usted que aumentar el número de soldados es mala idea? —preguntó Gavril.

Sentí que me sonrojaba y el calor en las mejillas.

—Los Doses se pueden permitir pagar para evitar el reclutamiento, así que estoy segura de que Lady Celeste nunca ha visto lo que supone para algunas familias perder a sus únicos hijos varones. Reclutar a más de esos chicos podría ser desastroso, especialmente para las castas más bajas, que suelen tener familias más numerosas y que, para sobrevivir, necesitan a todos los miembros que puedan trabajar.

Marlee, a mi lado, me hizo un gesto cómplice. Celeste contraatacó.

—Bueno, entonces, ¿qué vamos a hacer? No estarás sugiriendo que nos sentemos a esperar mientras estas guerras se alargan interminablemente.

—No, no. Por supuesto que quiero que la guerra acabe en Illéa —respondí. Hice una pausa para ordenar las ideas y miré a Maxon en busca de apoyo. El rey, a su lado, parecía molesto. Necesitaba cambiar de argumento, así que solté lo primero que me vino a la mente—. ¿Y si fuera voluntario?

—¿Voluntario? —preguntó Gavril.

Celeste y Natalie hicieron un ruidito despreciativo con la boca, lo que empeoró aún más las cosas. Pero entonces me lo pensé mejor. ¿Tan mala idea era?

—Sí, claro que habría que exigir ciertos requisitos, pero quizá le sacaríamos más partido a un ejército de hombres que deseen realmente ser soldados que a un grupo de chicos que solo hacen lo que pueden para sobrevivir y poder volver a la vida que han dejado atrás.

En el estudio se hizo el silencio mientras la gente se planteaba lo que acababa de decir. Aparentemente no era ninguna tontería.

—Eso es buena idea —intervino Elise—. Y podríamos ir enviando nuevos soldados cada mes o cada dos meses, según se fueran alistando. Eso animaría a los hombres que llevan sirviendo un tiempo.

—Estoy de acuerdo —añadió Marlee, que no solía extenderse mucho más en sus comentarios. Estaba claro que el debate no le resultaba cómodo.

—Bueno, ya sé que quizás esto suene un poco moderno, pero ¿y si el reclutamiento también estuviera abierto a las mujeres? —comentó Kriss.

Celeste se rio en voz alta.

—¿Quién crees que se apuntaría? ¿Querrías ir tú al campo de batalla? —replicó, con un tono que dejaba patente su incredulidad.

Pero Kriss no se vino abajo:

—No, yo no tengo madera de militar. Pero si he aprendido algo en la Selección —prosiguió, dirigiéndose a Gavril—, es que algunas chicas tienen un tremendo instinto asesino. Que los vestidos de gala no engañen a nadie —apostilló, con una sonrisa.

Ya en mi habitación, dejé que mis doncellas se quedaran conmigo un poco más de lo habitual para que me ayudaran a quitarme aquel montón de horquillas del pelo.

—Me gustó su idea de que el reclutamiento fuera voluntario —dijo Mary, mientras sus hábiles dedos trabajaban sin parar.

—A mí también —añadió Lucy—. Recuerdo lo mal que lo pasaban mis vecinos cuando se llevaban a sus hijos mayores. Y ver que había tantos que no volvían era una pesadilla —dijo, y estaba claro que los recuerdos volvían a hacérsele presentes.

Yo también tenía los míos.

Miriam Carrier era una joven viuda; pero ella y su hijo, Aiden, se defendían, los dos juntos. Cuando los soldados se presentaron a su puerta con una carta y una bandera para darle un pésame que no significaba nada para ellos, la mujer se hundió. No podía seguir adelante. Y aunque hubiera podido, no tenía fuerzas para intentarlo siquiera.

Era una Ocho, y a veces la vi pidiendo limosna en la misma plaza donde yo me despedí de Carolina. Pero yo no tenía nada para darle.

—Lo sé —dije, para consolar a Lucy.

—Creo que Kriss se ha pasado un poco —comentó Anne—. A mí eso de enviar mujeres al frente me parece una idea terrible.

Sonreí al ver su gesto remilgado mientras ella se concentraba en mi cabello.

—Según mi padre, antes las mujeres…

Un repiqueteo en la puerta nos hizo dar un respingo a las cuatro.

—Se me ha ocurrido una cosa —anunció Maxon, entrando sin esperar respuesta. Daba la impresión de que los viernes por la noche tuviéramos una cita fija, tras el Report.

—Alteza —saludaron las doncellas, todas a la vez. A Mary se le cayeron las horquillas, al inclinarse para hacer una reverencia.

—Déjame que te ayude —se ofreció Maxon, acudiendo en ayuda de Mary.

