XXXIII

E

ran las tres de la tarde, y acababa de terminar el segundo de los turnos de boga cuando el contramaestre asomó la cabeza por la trampilla para dar la orden fatal. Aquélla fue la causa del desastre, y no cabe duda de que las cosas hubieran sido muy distintas de no ser por la arrogancia del capitán.

Los marineros llevaban una temporada nerviosos, y habían contagiado su estado al resto del buque. Los forzados escuchaban sus conversaciones a través de las trampillas y las rendijas de la cubierta, y lo que oían no les gustaba nada. Temían que aquél fuese el primer año en el que la San Telmo pasase la festividad de la Asunción sin capturar ninguna presa. Aquel día marcaba los dos tercios de la temporada de caza, y para un barco de guerra habituado a los triunfos alcanzarlo de vacío suponía una deshonra. Por no hablar del menoscabo que suponía para los oficiales del buque la pérdida de los ingresos derivados de la captura del cargamento y la venta como esclavos de los piratas supervivientes.

Realmente una racha de mala suerte parecía haberse cebado con la San Telmo. Hasta en cuatro ocasiones había arribado a varios pueblecitos de la costa para encontrar los restos humeantes de una incursión. El capitán de la galera había trazado rutas circulares cerca de los lugares de la costa de Levante de más fácil acceso para los barcos enemigos, pero aunque su intuición había sido acertada, no lo habían sido los tiempos. Cada barquichuela de pesca con la que se cruzaron y cada torre de vigilancia que les hizo señales les transmitieron el mismo mensaje: los habían perdido por muy poco.

Una semana antes de la Asunción, las velas triangulares de un jabeque aparecieron en el horizonte, y la borda de babor se combó bajo el peso de los tripulantes exaltados, que corrieron a gritar obscenidades y celebrar que por fin les sonreía la suerte. La nave se escoró peligrosamente y el capitán mandó que todos volvieran a sus puestos y emprendiesen la persecución.

Los moros demostraron ser unos contrincantes excepcionales. Sabedores de que no eran rival para la galera, un barco casi el doble de grande y con mucha más potencia de fuego, explotaban su mayor maniobrabilidad y se mantenían lejos del alcance de la San Telmo. La persiguieron durante ocho días, perdiéndola de vista en más de una ocasión y encontrándola por puro azar y obstinación del capitán. Finalmente, la mañana del 17 de agosto la combinación de vientos y mareas puso al jabeque tunecino entre la costa y los cañones de su perseguidora. Sin un triste soplo de aire, las velas del jabeque resultaban inútiles, y los ochenta galeotes que la impulsaban perdían terreno irremediablemente contra los dos centenares que llevaban los españoles.

La primera sesión de boga de la mañana redujo la distancia que los separaba a la mitad. El jabeque se detuvo primero, alrededor de las once. Estaba a poco más de quinientas brazas, siguiendo la línea de la costa e intentando largar algo de trapo para escapar, sin suerte. Su bandera, de un verde sucio, colgaba lacia del palo mayor. Abandonado a la fuerza de sus remos, debía librar un juego muy peligroso con su perseguidora. La fuerza de los galeotes tenía que ser administrada cuidadosamente.

La San Telmo se detuvo también. El capitán se retorcía de impaciencia, pero sabía que el jabeque era ya suyo. Si no les alcanzaban en la segunda sesión de boga sería en la tercera. Los tunecinos cargaban en cada borda diez cañones de menor calibre que los quince que llevaban los españoles, aunque apenas tendrían tiempo de lanzar más de una andanada. Como mucho encajarían siete u ocho balas antes de abordarles. Después entrarían en juego las espadas, y de ésas la galera tenía el triple que su rival.

El descanso fue sólo de una hora y media. Pasaba la una de la tarde cuando el jabeque se puso en marcha de nuevo.

—Tienen miedo, señor —dijo el contramaestre al capitán.

Éste se tomó su tiempo antes de responder. En la última escala habían desembarcado al primer oficial, que se había roto un pie al ser golpeado por un cañón que un marinero descuidado no había asegurado convenientemente, otro evento que había sido interpretado por los marineros como de mal augurio. Aunque el contramaestre realizaba ahora las funciones de segundo de a bordo, el capitán le trataba siempre con cierta condescendencia por ser plebeyo y llevar apellido flamenco.

