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as primeras semanas no salieron de la bocana del puerto y de la calma de sus aguas. Los nuevos remeros debían aprender la boga antes de que el capitán de la San Telmo se aventurase en mar abierto, y eso era una tarea extremadamente complicada. Sancho llegaba al final de cada turno con las fuerzas justas, y por la noche apenas conseguía vestirse antes de caer dormido sobre el banco.
Las privaciones se veían aumentadas por la dieta tan estricta que llevaban. Por las mañanas les entregaban a cada uno un kilo de bizcocho que debía durarles todo el día. Era un pan horneado dos veces, muy salado y duro como una piedra, y la única manera de no dejarse los dientes para partirlo era remojarlo bien en agua. Mientras estuvieron en el puerto lo tomaban más o menos intacto, pero en los largos meses que siguieron Sancho tuvo que raspar más de una vez la corteza del suyo para apartar el moho o expurgarlo para sacar los gusanos. Vio con asco como algunos galeotes no sólo no los quitaban, sino que los cogían entre los dedos y se los comían. Nunca tuvo arrestos para imitarles.
Además del bizcocho les daban dos escudillas de guiso, en la comida y en la cena. Un día habas, otro garbanzos, en interminable y repetitiva sucesión. Sancho no tardó en descubrir por qué al compinche del Muerto lo llamaban el Cagarro, y más de una vez se alegró de que el cómitre le castigase sin su ración. Había días en que el desempeño de la tripulación no alcanzaba lo que el Cuervo esperaba de ellos, y éste arrojaba al suelo la enorme olla comunal. Luego llamaba a un par de marineros para que echasen baldes de agua, algo que se hacía un par de veces al día para limpiar las inmundicias que los galeotes se veían obligados a hacer sobre la tablazón. Cuando les imponían aquel horrible castigo colectivo se hacía especialmente insufrible el aroma a tocino frito que bajaba desde la cubierta. A Sancho se le agitaban las tripas al atisbar comiendo a los marineros y a los buenas boyas.
Estos últimos eran antiguos galeotes que habían finalizado su condena pero que no encontraban en tierra otro medio de ganarse la vida. Volvían a la galera como remeros voluntarios, cobrando un sueldo. No estaban encadenados, dormían en cubierta y comían lo mismo que los marineros. Los forzados les despreciaban, porque eran el reflejo de lo que ellos podían ser en el futuro. Y a nadie le gusta tener enfrente un presagio de algo tan negro, si es que lograban sobrevivir.
La muerte era, por desgracia, algo demasiado habitual a bordo del barco. Antes de salir a mar abierto Sancho vio morir a dos galeotes, ambos novatos como él, ambos reventados por el esfuerzo de la boga. A finales de abril, cuando por fin el capitán juzgó que el conjunto de remeros era apto para la navegación, la San Telmo puso rumbo a Menorca, con órdenes de patrullar las aguas en torno a las islas. Antes de llegar sufrieron otro par de bajas. Uno de los remeros se quedó un día mirando al frente, con una mueca horrible en el rostro, luchando por respirar. Esa misma noche comenzó a arquear la espalda, y a gritar que no podía moverse. El cirujano de a bordo envió un par de hombres a buscar al enfermo, y éstos tuvieron que usar una cuerda para izarle por la trampilla, de tan rígido y encorvado como estaba.
—El pasmo —dijeron unos cuantos de los más veteranos al verle pasar. No hacía falta que explicasen mucho más, pues en el tono de voz ya se adivinaba que aquel hombre estaría muerto muy pronto.
La segunda víctima murió porque no fue capaz de resistir el ritmo. Era uno de los quinteroles de proa, y en un momento en el que el cómitre estaba de espaldas a él, colocó la mano dentro de la rodela de bronce que hacía de rodamiento para el remo. Se oyó un crujido horrendo cuando el pesado remo le aplastó los huesos, y el quinterol aulló como un loco. El Cuervo se dio la vuelta y mandó detener la boga, algo que provocó que el contramaestre asomara la cabeza enfurecido por la trampilla.
—¿Qué diablos sucede, cómitre?
El Cuervo echó un vistazo al hombre que gemía en el suelo y supo instantáneamente lo que había ocurrido. Alzó la vista hacia el contramaestre con una expresión triste.
—Tenemos un desertor, señor.
El contramaestre palideció, pues era un muchacho joven en su primer destino, y se veía obligado a dar por primera vez una orden que le desagradaba. A veces los galeotes intentaban mutilarse para evitar la condena, creyendo ingenuamente que si se volvían inútiles para el servicio el rey les perdonaría. El castigo para esos pobres desesperados sólo podía ser uno, y sin embargo el contramaestre no se atrevía a nombrarlo.
—¿Estáis seguro de ello, cómitre? —dijo inclinándose con ansiedad por la trampilla. Estaba justo encima de Sancho, y el joven temió que si se asomaba un poco más le caería encima.