—No hace falta —insistió ella, que se sonrojó y se retiró enseguida. Con menos discreción de la que deseaba, seguramente, miró a Lucy y a Anne con los ojos bien abiertos, indicándoles que salieran de la habitación con ella.

—Ah, eh, buenas noches, señorita —dijo Lucy, tirando del borde del uniforme de Anne para que esta la siguiera.

Una vez solos, Maxon y yo nos echamos a reír. Me giré hacia el espejo y seguí quitándome horquillas del pelo.

—Son muy graciosas —comentó Maxon.

—Es que te admiran mucho.

Él quitó importancia al comentario con un gesto de modestia.

—Siento haberos interrumpido —dijo, dirigiéndose a mi reflejo en el espejo.

—No pasa nada —respondí, tirando de la última horquilla. Me pasé los dedos por la melena y me la coloqué sobre los hombros—. ¿Estoy bien?

Maxon asintió, haciendo una pausa algo más larga de lo necesario. Luego recuperó la concentración y prosiguió:

—Lo que te decía de esa idea…

—Dime.

—¿Te acuerdas de eso del Halloween?

—Sí. Oh, aún no he leído el diario. Pero está bien escondido —prometí.

—Está bien. Nadie lo echa de menos. Lo que estaba pensando es que… Todos esos libros decían que caía en octubre, ¿no?

—Sí —respondí, sin pensar.

—Pues estamos en octubre. ¿Por qué no celebramos una fiesta de Halloween?

Yo me di media vuelta.

—¿De verdad? Oh, Maxon… ¿Podríamos?

—¿Te gustaría?

—¡Me encantaría!

—He pensado que podríamos encargar que os confeccionaran disfraces a todas las chicas de la Selección. Los guardias que no estén de servicio podrían hacer de bailarines, ya que yo soy uno solo, y no sería justo teneros a todas esperando vuestro turno para bailar. Y podríamos organizar clases de baile la próxima semana, o durante un par de semanas. Tú misma has dicho que a veces no tenéis mucho que hacer durante el día. ¡Y golosinas! Tendremos las mejores golosinas, hechas para la ocasión e importadas. Cuando acabe la noche, querida mía, estarás hinchada como un pavo. Tendremos que sacarte de la pista rodando.

Estaba fascinada.

—Y lo anunciaremos, le diremos a todo el país que lo celebre. Que los niños se disfracen y vayan de puerta en puerta pidiendo golosinas, como antes. A tu hermana eso le encantará, ¿no?

—¡Claro que sí! ¡A todo el mundo!

Él se quedó pensando un momento, frunciendo los labios.

—¿Tú crees que le gustaría venir a celebrarlo aquí, al palacio?

No me lo podía creer.

—¿Qué?

—En algún momento del concurso se supone que tengo que conocer a los padres de las chicas de la Élite. También podría hacer que vinieran los hermanos y hermanas, coincidiendo con una fiesta como esta, en lugar de esperar…

Aquellas palabras hicieron que me lanzara a sus brazos. Estaba tan contenta con la posibilidad de ver a May y a mis padres que no podía contener mi entusiasmo. Él me rodeó la cintura con los brazos y se me quedó mirando fijamente a los ojos, entusiasmado. ¿Cómo podía ser que esa persona, alguien que siempre había considerado absolutamente opuesto a mí, diera siempre con todo lo que más ilusión me podía hacer?

—¿Lo dices de verdad? ¿Pueden venir?

—Claro —respondió—. Hace tiempo que tengo ganas de conocerlos, y forma parte del concurso. En cualquier caso, creo que a todas os irá bien ver a vuestras familias.

Cuando estuve segura de que no iba a echarme a llorar, respondí:

—Gracias.

—No hay de qué… Sé que los quieres mucho.

—Es verdad.

Maxon chasqueó la lengua.

—Y está claro que harías prácticamente cualquier cosa por ellos. Al fin y al cabo, participaste en la Selección por ellos.

Di un paso atrás, para dejar un espacio entre nosotros, para verle bien los ojos. No analizó mi reacción; parecía confundido por aquel gesto inconsciente. Yo no podía dejarlo así. Tenía que ser absolutamente clara.

—Maxon, ellos son uno de los motivos por los que me quedé al principio, pero no son la razón por la que sigo aquí ahora. Eso lo sabes, ¿verdad? Estoy aquí porque…

—Porque…

Me lo quedé mirando, con su expresión esperanzada. «Díselo, America. Díselo ya».

—Porque… —insistió, esta vez con una sonrisa traviesa en los labios, que me hizo ablandarme aún más.

Pensé en la conversación que había tenido con Marlee y en cómo me había sentido el otro día, cuando hablamos de la Selección. Me costaba imaginarme a Maxon como mi novio cuando estaba saliendo con otras chicas, pero era algo más que un amigo. Volvió a invadirme aquella sensación ilusionada, aquella esperanza ante la posibilidad de que pudiéramos ser algo especial. Maxon para mí era más de lo que yo me permitía creer. Esbocé una sonrisa pícara y me dirigí hacia la puerta.

