XXX

A

brid las trampillas!

En la cubierta, los marineros obedecieron. Seis enormes columnas de luz entraron de golpe en la bajocubierta, y todos los galeotes alzaron las manos ante el rostro para protegerse de la claridad.

Sancho cobró consciencia de pronto del lugar donde debía cumplir su condena. Bartolo no había exagerado ni un ápice: aquello era el infierno. Estaba encadenado a un banco de madera forrado de cuero, por la misma cadena que unía a otros tres galeotes. Los dos de su izquierda, tristes y famélicos, lo miraban con aire malicioso. Asustado, se volvió hacia su derecha y se encontró con un gigante.

El joven había visto negros antes, pues en Sevilla había centenares, si no miles de ellos. Pero nunca uno tan descomunal. Sus brazos eran el doble de gruesos que las piernas de Sancho, y parecían sacos de piel rellenos de enormes melones. Tenía la cabeza rapada, al igual que todos los galeotes, y lo miraba con curiosidad. Su rostro era amable, de frente grande, y en su barbilla se hubieran podido partir nueces.

—¡Atención! —gritó el cómitre.

La plataforma que había intuido en la oscuridad, erigida sobre grandes cajones, le quedaba a Sancho al nivel de la barbilla. Dividía en dos la bajocubierta, y sobre ella estaba el cómitre, plantado con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Iba vestido con calzones y botas. Se cubría el torso con un chaleco de cuero negro y jugueteaba con un látigo corto de cuero, que acariciaba con parsimonia.

—Mi nombre es Gabriel Soutiño, pero todos me llaman el Cuervo. Vosotros os dirigiréis a mí como señoría. —Dio unos cuantos pasos hacia adelante—. Estáis a bordo de la San Telmo por vuestros pecados. El rey ha tenido a bien no ahorcaros para que sirváis como fuerza de impulso de sus barcos. No acabará esta jornada sin que le maldigáis por ello. No acabará esta semana sin que maldigáis a vuestra madre por pariros. De los que estáis aquí, más de la mitad estaréis muertos en dos años, así que no hay demasiado de que preocuparse.

Hubo un ligero murmullo al fondo de la bancada, que el Cuervo acalló haciendo restallar el látigo en el aire.

—¡Silencio! La primera norma es que nadie habla mientras se rema. Quiero un silencio completo, ocurra lo que ocurra. Decid una sola palabra y éste os acariciará la espalda. Aquí no se escucha más voz que la mía durante la boga, para poder mantener el compás. Y hay otra razón para ello. Mirad al suelo.

Sancho obedeció, y no pudo reprimir una mueca de asco. El barro maloliente que había intuido bajo los pies desnudos eran excrementos humanos.

—Vosotros, asquerosa chusma, no abandonaréis este banco durante los próximos siete meses. Dormiréis en vuestro sitio, comeréis en vuestro sitio, cagaréis en vuestro sitio. Todos los días un par de vosotros echaréis baldes por el suelo, pero el resultado será siempre el mismo. Las galeras huelen a mierda a muchas leguas de distancia. Los putos moros con sus narices ganchudas las perciben, los ingleses con sus napias blancuzcas las perciben. Por suerte la mierda de infieles y herejes huele igual de mal que la nuestra, así que al final todo acaba siendo cuestión de en qué dirección sopla el viento. —El cómitre hizo una pausa teatral, abriendo mucho los brazos—. Ahora imaginaos que cualquiera de vosotros, hijos de puta, os quejaseis de que os duele un callo en mitad de la noche con viento a favor. Cualquier moro podría venir y mandarnos al fondo. Así que desde el toque de queda hasta la mañana, silencio absoluto también. ¿Me habéis comprendido?

Nadie respondió.

—Así me gusta. Y ahora vais a aprender para qué sirve ese madero que tenéis delante —dijo señalando uno de los remos—. Lo amaréis con locura, y no dejaréis de abrazarlo durante mucho tiempo. ¡Ropas fuera!

Atónito, Sancho vio cómo todos los forzados veteranos se desnudaban sin dudarlo. Era fácil deducir cuáles eran los novatos como él, que dudaban antes de desprenderse de sus ropas en público.

