XXIX

S

e llamaba Gabriel Soutiño, pero la chusma lo llamaba el Cuervo.

Nunca de frente, por supuesto. Un galeote jamás se dirigía a un cómitre por su nombre. Lo llamaban señoría, alzando los brazos con aquella falsa modestia que tanto le molestaba. Cuanto más respetuoso y adulador parecía uno de aquellos deshechos humanos, más dispuesto estaba a clavarte una astilla de madera en los riñones. Aquello ocurría con cierta frecuencia, pues todos los galeotes odiaban a muerte a sus cómitres, en los que concentraban toda su frustración e ira.

Gabriel amaba a todos y cada uno de sus galeotes.

Así había llegado a viejo en aquella profesión. No era lo que tenía en mente cuando se alistó en la Armada del Rey como grumete, veinticinco años atrás. Ahora tenía cuarenta y dos o cuarenta y tres, no estaba seguro, y había servido en once barcos hasta llegar a la San Telmo.

Comenzó baldeando cubiertas y remendando velas, como todos los marineros novatos. Le gustaba sentir el viento en el rostro y el sol en la espalda. Por eso sintió como un castigo lo que el capitán le ordenó el día que el cómitre enfermó de fiebres y diarrea.

—Tú, el gallego —lo había llamado, señalándole con el bastón dorado.

Gabriel acudió enseguida junto a la figura que aguardaba, erguida e impaciente en el castillo de proa. Vestido con calzas y jubón rojos, adornado con vistosos galones que colgaban en su pechera, su voluntad era igual a la de Dios o el rey. Rara vez hablaba a sus subordinados, pues todas las órdenes las daba a través del contramaestre.

—Excelencia —dijo Gabriel, inclinando la cabeza al llegar junto a él.

—¿Cuántos años llevas en la mar?

—Tres, su excelencia.

—¿Sabes manejar un tambor?

—Sí… sí, su excelencia.

—Veremos qué tal se te da.

Aquello no era un honor, sino lo contrario. El de cómitre era un trabajo desagradable, sucio y peligroso, que nadie más entre los marineros quería hacer. Tenías que pasar horas y horas en la pestilente bajocubierta, soportando el calor y empuñando el rebenque para maltratar a otros seres humanos. Gabriel sintió que el mundo se le venía encima.

Dos días después, Gabriel había olvidado los motivos por los que se alistó. Ni las mujeres, a las que no encontraba atractivas, ni el oro, ni el juego, ni el vino ni la gloria. Mientras marcaba con su voz aterciopelada el ritmo de los remeros, había encontrado su auténtica vocación. Rezó por que el cómitre oficial no saliese de las fiebres, e incluso le llevó un poco de vino con un par de cucharadas de mercurio para cerciorarse.

El Cuervo se consideraba la persona más importante de la flota del rey Felipe. Cierto, el capitán ordenaba las maniobras y el monarca dictaba los destinos. Pero en última instancia, quien controlaba la velocidad del barco era él. A él correspondía el éxito de un ataque, el alivio de esquivar una abordada. A él, quien ojo avizor paseaba por la crujía, atento al más mínimo fallo. La estrecha pasarela que separaba ambas bancadas era una trampa mortal. Cualquier paso en falso, cualquier resbalón, cualquier golpe de mar que le hiciera perder el equilibrio y caer en una de las bancadas, en mitad de la chusma… y ya podía despedirse para siempre.

Ellos le esperaban, vaya si lo hacían. Escondían sus astillas afiladas bajo el cuero que protegía los bancos, en los hatos de ropa, incluso en el culo. Cada dos o tres días había que registrarlos para quitarles aquellos pedazos de madera que arrancaban con las uñas del propio costado del buque o de la tablazón del suelo, o que les pasaban los buenas boyas cuando volvían de cubierta. Los frotaban contra el borde de sus propios grilletes por la noche, hasta conseguir una punta de seis o siete dedos de longitud. Suficiente para abrirte la garganta o perforarte los riñones en menos tiempo que se tarda en decir «Amén Jesús».

Pero no eran ésos los únicos peligros. Los hijos de la gran puta no necesitaban un pincho para joderte, no señor. Podían ahogarte con las cadenas, o pasarte de mano en mano hacia la popa del buque, dándote mordiscos por el camino. A la altura del mástil ya estabas muerto, sobre todo si los primeros bocados te agarraban el cuello o los sobacos.

De madrugada, cuando todos dormían, Gabriel se acariciaba despacio las cicatrices del costado. Él se había caído tres veces, tan sólo tres veces en dos décadas. De la primera guardaba dos hermosas rayas blancas sobre el costillar, recuerdo de un pincho que había tropezado en su caja torácica. La segunda se había llevado varios bocados en un brazo, y se las había visto muy crudas. Enfermó durante semanas, en mitad de una escaramuza con los turcos que lo tuvo dando bandazos en su camastro de proa día sí día también. El médico de a bordo le dijo por todo consuelo que las mordeduras de hombre mataban más que las de perro o de serpiente, y que se fuera preparando. El brazo se le hinchó y se le puso morado, pero sobrevivió.

Los capitanes de las galeras nunca castigaban a un galeote que atacaba a su cómitre, a no ser que éste muriese, en cuyo caso lo habitual era colgar al responsable del palo mayor. Si eran tres o más, comenzaba la lotería. No era posible ajusticiar a muchos galeotes, porque entonces el barco perdería su operatividad. Costaba mucho conseguir galeotes en condiciones, y los jueces tenían que bajar cada vez más el listón para enviar nueva chusma. Uno de los que le había mordido estaba allí por robar medio saco de trigo para alimentar a su familia.

