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ancho no sufrió inmediatamente la venganza del Cuervo. El cómitre era demasiado listo como para ensañarse con él justo después del accidente. Esperó un tiempo prudencial, y después comenzó a hacerle pagar al joven la humillación que le había hecho pasar, usando un método tan frío como cruel.
El puerto de Mahón era un punto estratégico esencial en el Mediterráneo para los barcos que patrullaban las aguas de la cristiandad, cazando las galeras turcas y berberiscas que intentaban sacarse el oprobio de las derrotas de Malta y Lepanto. En los últimos años la piratería se había recrudecido, no sólo por parte de turcos y moros sino de los herejes ingleses. Unos y otros hacían incursiones en las costas españolas, cayendo sobre los desprevenidos pueblecitos en mitad de la noche y llevándose ganado y esclavos, sobre todo niños cristianos a los que poder convertir a la fe del Profeta. Detrás dejaban sólo cadáveres y ruinas calcinadas.
La San Telmo arribó allí unos días más tarde. El remo roto fue cambiado por otro, se rellenó el agua dulce de los barriles y los marineros pasaron un par de noches en tierra. A los galeotes no se les permitía abandonar su posición, aunque al menos durante ese tiempo no tuvieron que bogar. Desde su lugar en el banco Sancho no tenía más vistas que una rendija de tierra a través de la ventana del quinterol, a la que tampoco podía acercarse demasiado pues ésta era privilegio del Cagarro y del Muerto. No pudo contemplar la hermosa ría encastrada entre dos suaves colinas, ni el arsenal encalado de blanco del que se abastecían todos los buques de la Armada. Apenas pudo captar retazos de la vida normal que otras personas llevaban en el muelle, aunque éstos le supusieron poco consuelo.
Aquellos dos días fueron especialmente tristes. Voces apresuradas con acentos extraños, el crujido de las poleas cargando bultos en la galera, el mugido de las bestias, el chirrido de las ruedas de los carros. Todos los ruidos del puerto le traían recuerdos amargos del Malbaratillo, y de las muchas horas que pasó junto a Bartolo revendiendo los pañuelos y los botones de plata que había conseguido descuidar en las ajetreadas calles de Sevilla. Sin otro lugar al que dirigir la mirada que a sí mismo y a sus recuerdos, Sancho se dio cuenta de que el enano había significado mucho para él, tal vez lo único parecido a un padre que había llegado a conocer. Durante un tiempo había querido adjudicar ese papel a fray Lorenzo, pero el frío y distante religioso no había dado nunca ni la más mínima muestra de cariño hacia el muchacho. Sin embargo Bartolo, ese a quien todos despreciaban por su aspecto, le había regalado una extraña sabiduría. No los conocimientos crudos y estériles con los que le había llenado la cabeza el fraile, ni las mecánicas enseñanzas de una religión que ni entendía ni compartía. Bartolo le había enseñado a valerse por sí mismo, a ser su propio juez y a tomar de los demás sólo aquello de lo que pudieran desprenderse. Amaba la vida, que era lo único que le habían quitado.
A Sancho la fealdad del crimen cometido contra Bartolo le rasgaba el alma. Había intentado buscar una explicación a lo sucedido durante las largas sesiones de boga, sin conseguirlo. Su mente volvía una y otra vez a Monipodio y a por qué había enviado a sus matones a acabar con ambos antes de que pudiesen saldar su deuda. Sólo había una explicación, y era el contenido del cartapacio que habían robado el día anterior. No las cartas de crédito, sino aquellos otros papeles a los que apenas habían prestado atención. Alguien debía de haber pagado a Monipodio para recuperarlos. Si Sancho quería obtener justicia tendría que llegar hasta el hampón, uno de los hombres más peligrosos y protegidos de Sevilla, y obligarle a contar la verdad antes de rajarle la garganta.
La enormidad de una tarea como aquélla habría consumido el ánimo de alguien más débil que Sancho. Sin embargo para el joven supuso el revulsivo que estaba necesitando. Hasta aquel instante se había dedicado a lamerse las heridas y a lamentar su suerte, sin ver más allá de los seis años de condena que le restaban por cumplir. Ahora, por primera vez tenía un objetivo y una razón para sobrevivir.
En aquella pestilente bajocubierta, comido por los piojos y las chinches, comenzó a fraguar un plan. Era poco más que el germen de una idea cambiante y móvil, como cuerdas en llamas balanceándose en la oscuridad.