El Cuervo volvió a echar una mirada al quinterol, que no había dejado de gemir ni un instante y se encomendaba a la Virgen y a todos los santos pidiendo clemencia. Tampoco a él le gustaba dar aquella orden. Detestaba perder piezas de su máquina.
—Me temo que sí, señor —dijo, escupiendo con desprecio sobre la crujía. Quería que aquello terminase cuanto antes. Aún detestaba más interrumpir una boga. Luego no había manera de coger ritmo de arrancada.
—Tengo que consultarlo con el capitán.
El contramaestre desapareció de la trampilla.
Sancho se preguntaba si nadie iba a ayudar al pobre quinterol que seguía sufriendo, pero no hubo tiempo para ello. La cabeza del contramaestre volvió a aparecer.
—El capitán ha sido muy claro, cómitre —dijo, sintiéndose más tranquilo al ser otro el que había dado la orden—. Ya sabéis cuál es vuestro deber.
El Cuervo asintió y se acercó a la cadena de la primera bancada. Ya llevaba la llave de la cadena preparada en la mano, y se la entregó a los compañeros de banco del quinterol.
—Soltaos. Los cinco.
No les quitó la vista de encima mientras se sacaban los grilletes, y recogió la llave enseguida.
—Llevadle junto al mástil.
Los compañeros del quinterol lo pusieron en pie. Éste miró alrededor, con la vista nublada por las lágrimas. Se sujetaba el miembro accidentado con la mano derecha. Donde había estado la izquierda ahora había una masa deforme e hinchada que se ponía morada por momentos.
—¿Dónde está el cirujano? —balbuceó.
—No hay cirujano para los desertores.
El quinterol abrió muchos los ojos.
—¿Qué? ¡No soy un desertor! ¡Ha sido un accidente, señoría!
—Tuviste que estirar muchísimo el brazo para tener el accidente, chusma.
Los otros le arrastraron junto al mástil, a pesar de las protestas. La trampilla estaba abierta, y por ella alguien arrojó una cuerda terminada en un lazo.
—¡No! ¡Por Dios! ¡Tened compasión!
El Cuervo no le hizo el menor caso. Le colocó el lazo en torno al cuello y luego dio una voz. La cuerda se estiró de golpe, y el cuerpo del quinterol ascendió un poco. Sus pies aún rozaban la crujía, y las uñas hacían un ruido desagradable contra la madera.
—¡Subidlo más, que así no se muere!
Hubo otro tirón seco, y el quinterol quedó a un palmo del suelo. Aún seguía pataleando cuando el Cuervo se dirigió a los galeotes.
—Este adorno va a colgar aquí un par de días, para recordaros lo poco que os conviene tener accidentes. Y ahora, bogad.
Los días sucesivos fueron horribles para los galeotes. Había quien decía que no era normal, cuatro muertes en tan poco tiempo, y corrió la voz de que el barco estaba maldito. Además, el Cuervo estaba especialmente irascible desde el ajusticiamiento del quinterol, y no contenía el brazo. A la mínima ocasión sacaba el rebenque, y los ánimos de los forzados estaban más bajos que nunca.
Entonces ocurrió el incidente del choque de los remos, y todo cambió a bordo de la San Telmo.
En cierto modo era inevitable que sucediese. Con el cómitre marcando un ritmo tan fuerte en la boga, alargando los turnos innecesariamente y castigándoles sin los garbanzos una y otra vez, los hombres estaban al límite de su resistencia.
No era habitual que los bogavantes cometiesen errores. No se les escogía sólo por ser fuertes, sino también por ser muy hábiles. Tenían que mantener una rigurosa concentración para llevar el remo hasta el punto justo, una y otra vez. Debían introducir la pala en el agua en el ángulo correcto, y girarla una vez dentro, pues eso era lo que impulsaba el barco. Al mismo tiempo debían vigilar la maniobra del remo de delante.
Cuando sucedió, fue un cúmulo de desgraciadas pequeñas cosas. Un día especialmente caluroso, que les hizo sudar copiosamente y nubló los ojos de Josué durante un instante. Un calambre inoportuno en el bogavante del banco anterior al de Sancho, que se agarró la pierna. Dos novatos que dejaron caer su peso sobre el remo en el peor momento posible, dejando a éste en un ángulo extraño.
Los remos chocaron yendo en direcciones opuestas. El de Josué cayó sobre el otro, desgajando la pala del remo de delante en dos.
—¡Alto! ¡Alto, me cago en vuestra puta madre!
El Cuervo llegaba dando enormes zancadas por la crujía, resoplando de furia. Cuando se asomó al ventanuco de proa y descubrió lo ocurrido, el rostro se le volvió escarlata.
—¡Malditos seáis!
Llegó hasta la hilera número cinco, aquella donde se había roto el remo, y comenzó a golpear al bogavante que lo había dejado escapar.
—¡Ha sido él, señoría! —dijo éste entre sollozos. Señalaba a Josué, mientras intentaba parar los golpes con el brazo, sin éxito—. ¡No me peguéis más, os lo ruego!