—Hacen bien en tener miedo. Sigamos.

Dos horas más tarde, el barco enemigo se detuvo. Había seguido en paralelo a la costa, y estaba a punto de doblar el cabo de Marzán cuando hizo un nuevo alto. El capitán se alegró de ello.

—Malditos idiotas. Si hubieran seguido hasta rebasar el cabo podrían haber usado las corrientes para ganar distancia.

—Sólo sería retrasar lo inevitable, señor.

—Cierto, cierto. Encárguese de que los galeotes reciban una ración de carne y vino. Necesitarán recobrar fuerzas.

—Enseguida, señor.

—Dentro de dos horas estaremos mandando moros al infierno —dijo el capitán sin apartar la vista del jabeque. Estaba a menos de doscientas brazas. Sesenta más y ambos entrarían a tiro de sus respectivos cañones, aunque tal y como estaba situado el tunecino no se pondría al pairo frente al español, porque eso supondría una sentencia de muerte. En tal caso la San Telmo sólo tendría que seguir de frente y embestirles con la borda. Un golpe de lleno a la velocidad adecuada hundiría el barco enemigo en cuestión de minutos.

El contramaestre dio las órdenes con rapidez y decisión. Los marineros empezaron a descender los odres de vino trampilla abajo y los soldados aprestaron sus mosquetes y pistolas. Por todas partes la cubierta era ajetreo y nerviosismo. Las bravatas y los rezos se confundían con el afilar de los aceros.

En la cubierta contraria, sin embargo, reinaba un silencio absoluto. Los rostros no eran visibles, pero los tripulantes que aparecían sobre bordas y palos no hacían el menor ruido. El contramaestre lo advirtió con una creciente inquietud, pero no tuvo apenas tiempo de pensar en ello porque en ese momento el jabeque empezó a moverse. El contramaestre corrió hacia el puente, junto al capitán, que estaba inclinado sobre la carta mordisqueándose el labio.

—¡Señor! ¡Se ponen en marcha!

—Tengo ojos en la cara, contramaestre.

La sombra del jabeque ya se recortaba contra el cabo, formado en su mayor parte por una enorme pared de roca oscura de más de treinta metros de altura. Las olas rompían con fuerza allá donde la piedra se hundía en el mar, entre explosiones de espuma.

—No lo entiendo, señor. No han dado descanso a sus remeros. Se agotarán enseguida. No tiene sentido.

—Tal vez se hayan dado cuenta de que están a pocas brazas del reflujo al norte del cabo —dijo el capitán con una repentina mueca de ansiedad—. Tal vez confíen en que si nosotros esperamos ahora, se levante un poco de viento y ellos puedan soltar trapo.

—Eso es ridículo, señor.

—No pienso correr el riesgo. Dé la orden de boga, contramaestre. Los seguiremos hasta el mismo infierno, si es preciso.

—Pero señor…

La mirada severa del capitán abortó las protestas del joven marino, que se alejó humillado. Si de él dependiese daría al jabeque una hora de ventaja antes de emprender la persecución. No había una nube en el cielo, ni trazas de que el más mínimo soplo de aire fuese a favorecer a los perseguidos. El origen noble del capitán había conquistado su puesto, no sus méritos como marino. Por desgracia también era un hombre soberbio que jamás atendía a razones, y el contramaestre no tuvo más remedio que cumplir una orden que era a todas luces equivocada.

Los marineros apenas habían repartido un tercio de las raciones extraordinarias, y cuando interrumpieron su tarea y trotaron escaleras arriba con sus odres y sus ollas hubo una oleada de protestas. Los galeotes tenían tan pocas oportunidades de probar la carne y el vino —con excepción del día de Navidad y de la Ascensión— que anunciar su reparto e interrumpirlo era lo peor que se les podía hacer. Hubo peleas entre los últimos que habían recibido una ración y los que se habían quedado sin nada. El resto empezaron a chillar enloquecidos.

El Cuervo hubiera cortado las protestas de inmediato, pero seguía con la cabeza vuelta hacia lo alto de la trampilla y una mirada de estupor en el rostro.

—No durarán más de media hora —dijo, haciendo un gesto con el látigo hacia atrás.

—Son órdenes del capitán. Estamos muy cerca ya. Podríamos alcanzarlos en cuanto rebasemos el cabo —dijo el contramaestre sin poder disimular que no creía en absoluto lo que estaba diciendo.