Cuando volvieron a mar abierto, el Cuervo comenzó a ejecutar sus propios planes. Le hubiese sido muy sencillo acabar con Sancho de un plumazo; un certero golpe de rebenque en la tráquea y el joven estaría muerto en un par de minutos. Lo había hecho en ocasiones, cuando alguno de los galeotes resultaba demasiado díscolo o demasiado lento. Pero en la mente retorcida de aquel animal aquella solución se antojaba demasiado sencilla. En lugar de ello comenzó a golpear a Sancho una vez por cada cinco latigazos que soltaba a los demás forzados. La distribución era siempre exacta, hasta el punto de que Sancho cerraba los ojos cada vez que escuchaba el quinto latigazo, sabedor de que el siguiente sería él.
—Y éste de propina para nuestro invitado especial —se jactaba el Cuervo cada vez que alcanzaba al joven.
En lugar de ser golpeado un par de veces por semana, como era habitual entre los galeotes, comenzó a recibir dos o tres al día. Tenía enormes dificultades para conciliar el sueño y sólo colocándose de lado podía atenuar el dolor constante de sus heridas.
Unas cuantas jornadas en aquellas terribles condiciones eran asumibles, pero si el acoso continuaba demasiado tiempo Sancho sabía que no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir.
—Ya le he visto hacer esto mismo otras veces, cuando realmente odia a alguien —le dijo el Muerto con un brillo malicioso en los ojos—. Cada día estarás más débil, y comenzarás a darle motivos auténticos para que te azote en serio. A este ritmo te lanzarán por la borda dentro de un mes, novato.
—¡Un mes! ¡Un mes! —subrayaba el Cagarro con risa floja. A Sancho le daban ganas de estrangularle.
Poco a poco la piel de la espalda se le iba convirtiendo en el horrendo paisaje de cicatrices que lucían los remeros más antiguos, y el ánimo del joven iba decayendo, tanto que hasta alguna noche especialmente dura llegó a soñar que le alcanzaba la muerte y al fin podía descansar. Tan sólo las cataplasmas que Josué le aplicaba regularmente le proporcionaban cierto alivio, aunque éstas no eran todo lo frecuentes que sus heridas necesitaban. El negro contaba con la ayuda de uno de los remeros asalariados, que le llevaba de tanto en tanto un poco de tierra para que Josué hiciese su mejunje mezclándolo con orina. El remero se acercaba a él al finalizar la jornada y le pasaba un puñado de tierra, robado de los barriles de lastre o trapicheado con uno de los marineros. Le hacía un gesto a Josué y éste miraba fijamente sin responder, pero tendía la mano y aceptaba la tierra.
Sancho observaba el fugaz intercambio con curiosidad, aunque nunca preguntó nada. A pesar de no estar encadenados, los buenas boyas tenían prohibido hablar con los forzados, por lo que no esperaba obtener respuesta, como tampoco la obtendría del resto de los galeotes. Desde que el Cuervo le había declarado la guerra, los demás prisioneros le habían hecho el vacío, como si la culpa de Sancho fuera contagiosa. Tan sólo se dirigían a él sus otros dos odiosos compañeros de banco, y sólo para insultarlo o burlarse de él.
Desesperado por comunicarse con alguien, Sancho intentó en varias ocasiones dirigirse a Josué, aunque éste fingía no prestar atención o se limitaba a negar con la cabeza. El joven se devanaba los sesos tratando de buscar un método para hablar con él. Probó a trazar letras sencillas en el aire, pero era inútil. Josué no sabía leer, y sin papel y algo para escribir jamás podría enseñarle. Casi había desistido de su empeño cuando recordó que Bartolo le había mostrado una serie de señas que los ladrones hacían por la noche cuando allanaban una casa y querían comunicarse sin hacer ruido. El enano había añadido unas cuantas de su cosecha que Sancho y él usaban a la luz del día para robar en mercados y plazas. Aunque el joven dudaba de que las señales de «los dueños se han despertado» o «distrae a éste mientras le robo la bolsa» fueran a ser de ninguna utilidad, aquello le dio una idea.
—Josué, escúchame —le dijo durante uno de los descansos de boga—. ¿Y si yo te enseñase a hablar?
El negro levantó la cabeza del plato de habas que les acababan de servir y se volvió hacia Sancho. Tenía el ceño fruncido y había reproche en sus ojos, como si creyese que se estaba burlando de él y no lo considerase justo. Lentamente, abrió su boca y le mostró al joven su lengua cortada. Éste reprimió un gesto de repulsión ante la carnicería que alguien había perpetrado con el pobre esclavo tiempo atrás, pero no apartó la mirada.
