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l sueño de Vargas comenzaba siempre de una forma plácida. Incluso dormido, esbozaba una sonrisa infantil.
Era un sueño extraordinariamente vívido. Cada uno de los detalles de la antigua calle de Esparteros estaba recreado con precisión; los adoquines, el barrizal de pestilente mierda en el centro de la calle, las risas de los niños. Las de Francisco formaban parte de ese coro cristalino, de necia despreocupación. El miedo, las dudas, la preocupación por saber de dónde vendría la próxima comida pertenecían a su hermano mayor, Luis. Tenía diez años, dos más que él, pero era astuto y fuerte, y él le admiraba.
—Luis, ¿jugamos a los conquistadores? —pedía insistente.
—¡Vamos, Paquillo! ¡Y también vosotros! —gritaba Luis trepando a unos barriles, convocándole a él y al resto de los golfillos callejeros, empuñando una vara de sauce que empleaba a modo de espada—. ¡Enfrentaos al poder de Pizarro el Conquistador!
Todos corrían en tromba hacia él. Semidesnudos, cubiertos de harapos, piojos y sabañones. Desdentados y hambrientos, pero niños. Escenificaban las hazañas de los conquistadores, un juego en el que Luis era siempre el gran Pizarro. El héroe con el que el padre de ambos se había marchado a la conquista del Perú, diciendo a su hijos que regresaría con oro y gloria, y dejándolos con un pariente lejano. Pero de las Indias lo único que vino de vuelta fue la noticia de que a su padre lo habían matado los indios en la selva. El pariente les puso en la calle aquel mismo día, alegando que ya no podía mantenerles.
Quince meses hacía ya de aquello, pero sobrevivían. Luis sabía cómo conseguir comida, sabía dónde dormir para estar caliente y seco, sabía cómo esquivar a los alguaciles. Luis lo sabía todo. Y era el mejor jugando a los conquistadores.
—¿Por qué nunca puedo ser yo uno de los españoles, Luis? —se quejaba el pequeño.
—Porque eres bajito, como esos indios sin Dios.
—¿Y por qué tú nunca eliges ser nuestro padre?
Por el rostro de Luisito Vargas pasaba entonces una sombra que el pequeño no alcanzaba a ver.
—Porque nuestro padre murió. No seré un fracasado, Paquillo.
—¡Padre era un héroe!
—Tú no le conociste. Ni tampoco a madre.
Aquél era el argumento que cerraba cualquier discusión. Luis había conocido a madre, aunque jamás le confesase a su hermano que no la recordaba, pues tenía tres años cuando se la llevaron las fiebres. Y lo poco que Luis había visto de padre antes de que una fiebre distinta se lo llevase al otro lado del mundo no le había gustado demasiado.
Y el pequeño Francisco Vargas callaba, sin entender. Porque Luis sabía.
Cuando en el sueño el grupo de muchachos se abalanzan sobre los barriles, armados con imaginarias espadas formadas con ramitas, todo comienza a transcurrir más despacio. La sensación de placidez se transforma rápidamente en inquietud, mientras que el tiempo se vuelve más y más denso. Los sentidos se agudizan, resaltando cada hendidura húmeda en los barriles, cada pelo de las cuerdas que los unían, cada costra en la multitud de piernas escuálidas que pugnan por subir al barril. En ese momento llega de golpe, dolorosa, la conciencia de lo que va a suceder, y con ella la angustia.
El pequeño Vargas intenta alzar uno de los brazos a modo de advertencia, pero el tiempo es aún más denso para su cuerpo. El brazo apenas puede moverse. La garganta apenas alcanza a exhalar un susurro apagado. Los pies parecen anclados a los adoquines. Sólo el miedo tiene alas, con las que agita el corazón del niño, que late a toda velocidad.
El tiempo se acelera de nuevo durante otro breve instante, ese en el que las cuerdas que atan los barriles se deshilachan y parten, golpeando el rostro de Francisco como un latigazo. Éste espera el dolor, lo anticipa y lo desea, pero no es suficiente para despertarle. Tiene que permanecer allí, testigo forzoso de un desenlace que ya conoce.
La pila de barriles se tambalea y se derrumba. Los muchachos caen entre maldiciones y magulladuras. Luis, el que está más alto, se desploma hacia atrás. El miedo se desborda en el corazón de su hermano, que intenta gritar aún más fuerte y correr aún más deprisa. Todo es inútil.
