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reyer repitió el mismo ritual de las carreras hasta el bosquecillo cada amanecer.
Después permitía al joven tomar un mendrugo de pan y algo de carne, antes de azuzarle con nuevos ejercicios. Tenía que trepar a un árbol con los ojos vendados, encontrar unas campanillas que Dreyer había colocado en una rama al azar y volver a bajar sin sacarse la venda. Le obligaba a recoger bellotas por los campos, llenar un cesto y luego arrojarlas una a una, lo más lejos posible, usando alternativamente el brazo izquierdo o el derecho. Pero el más cruel y frustrante para Sancho consistía en tumbarse en el suelo y levantarse una y otra vez, sosteniendo un jarro lleno de agua hasta el borde.
—Diez veces. Derrama una gota y volverás a empezar —decía Dreyer con su voz monótona.
Para Sancho aquello era una tarea imposible. Se concentraba al máximo, intentaba no mover más músculos de lo necesario, pero el resultado era siempre el mismo. Ensayó un centenar de maneras de hacerlo, pero inevitablemente en una de las repeticiones algo de líquido se derramaba, empapando el arenoso suelo de tierra frente a la casa del herrero. Aquel espacio y la pared del costado del taller se habían convertido en todo su mundo, puesto que Dreyer no le había permitido poner los pies en el interior de la casa.
—Maldita sea —masculló Sancho, resoplando de ira y frustración, mientras veía como la reseca tierra absorbía el agua, formando una reseca costra marrón—. ¡Es imposible!
Cada día, Dreyer le observaba repetir ese mismo ejercicio sin abrir la boca más que para ordenarle volver a empezar. Habían pasado dos semanas y el joven ya era capaz de correr distancias largas sin desmayarse vergonzosamente como cuando llegó. Los pies ya no le sangraban, y las comidas frugales pero regulares que preparaban el herrero y Josué habían ahuyentado de su rostro el aspecto cadavérico.
Pero entonces Dreyer habló, y por primera vez no lo hizo para dar una de sus órdenes, disparadas con monótona precisión.
—La esgrima, aprendiz, no es un arte. Es una batalla para derrotar a un solo enemigo. Cuando descubras cuál es ese enemigo estarás en condiciones de empuñar una espada.
Tumbado en el suelo y con la jarra en precario equilibrio, Sancho no podía ver su rostro, pero sí percibió en la voz del herrero una fugaz nota de color, una humanidad que había estado ausente hasta ese momento.
—Maestro Dreyer…
—Diez veces, aprendiz. Ni una sola gota en el suelo —espetó el otro, secamente, arrepintiéndose del desliz anterior.
Sancho se acercó al gran balde que Josué rellenaba cada mañana y hundió el jarro en la superficie, en la que flotaba una cortina de mosquitos muertos. Colmó el jarro y volvió a su lugar, casi sin darse cuenta de que ahora caminar con el recipiente en perfecto equilibrio se había convertido en un acto tan natural para él como respirar. Se colocó con los dos pies juntos y miró al suelo, donde su sombra desaparecía debajo de él, aplastada por el sol del mediodía.
Y entonces comprendió.
Miró a Dreyer, fijamente, y sin apartar la vista del viejo herrero se llevó el jarro a los labios y lo vació de tres grandes tragos. Después se tumbó y se levantó diez veces, sin vaciar una sola gota de agua.
En los ojos del herrero brilló un fulgor extraño, que Sancho no pudo identificar.
—Ven conmigo.
Por primera vez Sancho accedió al interior de la casa del herrero. Los muebles eran sencillos, pero bien cuidados. Tras la estancia principal una puerta daba a la que debía de ser la alcoba de Dreyer y un pasillo estrecho a la parte de atrás de la casa. Por allí siguió el joven al herrero, yendo a parar a un gran patio en el que Josué serraba unos maderos con energía. El negro alzó la cabeza al oírles entrar y sonrió abiertamente a Sancho.
—Es suficiente, infiel. Ya seguirás luego —dijo Dreyer.
