XXIII

B

artolo y Sancho meditaron durante largas horas cómo reunir el dinero que les exigía Monipodio. Aquellos trescientos escudos eran el equivalente a cinco años de salario de cualquier trabajador, y no era una suma que pudiesen obtener con facilidad.

—Yo tengo veinte escudos en mi escondite del refugio —le dijo Sancho a su maestro.

—Guárdatelos, muchacho. Algo se nos ocurrirá —respondió Bartolo, masajeándose las sienes—. A menos que…

—¿Qué pasa?

—Estaba pensando que hay una timba en la calle de los Remedios donde no suelen ir muchos tahúres. Con unas cuantas manos afortunadas…

—Por tu madre, Bartolo —estalló Sancho—. Te voy a ayudar, pero sólo si me juras que no vuelves a tocar un naipe en tu vida.

—¡Está bien, está bien! No hay necesidad de ponerse así —dijo Bartolo, resentido.

Salieron a patear las calles, pero ninguno de sus trucos habituales sería suficientemente provechoso. Además, los marineros provenientes de las Indias hacía tiempo que habían malgastado sus salarios en putas del Compás y vino aguado. En pleno invierno sevillano, el viento aullaba en los aleros de los edificios y pocos viandantes se exponían al frío. Bien arrebujados en sus capas incluso cuando iban a los mercados, ponían las cosas difíciles a los más expertos cortadores de bolsas. De no haber perdido todo lo que habían ganado en los meses anteriores, Sancho y Bartolo podrían haber tenido un invierno regalado, asando castañas y pollos en el refugio y dedicándose a tallar madera, una de las grandes pasiones del enano a la que Sancho comenzaba a cogerle el gusto. Por desgracia en aquel momento sus opciones eran muy limitadas.

Las horas pasaban y la solución no llegaba. De no haberse producido un encuentro inesperado mientras brujuleaban por el barrio de Triana, el destino de ambos hubiera sido muy distinto al que finalmente fue.

Al torcer una esquina, Sancho se tropezó con un fraile que parecía llevar prisa. Iba a excusarse y continuar cuando el otro le habló.

—Vaya, así que volvemos a vernos, Sancho.

El joven volvió el rostro y reconoció de inmediato a su antiguo maestro. Contuvo la respiración durante un segundo, sintiendo a la vez alegría por ver de nuevo al fraile al que tanto se había esforzado por agradar en su día e irritación por encontrarse de nuevo con quien consideraba responsable de todos sus males.

—Fray Lorenzo —dijo muy seco.

El religioso estaba aún más delgado de lo que era en él habitual. Ya fuera porque Sancho había crecido una cuarta desde la última vez que se vieron, ya porque el joven había vivido mucho en esos meses, fray Lorenzo le pareció mucho menos imponente. Tenía los dedos comidos por los sabañones y del hombro le colgaba medio vacío el saco de las limosnas.

—Me dio mucha pena que no fueras capaz de completar el período de prueba en casa de Castro —le recriminó el fraile.

—Ese animal trataba mejor a los perros que a las personas.

Fray Lorenzo meneó la cabeza sin comprender.

—Hemos venido a esta tierra a trabajar y realizar la voluntad de Dios.

—Dudo que la voluntad de Dios implique recibir palizas constantes.

—Siempre fuiste un rebelde, Sancho. Y por lo que veo ahora andas en peores compañías —dijo el fraile señalando a Bartolo, que contemplaba la escena divertido—. ¿Qué diablo te entró en el cuerpo para mezclarte con pícaros y ladrones?

—Para vos todo es cuestión de blanco y negro —contestó Sancho casi chillando—. No veis más allá de vuestras narices.

—He de continuar recogiendo comida para los huérfanos. ¿Quieres contribuir a la casa que te crio cuando lo necesitabas? —respondió fray Lorenzo abriendo el saco.

Sancho lo miró fijamente, apretando los dientes. Le parecía injusto que el fraile le pusiera en aquella tesitura.

