XXII

C

lara bajó a la cocina, restregándose las manos con un paño para eliminar los restos del ungüento que le aplicaba a Vargas cada día. Cuando Monardes le había dado la receta original, la mezcla apestaba, y la esclava no podía sacarse el olor de encima. Por las noches era aún peor, ya que a Clara le gustaba dormir apoyando ambas manos debajo de la cara, y con aquel hedor le costaba mucho conciliar el sueño, a pesar de lo derrotada que acababa siempre cada jornada. Le había pedido una y otra vez a Monardes que le permitiese utilizar salvia y menta para camuflar el mal olor.

—Un remedio no tiene que oler bien. Tiene que curar —había protestado el médico.

—Pero los pacientes perciben el olor también, maestro, y un olor agradable puede ayudarles a sentirse bien y recuperarse mejor —repuso Clara, intentando sonar humilde.

El médico había refunfuñado algo ininteligible al oír aquello, y la había mirado de manera extraña, pero le dio permiso. La joven se sintió muy orgullosa cuando descubrió que Monardes añadía a escondidas un poco de romero a una infusión para la tos particularmente maloliente. El romero no estaba en la receta original —Clara lo comprobó dos veces— y sin duda hacía el bebedizo más soportable. El hecho de que el médico hubiese considerado buena su idea, aunque lo hubiese hecho sin decirle nada, le supuso una gran satisfacción.

Llegó hasta la planta baja, apresurada. Tenía que hallarse en casa de su maestro al cabo de pocos minutos, pero quería comer algo antes de marcharse, puesto que Monardes siempre le adjudicaba un montón de tareas nada más aparecer ella por la puerta.

La zona de servicio de la casa se hallaba al otro lado del lujoso patio central, que a esa hora tan temprana aparecía gris y difuso. Cuando el amanecer rompiese por encima del tejado, las flores del jardín tomarían el protagonismo, que ahora correspondía al solitario borboteo de la fuente. Uno de los perros que dormían bajo la arcada alzó temeroso la cabeza, temiendo tal vez que se tratase de Vargas —quien no podía soportar que se le acercasen los animales— o de Groot, quien disfrutaba pateándolos. Al ver a Clara, el perro corrió a su alrededor alborozado.

—Quieto, Breo, tranquilo. ¡Perro bueno! —dijo Clara, acariciando la cabeza del animal, que le lamió la mano. Lamentó no llevar algún trozo de pan u otro resto de comida para darle, pues desde que pasaba todo el día en casa de Monardes el pobre Breo no tenía a nadie que lo alimentase bien, y estaba en los huesos. Tenía que conseguir algo en la cocina cuando terminase su desayuno.

Entró en la zona de los criados, que era un grupo de habitaciones con una decoración mucho más austera. Varios de ellos se afanaban en sus tareas del día, y Clara los fue saludando con una inclinación de cabeza según se cruzaban. Casi todos le contestaron con una sonrisa, pues a diferencia de la vieja Catalina, la joven Clara era amable y atenta. Al final del estrecho pasillo estaba la enorme cocina, donde el ama de llaves estaba dando instrucciones al cocinero. Se alegró de que estuviese ocupada, pues de esa forma no la tomaría con ella, y lo que estaba haciendo le llevaría un rato. Había que preparar la comida del señor, que solía consistir en varios platos de pescado y carne, de los que Vargas solía picotear con desgana. Siempre se preparaba comida para varias personas, por si el señor recibía a alguien. Esas ocasiones eran raras, pues al comerciante no le gustaba hacer negocios durante el almuerzo.

Clara tomó un poco de leche de un enorme cazo que había sobre una mesa. Aún estaba caliente, así que el lechero que los surtía en días alternos debía de acabar de ordeñarla. La joven se relamió los labios, pues adoraba el sabor fuerte y dulce de la leche recién ordeñada. Cortó una gruesa rebanada de pan e intentó escurrirse hacia la salida aprovechando que su madre seguía enfrascada en sus asuntos, pero una voz la detuvo antes de que pudiera escapar.

—Clara, ven. Necesito tu ayuda.

Abrió la puerta al fondo de la cocina y descendió la escalera que conducía a la bodega. La joven siguió a su madre intentando no poner cara de fastidio. Aunque ella teóricamente no tenía obligación de realizar tareas en aquella casa más allá de procurar cuidados a Vargas, la realidad era bien distinta. Catalina no perdía ocasión de encargarle cosas, y nunca le quitaba el ojo de encima. Había insistido en que al regresar de casa del médico se presentase inmediatamente ante ella, e incluso le había prohibido ir a la biblioteca. Esto último Clara no lo había lamentado del todo, puesto que desde que leía los numerosos libros de Monardes las novelas de caballería le parecían fantasías infantiles. Lo que realmente le molestaba era el control asfixiante al que la sometía.

—¿Deseáis que os traiga algo del mercado? Hoy no tendré mucho tiempo, pero podría intentar hacer un hueco antes de…

—Calla y escúchame. Te he llamado para prevenirte.

—¿Prevenirme? ¿Qué sucede?

—El amo te desea.

Clara la miró, molesta. Aquí venía. Había estado temiendo que su madre sacase a colación aquel tema desde lo sucedido en el mercado.

—¿Ya estáis otra vez con eso? Ya os he dicho que nunca me ha puesto la mano encima ni creo que vaya a hacerlo. Sería un pecado muy grande.