De pronto, el alivio. Luis se agita en el suelo, tosiendo y riéndose. Los barriles impactan a los lados de su cuerpo, pero ninguno le alcanza. Luis comienza a incorporarse, y durante un instante Francisco se ve corriendo de nuevo junto a su hermano, robando naranjas en los patios y riendo en los callejones. Es una puerta a la felicidad y a la vida que se cierra de golpe, sellada por el relincho de un caballo.
Entonces Francisco ya sabe que esto es una pesadilla, pero eso no atenúa la tortura. Escucha galopar al enorme animal, acercarse a toda velocidad a su hermano. Lo ve ponerse de manos, amenazador. Ve los ojos oscuros del duque de Osorio, ignorando al muchacho tendido a los pies del animal, picando espuela para que siga adelante. Ve el casco dirigiéndose a la cara de su hermano, oye el crujido de los huesos cuando la pezuña impacta en la cabeza de Luis. Sus pies se liberan a tiempo de correr hacia él y tomarle en brazos, mientras la sangre y los sesos del niño se escurren hasta el canal rebosante de heces en el centro de la calle.
Vargas gritó al despertarse y se arrastró fuera de la cama. Ignorando el dolor de su pie gotoso, renqueó hasta una de las sillas de madera y cuero repujado que había junto a la chimenea. Estaba casi apagada, y tan sólo un rescoldo anaranjado brillaba bajo la espesa capa de ceniza. El comerciante se estremeció de frío, pero no se vio con fuerzas de tomar el fuelle, ni quería ver revoloteando a su alrededor a los criados. Permaneció sentado, con las manos aferrando los brazos de la silla, maldiciendo su recurrente pesadilla.
Llevaba sin experimentarla varios meses, pero desde que los dolores de la gota habían comenzado, el sueño había vuelto. Aparecía invariablemente para atormentarle cuando se presentaban problemas en su vida. Le dejaba cansado, tenso e irritable, cada vez más ansioso.
Después de innumerables noches sufriéndola, la manera distorsionada en la que la pesadilla invocaba el recuerdo se había vuelto más real que el recuerdo auténtico. El incidente sucedido hacía cuatro décadas había durado apenas un instante. Su hermano había caído de los barriles, en mitad de la trayectoria de un caballo que iba demasiado deprisa y había acabado con la cabeza aplastada en el arroyo. El resto de los niños que jugaban sobre los barriles habían huido despavoridos, dejándole solo. No había habido intención ni culpabilidad, sólo un triste accidente. Sin embargo, en la mente del pequeño Francisco las cosas habían sucedido de manera distinta. Cuando levantó la vista del cuerpo muerto de su hermano, apenas alcanzó a distinguir unas botas de montar y un rostro duro al que no asomaba ni la más mínima emoción.
—¿Es tu hermano?
Si Francisco contestó, no lo recuerda. Algo debió de decir, puesto que el duque se volvió a uno de los que le acompañaban, quien descabalgó y se acercó a él.
—Toma esto, niño. Una merced del duque de Osorio, para socorrer tus necesidades.
Francisco le miró sin comprender, pero no apartó las manos de Luis. El asistente del duque, encogiéndose de hombros, puso sobre el cadáver aún caliente de su hermano una bolsa de monedas. Después continuaron su camino sin volver la vista atrás.
Aquel día algo se rompió dentro del niño. Contemplando la grupa de los caballos de quien acababa de matar a su hermano mayor, Francisco sintió cómo le invadía un torrente de sentimientos. Estaban el odio, la culpa y el miedo, pero por encima de ellos se elevaba una extraña admiración. El duque de Osorio simbolizaba todo lo que ellos no poseían: poder, dinero, invulnerabilidad. Y las primeras palabras que el pequeño recordaría haber pronunciado sobre el cadáver de su hermano serían el objetivo para el resto de su vida.
—Seré duque.
A lo largo de cuarenta años, Francisco de Vargas había cometido crímenes, injusticias y desmanes sin sentir ni el más leve asomo de arrepentimiento. Desde el momento en el que la última palada de tierra cubrió el cuerpo de su hermano, el pequeño había comenzado a trabajar para conseguir su propósito de convertirse en aquello que le había arrebatado todo.
