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quella taberna de Triana era un antro oscuro y lleno de humo. Ningún cartel en el exterior anunciaba el establecimiento, ni tampoco era lugar donde un transeúnte despistado quisiera parar a tomar un vaso de vino.
El capitán Groot había estado allí en más de una ocasión, siempre con oscuros propósitos. Nunca se había arredrado ante los matones de mirada torva que desenvainaban el acero y no le dejaban entrar hasta que daba razón de quién era y qué asuntos lo llevaban hasta allí. Fuerte como un buey y consumado espadachín, Groot temía a pocas personas en este mundo. No era un hombre valiente en el sentido general del término, puesto que para que exista valor hay que conocer el miedo. Su ausencia de temor iba unida a una carencia notable de imaginación. En muchos sentidos Groot era como una bestia, incapaz de prever más allá del día presente o de buscar más satisfacción que la de sus instintos inmediatos.
Vargas nunca le había preguntado a Groot qué había hecho para acabar en la cárcel de la que le había sacado. El flamenco se lo hubiese dicho encantado si no estuviese seguro de que su jefe conocía de sobra su historia, pues nunca daba un paso sin saber cuántas cucarachas se escondían debajo de la piedra que estaba a punto de pisar. Ésa era la razón por la que el capitán le rendía una obediencia ciega, pues si algo no le convenía a Groot era fijar su propio destino. Tenía sobradas pruebas de lo que ocurría si tomaba él las decisiones.
Se había criado en una granja a las afueras de Rotterdam, sin más compañía que las mieses ni más ocupación que afilar las hoces sobre la amoladera. Capturaba pequeños animales, como ratones y mapaches, y probaba sobre ellos los filos de las cuchillas, observándolos morir con expresión bovina y vacía, preguntándose qué se sentiría al clavar un hierro en una persona.
Su familia notó pronto que algo no marchaba bien en la cabeza del joven Erik. Aunque nunca lo dijesen abiertamente, el niño les daba miedo. Con doce años medía ya seis pies de alto y era capaz de levantar y colocar en su eje la rueda del molino cuando ésta se salía de su trayectoria. Sin saber muy bien cómo lidiar con él, procuraban mantenerlo lejos de los vecinos. A pesar de vivir a diez millas de la ciudad más grande de Flandes, el niño jamás había pisado sus calles.
Tenía trece años la tarde de agosto en la que se fugó de la granja y marchó camino de Rotterdam, llevándose sólo una hogaza de pan y dos libras de queso. Aparentaba cinco años más de los que tenía, por lo que no le fue difícil conseguir trabajo como estibador en el puerto, descargando fardos de lana que le doblaban en tamaño. Allí se codeó con criminales de todas clases y echó a andar por los caminos del vino y las prostitutas a la edad en la que muchos niños aún van a la escuela. Aprendió a luchar con sus enormes manos y le rompió el brazo cruelmente a un estibador al que condenó a la mendicidad, pero seguía sin ser capaz de llenar los abismos de su interior. En su fuero interno seguía deseando por encima de todo matar a otro ser humano.
Tenía dieciséis años cuando alguien le habló de las escuelas de esgrima que proliferaban en el centro de la ciudad. Ahorró algo de dinero para apuntarse a una de ellas, pero cuando acudió frente al maestro de armas éste quedó impresionado por el tremendo físico de Groot y se ofreció a darle clases gratis a cambio de pequeños trabajos en la escuela. En pocos meses se convirtió en un alumno aventajado, y en el plazo de un par de años era un esgrimidor famoso en todo Rotterdam. Lo que le faltaba en técnica lo suplía con creces con fiereza y brutalidad, hasta tal punto que nadie quería enfrentarse a él ni siquiera en un vulgar entrenamiento. Aquella etapa de fama culminó trágicamente cuando por fin vio cumplido su deseo. A pesar de que los duelos a muerte estaban prohibidos bajo pena capital, Groot consiguió provocar suficientemente a alguien como para desafiarle.
El cadáver del joven al que asesinó no había comenzado a enfriarse cuando Groot se unió a las levas del ejército del rey Felipe, evitando la justicia. La vida militar le constreñía, pero la guerra era el terreno natural para alguien como él, un mundo en el que las normas de Dios y de los hombres desaparecían. Lo que sus superiores tomaban por valentía lo acabó llevando hasta el rango de capitán, y después a la cárcel de la que lo rescató Vargas. Allí le habían encerrado cuando se supo que había acuchillado por la espalda a un capitán español por negarse a seguirle en una incursión nocturna. Encerrado en la prisión volvió a sentirse de nuevo tan roto y vacío como en la granja en la que había nacido. Cuando Vargas lo eligió para que entrase a su servicio lo tomó al principio como una salida temporal de la situación en la que se encontraba, pero pronto encontró que bajo la tutela del comerciante podía tener una vida regalada y dar de tanto en tanto rienda suelta a sus instintos depredadores. Vargas, por su parte, encontraba muy útil a un hombre sin moral ni miedo.
Sin embargo, el hombre con quien hoy iba a encontrarse le causaba temor incluso a Erik Van de Groot. Jamás lo había visto en persona, aunque habían hecho tratos en el pasado. Era extraño que saliese fuera de su Corte, y poca gente podría describirle con precisión.
Groot se acercó al mostrador y cambió unas palabras en voz baja con el tabernero. El hombre negó con la cabeza. El capitán arrojó un par de monedas de plata sobre la madera y el hombre volvió a negar, esta vez más despacio. Groot arrojó otras dos y el tabernero lo acompañó a una mesa libre. Le sirvió una jarra de vino y luego fue a hablar con los matones de la puerta. Uno de ellos abandonó el local.