Josué terminó de serrar el tablón de dos enérgicos movimientos y se marchó, no sin dar una palmada en la espalda a su amigo. El joven apenas lo advirtió, pues estaba fascinado mirando a su alrededor. El lugar era completamente incongruente con el exterior de la casa. Bajo un emparrado reseco, que creaba extrañas formas de sol y sombra sobre el suelo de cuadrados adoquines, se abría una extensión de unos veinte pasos de ancho por treinta de largo. En algunos puntos del empedrado, rastros de tierra y sombras de humedad revelaban los puntos donde habían sido retiradas enormes jardineras. Ahora su lugar lo ocupaban unos grotescos muñecos de madera recién cortada, la misma que Josué había estado trabajando cuando ellos entraron un momento antes. Sancho comprendió en qué había andado tan atareado su amigo mientras él se afanaba en los ejercicios del herrero.
De las paredes colgaban varias panoplias, inclinadas bajo el peso de las armas que soportaban. Y entre ellas, algunos paneles de madera con extraños dibujos circulares cuya pintura aparecía aún fresca. Y sobre los adoquines del suelo alguien —Sancho supuso que Dreyer— había trazado complejas representaciones geométricas similares a telas de araña.
El herrero caminó con paso tranquilo hacia las panoplias de la pared, dando la espalda a Sancho. Recorrió pensativo con el dedo las espadas, los sables y las ballestas, hasta detenerse en un enorme arco de guerra, que tomó en sus manos.
—Las vidas de nuestros hijos son como flechas en nuestras manos, aprendiz. Para que sean útiles hay que impulsarlas lo más lejos posible. —La voz se le quebró un instante, antes de continuar—. Mi Joaquín no sabía el sacrificio que me estaba pidiendo cuando comprometió mi honor y el suyo haciendo esa promesa a un vulgar galeote.
—Vos no sabéis nada de mí —repuso el joven, sin poder reprimirse.
—¿Por qué te condenaron, aprendiz?
—Por ladrón.
—Y lo dices así, sin el más mínimo rastro de vergüenza en la voz.
—No puedo arrepentirme de haber robado para sobrevivir. La vergüenza no es más que un lastre, como esta argolla que os negáis a sacarme —dijo Sancho levantando el pie.
—Menudo bribón que me envió mi hijo —dijo el herrero meneando la cabeza.
—Tal vez lo único que pretendía es daros algo que hacer para que no os saltaseis la tapa de los sesos con una de esas pistolas.
El herrero tomó una flecha de la panoplia y la cargó en el arco, apuntando a Sancho. Éste mantuvo fija la mirada del herrero durante un instante interminable, mientras las moscas zumbaban como locas en el caluroso emparrado.
—¿Cómo te atreves, escoria? Debería atravesarte ahora mismo de parte a parte con esta flecha. ¿Acaso te crees que sabes quién soy yo?
El joven respiró hondo, inflando mucho las ventanas de la nariz, y decidió que ya había tenido suficiente.
—Vos habíais sido un gran maestro de esgrima en Rotterdam. Alguien que cometió un error, que acabó costando la vida a quien vos más amabais, me atrevo a decir que la madre de vuestro hijo. Juraría que enseñasteis vuestro arte a la persona equivocada, y que esa persona se revolvió contra vos. —Sancho hizo una pausa, con total frialdad, leyendo en el rostro del herrero como Bartolo le había enseñado, mientras éste se acercaba cada vez más, hasta que la punta de la flecha le rozó el cuello—. No, no, ahora lo comprendo. Fue vuestro arte el que falló. Vuestro alumno murió en un duelo, y ella se quitó la vida. Era… ¿su hermano?
Dreyer dio un potente rugido, apartó la flecha del cuello de Sancho y la descargó contra uno de los muñecos que estaba a su espalda, atravesándolo de parte a parte. Con la mano abierta, cruzó la cara de Sancho con una bofetada que arrancó un espumarajo de sangre de labios del joven. Éste se limpió despacio, furioso pero inmutable.