El camino entre el pequeño tenderete en la plaza de la Encarnación que había montado con el dinero del duque y la fortuna que ahora poseía estaba pavimentado de víctimas; los que habían caído presa de su codicia o de su venganza, ambas tan gélidas e implacables como las heladas de febrero. Muertos, como el familiar que les había arrojado a la calle, a quien un par de matones contratados por Francisco —que para entonces contaba once años— habían destripado en un callejón. Arruinados, como el primer comerciante de aceros de Vizcaya al que había engañado y expoliado antes de que la barba le comenzase a despuntar. Injuriados y encarcelados, como el alguacil que le había acusado de contrabando de vino y que había acabado cargando con las culpas, sin poder comprender cómo un adolescente había conseguido sobornar a los mismos testigos que iba a presentar contra él.
Por ninguno de aquéllos, ni de todos los que vendrían después, había sentido culpa ni vergüenza. El remordimiento lo reservaba para el día en el que le había pedido por última vez a su hermano que jugasen a los conquistadores, que era por lo que el muchacho se había subido a los barriles. Francisco de Vargas también se lamentaba de no haber sido capaz de cazar a tiempo al duque de Osorio. Éste había muerto en su cama, rodeado de curas y plañideras, mucho tiempo antes de que el muchacho a quien había creído comprar con un saquito de oro hubiese crecido lo suficiente como para haber podido enfrentarse a él.
Vargas alzó sus manos y exhaló un quejido de frustración. Eran extremidades aún fuertes, capaces de levantar una espada, pero las venas azules comenzaban a transparentarse y la piel se tornaba flácida en torno a los nudillos. Desde que habían comenzado sus achaques, se encontraba cada vez más ansioso y tenía más problemas para dormir. Por primera vez sentía que la vida era algo que escapaba a su control, y podía percibir la muerte con el rabillo del ojo.
Se levantó y tomó el fuelle y el atizador, con los que estuvo azuzando las brasas. Un fragmento de leño no consumido reaccionó, arrojando una solitaria llama anaranjada, que Vargas se quedó mirando con amargura.
Mientras el fuego mortecino recortaba sombras amenazantes en la habitación, reflexionó sobre los años que habían pasado desde que el caballo había aplastado la cabeza de su hermano. Seguía considerándose un fracasado por no haber logrado aún alcanzar el ducado, y eso que sus logros no eran pocos. Se había alzado muy por encima de su condición. Había construido un imperio comercial que se extendía a nueve países. Se había casado con una mujer hermosa y soñadora, a la que nunca había sabido comprender. Con ella había engendrado hacía veinte años a un hijo espigado y paliducho con el que había hablado dos docenas de veces en su vida, y que ahora prefería estudiar lejos de España, enterrando la nariz en los libros antes que enfrentarse a un padre que jamás le había dedicado una muestra de afecto.
«Y cómo lo mendigaba, corriendo hacia mí cada vez que me oía llegar, con esas piernas delgadas como palillos. Yo intentaba hacerle un hombre fuerte, pero era un llorica afeminado».
Se preguntó si su hijo sospecharía lo que de verdad le había sucedido a su madre. Era posible, pues siempre había andado pegado a sus faldas. Ella siempre había utilizado al niño como excusa desde que nació. Para negarse a acudir a su cama, para no acompañarle en sus viajes comerciales a las Indias y Flandes, para entrometerse en el modo en el que llevaba sus asuntos. Vargas se había casado con ella porque era hija de un hidalgo, y por ese matrimonio pudo captar un leve atisbo de nobleza, pudiendo pasar de ser simplemente Francisco Vargas el comerciante a un más distinguido don Francisco de Vargas.
«Maldita puta sin corazón. Con todo lo que yo hice por ella».
A su modo, había amado a Lucinda. O al menos lo que él entendía por amor: cargarla de regalos y atenciones, pero sin llegar jamás a comunicarse realmente ni abrirle un corazón que no tenía nada que ofrecer. Cuando ella comprendió la clase de hombre con el que se había casado, empezaron a distanciarse. Se negó a tocarle, y él buscó consuelo en otras mujeres. Al principio Lucinda soportó la humillación en silencio, como la hipócrita sociedad sevillana dictaba que era su obligación. Tan sólo cuando ocurrió el asunto con la esclava no pudo permanecer callada más tiempo. Primero hizo veladas insinuaciones a las mujeres de otros comerciantes, luego llegó a confesarse con un sacerdote, quien acudió a Vargas para afearle su conducta. Éste, que odiaba por encima de todo el convertirse en la comidilla del populacho, tomó una drástica decisión.