—Hija mía, sabrás mucho de pócimas pero no tienes ni idea de hombres —dijo Catalina, apretando los dientes con desprecio—. ¿Acaso no sabes que si el señor te viola y te preña no comete ningún pecado? Los curas miran para otro lado, porque los esclavos somos animales. ¡Para ellos violar a una esclava es como cubrir a las yeguas o a las cerdas para aumentar su hacienda! Porque el fruto de esa unión es otro esclavo para limpiar su mierda y…

La vieja esclava se interrumpió de pronto, y Clara sintió un estremecimiento interior. Había algo extraño en la mirada de su madre, que refulgió a la luz del candil con el que habían bajado a la bodega. De pronto supo la verdad con meridiana certeza, y todo encajó en su sitio.

—Es mi padre, ¿verdad?

Catalina no contestó. No era necesario.

—No puedo creerlo, madre. ¿Por qué no me habéis dicho la verdad en todo este tiempo? ¿Con todas las veces que os lo he preguntado?

Su madre se echó hacia atrás, y por un instante lo único que iluminó el candil fue la horrenda cicatriz que ella lucía en el rostro. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro grave y ronco.

—Al otro lado del mundo yo era la esposa de un rey. Los españoles lo mataron y me trajeron encadenada a este infierno seco y maloliente. Me obligaron a aprender su bárbara lengua, me hicieron adorar a unas figuras de madera tan ridículas como ellos. Yo no tenía nada, y era menos que nada. Tuve que luchar para sobrevivir.

—¿Cómo? ¿Seduciendo al amo?

—Le dejé creer que era él quien me poseía por la fuerza, pero era yo quien le dominaba a él. Luego llegaste tú.

Clara no podía ocultar su desprecio.

—Y os hizo ama de llaves. El mejor puesto de la casa. Desde luego conseguisteis vuestro propósito, madre.

—¡No te atrevas a juzgarme! —dijo Catalina alzando un dedo—. ¿Sabes cuántos niños mueren de hambre en esta ciudad? ¡Hice lo que tenía que hacer para protegerte! Para protegernos.

Por un instante, la enormidad de lo que estaba escuchando dejó a Clara sin respiración. Tuvo que hacer un esfuerzo por contenerse mientras intentaba asimilar todo aquello. Sintió que todo lo que sabía, todo lo que había creído hasta aquel instante no era más que una farsa salida de una novela de caballerías. Quería entender a su madre, las terribles dificultades por las que había pasado, pero en aquel momento sólo sentía rabia.

—Me utilizasteis para mejorar vuestra posición. Toda mi vida es una mentira.

—Basta ya, Clara. No me faltes al respeto. De cualquier forma no estamos aquí por eso.

—¿Él sabe que es mi padre?

—Por supuesto que sí.

—Entonces, ¿cómo podría hacerme nada?

Catalina escupió en el suelo e hizo una cruz con el pie sobre el escupitajo, un medio de protegerse contra el mal de ojo que Clara había visto realizar en ocasiones por las calles.

—¿Crees que le importa eso? —bufó la vieja esclava—. ¿A él? Hija, eres realmente más estúpida de lo que creía. No sabes aún qué clase de monstruo es el dueño de tu vida. Y si no actúo cuanto antes sin duda lo descubrirás.

Rodeando a su hija, se acercó hasta la escalera que ascendía de vuelta a la cocina y dio tres golpes sobre uno de los travesaños. La puerta se abrió y alguien comenzó a bajar.

—¿Qué es lo que vais a hacer?

Asustada, la joven se asomó para averiguar quién venía, y al ver unos pies masculinos intentó subir, pero Catalina le tiró del vestido, reteniéndola.

—Es por tu propio bien, Clara. Algún día me lo agradecerás.

El hueco de la escalera quedó completamente bloqueado por el cuerpo de Braulio, uno de los criados con los que Clara tenía peor relación, un hombre hosco y malencarado que se encargaba de los caballos y de la leña. Braulio se abalanzó sobre ella, rodeándole el cuerpo con los brazos y arrojándola al suelo. Clara luchó por levantarse, pero el peso del cuerpo del criado era demasiado para ella. Con gran esfuerzo consiguió liberar un brazo y golpearle en el cuello. El hombre hizo una mueca de dolor, pero no la soltó. Levantó la mano, callosa y llena de grietas, y le golpeó en la cara. Clara soltó un grito mezcla de pánico y dolor.

—¡Ten más cuidado! —gritó el ama de llaves.

—No para de moverse —gruñó el criado, consiguiendo agarrar de nuevo los brazos de la joven.

—Dale la vuelta. Ponla boca abajo.

El criado la tomó por los hombros y le obligó a darse la vuelta, dejando a Clara aún más indefensa. Su madre se agachó junto a ella y sacó un cuchillo que llevaba escondido en la espalda. Al verlo, Clara se quedó helada. Aquello no podía ser real. Su madre era un ser frío y dominante, pero ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado que pudiese hacerle algo así.

—Shhh. Quieta —dijo aproximando el cuchillo a la cara de Clara. Estaba muy afilado, y la hoja desprendía un leve olor metálico y aceitoso.

La vieja ama de llaves se arrodilló en el suelo y agarró fuerte el pelo de su hija, echándole la cabeza hacia atrás. Clara sintió cómo su cuello se estiraba, desprotegido, y por un momento creyó que su madre la iba a degollar allí mismo. Notó un tirón y sintió un gran dolor. La cabeza le volvió a caer hacia adelante y la cara se le aplastó contra la tierra húmeda. Alzó el rostro, que ya empezaba a amoratarse por el golpe, y vio un enorme mechón de sedoso pelo rizado y negro en la mano izquierda de su madre.

—Es por tu propio bien —repitió Catalina, con una sonrisa de triunfo.