El herrero lo miró durante un rato, respirando entrecortadamente, antes de hablar de nuevo.
—¿Te contó mi hijo algo de todo esto antes de morir?
—No, maestro. Lo he deducido observando, componiendo los retazos de vuestra historia y considerando el tiempo que lleváis apartado de todo esto. —Sancho señaló en derredor.
—Es un don notable.
—Es un arte que me fue enseñado por alguien a quien yo apreciaba y cuya muerte me ayudaréis a vengar.
El herrero le dedicó una triste sonrisa.
—No eres quien yo había imaginado. Tal vez mi hijo sí que sabía lo que estaba haciendo, al fin y al cabo.
Se alejó de Sancho y volvió a colocar con sumo cuidado el arco en su lugar.
—Te ganaste la entrada a este lugar cuando bebiste el jarro de agua. Dime, ¿por qué lo hiciste?
—Porque vos me dijisteis que sólo había un enemigo al que tenía que derrotar para comprender la esgrima.
—¿Y sabes ya qué enemigo es ése?
—Yo mismo.
Dreyer suspiró y dejó la mirada perdida.
—Si supieras cuántos hombres me dieron la respuesta correcta a esa pregunta en su primer día.
—¿Cuántos?
—Ninguno —admitió Dreyer.
El herrero se quitó la camisa, empapada por el sudor, y la colgó de una de las panoplias, quedando con el torso desnudo. Luego sacó una espada de madera y se la arrojó a Sancho, que la atrapó al vuelo.
—Ésta es una arma de entrenamiento, diseñada para que los torpes y los inconscientes aprendan los rudimentos del arte sin cortarse una oreja o rajarse el culo. Quiero que la partas.
—¿Cómo decís, maestro?
—Pártela, porque su propósito es humillar al aprendiz. Eso ya no será necesario. Te has ganado ese derecho.
Obediente, Sancho la cogió con ambas manos y la partió de un rodillazo. El crujido de la madera al quebrarse trajo por su memoria el horrible momento de la abordada de los turcos a la San Telmo, y los gritos de los moribundos resonaron en sus oídos. Sacudió la cabeza para apartar el recuerdo mientras se concentraba en las palabras de Dreyer, que ya caminaba hacia él con una espada de verdad. La tomó por la hoja, tendiéndole la empuñadura a Sancho. Éste la contempló atónito durante unos instantes, con los brazos colgando a los costados, acobardado. Finalmente levantó la mano derecha, e iba a cogerla cuando la voz de Dreyer le detuvo.
—¿Has sostenido una antes?
—No, maestro.
—Entonces graba este instante en tu memoria, y consérvalo, porque pocos hay como éste en la vida. Como la primera vez que montas un caballo al galope o que hundes tu polla entre los muslos de una mujer.
Los dedos de Sancho se cerraron en torno al cuero apretado de la empuñadura. Sintió una descarga de emoción recorrer su cuerpo como un extraño poder, como si se hubiese creado una muralla entre él y el resto del mundo sólo por blandir el arma. Cuando la alzó y la puso frente a su rostro se sorprendió de lo poco que pesaba.
—Es muy ligera.
—Eso te parece ahora, aprendiz. Verás cuando lleves medio día dando mandobles. Levántala. Dobla las rodillas. La cabeza erguida, ni adelantada ni inclinada hacia los lados. El cuello y la espalda en línea recta, para darle fuerza a los hombros. Así.
—¿Y ahora?
—Ahora te vas a quedar así hasta que la espada no te parezca tan ligera.
Sancho obedeció, con la espada apuntando hacia adelante. Ya había pasado por una experiencia similar una vez, en la pestilente bajocubierta de la galera en la que había estado preso. Sabía lo difícil que era permanecer quieto en la misma posición mucho tiempo. Abrió ligeramente los orificios de la nariz y se preparó mentalmente para el dolor que le iba a sobrevenir.
—¿Crees que han sido duros los ejercicios que has hecho estas dos semanas, aprendiz? Ahora vas a saber lo que es el sufrimiento.