XVI

P

ocos minutos después de llegar a la plaza de San Francisco, Clara se arrepintió de haber invitado a su madre a que la acompañase. No habían pasado demasiado tiempo juntas en las últimas semanas, por lo que cuando Monardes le pidió que fuese a la plaza a comprarle algunas hierbas que necesitaba, la esclava no dudó en avisar a su madre. Lo que había comenzado como un agradable paseo bajo el suave sol de octubre se estropeó cuando Catalina puso los pies en la plaza. El ama de llaves había llevado su propio capazo. Arrastraba a Clara lejos de los puestos a los que ella deseaba ir o criticaba lo que iba adquiriendo.

—¿Por qué compras esas naranjas tan verdes? Apenas tendrán zumo.

—Son para preparar una pomada. El maestro Monardes dice que la pulpa de las naranjas verdes es buena para las rozaduras.

Catalina frunció el ceño y fingió estudiar con atención un montón de zanahorias. A Clara no le pasó desapercibido el disgusto de su madre, y le intrigaba cuál sería la causa. Intuía que tenía que ver con el aprendizaje en casa de Monardes, aunque era su madre quien le había insistido para que lo aceptase. Incluso se había mostrado muy orgullosa de ella durante los primeros días, aunque ese orgullo se había ido tornando gradualmente en frialdad. Cada vez que Clara entraba en el dormitorio de Vargas para aplicarle los tratamientos que Monardes había ordenado, Catalina intentaba entrar con ella. Pero el amo le ordenaba salir y cerrar la puerta, y cuando Clara abandonaba la habitación encontraba a su madre muda de furia.

Agotada por las largas jornadas en el huerto del médico, a Clara apenas le quedaban fuerzas para arrojarse en el camastro y dormir hasta el alba. Había confiado en poder acercarse a su madre durante aquella mañana de compras en la plaza, pero la vieja esclava no se lo estaba poniendo nada fácil.

—Madre, sé que algo os preocupa.

—Vamos hasta aquel puesto, quiero echarle un vistazo a aquellos pimientos.

Frustrada, Clara siguió a su madre mientras con el rabillo del ojo observaba unas castañas que otro comerciante pregonaba cerca de allí. No le quedaban muchas, pues era un fruto muy apreciado por los sevillanos que se empleaba en postres y asados. Monardes utilizaba sólo las pieles, pero le había encargado comprar una buena cantidad y si no se despegaba de su madre no podría completar el encargo. Decidió hacer un último intento para saber qué le preocupaba a Catalina.

—Madre, hace unos días que estáis muy arisca conmigo.

—Estos pimientos están muy blandos. Tendremos que buscar en otro sitio, quiero hacer un gazpacho.

—Por favor, madre…

La vieja ama de llaves dejó caer el pimiento con fuerza, haciendo tambalearse todo el puesto y ganándose una maldición del tendero. Se volvió hacia su hija con fuego en los ojos.

—¿Qué has estado haciendo con ese cerdo?

—¿Os referís al médico? Os juro que es un hombre respetuoso, aunque un poco seco en ocasiones…

—No te hagas la tonta conmigo, muchachita —dijo Catalina agitando un dedo bajo la nariz de Clara.

—Madre, os juro que…

—¡Me refiero al amo!

Por un momento Clara no supo qué decir, demasiado impresionada por lo que su madre estaba insinuando.

—Sólo he estado curándole.

—¿Con la puerta siempre cerrada?

—No sé por qué me manda cerrarla siempre, madre. Supongo que tiene vergüenza de que le escuchen quejarse…

—Yo estoy al otro lado de la puerta y no oigo sus quejidos, muchacha. Y me parece que pasas demasiado tiempo ahí dentro con él. ¿Te mete la mano por debajo de la falda?

—¡Madre!

—Yo le he cuidado todos estos años hasta que tú llegaste. Ahora no voy a permitir que…

—¿Sería tan terrible que el amo me prefiriese a mí? —dijo Clara de pronto. Las palabras cayeron como una enorme piedra sobre una charca poco profunda. Las había soltado sin pensar y lo lamentó enseguida al ver la cara de su madre, que se había quedado pálida. La horrible cicatriz con la S en su mejilla se tiñó de escarlata.