Estar en galeras era peor que la muerte, y los galeotes lo sabían, al igual que sabían que si le atacaban en número suficiente tenían muchas probabilidades de librarse. Por eso los cómitres solían durar poco en el cargo, y por eso los capitanes nunca se encargaban de castigar a quienes los agredían. Dejaban ese cometido al interesado, con la especial recomendación de que procurase no averiarlos mucho.

Gabriel había tenido semanas para pensar en un castigo apropiado.

Cuando tuvo fuerzas suficientes, mandó colocar un fogón en mitad de la crujía. Atravesó una barra de hierro en mitad de las brasas, y observó cómo el terror se iba abriendo paso en las caras de los galeotes. Mandó a un par de soldados que sujetasen fuerte a los tres que le habían mordido. Despacio, muy despacio, tomó el hierro y lo levantó para que todos lo viesen. La punta era de un blanco sucio y refulgente. Lo acercó a los ojos de los culpables, sin llegar a tocar su piel. Aunque cerraron los párpados, las córneas se abrasaron en pocos minutos.

—Así seguiréis bogando —dijo con voz suave cuando los aullidos de dolor se convirtieron en llantos apagados—. El próximo os lo colocaré entre las piernas.

La tercera vez que se cayó nadie le puso una mano encima.

Había perfeccionado un método a lo largo de los años.

El primer día que llegaban galeotes nuevos los recibía con la bajocubierta en completa oscuridad. Bajaban la escalera como reos. Sobre la plataforma del cómitre les rapaba el pelo al cero, para evitar los piojos y para que les reconociesen si alguno de esos cabrones conseguía escapar. Las ordenanzas obligaban a dejarles a los moros un mechón de pelo en lo alto de la frente, lo cual al Cuervo le parecía una idea fantástica. No porque le importase una mierda que Alá se llevase a los fieles agarrándoles del pelo al paraíso cuando morían, sino porque aquello le ofrecía muchas posibilidades.

Podía cortárselo de una simple cuchillada cuando se portaban mal o cuando se enfrentaban a una galera turca. Aquello les ponía especialmente frenéticos, puesto que aquellos cerdos vivían con la esperanza de que sus correligionarios derrotasen al barco en donde se hallaban prisioneros y les liberasen. En la penumbra, cuando los suyos atacasen, nadie les reconocería sin aquellos mechones, e irían derechitos al infierno o como se llamase lo que aquellos infieles tuvieran.

O podía tirarles del mechón muy fuerte cuando vagueaban, y hablarles muy suave y despacio, para que le confundiesen con Dios.

Eso era lo que más amaba el Cuervo de su trabajo. Tener absoluto control sobre más de doscientos forzados, que se movían al único ritmo de su voz. Nada de estúpidos tambores o trompetas, de los que se había aburrido enseguida y a los que sólo recurría si la garganta no le respondía.

Cuando los había rapado, les mandaba levantar una enorme piedra y sostenerla tanto tiempo como pudiesen. Aquello le daba una idea de su fortaleza, algo decisivo antes de asignar tanto la hilera como la posición a un galeote. De los cinco que debía haber por banco, la primera posición era la más importante. Se llamaba bogavante, y tenía que ser un hombre de gran fuerza y habilidad, pues era el que manejaba la posición del remo y cargaba con mayor peso. A su lado estaba el apostís, que bastaba con que fuese fuerte. El tercerol era la posición más cómoda, pues no soportaba el esfuerzo de los dos primeros ni tenía que agacharse tanto como el cuarterol y el quinterol, más pegados al costado del buque.

Pero no era ése el motivo por el que les mandaba cargar con la piedra. Lo de menos era cuánto aguantaban o la fuerza que tenían, pues o bien echaban músculo a fuerza de remo o reventaban y los cambiaban por otros. No, el Cuervo quería mirarles a los ojos mientras la sostenían, pues con el paso del tiempo había aprendido a leer en sus almas durante aquel momento de prueba. Los había endebles, matones de tres al cuarto de anchas espaldas que se desinflaban a la mitad de una buena remada. Ésos le echaban miradas de cordero degollado, y el Cuervo sabía que no durarían demasiado.

Y los había que suplicaban de palabra, como aquel muchacho escuálido de ojos verdes que había llegado en la última remesa de galeotes. Iba a colocarle de cuarterol o quinterol, pues tenía los brazos demasiado delgados. Era poco más que un niño, aunque había algo distinto en él. Había pedido por favor, pero las palabras habían nacido en sus labios, no en su corazón. Tenía acero en la voz mientras pedía. Le había hecho empezar otra vez la cuenta, y aun así había resistido el doble.

El Cuervo le había amado por eso. Aquél sería un buen engranaje para su máquina.

Después de cortarles el pelo y evaluarles, el cómitre los mandaba a su banco, donde tenían que esperar, en completo silencio, a que todos los reemplazos estuviesen procesados y encadenados. El Cuervo sabía que en aquellos momentos, mientras la incertidumbre calaba en sus almas, creaban la atmósfera ideal para su discurso de bienvenida. Siempre se demoraba un poco antes de comenzar, paladeando la reacción que se produciría en sus caras cuando gritaba…