El cómitre, chasqueando la lengua con fastidio —pues su comida también había sido interrumpida—, hizo restallar el rebenque en el aire.

—¡Ropas fuera, chusma del diablo! ¡Tenemos a los moros a tiro!

Sus palabras fueron seguidas por un silencio sepulcral. Los forzados desconocían la situación, pero mandarles arrancar de nuevo en aquel momento, después de dos sesiones de boga y con el calor infernal que hacía, era una locura. Muchos ni siquiera habían tenido tiempo de ponerse de nuevo los calzones. Otros seguían masajeándose los brazos doloridos o intentando descansar como podían sobre los bancos. A pesar del miedo que tenían al Cuervo, muy pocos hicieron ademán de coger el remo.

—He dicho ropas fuera —repitió el cómitre, bajando el tono de voz hasta convertirlo en poco más que un susurro helado, escupido entre los dientes apretados—. Estamos en combate, hijos de puta. Al primero que me dé una excusa, ni me molestaré en colgarle. Le meteré seis pulgadas en la tripa.

Dio un par de golpecitos sobre el sable de abordaje que se había colgado de la cintura aquella mañana. Las miradas de los galeotes, fijas sobre él, eran de odio crudo y primitivo, y el Cuervo sintió un ramalazo de miedo. Tendría que tener especial cuidado para no tropezar durante la refriega, o ni siquiera su despiadada reputación le libraría aquella vez. No con lo que estaba viendo reflejado en aquellos cuatrocientos ojos.

—Comeréis y beberéis de sobra dentro de un rato. Ahora remad, o como hay Dios que empiezo a cortar gargantas. Y empezaré por los que menos me gustan.

Miraba en dirección a Sancho cuando dijo esto. Hubo una breve pausa, hasta que el cómitre restalló de nuevo el rebenque en el aire y varios de los galeotes empezaron a adoptar la posición de boga. Enseguida lo siguieron los demás, y la San Telmo arrancó de nuevo, con un ritmo lento pero firme.

Un cuarto de hora más tarde la galera maniobraba junto al cabo, tan cerca que los marineros podían ver los huevos sobre los nidos de las gaviotas. En ese momento los vigías alertaron de que el jabeque se detenía y recogía los remos. El contramaestre, ocupado en supervisar la profundidad y en evitar la presencia de escollos, no había seguido los movimientos del enemigo. Al ver aquello, no podía dar crédito a sus ojos.

Todos a bordo de la galera rugieron de alegría. Estaba claro que el jabeque iba a rendirse. El capitán se relamía ya por anticipado, con el rostro y el ánimo enfebrecidos de codicia. La captura de un barco intacto y con su tripulación completa les reportaría una cantidad aún mayor de lo que habían imaginado. Y estaba allí, detenido a poco más de cien brazas del cabo, con todos los remos alzados.

—Como una virgen abierta de piernas la noche de bodas —siseó el capitán—. ¡Boga de combate, contramaestre! Demostremos a esos infieles de lo que somos capaces. Para cuando lleguemos a su lado estarán besando cruces, si saben lo que les conviene.

—¡Sí, señor! —dijo el contramaestre, imbuido también del ánimo general. Casi cayó de bruces al bajar del puente. A regañadientes se reconoció a sí mismo que la desazón creciente que había sentido durante todo el día tenía que ver con el hecho de entrar en combate. El hecho de que el jabeque se rindiese había liberado toda aquella tensión y la había convertido en euforia, al igual que le sucedía al resto de la tripulación. Se asomó a la bajocubierta y gritó:

—¡Boga de combate! ¡Un último esfuerzo!

El Cuervo aumentó el ritmo, aunque tuvo que recurrir al silbato pues no era posible marcar los rápidos tiempos de la boga de combate sólo con la voz. En los bancos ya no quedaba ánimo para la protesta, ni siquiera ante aquella nueva e imposible exigencia. Metidos en faena, la resistencia colectiva se había diluido, ahogada por el sudor y las respiraciones entrecortadas. Los galeotes imprimieron a sus movimientos una velocidad que muchos no habían realizado más que en la semana de entrenamiento. Más de uno equivocó los tiempos y se partió la nariz o los dientes al bajar la cabeza mientras subía el remo. El Cuervo ignoraba a estos heridos, centrándose en aquellos que flojeaban. Era fácil identificarlos porque sus compañeros de banco protestaban enseguida, al notar que el peso en sus brazos se multiplicaba. Arriba y abajo de la crujía, golpeaba a ambos lados casi sin mirar, ganando en presencia lo que perdía en precisión.