—La segunda norma es ¡obedecer! —dijo el Cuervo. Caminó por la crujía, soltando severos latigazos a izquierda y derecha. Sancho se sacó rápido la camisa antes de que llegase a su altura, y se arrepintió enseguida de no haber empezado por los pantalones. El rebenque le alcanzó entre los omoplatos desnudos, y el dolor fue tan intenso, repentino y fugaz que dudó por un instante de que le hubiesen dado de lleno. Pero enseguida un tremendo escozor lo sacó de su error.

—¡Deprisa! ¡Cuando el turco ataque no tendréis tanto tiempo!

Sancho hizo un lío con la camisa y los pantalones, aunque no sabía dónde colocarlo, y por un momento temió que tuviese que dejarlos en aquel asqueroso suelo. Vio que los demás se agachaban bajo el banco, y allí encontró un pequeño hueco donde pudo embutir sus prendas.

Completamente desnudo, su ánimo se vino abajo al alzar la mirada y ver las espaldas de los galeotes del banco de delante. Todas estaban surcadas de arriba abajo por cicatrices alargadas, formando un mosaico de crueldad. Apenas había un hueco que se hubiese librado del látigo del cómitre.

«Yo ya tengo la primera —pensó—. Y ni siquiera he empezado a remar».

El Cuervo les ordenó agarrar el remo por la parte de abajo. Sancho descubrió sorprendido que a diferencia de las barcas pequeñas que había visto en el Betis, los enormes remos de la galera no se manejaban tirando de ellos sino levantándolos con fuerza, poniéndose en pie y luego dando una fuerte culada en el banco. Normalmente eran cinco remeros los que había asignados a cada remo, pero la enorme fuerza del negro que ejercía como bogavante en el remo que le había tocado a Sancho había reducido en uno su número.

—Remad, chusma. ¡Remad hasta que se os parta el alma! —gritó el Cuervo—. ¡Esa fría puta de Isabel de Inglaterra lo haría con más ganas que vosotros!

La primera sesión de aprendizaje duró dos horas, que era el tiempo habitual de una remada. Dos horas de boga, dos de descanso y vuelta a empezar, hasta cuatro sesiones al día. Al finalizar aquel primer turno, Sancho tenía las palmas de las manos llenas de ampollas, la espalda y los brazos reventados y las pelotas machacadas de tanto golpe contra el banco.

Mientras los forzados volvían a vestirse entre quejidos lastimeros, el muchacho notó una mano enorme en su hombro. Era el negro, que le arrebató la camisa. Sancho protestó, pero el otro meneó con la cabeza y le arrancó una larga tira de tela de los faldones. Después se la dio a Sancho.

—¿Por qué has hecho eso?

El negro se puso la mano sobre la boca y meneó la cabeza.

—¿No puedes hablar?

El otro asintió, y señaló su entrepierna. Sancho se fijó en el enorme miembro del negro, y vio que se lo había rodeado con una tira de cuero que daba la vuelta a su pierna, a modo de improvisado suspensorio. Los galeotes no podían llevar ropa mientras bogaban, pues ésta acabaría destrozada enseguida por el roce con el banco. Pero aquel sistema evitaría que le doliesen sus partes.

—Gracias. —Sancho se esforzó por sonreír—. ¿Cómo te llamas?

—Se llama Josué —respondió una voz desagradable a su izquierda—. Y es una mula estúpida y muda.

El joven se dio la vuelta. Los otros dos forzados con los que compartía el banco no le quitaban la vista de encima.

—¿Y cómo sabéis su nombre?

—Lo dijo el alguacil que le trajo hace un año. Yo soy Antonio Ocaña, y éste es Francisco Cámara.

—¡Di mejor el Muerto y el Cagarro! —dijo una voz desde la bancada de atrás.

El Muerto se dio la vuelta y echó una mirada feroz hacia atrás, pero no dijo nada. Era un hombre de rasgos brutales y a Sancho le cayó mal desde el principio. El Cagarro, más a su derecha, era un ser menudo y rijoso que le reía todas las gracias a su compañero.

—Otros nos han puesto motes desagradables, como ves —dijo el Muerto.

—¿Y a él? —preguntó Sancho, señalando al cómitre, que parecía dormitar en la plataforma de proa—. ¿Por qué le llaman el Cuervo?

