NOTA DEL AUTOR SOBRE ALGUNOS PERSONAJES Y HECHOS HISTÓRICOS DE LA LEYENDA DEL LADRÓN

La lengua de señas en la que se comunican Sancho y Josué, aunque aparente ser sorprendentemente moderna para la época de la novela, no lo es. De hecho el origen de las lenguas de señas se remonta al principio de los tiempos, y podemos decir que son tan antiguas como las orales. Hay referencias de su uso en muchos momentos históricos, aunque la primera completamente documentada de la que tenemos noticias es un método para enseñar a las personas sordas desarrollado por el aragonés Juan de Pablo Bonet (1573-1633), contemporáneo de nuestros héroes.

Otra figura relevante que compartió siglo con Sancho fue Joachim Meyer, cuya biografía sirvió de inspiración para mi ficticio maestro Dreyer. Su tratado de esgrima, impreso en 1600, ha servido de documentación para varios aspectos técnicos de la obra.

Respecto a Nicolás de Monardes, el de la vida real tiene poco que ver con el de mi novela. Monardes fue uno de los más grandes médicos del Renacimiento español, si no el mayor, aunque en su figura histórica se parecía más a Francisco de Vargas, de quien ha sido inspiración. Monardes era un hábil comerciante, y se hizo multimillonario traficando con productos importados de América que luego vendía en Sevilla y otros puntos de Europa. Se sabe que su fortuna llegó a alcanzar en algún momento los veintisiete millones de maravedíes. Para esta historia le he convertido en peor comerciante y mejor médico, pues leyendo los tratados del Monardes real descubrimos que era gran partidario de la teoría humoralista, algo que no gustaba nada al maestro de Clara en la ficción.

El problema de la vida real para un novelista es que suele ser sucia y enrevesada. Monardes fue un autor famoso en su época y un gran médico, pero también uno de los esclavistas que más almas exportó a América. Sus esclavos llevaban grabada a fuego en la mejilla la M que suponía su marca comercial. Así que en bien de la novela, todas las partes malas de su personalidad se las transferí a Vargas, y no por casualidad ambos son las figuras paternas de Clara.

Puede que al lector le parezcan novelescas las peripecias que le suceden a nuestra joven protagonista. Parte de sus aventuras están inspiradas en la aún más increíble historia de Elena Céspedes, una esclava liberta que se asentó como cirujana haciéndose pasar por un hombre. Por desgracia la historia de Elena termina bastante peor, pues fue asesinada por la Inquisición.

Tampoco es motivo para la sorpresa el que Clara supiese leer y escribir. No era infrecuente que las señoras de la casa, si eran instruidas, alfabetizasen a sus esclavos. Y lo lógico era que fuese también aficionada a las novelas de caballerías, que eran al mismo tiempo los bestsellers y la telebasura de su tiempo. La gente hablaba de ellas en el barbero y en la plaza del mercado, y las vicisitudes de sus personajes eran seguidas como las de las estrellas de rock o los futbolistas de hoy en día. No es de extrañar que un real decreto prohibiese en 1531 la exportación a las Indias de «romances de historias vanas o de profanidad, como son los de Amadís y otros de esta calidad». Los esnobs se quejaban de cómo «las doncellitas apenas saben andar y ya traen una Diana en su faltriquera», lo que nos indica que los mecanismos que crean a los ídolos de quinceañeras del siglo XXI son los mismos que hace quinientos años: fama, belleza, superficialidad y sexo.

Los centenes fueron reales, tal y como se describe en la novela, si bien he retorcido un poco la historia para colocarlos en una época anterior a la suya. Es un anacronismo deliberado, ya que el primer rey en acuñarlos fue Felipe III, no su padre. Hoy en día los centenes son terriblemente escasos, y una sola de las piezas de los enormes sacos que Sancho y Josué robaron en la Casa de la Moneda vale cerca de un millón de euros. No quiero ni imaginarme la cantidad que Sancho fundió en la forja de Dreyer.

Miguel de Cervantes Saavedra, comisario de abastos del rey en la época en la que transcurre la novela y más tarde un autor de cierto renombre, pasó una etapa de su vida muy ligado a Sevilla y la recolección de grano. También se metió en bastantes líos con las cartas y con la justicia antes de escribir una obra inmortal que, quién sabe, pudo ser inspirada en parte por un ladrón impetuoso y noble llamado Sancho de Écija. Toda la parte correspondiente a su rescate en Argel, así como la figura de fray Juan Gil, responden tanto a la realidad como he sido capaz de reflejar.

William Shakespeare, «vagabundo, actor y poeta» y más tarde un dramaturgo no del todo desconocido, es una figura tan cambiante y apasionante como fueron sus obras. Es difícil alcanzar la verdad sobre muchas partes de su vida, y muy en concreto sobre los denominados «años perdidos» (1587-1592), en los que no por casualidad transcurre La leyenda del ladrón. Shakespeare pudo haber estado en cualquier parte durante aquellos años, y desde luego que huyese de su matrimonio a la ciudad más grande e importante del mundo en el siglo XVII no es una posibilidad tan loca como pudiera parecer.

Siempre me ha fascinado profundamente el que los dos autores más grandes que ha dado la historia muriesen el 23 de abril de 1616, que hoy es consagrado como el Día del Libro. Ambos tienen otra cosa en común, y es que parecieron recibir la inspiración que los volvió inmortales hacia la misma época. Antes de sus «años perdidos» Shakespeare era un don nadie. Antes de su etapa sevillana Cervantes era un autor de poco fuste. La posibilidad de que se conociesen y de que sus dos enormes mentes se prendieran fuego literario mutuamente fue la idea que dio pie a esta aventura. Uno y otro se lanzan referencias cruzadas a lo largo de la historia, algunas muy veladas, y puede ser divertido para una segunda lectura descubrirlas todas.

La inspiración entre Shakespeare y Cervantes existió, de hecho. Tras leer una traducción de El Quijote, el inglés escribió una comedia, Cardenio, basada en el personaje del mismo nombre aparecido en la obra del español. Por desgracia esa obra se perdió en un incendio y tan sólo referencias del argumento han llegado hasta nosotros. Para saber más de ambos genios recomiendo las biografías de Manuel Fernández Álvarez, Cervantes visto por un historiador; y la mastodóntica Shakespeare, de Harold Bloom.

Por cierto, de maese Guillermo hemos tomado prestada su enrevesada caligrafía para crear las capitulares con las que arranca cada capítulo. Y también de una de sus obras había extraído yo el título original de esta novela, que escribí como La materia de los sueños. Ese libreto es La tempestad, y el pasaje con el que comienza el último acto es de lo más apropiado para despedirnos.

PRÓSPERO

Nuestra fiesta ha terminado. Los actores,

como ya te dije, eran espíritus

y se han disuelto en aire, en aire leve,

y, cual la obra sin cimientos de esta fantasía,

las torres con sus nubes, los regios palacios,

los templos solemnes, el inmenso mundo

y cuantos lo hereden, todo se disipará

e, igual que se ha esfumado mi etérea función,

no quedará ni polvo. Somos de la misma

materia que los sueños, y nuestra breve vida

culmina en un dormir.