—Tomad, hermano. Seguro que a los niños no les importa que la limosna venga de un pícaro y un ladrón —interrumpió Bartolo echando un par de reales en la bolsa.

—A veces Dios nos lleva por caminos misteriosos —replicó el fraile, cargando de nuevo el saco al hombro—. Veo que acerté recomendando a Ignacio para el trabajo en casa de los Malfini en lugar de a ti. Tú nunca pisarás las Indias, ni serás nada en la vida, más que un perro callejero.

Desapareció calle abajo, dejando a Sancho hirviendo de furia. Se le agolparon un montón de réplicas en los labios, aunque ya era tarde para soltarlas. Necesitaba demostrarle a fray Lorenzo lo equivocado que estaba acerca de él.

—¿Estás bien, muchacho? —preguntó Bartolo, tocándole el hombro.

—Mejor que bien —respondió el joven, con los dientes apretados y un brillo extraño en la mirada—. De hecho, he tenido una idea para salvarnos de Monipodio.

La casa era grande y lujosa, aunque no en exceso, pues el del genovés era un banco mediano en comparación con muchos otros que operaban en Sevilla. Había hecho su fortuna con pocos clientes de reconocida solvencia. Poco riesgo, beneficios constantes y una posición sólida eran las normas de Malfini, quien no tenía en la vida más objetivos que atiborrarse de comida y encargar pinturas de ninfas desnudas a los artistas de su tierra natal. Sin embargo, en los últimos tiempos la concentración de operaciones de Vargas habían llevado al banco a un punto muy peligroso.

Nada de esto sabían Bartolo y Sancho cuando al alba del jueves comenzaron a acechar frente al edificio de Malfini, y tampoco les importaba. Lo único en lo que pensaban era en utilizar el conocimiento de Sancho para obtener el dinero que necesitaban.

—¿Crees que te acordarás de ese Ignacio? —dijo Bartolo, dando patadas en el empedrado para evitar que se le congelaran los dedos de los pies—. Los chicos de tu edad cambian muy deprisa.

—Tenía cara de rata —respondió Sancho, amargado.

El rocío los había calado, y ambos estaban incómodos y apestaban a lana mojada. Sancho habría querido acercarse a alguna taberna a por un vaso de vino, pero tenía miedo de que su antiguo compañero del hospicio apareciese en ese momento. Tampoco confiaba en que el enano volviese de la taberna si le dejaba ir a él, pues bastante le había costado arrastrarle hasta allí en primer lugar.

—Todo esto no tendrá algo que ver con ese fraile cadavérico… —preguntó Bartolo por enésima vez.

Sancho no respondió. Por supuesto que tenía que ver. Estaba harto de ser una víctima en manos de los designios de otros. Los que querían que te plegases a su voluntad y a los mandatos de un Dios que acumulaba cadáveres en el jardín del orfanato. Los que querían que sirvieses como alivio de sus frustraciones, como criado por unas migajas. Los que querían que sirvieses como parte del pago por unas apuestas que tú no habías hecho.

Sintió odio por todos ellos, incluso por Bartolo. El enano era lo más parecido a un padre que había tenido. Le había tratado con cariño pero había acabado usando sus sentimientos contra él, utilizándole, igual que los demás.

—Hoy conseguiremos el dinero, Bartolo. Y luego me iré de Sevilla para siempre —dijo Sancho mirando al frente.

Sintió los ojos del enano clavados en su nuca.

—¿Es así como lo quieres?

Sancho asintió despacio.

—Subiré a uno de los galeones, de polizón si hace falta. Volaré a la otra punta del mundo.

—¿Por qué viniste a mí, entonces? ¿Para qué he perdido el tiempo enseñándote? —dijo el enano con la voz temblorosa.

—Porque no tenía otro sitio adonde ir. Porque una vez un poeta inglés borracho me dijo que un ladrón podría ser un héroe.