—Porque les arranca los ojos a sus enemigos. Es un cabrón muy peligroso. Ahora está ahí, fingiendo que duerme. En realidad no tiene los ojos cerrados del todo, siempre está observándonos. Algún día lo mataré —dijo rascándose el cogote.

—¡Sí, claro, todo el que no te gusta acaba muerto! —Se oyó la misma voz burlona desde el banco de atrás. Sancho comprendió cuál era el origen del mote de Francisco el Muerto.

—¿Y qué hay de ti, nuevo? —preguntó el Cagarro.

—Me llamo Sancho de Écija y estoy aquí por ladrón.

—Como todos —dijo el Muerto—. Aunque tú le has caído muy bien al Cuervo, novato.

—Ya, seguro.

—¿Por qué si no iba a ponerte de tercerol?

—Es la posición mejor del banco —apostilló el Cagarro.

—Nadie empieza de tercerol sin pagar un precio —aseguró el Muerto—. Seguro que una noche te llama a su jergón. Le gustan los muchachitos tiernos.

—¡En eso os parecéis, Muerto! —dijo el de atrás—. ¡Vigila tu culo esta noche, novato!

El aludido se volvió, y esta vez había una luz asesina en sus ojos, aunque Sancho no se fijó. Había dejado de prestarle atención al Muerto, porque las manos le dolían demasiado. Le sangraban las palmas y las yemas de los dedos, y no se le ocurría cómo podía detener la hemorragia. Iba a escupirse en las palmas cuando Josué le detuvo y le alargó algo que sacó de entre sus ropas.

Era un saquito de pellejo de cerdo relleno de una pasta espesa. Sancho lo acercó a la nariz y enseguida apartó el rostro. Olía a tierra mezclada con vinagre y orines. Se lo devolvió al negro, negando con la cabeza, pero Josué no parecía dispuesto a aceptar un no por respuesta. Tomó las manos de Sancho y le untó la pasta en las heridas. El joven protestó un poco, pero enseguida sintió cómo el dolor se aliviaba hasta casi desaparecer.

Cuando se oyó el toque de queda de la primera noche, todos los forzados se acomodaron como pudieron sobre los bancos. El negro Josué era tan enorme que tenía que colocar los pies en alto, sobre la crujía.

Sancho, exhausto, se hizo un ovillo y cerró los ojos. A pesar de su cansancio, aún tardó un rato en dormirse, agobiado por el calor insufrible y por el llanto desconsolado de uno de los galeotes, que arrancaba ecos oscuros de la tablazón. Al joven le invadió la tristeza, pero el sueño le venció antes de que un latigazo del cómitre silenciase al llorón.

Despertó al rato, cuando sintió cómo un cuerpo se echaba sobre él. Las sombras del crepúsculo habían dado paso a una oscuridad total, y no supo lo que estaba ocurriendo. Notó una fétida respiración en su mejilla, e iba a dar la alarma cuando oyó un susurro en su oreja, casi imperceptible.

—Gritar durante el toque de queda significa la horca. Aunque no les dará tiempo, porque te mataré yo antes.

Algo punzante le presionaba el cuello, justo bajo la mandíbula. Sintió un hilillo de sangre descender por su piel y el miedo enganchándole los pulmones con una mano helada.

—Estate quieto, muchacho. No tardará mucho —susurró la voz—. Luego me ocuparé de ti. Verás que soy generoso.

Sancho intentó revolverse y luchar, pero el otro le inmovilizó los brazos contra la espalda. Echó la cabeza hacia atrás de golpe con ánimo de romperle la nariz a su agresor, pero el otro lo había previsto y sólo le dio en el hombro.

De repente se oyó un golpe sordo, seguido de otros dos más. Hubo un breve instante de calma, y después Sancho notó como el cuerpo que le aprisionaba desaparecía.

Le costó volver a dormir, temiendo que su agresor volviese, pero al final el agotamiento pudo con él. A la mañana siguiente el Muerto tenía un ojo morado y una ceja partida. No volvió a dirigirle la palabra desde aquel momento, y Sancho supo que se había ganado un enemigo mortal. También que tenía una deuda con el negro Josué que crecía día a día y que no sabía cómo podía pagar.