—No necesitas la lengua para hablar, Josué. Tan sólo tus manos. Tienes dos manos, ¿verdad?
Josué levantó los dos enormes jamones que había al extremo de sus brazos. Las palmas eran muy claras, casi blancas, y duras como la madera por el constante roce con el remo. Las de Sancho comenzaban a adquirir un callo similar.
—Voy a enseñarte a hablar con las manos, Josué. Tú mírame atentamente, ¿de acuerdo?
Sancho se señaló con un dedo.
—Esto significa «yo». Repítelo.
Josué se mantuvo quieto durante unos instantes, y Sancho temió que no quisiese obedecer o peor aún, que su inteligencia fuera igual que la de las bestias del campo, tal y como había oído a menudo decir de los de su raza. El negro no había perdido la seriedad en el rostro, pero sin embargo obedeció, imitando el gesto de Sancho.
Éste dudó antes de representar su siguiente palabra. Se agarró el anverso de la mano izquierda con la derecha.
—Esto significa «tengo».
Josué imitó el movimiento, esta vez a la primera. Sancho alzó un solo dedo. Aquella palabra era más fácil.
—Una.
La siguiente podía representarse de muchas maneras, aunque Sancho prefirió interpretarla por su forma, no por los gestos que se hacían con ella. Colocó la primera falange del índice derecho sobre la tercera del índice izquierdo, con ambas manos levantadas.
—Espada.
Después colocó las palmas de las manos una frente a otra, dejando un espacio tan ancho como su torso en medio.
—Grande. Ahora repítelos todos seguidos.
—Ese imbécil no te entenderá nunca —se burló el Muerto a su espalda—. Estás perdiendo el tiempo. El poco que te queda.
Sancho le ignoró y miró a Josué. Algo en la expresión del esclavo había cambiado. En su rostro no había recelo, sino algo distinto. Miedo, tal vez, o expectación. Sancho no supo distinguirlo. De nuevo creyó que no iba a conseguirlo, pero de repente el negro ejecutó todos los movimientos de carrerilla.
«Yo tengo una espada grande».
—¿Has visto, Josué? Acabas de hablar.
Josué se quedó mirando a Sancho con asombro y adoración. En ese momento el Cuervo hizo sonar su silbato y los galeotes tuvieron que despojarse una vez más de sus ropas e inclinarse sobre los remos.
Entonces comenzaron a suceder varias cosas buenas.
La primera fue que el Cuervo dejó de tomar a Sancho como blanco principal, y todo fue porque alguien cometió un pecado aún mayor que la rebeldía que había cometido el muchacho. Uno de los galeotes de refresco que habían embarcado en Mahón recibió un par de latigazos y en lugar de tragárselos como un hombre se volvió y sujetó el rebenque, arrancándolo de las manos del Cuervo. Fue un acto reflejo, puro instinto de conservación, y se lo devolvió enseguida, pero eso era algo que el cómitre no podía tolerar en absoluto. La emprendió con él, tornándole en el mismo objeto de venganza fría y cruel en la que había convertido a Sancho. El muchacho se sintió aliviado por ello, aunque la culpabilidad y la compasión por el pobre desgraciado que había tomado su lugar le llenaron de amargura.
La segunda fue que Josué se tomó la invención de Sancho muy en serio. Desde el momento en que el negro fue capaz de articular su primera frase coherente usando las señales, una suerte de fiebre se apoderó de él. Dedicaron cada minuto libre a establecer las bases de aquel idioma nuevo. Los inicios fueron lentos, puesto que había muchas palabras que no se parecían a nada y sobre las que tenían que llegar a un acuerdo. ¿Cómo indicas con señas «vida» o «amanecer»? Además, según iba creciendo su vocabulario, las manos no bastaban.
Estuvieron atascados durante varias sesiones hasta que Josué tuvo la idea de acudir a otras partes del cuerpo como parte de las señales. Por ejemplo, acariciarse la cara para indicar belleza o hacer un círculo sobre el pecho para indicar bondad. Con el paso de las jornadas, Sancho comenzó a intuir que en el enorme cráneo del negro habitaba una mente profunda y sabia, presa como la suya de la tristeza y de la soledad.
La base sobre la que establecieron su nuevo lenguaje fue precisamente la historia de Josué. Les llevó un par de semanas conseguir hilarla completa, pues muchas palabras requerían de otras tres o cuatro para definirlas, pero lo consiguieron, y Sancho jamás se había sentido tan orgulloso de algo en su vida. Ni cuando recitaba a fray Lorenzo la respuesta correcta, ni la primera vez que cortó una bolsa ajena. Aquellas señales dibujadas en el aire eran la mejor rebeldía contra los que habían arrancado la lengua del negro y les habían cargado de cadenas.