El cómitre se volvió hacia el negro Josué. Éste ni siquiera le miraba, sino que mantenía la vista fija en sus manos, con las palmas hacia arriba, como si no pudiese creer lo que había sucedido. El Cuervo lo interpretó como una admisión de culpabilidad. Echó el rebenque hacia atrás y lo descargó salvajemente contra el cuello de Josué. El grueso cuero se enroscó alrededor de la garganta del esclavo, y el látigo se quedó atascado por unos instantes. Los ojos de Josué se llenaron de terror pues no podía respirar, pero aun así no volvió el rostro ni alzó los brazos para protegerse. Cuando el cómitre tiró para liberarlo, una miríada de minúsculas gotas de sangre salpicó el rostro de Sancho, que decidió que ya había tenido suficiente.
—¡Basta! —gritó.
Hubo un gran silencio en la bajocubierta. El cómitre se detuvo, con el brazo en alto, y miró a Sancho, sin poder creer lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué es lo que acabas de decir? —dijo con voz glacial.
El silencio de los galeotes se convirtió en un jadeo expectante. Sancho sintió miedo de repente, pero había llegado demasiado lejos como para arrepentirse ni echarse atrás. Durante toda su vida aquellos que estaban por encima de él le habían obligado a seguir el camino que ellos creían como algo ineludible e irremediable. El desacato era para ellos un crimen imperdonable, pero Sancho simplemente no podía quedarse callado.
—No ha sido culpa de Josué, señoría, sino de la mala maniobra de los de delante. Pero si insistís en castigar a alguien de este banco, pegadme a mí. Al menos yo entiendo qué es un castigo injusto.
Al oír aquello, el Cuervo sonrió, lo que no contribuyó precisamente a tranquilizar a Sancho. Muy despacio, el cómitre se agachó y miró al joven a los ojos sin perder aquella mueca sardónica.
—Ah, novato. No tienes espalda suficiente para los golpes que vas a recibir.
Hubo un borrón oscuro frente al rostro de Sancho, que no tuvo tiempo de apartarse. El cuero le golpeó de refilón en la ceja y el pómulo, cerrándole un ojo.
El cómitre le miró burlón.
—Vaya, parece que he fallado. Probaremos otra vez.
—¡Cómitre! —dijo una voz insegura a su espalda.
El Cuervo se puso en pie, molesto por la interrupción. Tras él se hallaba el contramaestre, y no llevaba buena cara. Sujetaba con la mano izquierda un gajo de limón bajo la nariz, como hacía siempre que sus obligaciones le obligaban a descender a la bajocubierta, cosa que no ocurría a menudo.
—Señor —dijo el cómitre con desgana. A todas luces odiaba que alguien más joven que él estuviese por encima en la cadena de mando.
—¿Qué diablos ha sucedido? ¡El capitán está furioso! Llevamos ya varias horas de retraso.
—Estoy metiendo a estos galeotes en cintura, señor —respondió el cómitre atravesándole con la mirada—. ¿Por qué no os volvéis arriba con vuestro querido capitán?
En otras ocasiones el Cuervo había conseguido imponerse al contramaestre, al que la mera visión de aquel bruto y su látigo intimidaba bastante. Sin embargo, el desdén implícito en aquella última frase removió algo en su interior. Miró hacia abajo y su vista se cruzó con la de Sancho, cuya imprudente defensa del negro había escuchado mientras bajaba. Sintió que la valentía de aquel chico era un ejemplo a seguir.
Arrojó el limón al suelo, y cuando habló su voz estaba revestida de un tono distinto, más enérgico.
—Lo que deberíais hacer es no forzarlos tal y como habéis estado haciendo estos días. No me extraña que acaben cometiendo errores.
—Señor, no creo comprenderos —dijo el Cuervo, confuso ante aquella acusación implícita.
—Yo creo que me comprendéis muy bien. Pegándoles no haréis que le crezca otro remo al barco.
—¡Pero los galeotes deben ser disciplinados! —El tono del Cuervo era casi suplicante.
—Por insubordinación o deslealtad, no por cometer un error al que vos mismo les habéis forzado —dijo el contramaestre, bajando tanto la voz que apenas les oyó nadie aparte de Sancho y los que estaban cerca—. Y ahora mandaré a unos cuantos marineros a que recojan el remo roto. Distribuid a los hombres de ese banco entre aquellos faltos de manos y olvidemos este asunto.
Sin esperar respuesta, se marchó. El Cuervo se quedó mirando a la crujía, donde el gajo de limón aplastado había quedado como único recuerdo del enfrentamiento. El cómitre se enrollaba una y otra vez el látigo alrededor de los nudillos, y cuando se dio la vuelta llevaba una promesa de muerte en el rostro. Sancho agachó la cabeza, intentando no provocarle más, pero intuía que para entonces ya había hecho suficiente. En aquella mirada sólo había escritas dos palabras.
«Seis años —pensó Sancho—. Seis años».