Los aullidos y gritos de esfuerzo y dolor que subían de la bajocubierta quedaban ahogados por los de júbilo que se oían arriba. La San Telmo casi había alcanzado la velocidad máxima, y su proa ya rebasaba el cabo. El contramaestre, en aquel momento de triunfo, tuvo un recuerdo apresurado para su padre. Qué orgulloso se sentiría cuando dentro de pocas semanas su hijo regresase a casa con el botín de aquella captura, con su primera victoria a cuestas.

De pronto, algo a bordo del jabeque llamó su atención. Encaramado a las jarcias, uno de los marineros tunecinos agitaba frenético una bandera roja. El contramaestre no entendía qué diablos estaba haciendo aquel hombre, hasta que se dio la vuelta, siguiendo la dirección en la que el moro hacía señales. Y un escalofrío de terror le recorrió la espalda, erizándole los pelos de la nuca. Quiso gritar, avisar a la exaltada tripulación que le rodeaba, mirando en dirección opuesta al peligro que se les venía encima, pero tenía la garganta atenazada por el miedo, como en una pesadilla en la que se pierde el uso de la voz. Se revolvió entre los marineros, y uno de ellos al volverse para protestar vio lo mismo que el contramaestre y chilló desesperado.

—¡Capitán! ¡Enemigo a la vista!

—Barco en rumbo de colisión, señor —consiguió articular el contramaestre, pero la voz le salió apagada y sin fuerzas.

Protegido de la vista de los perseguidores en la cala que había al norte del cabo, un segundo jabeque había aguardado oculto mientras el primero era perseguido durante todo el día por la San Telmo. Con sus remeros frescos, ahora se lanzaban a toda velocidad en un curso que les llevaría a embestir de lleno el costado de la galera si no conseguían rectificar el rumbo. Llevaba recogidas todas las velas, y sobre la proa montaba un espolón de hierro forjado recubierto por una pátina verdosa.

En su conmoción, el contramaestre se asombró de la astucia de los tunecinos. Sabedores de que jamás podrían enfrentarse en combate directo a la San Telmo, habían estado mostrándose durante varios días al borde del horizonte, atrayéndoles hacia una trampa mortal. Mientras que uno de los jabeques aguardaba en posición sumisa, fingiendo rendirse, el otro aguardaba a que los orgullosos españoles se aproximasen a reclamar su presa. Y justo en el momento adecuado, desde el barco cebo se hizo señales a sus compañeros para que lanzasen el barco contra ellos.

El pánico se extendió entre la tripulación, y paradójicamente eso hizo reaccionar al contramaestre, que intentó regresar al puente. Tuvo que abrirse paso a empujones, pues los preparativos del abordaje habían saturado el espacio libre.

—¡Deteneos! ¡Alto la boga! —gritó al pasar junto a la trampilla.

El capitán tenía el sombrero ladeado y una mueca de asombro ridícula, como la de un niño al que hubiesen privado de un dulce que le acababan de regalar. Gritaba al timonel las órdenes directamente, y el muchacho parecía confundido.

—¡Todo a babor, muchacho! ¡Todo a babor!

—¡Señor, he ordenado que den el alto!

—¡Maldita sea, no! ¡Tenemos que virar toda! ¡No podemos hacerlo sin impulso!

—¡Entonces nos alcanzarán de popa, señor! —replicó el contramaestre, que viendo cercana la muerte abandonaba su actitud pusilánime con aquel incompetente que les iba a condenar a todos—. ¡Ordenad que arrojen el ancla!

Mientras la discusión seguía en el puente, en el primero de los jabeques habían abandonado la farsa y decenas de berberiscos se asomaban por la borda, mostrando sus alfanjes y aullando como poseídos. Varios sacaron sus arcabuces y los descargaron contra el barco que se aproximaba. Aunque estaban aún lejos para acertar, consiguieron su propósito. Muchos de los marineros comenzaron a disparar a tontas y a locas, entorpeciendo la labor del resto.

Para entonces ya era demasiado tarde, pues la proa del enemigo se les echaba encima sin remisión.