XXXVIII

S

ancho y Josué durmieron aquella noche en el mismo sitio en el que habían pasado el día: junto a la pared del taller. El herrero se había vuelto a meter en casa sin decir palabra cuando Sancho le pidió que se convirtiese en su maestro. No volvió a aparecer, y el joven no estaba seguro de qué se esperaba de él. Finalmente decidió aguardar. No había cantado aún el gallo cuando Sancho se despertó. Dreyer le sacudía con el pie, y el joven se levantó al instante, frotándose la cara con la mano. El herrero le dedicó una mirada vacía. Tremendas arrugas habían aparecido en su frente durante la noche, y círculos oscuros le ensombrecían los ojos. A la luz difusa que precedía al amanecer, parecía más un espectro que un hombre.

—Te enseñaré durante un año, en señal de respeto a lo que mi hijo me pidió y a lo que hiciste por él. Después os iréis de aquí.

Sancho abrió la boca para responder, pero se lo pensó mejor y asintió en silencio.

—Pero a él no pienso enseñarle nada —graznó el herrero señalando a Josué—. De los infieles nunca puedes fiarte.

El joven esbozó media sonrisa, volviendo la cabeza hacia el gigantón negro, que seguía dormido.

—Os puedo asegurar que es mejor cristiano que vos y yo, mi señor.

—Dirígete a mí como maestro Dreyer —le corrigió el otro, muy seco—. ¿Y este buen cristiano sabe pelear?

—No, maestro. Él es incapaz de hacer daño a nadie. Cuando era un niño vio mucha sangre, y cuando los cristianos le esclavizaron y le convirtieron a la fe juró que jamás quitaría una vida.

Dreyer frunció el ceño al escuchar el tono cariñoso con el que Sancho hablaba de Josué.

—¿Sois bujarrones?

—¿Cómo decís, maestro?

—Que si estáis amancebados. Que si os dais por culo.

Sancho enrojeció y negó con la cabeza.

—Mejor. No me gustan los bujarrones. Pero aún me gustan menos los vagos, así que ponle en pie. Le daremos trabajo.

El herrero ladró una larga lista de instrucciones a Josué en cuanto éste abrió los ojos. Desde cortar leña hasta vaciar las cenizas de la fragua o sacar varios cubos de agua del huerto. El negro asintió con la cabeza cuando Dreyer terminó.

—¿Qué le pasa, es mudo? —se quejó el herrero.

—Sí, maestro. Le cortaron la lengua los esclavistas.

Dreyer se mordió el bigote, gesto que Sancho no tardaría en aprender que en el quisquilloso herrero indicaba rabia y descontento. Especialmente cuando se tragaba palabras que pugnaban por salirle de los labios.

—Es un tipo fuerte —dijo sacudiendo el brazo, como para borrar de su mente el horror que se había cometido años atrás con Josué—. Será de gran ayuda en la forja y en el huerto.

—También es un gran cocinero.

—Eso lo creeré cuando lo vea. No ha nacido el hombre capaz de impresionarme con sus platos. Hala, ponte a hacer lo que te he dicho —le indicó a Josué, que asintió y se marchó—. Y en cuanto a ti, vamos a empezar.

Dreyer le palpó los brazos y las piernas, clavándole los pulgares en el antebrazo y en la parte alta de las piernas. A petición suya Sancho flexionó las extremidades y se agachó varias veces.

—Tienes fuerza, pero el remo te ha descompensado los miembros, aprendiz —fue el veredicto de Dreyer—. Tus músculos son como nudos de madera, y así serás tan buen esgrimidor como una piedra. Dudo que saquemos nada en claro de ti, al menos hasta que te volvamos más flexible. ¿Ves aquel bosquecillo de álamos?

Sancho se dio la vuelta. A quinientos pasos ladera abajo había un grupo de árboles, que se intuía más que verse a la tenue luz previa al despuntar del alba. Asintió.

—Ve corriendo hasta ellos. Arranca un puñado de hojas y vuelve. Y más te vale estar aquí antes de que rece una docena de padrenuestros o vas a lamentarlo. ¡Vamos!

Sancho salió disparado hacia los álamos como una exhalación. Aunque le costó un poco que le respondiesen brazos y piernas, enseguida se sintió volar camino abajo. Saltando para esquivar un arroyo, se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado sin moverse a aquella velocidad, y sobre todo de cuánto lo había echado de menos. Recordó con alegría las carreras por las callejuelas de Sevilla, huyendo de alguna víctima algo más espabilada que los demás o de algún corchete menos untado que el resto. Cada esquina doblada, cada bocacalle que pasaba como un borrón por el rabillo de sus ojos, sabía a vida y a victoria. Todo eso vino a su mente de golpe, como un impulso irrefrenable, y aceleró el paso, tanto que sus pies parecieron tener vida propia y corrió serio riesgo de romperse la crisma.

Cuando alcanzó el bosquecillo de álamos tuvo que estirar mucho los brazos y ponerse de puntillas para alcanzar las ramas más bajas. Logró arrancar un puñado de ellas y regresó lo más rápido que pudo. La vuelta, cuesta arriba, no fue tan placentera. Al llegar junto a Dreyer arrojó el puñado de hojas a sus pies, respirando entrecortadamente y apoyándose sobre las rodillas.

—He rezado quince padrenuestros, aprendiz. Vuelve a intentarlo.

Sancho alzó la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¡Maestro Dreyer!

El herrero alzó una de sus enormes manos, y Sancho creyó que iba a golpearle, pero el otro se limitó a señalar el amanecer que empezaba a despuntar por encima de Sevilla.

—Correrás hasta que esté el sol bien alto en el cielo. Cuando haya aquí un buen montón de hojas, tendrás tu desayuno. ¡Vamos!

La segunda vez que Sancho trotó monte abajo ya no sentía ninguna alegría.

Media hora después, Sancho iniciaba su séptima subida, con las piernas cada vez más pesadas y la visión borrosa, cuando se desplomó de rodillas y comenzó a vomitar. Casi en ayunas, su estómago no produjo más que bilis y espasmos dolorosos. Josué lo vio desde lo alto del monte y arrojó al suelo la brazada de madera que cargaba y corrió hacia él. Pero Dreyer, quien aguardaba en el camino, lo sujetó al pasar.

Josué intentó desasirse dando un tirón, pero no lo consiguió. La fuerza del herrero rivalizaba con la suya, a pesar de ser dos palmos más bajo que el gigantón negro. Se dio la vuelta muy sorprendido, pues jamás se había encontrado con alguien capaz de retenerle con una sola mano.

—¿Eres su amigo? —preguntó Dreyer.

Josué asintió, más para sí mismo que para el herrero, que ya parecía conocer la respuesta y que ni siquiera lo miraba a él, sino a la figura semidesnuda postrada en el polvo del camino.

—Obsérvale, entonces. Si tiene lo que hay que tener, se levantará y llegará hasta aquí arriba. Y si no, os echaré a patadas a los dos de aquí. Ocurra lo que ocurra, veas lo que veas a partir de ahora, el camino lo tendrá que recorrer él solo. No puedes ayudarle.

Abajo Sancho se levantó, tan despacio que parecía no moverse. Primero consiguió alzar un brazo, y luego el otro. Después, casi a gatas, comenzó a arrastrarse hasta la casa del herrero.