XXIV

S

i el Arenal de Sevilla era el lugar de comercio más importante de la cristiandad y la plaza de San Francisco era el centro neurálgico de la ciudad, las Gradas de la catedral eran el epicentro del mundo. Sobre aquellos escalones se tomaban las más importantes decisiones, se cambiaban chismes y se cerraban acuerdos. Nobles, mercaderes, diplomáticos y espías de la Corona rotaban sobre sus posiciones en un baile de poder que tenía sus propias reglas.

Aquellos que llevaban noticias para sus amos se dirigían directamente a ellos, como lobos en un bosque humano. Los mensajeros solían ser habituales, así que todos los que se congregaban en las Gradas sabían quién acababa de recibir información privilegiada.

Aquellos que pretendían escuchar un cotilleo, acercarse a un hombre poderoso o simplemente solicitar un favor, se colocaban en la parte baja y volvían de tanto en tanto la mirada hacia el objeto de su interés. Si el poderoso consideraba oportuno recibirlos hacía un gesto con la mano o bien le indicaba a un asistente que le llamase.

Y finalmente, aquellos que regían el destino de España y de las Indias se colocaban sobre los escalones, tanto más alto cuanto más importante fuese su posición. Para hablar con otro de sus semejantes caminaban hacia ellos como los dueños del lugar, que es lo que realmente eran. Sobre sus cabezas, un impresionante bajorrelieve del pasaje evangélico en el que Cristo echaba a los mercaderes del templo se encontraba sobre los muros de la catedral. La ironía no pasaba desapercibida a aquellos que sólo tenían por encima al rey, a quien consideraban un mero obstáculo en sus carreras.

Vargas se situaba en el penúltimo peldaño de las Gradas. Él no era más que un comerciante, por lo que a pesar de ser uno de los más ricos de Sevilla no podía ocupar el más alto de los peldaños, como sí hacían otros hombres de negocios menos importantes que tenían la nobleza por derecho de sangre o por haberla adquirido. En Andalucía había menos nobleza de cuna que en el resto de España, rica en hidalgos pobres. Los que ostentaban un título nobiliario en Andalucía solían tener grandes ingresos provenientes de sus tierras, una situación económica que se iba degradando progresivamente. Para ellos trabajar estaba vetado socialmente, y sólo algunos de entre los nobles se rebajaban a hacer negocios. Por contra, aquellos que como Vargas tenían un origen plebeyo y habían hecho fortuna, aspiraban a adquirir marquesados o baronías que elevasen sus apellidos.

El comerciante no era menos modesto que ellos en sus aspiraciones. Su difunta mujer siempre le había incitado a comprar un título de cualquier clase, pero Vargas se había resistido. Él sería duque o no sería nada, tal y como había jurado sobre el cuerpo de su hermano muerto cuatro décadas atrás.

«Mira cómo se pavonean Mendoza, De las Heras y Taboada. El año próximo estaréis aquí abajo, alzando la vista hacia mí —pensaba Vargas—. Si no se me hubieran hundido los barcos…».

Los últimos reveses en su fortuna le habían alejado de una gloria que esperaba conquistar pronto. Pero para ello el complot que había trazado cuidadosamente con Malfini debía salir bien, o de lo contrario todo su imperio se derrumbaría. Por eso estaba aquella mañana sobre las Gradas, apoyado en un bastón que ahora, igual que el dolor del pie, era su compañero vitalicio.

Mientras escuchaba sólo a medias a un sedero de Flandes, que hablaba de un anormal aumento en la demanda de tinturas, Vargas escrutaba la multitud en busca de Malfini.

«¿Dónde diablos se habrá metido ese gordo genovés? Hace un rato que debería haber llegado».

—¿Os encontráis bien, mi señor? Os noto un tanto ausente esta tarde —dijo el sedero.

—Estoy perfectamente, maese Van der Berg. Continuad, os lo ruego.

—¿Vuelve a daros problemas esa pierna vuestra?

Una veintena de pasos hacia su derecha, Vargas reconoció al funcionario de la Casa de la Contratación. Era un hombre pálido, bajo y menudo. Estaba en un corrillo en la zona baja de las Gradas, y llevaba un bonete tocado con una pluma azul, tal y como habían convenido. Comenzaba a dar muestras de impaciencia y a pesar del frío no paraba de secarse el sudor de la frente con un pañuelo.

«Maldito Malfini, emperrado en hacer el intercambio a plena vista. “Así no habrá riesgo de que ese desgraciado nos tienda una trampa, y será menos sospechoso”, decía. Excepto si ese cobarde sarasa se pone nervioso en mitad de la operación», pensó Vargas mordiéndose el labio inferior. La lógica retorcida del banquero, tan brillante el día anterior, ahora le parecía una completa locura.

—Gracias por preguntar, viejo amigo. La pierna va mejor. Habladme, por favor, de esos nuevos tonos de rojo que dicen habéis logrado en vuestros talleres.

El sedero arrancó una feliz perorata a la que Vargas no hizo ningún caso. Seguía escrutando la muchedumbre en busca de su socio. No pudo contener un suspiro de alivio cuando vio aparecer a Malfini, acompañado por uno de los guardias del banco. En la mano llevaba un delgado cartapacio de piel. El genovés hizo un gesto a su acompañante para que se lo guardase mientras se sumergía entre la multitud.

Vargas iba a volverse hacia el sedero cuando una cara que nunca había visto surgió a un par de metros de Malfini. Era un joven delgado, vestido con el clásico atuendo negro de los aprendices y pasantes en los bancos y casas de cuentas. No le hubiera llamado la atención de no ser porque al volverse Malfini hacia el funcionario de la Casa, el joven miró brevemente en su dirección. La intensidad de aquellos ojos le dejó helado. Él había visto antes aquella mirada en su propio rostro. Eran los ojos de un depredador.

«Algo va mal».

Malfini estaba a sólo un par de pasos del funcionario de la Casa cuando tropezó y cayó al suelo con toda su gordura. Hubo un revuelo mientras una veintena de manos se prestaron a ayudar al veneciano, que aullaba de dolor como si hubiera caído sobre brasas ardientes en lugar de baldosas. Pero a Vargas todo aquello no le importó. Él observaba al joven aprendiz, que se agachó también para ayudar al genovés.

Luego, desapareció.

Vargas renqueó hacia adelante arrollando al sedero en su camino, pero ya era demasiado tarde. No había llegado aún hasta Malfini cuando los gritos de éste le anunciaron que le habían robado.