De aquello hacía ya trece años, pero recordaba todos los detalles. Cómo había fingido un viaje de negocios fuera de la ciudad. Cómo había buscado a un médico sin escrúpulos para hacerse cargo del asunto por una cantidad suficiente de escudos; una cantidad que no había podido cobrar jamás, pues la brutal venganza sobre él formaba parte del plan original. No había sido necesario insistir al capitán Groot acerca de los detalles. Aquel hombre llevaba el salvajismo a flor de piel, cubierto por sólo un ligero barniz de civilización que su jefe podía retirar a conveniencia con tan sólo un par de palabras.
Todo el mundo supo, por tanto, quién había mandado desangrar al médico incompetente que había dejado morir a la mujer de Vargas. La reputación oscura del comerciante se hizo aún más temible después de aquello, y sus negocios florecieron. No hubo más barriles de canela humedecida en los envíos, ni más barcos negreros que arribasen con la mitad de la carga enferma, ni más partidas de vino mal fermentado. Nadie se atrevió a usar trucos sucios con Vargas después de aquello.
Y el niño acabó en manos de dueñas y preceptores, que lo mantuvieron lejos de la vista de su padre hasta que fue lo bastante mayor para enviarlo a estudiar a Francia. Vargas nunca captó la ironía de haber hecho con su hijo lo mismo por lo que su hermano Luis había despreciado a su padre.
Hubo una corriente de aire gélido. La llama se agitó temblorosa durante un instante y se apagó. El comerciante soltó un respingo de insatisfacción, pensando en su propia fortuna tragada por el mar y los impuestos. Ni el rey ni la Naturaleza tenían miedo de la venganza de Vargas, y así había acabado en aquella encrucijada. Ahora todo dependía del plan que había trazado con Malfini. Si funcionaba y recuperaba el cargamento de oro incautado, su imperio se salvaría y estaría un paso más cerca de comprar su título de duque. De lo contrario, le esperaban la bancarrota y la deshonra en pocos meses. No podría retener a su lado a Groot y a los matones que le realizaban el trabajo sucio. Y había un montón de chacales esperando entre las sombras a que algo así ocurriese, con sus propios matones a sueldo listos para cobrarse unas cuantas afrentas que Vargas les había causado. Desprovisto del escudo de su riqueza, el comerciante sería hombre muerto en pocas semanas.
Sin poder resistir más el frío, se puso en pie y regresó hasta la mesilla de noche que había junto a su cama. Sobre ella había una campanita de plata. Al levantarla para llamar a los criados tintineó suavemente. Vargas no llegó a agitarla, pues en ese momento la puerta del dormitorio se abrió con un crujido.
—Estabas ahí afuera —dijo el comerciante al volverse y encontrar a Catalina. Al igual que su amo, el ama de llaves vestía tan sólo un camisón.
—Os he oído gritar, hace un buen rato, amo.
—Y te has quedado junto a la puerta, acechándome. Espiándome, una vez más. Te dije que esto tenía que acabar.
—La noche es muy fría. Os encenderé un buen fuego.
Recogió el bastón del suelo y se apoyó en él en su trayecto de vuelta a la silla, junto a la chimenea. El ama de llaves se marchó y volvió con un par de leños secos. Al cabo de unos minutos las llamas volvían a surgir fuertes y brillantes.
—¿Deseáis desayunar, amo?
—No, Catalina. Déjame solo.
La esclava no se retiró. Permaneció junto a la silla de Vargas y apoyó una mano en el respaldo.
—Parecéis preocupado, amo. ¿Hay algo que pueda hacer por vos?
Vargas notó el cambio en la voz de la esclava, pero no se volvió. La mano de Catalina abandonó el respaldo de la silla para apoyarse en el hombro del comerciante.
—Hay otro fuego que puedo reavivar, mi amo. —Su voz no era ya la de una esclava, sino algo muy distinto—. Hace meses que no me lo pedís.
Lentamente fue bajando por el pecho de Vargas, acariciando su estómago, hasta la entrepierna. Le masajeó por encima de la camisola de dormir durante un rato, antes de colarse por debajo. Vargas cerró los ojos, sintiendo cómo los dedos de la esclava rodeaban su pene aún flácido pero sensible, que lentamente comenzaba a responder a las caricias. Separó más las rodillas mientras Catalina susurraba junto a su oído, provocándole un escalofrío de placer.