Una hora y dos jarras de vino más tarde, una figura embozada apareció junto al capitán. La capa le cubría el rostro, dejando ver apenas dos ojos oscuros como pozos resecos.
—Buenas noches, capitán Groot —dijo con voz ronca.
El flamenco, que no había perdido la puerta de vista, se sorprendió. Aquel hombre parecía haber salido de la nada. El local debía de tener alguna entrada secreta, algo muy conveniente para que Monipodio pudiera rehuir a sus enemigos. O para deshacerse discretamente de un cadáver, llegado el caso.
—¿Con quién tengo el gusto de hablar? —dijo Groot, sospechando alguna trampa.
—Mi nombre ya lo sabéis —respondió Monipodio, apartando la capa y mostrando su rostro. Se sentó frente a Groot.
El tabernero sirvió más vino, que el hampón bebió despacio, observando a su interlocutor. El flamenco tamborileó con los dedos sobre la mesa, manteniendo la mirada de Monipodio con cierta dificultad. Al igual que dos lobos se cruzan en un calvero del bosque, desafiándose sin llegar a enseñar los dientes, ambos esperaron a que el otro hiciese el primer movimiento. Finalmente fue Groot quien no resistió el silencio.
—Celebro conoceros por fin.
—No acostumbro atender personalmente los asuntos que suele encargar vuestro señor Vargas, capitán.
—En este caso se trata de un negocio muy diferente —dijo Groot—. No hay que hacer desaparecer nada, sino de que algo que ha sido perdido aparezca.
—Mal asunto. Sevilla es una ciudad muy grande.
—Hagámosla más pequeña.
Groot metió la mano en el jubón y dejó caer sobre la mesa una bolsa de cuero tan apretada que las costuras estaban a punto de reventar. Monipodio la sopesó con cuidado en su enorme mano de uñas rotas y negras, y la volvió a colocar en el mismo sitio.
—Ahora tenéis mi atención plena, capitán.
—Esta tarde ha habido un robo en las Gradas de la catedral. Ha desaparecido un cartapacio de piel con importantes documentos.
Monipodio empujó la bolsa de vuelta hacia Groot.
—No ha sido ninguno de mis muchachos. Ellos saben muy bien con quién no hay que meterse. Lo siento pero no puedo ayudaros.
El hampón hizo ademán de levantarse, pero Groot le interrumpió.
—Un aprendiz de casa Malfini reveló a unos ladronzuelos que algo importante iba a cambiar de manos en las Gradas. Eran dos ratas callejeras, nadie importante. Al parecer sólo querían dinero. Despelotaron al aprendiz y éste corrió asustado hasta el hospicio donde se había criado.
«Mañana volverá al servicio de Malfini, y luego sufrirá un desgraciado accidente», pensó Groot, aunque no había necesidad de decirlo en voz alta. Monipodio sabía bien cuál era el destino que deparaba Vargas a los que le fallaban, pues en muchas ocasiones había contratado a sus matones para que entregasen varias cartas de finiquito.
—¿Pudo ver bien a los que le asaltaron?
—Dice que eran un muchacho y un enano.
Monipodio soltó una carcajada, riendo de algo que sólo él podía entender. Alargó el brazo hasta la bolsa y tiró de ella hacia sí.
—Es posible que pueda recuperar vuestro cartapacio, capitán. Estad aquí mañana a la misma hora.
—Hay algo más. Mi amo quiere que los responsables de este robo sean asesinados. De la manera más cruel posible.
El hampón meneó la cabeza, volviendo a aproximar la bolsa hacia Groot. Había olido la sangre en el agua y estaba dispuesto a devorar al capitán hasta el hueso.
—Por desgracia esos dos rufianes me deben dinero. Y esto no alcanza a cubrirlo.
—Poned vos mismo la cifra, entonces —dijo el capitán, arrepintiéndose enseguida de lo que acababa de decir.
—Trescientos escudos —respondió Monipodio, muy serio.
—¡Es demasiado! —se quejó Groot, asombrado ante la cantidad desproporcionada. Aquello era el equivalente al salario de un alguacil durante cinco años—. ¡Es diez veces la tarifa normal!
—Lo tomáis o lo dejáis. Trescientos.
El capitán tragó saliva, dudando durante unos instantes. Lo que le estaban pidiendo era el triple de lo que había sobre la mesa, que ya era de salida una oferta generosa para interesar personalmente a Monipodio. Vargas montaría en cólera cuando se lo contase. Pero al mismo tiempo su jefe le había dejado muy claro que no volviese sin aquel cartapacio ni las cabezas de todos los que hubiesen visto su contenido. Sin la ayuda del hampón sería imposible localizar a los autores del robo, que se esfumarían con las pruebas con las que pretendían chantajear al funcionario, causando la ruina total de Vargas. A Groot no le quedaba más remedio que tragarse el orgullo y aceptar.
Tartamudeó algo en flamenco. Como siempre que se encontraba nervioso, olvidaba el castellano.
—Perdonad, capitán, pero esa parla la entenderá vuestra santa madre, porque yo no —dijo Monipodio divertido.
—He dicho que está bien. Acepto.
Monipodio se levantó, tomando la bolsa. Se llevó la mano educadamente al ala del sombrero.
—Mañana por la noche esos dos estarán muertos, capitán.