«Nací lejos de aquí».
—En África —apuntó Sancho cuando el negro compuso la primera frase, pero Josué sólo se encogió de hombros. Para él aquel nombre no significaba nada, aunque lo había escuchado muchas veces en boca de los españoles. Él conocía su tierra, aunque Sancho no había conseguido descubrir cuál era, pues aún no sabían cómo representar los nombres usando sólo sus manos.
«Vivía con mis padres, mis cuatro hermanos. Yo era pequeño. Así de alto», dijo indicando la altura de lo que Sancho interpretó como la de un niño de unos nueve años, aunque en el caso de aquel enorme ser humano podría ser algo más joven.
A trompicones, dejando muchos retazos en el camino, Josué narró cómo los negreros entraron en su poblado, en plena noche. Eran muchos, e iban cargados con armas muy superiores a las que ellos poseían. Su padre era un gran guerrero, y consiguió matar a dos de los intrusos, pero otro de los atacantes le metió un balazo por la espalda. Josué acabó en una jaula de madera. Luego fue encadenado, embarcado y vendido en los muelles de Sevilla, como lo fueron miles antes que él y como miles lo serían después. El negro contaba aquella parte de su vida con frialdad y distancia, incluso la parte en la que los negreros le cortaron la lengua aquella noche porque no dejaba de llorar.
Tan sólo parecía asomar la emoción por su rostro al relatar cómo había terminado entre aquellos muros. Había trabajado durante más de once años como aguador para un comerciante sevillano, que se dedicaba comprar mano de obra esclava y enviarla por la ciudad, cada uno con una mula y unas jarras de agua.
Sancho se había cruzado a diario con los aguadores por las calles, incluso alguna vez había dejado caer un maravedí en la taza de lata que todos solían llevar y había dado un par de tragos templados que sabían a gloria. En un lugar como Sevilla, donde muchas personas trabajaban a pleno sol y la temperatura en verano asemejaba la de las calderas del infierno, aquél era un negocio lucrativo, especialmente si no tenías que pagar a tus trabajadores. Cuando éstos estaban demasiado viejos o enfermos para trabajar, el dueño los liberaba «por caridad cristiana», lo que en la práctica significaba que se desentendía de su suerte. Los recién liberados iban a morir a las mismas calles de las que habían extraído los cobres con los que su amo se enriquecía. Sin embargo, la fortuna a veces daba reveses a los que jugaban a aquel juego. El amo de Josué se encontró con que cinco de sus ocho esclavos enfermaron a la vez. El negro no pudo especificar a Sancho qué mal sufrieron sus compañeros, pero murieron todos en pocos días.
Sin nadie para atender las mulas y corto de efectivo, el dueño de Josué tuvo que venderle al oficial de galeras del rey.
«Me dijo tú comes más que los demás. Me dijo con el dinero que me dan por ti compro tres».
Sancho imaginó la cara que habría puesto el oficial al ver entrar en sus oficinas cerca de la muralla a aquel gigante. No dudaba que habría estado deseoso de comprarlo, y más pensando que el esclavo tenía en torno a veinte años y estaba en la cúspide de sus fuerzas. Había sido un buen negocio para el rey y un buen negocio para el amo de Josué.
Para el negro había supuesto el cambio de una vida soportable por un destino infernal.
«Me gustaban las calles y las mulas, y me gustaba dar agua. La gente bebía y se sentía mejor. Y había sol. Aquí sólo hay oscuridad», concluyó Josué.
Entonces fue el turno de Sancho de narrar cómo había terminado allí, y lo hizo usando sólo las señales, recurriendo a la voz sólo cuando debía clarificar algo o crear nuevas palabras para su vocabulario. Josué asentía e interrumpía sólo para hacer alguna entrecortada y gramaticalmente incorrecta pero inteligente pregunta, que solía enfocar muchos de los sucesos por los que el joven había pasado en los últimos meses bajo una nueva luz. Ambos se hicieron amigos, y aquélla fue la tercera de las cosas buenas que sucedieron aquel verano.
Pero como Sancho había descubierto ya desde muy niño, cuando se encadenan una serie de sucesos afortunados suele significar que en el horizonte aguardan escollos. Y eso fue exactamente lo que pasó el 17 de agosto de 1589.