—America Singer, vuelve aquí —dijo, y echó a correr hasta ponerse delante de mí, rodeándome la cintura con el brazo, de pie, uno frente al otro—. Dímelo —susurró.

Apreté los labios en un mohín.

—Bueno, pues tendré que recurrir a otro medio de comunicación.

Sin previo aviso, me besó. Me dejé caer un poco hacia atrás sin darme cuenta, apoyando todo el peso en sus brazos. Coloqué las manos sobre su cuello, deseando abrazarlo… y de pronto algo cambió en mi mente.

En general, cuando estábamos juntos, todo lo demás desaparecía de mi mente. Pero aquella noche pensé en la posibilidad de que pudiera haber otra persona en mi lugar. Solo de imaginarlo, otra chica en los brazos de Maxon, haciéndole reír, casándose con él… se me rompía el corazón. No pude evitarlo: me eché a llorar.

—Cariño, ¿qué pasa?

«¿Cariño?». Aquella palabra, tan dulce y personal, me llegó al alma. En aquel momento, todas mis resistencias cedieron. Quería ser su novia, su «cariño». Deseaba ser solo de Maxon.

Aquello podía significar abrir las puertas a un futuro que nunca me había planteado y decir adiós a cosas que nunca había pensado dejar, pero en aquel momento la idea de separarme de él me parecía insufrible. También era cierto que yo no era la mejor candidata a la corona, pero tampoco sería merecedora de estar en el concurso si no era ni capaz de confesar mis sentimientos.

Suspiré, intentando mantener la compostura.

—No quiero dejar todo esto.

—Si mal no recuerdo, la primera vez que nos vimos dijiste que era como una jaula —sonrió—. Uno se va acostumbrando, ¿eh?

Meneé la cabeza.

—A veces te pones de lo más tonto —dije, y solté una risita ahogada.

Maxon dejó que me echara atrás, lo mínimo para que pudiera mirarle a los ojos.

—No es el palacio, Maxon. No me importan lo más mínimo los vestidos, la cama ni, aunque no te lo creas, la comida.

Maxon se rio. No era ningún secreto que los elaborados manjares que preparaban en el palacio me volvían loca.

—Eres tú —dije—. No quiero dejarte a ti.

—¿A mí?

Asentí.

—¿Me quieres a mí?

Solté una risita nerviosa al ver su expresión de asombro.

—Eso es lo que estoy diciendo.

Por un momento no reaccionó.

—¿Cómo…? Pero… ¿Qué es lo que he hecho?

—No lo sé —repuse, encogiéndome de hombros—. Solo creo que podría funcionar.

Él sonrió gradualmente.

—Funcionaría de maravilla.

Maxon tiró de mí, más bruscamente de lo que era habitual en él, y volvió a besarme.

—¿Estás segura? —me preguntó, separándome de nuevo para verme mejor y mirándome con ganas—. ¿Estás segura?

—Si tú estás seguro, yo estoy segura.

Por una fracción de segundo, algo cambió en su expresión. Pero pasó tan rápido que incluso me pregunté si, fuera lo que fuera, había sido real o no.

Un instante después me llevó hasta la cama y los dos nos sentamos en el borde, cogiéndonos de las manos mientras yo apoyaba la cabeza en su hombro. Esperaba que dijera algo. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que él esperaba? Pero no hubo palabras. De vez en cuando soltaba un largo suspiro, y solo con ese suspiro yo ya notaba lo feliz que era. Aquello me ayudó a relajarme un poco.

Al cabo de un rato —quizá porque ninguno de los dos sabía qué decir— levantó la cabeza y se decidió:

—Quizá debería irme. Si vamos a incluir a todas las familias en la fiesta, tendré que hacer planes.

Me separé y sonreí, aún aturdida ante la idea de poder abrazar a mi madre, a mi padre y a May.

—Gracias otra vez.

Nos pusimos en pie y nos dirigimos a la puerta. Yo no le soltaba la mano. Por algún motivo, me asustaba dejarle marchar. Tenía la sensación de que toda aquella situación era muy frágil, de que si me movía demasiado bruscamente podía romperse.

—Te veré mañana —prometió, en un susurro, con la nariz solo a unos milímetros de la mía. Me miró con tal entrega que me sentí tonta por preocuparme—. Eres increíble.

Cuando se fue, cerré los ojos y me puse a recordar cada momento de nuestro breve encuentro: el modo en que me miraba, las sonrisas traviesas, los dulces besos. Pensé en todo ello una y otra vez mientras me preparaba para meterme en la cama, preguntándome si Maxon estaría haciendo lo mismo.