—Os haré sentiros mejor enseguida. Entonces podréis dormir.
La respiración de ambos se aceleró, pero en ese momento el pelo de la esclava resbaló por encima del hombro, quedando frente al rostro del comerciante. Vargas abrió los ojos al notar el movimiento, y vio el pelo grisáceo de Catalina. Giró la cabeza, y las arrugas de la esclava fueron como un cubo de agua fría sobre su pasión. De pronto el pene se volvió blando y encogido, y los esfuerzos de la mujer le causaron dolor.
—¡Déjame! —dijo apartándola de un manotazo. Catalina cayó al suelo, gimiendo. Cuando se incorporó, vio desprecio en el rostro de su amo—. No quiero que vuelvas a tocarme. Ya no me agrada —añadió él, apartando la vista.
—No era así antes —respondió Catalina. Se quedó al borde del círculo de luz que arrojaba la hoguera, y su aliento formaba nubecillas de vaho. En aquel lado de la habitación hacía mucho frío.
—Ahora eres vieja. ¡Así un hombre no puede portarse como tal!
—¿Preferirías que fuese ella, Francisco? ¿Con su cara perfecta y sus pechos perfectos? ¡Esto me lo hiciste tú! —Dio un paso hacia adelante, señalándose la cruel cicatriz de la mejilla, con la S y el clavo.
Vargas contempló la cicatriz. Hacía veinte años, cuando compró a Catalina, era una mujer espectacular, aunque ya no fuese joven. Decía no saber cuántos años tenía, aunque debía de rondar los cuarenta. La primera noche que Vargas se coló en su cama luchó como una tigresa para evitar que la penetrara, pero toda aquella lucha no sirvió de nada. Vargas se corrió dentro de ella, aspirando el olor a carne quemada que desprendía la marca al fuego que le habían hecho aquella misma mañana.
—No se de qué me estás hablando.
—La llamas aquí cada mañana y cada noche.
—Nunca le he hecho nada.
—Algún día pasará por tu cabeza. No creas que no te conozco bien. ¡Es tu hija, Francisco!
«Y la causa de que tuviese que matar a mi mujer, puta. ¿Quién hubiera sospechado que te pudieses quedar preñada tan mayor?». Vargas se removió en la silla. Así que era eso lo que había tenido inquieta a Catalina en los últimos meses.
—A los ojos de Dios no es mi hija, sólo una bastarda mestiza. Te permití tenerla aquí en lugar de dejarla en un orfanato, como hubiese hecho cualquiera en mi posición. Te hice ama de llaves.
—Después de haberme violado.
—Te he recibido en mi dormitorio todos estos años, y no me ha hecho falta obligarte.
El rostro de Catalina hervía de furia y de despecho. Alzó un dedo frente a Vargas.
—No la toques, ¿me has oído? Ni se te ocurra tocarla, o te mataré. Te echaré veneno en la comida, o te empujaré escaleras abaj…
Vargas no la dejó terminar. Se levantó como un resorte, alcanzó a Catalina y le cruzó el rostro de un bofetón que la arrojó al suelo boca arriba. El comerciante le puso el pie en la garganta y comenzó a apretar. La esclava le clavó las uñas en la planta del pie, intentando apartarlo de su cuello, pero el peso y la fuerza del agresor eran demasiado para ella.
—No, no harás nada de eso, porque ahora mismo voy a avisar a Groot para que el mismo día en el que yo muera se divierta a placer con Clara y luego la atraviese de parte a parte con su otra espada. Así que ya puedes volver a tus obligaciones, tratarme con respeto y rezar por que tenga una vida larga y feliz. Mientras, yo, que soy tu dueño y el de tu hija, haré con vosotras lo que me plazca. ¿Lo has comprendido?
Levantó un poco el pie y la otra asintió entre toses, con los ojos temblando de odio y pavor. Sonriendo, Vargas volvió a su silla sin apoyarse apenas en el bastón. Hacía años que no se sentía tan bien. Contempló a la esclava incorporarse y caminar renqueante hasta la puerta.
—Ah, Catalina…
La mujer se detuvo en el umbral, sin volverse, con la respiración agitada. Afuera comenzó a oírse el cantar de los gallos.
—Envíame a tu hija. Es la hora de mi tratamiento de cada mañana.