Comenzó a llover, y durante un rato el ruido de las gotas sobre los tejados fue todo lo que se oyó en la calle solitaria.

—Tenías razón, Sancho —dijo Bartolo, señalando hacia el fondo de la calle, por la que una figura llegaba con los hombros encogidos para resguardarse de la lluvia—. Tiene cara de rata.

Cuando Ignacio, el huérfano que había ocupado el lugar de Sancho en Casa Malfini salió del banco unas horas más tarde para cumplir un encargo de su jefe, no advirtió que dos sigilosas figuras lo seguían de cerca. Mientras se mantuvo en las calles principales no tuvo problemas, pero en el momento en que atajó por el desierto callejón del Ánima, un par de manos lo agarraron y lo arrojaron al suelo. Intentó luchar, propinando una patada a ciegas que impactó en la pierna de Sancho. El joven ignoró el dolor y le soltó un puñetazo en la boca a Ignacio, poniendo en él toda su alma.

—¿Qué queréis? —farfulló Ignacio, muy asustado—. ¡No tengo dinero!

Sancho lo agarró por la pechera y lo alzó. De un empujón lo lanzó contra la pared. El otro era un poco más alto que él y sus mejillas rollizas indicaban que había estado alimentándose bien, pero carecía de la fuerza y la determinación de Sancho. Éste puso su cara muy cerca de la de su antiguo compañero.

—Mírame bien, Ignacio. ¿Me recuerdas?

El aprendiz de Malfini no le reconoció al principio, hasta que se fijó en los inconfundibles ojos verdes de su atacante.

—¡Sancho! Pero tú estabas…

—¡Chist! Mira hacia abajo.

Ignacio bajó la vista. Bartolo estaba apretando el afiladísimo cuchillito que usaba para cortar bolsas contra su entrepierna.

—¡No tengo dinero!

—Pero sabes dónde hay. Queremos que nos digas cómo llegar a él.

—¡No!

Ignacio intentó zafarse, pero se quedó muy quieto cuando el cuchillo rasgó la tela de sus pantalones. Tenía los ojos y la boca muy abiertos, y luchaba por respirar.

—Yo que tú tendría cuidado, Ignacio. Esa hoja puede cortar los cueros más duros como si fueran manteca.

—¡No lo entendéis! —dijo el otro, desesperado—. Malfini no guarda apenas oro, todo es cuestión de papeles que van y vienen. Nunca hay más de mil o dos mil escudos en la casa.

—Con eso nos apañaríamos —dijo Bartolo, haciendo un movimiento ascendente con el cuchillo. La tela se rasgó un poco más.

—¡Nunca podréis entrar! Hay dos guardias dentro siempre, y la principal es la única puerta de la casa.

Por un momento Sancho sintió una oleada de amargura. Aquélla era su última oportunidad, la manera de salvar a Bartolo y al mismo tiempo escupir en la cara de todos los poderosos. ¿Por qué diablos no se le ocurría una solución?

—El dinero entra —dijo Sancho, de golpe—. Así que también tiene que salir.

—Sé que hoy habrá un envío importante, ¡pero no puedo deciros nada! Perderé mi puesto…

Hubo más presión bajo la cintura del aprendiz, que se retorció de miedo. Sancho se sintió culpable por lo que estaba haciendo, pero intentó dominarse para que el otro no lo notase.

—¿Quieres ser padre algún día, Ignacio?

—Está bien, está bien —respondió el chico, llorando—. Os lo diré si prometéis no hacerme nada.

—Habla.

—Mi señor tiene que verse hoy con alguien en las Gradas, un funcionario de la Casa de la Contratación. Va a llevarle una cartera. No sé lo que es, pero le oí hablar con otro empleado del banco. Decía que lo que hay dentro vale una fortuna.

Sancho aflojó un tanto la presión sobre el pecho del aprendiz y lo miró de pies a cabeza. Acababa de discurrir un arriesgado plan.

—Muy bien, Ignacio. Ahora quítate la ropa.