—Nunca, ¿me has oído? Nunca vuelvas a decir una cosa así —musitó Catalina.

Clara quiso disculparse, pero justo en ese instante algo le golpeó las piernas a toda velocidad. Se dio la vuelta y encontró un pequeño esclavo negro. No debía de tener más de cinco o seis años, y sus ojos oscuros estaban embargados por el terror. Se agarró a las piernas de Clara desesperado.

—¿De dónde sales tú? —dijo la joven, acariciándole la mejilla en un vano intento de tranquilizarle.

—Apartad vuestras manos de lo que me pertenece, mujer.

Abriéndose paso entre la gente apareció un hombre vestido con ricos ropajes. La gruesa cadena de plata que colgaba de su cuello y la cruz de la espada adornada con piedras preciosas le delataban como un noble, aunque el rostro sudoroso y los empujones que dio hasta llegar junto a Clara le conferían un aire poco digno.

—¿Qué os ha hecho?

—Eso no os importa. ¡Entregádmelo de una vez!

El niño se aferró aún más fuerte a Clara, y ésta tuvo que hacer un esfuerzo para soltarse. Se agachó y le alzó el mentón. Sus labios estaban sangrando y le habían teñido los dientes de rojo.

—Hola, pequeño.

El pequeño esclavo la miró sin comprender. Clara le abrazó y le susurró palabras tranquilizadoras al oído. Aunque el niño no hablase castellano, esperaba que el tono sirviese para poder calmarlo. Poco a poco el agitado pecho del crío fue aquietándose, pero en ese momento su dueño, con un bufido de impaciencia, le tomó del hombro y le arrancó de los brazos de Clara.

—¡Basta ya de esta pantomima! ¿Recién comprado y ya con estos humos? ¡No te preocupes que yo te domaré, negro malnacido!

Alzando el brazo golpeó al niño en la oreja, arrojándolo al suelo. Loco de miedo, el pequeño se levantó tambaleándose, miró a ambos lados y echó a correr.

—¡Ven aquí, maldito seas!

Tomando la espada, el noble trotó detrás del fugitivo y le golpeó de plano con la hoja en un tobillo. El niño trastabilló y cayó, con tan mala fortuna que se golpeó la cabeza contra una de las piedras que calzaban las patas de madera de un tenderete. Hubo un ruido sordo y desagradable y luego el silencio se extendió entre la multitud.

Clara sintió un frío intenso en la boca del estómago. Caminó despacio hasta el pequeño bulto tirado en el suelo y alzó con cuidado uno de sus brazos. Lo soltó y se desplomó, flácido.

—¿Qué está sucediendo aquí? —gritó una voz entre la masa humana, que se abrió para dejar paso a un alguacil seguido por un grupo de corchetes. El que iba al frente se detuvo junto al cuerpo del muchacho—. Soy Jaime Castillo, alguacil de Su Majestad. ¿Quién ha hecho esto?

La joven se levantó y señaló con un dedo tembloroso al noble.

—Ha sido él. Este hombre acaba de matar al niño.

El alguacil advirtió la presencia del hombre, que aún tenía la espada desenvainada y el rostro hierático.

—Don Félix de Montemayor, buenos días —dijo el alguacil haciendo una reverencia sombrero en mano—. ¿Podéis explicarme qué ha sucedido, señoría?

—El único crimen que ha ocurrido aquí lo ha cometido ese maldito Rui Barzim, que me ha vendido mercancía en mal estado —dijo el noble con desgana—. Se suponía que este esclavo era dócil. Por desgracia ha tratado de escapar, y al impedirlo la cosa ha terminado mal. No estaría de más que me acompañaseis a ver al esclavista para que me devuelva el dinero sin dilación.

El alguacil, que había vuelto a calarse el sombrero, echó una larga mirada al cadáver del niño sin moverse del sitio. Ni una emoción visible asomó por su cara, pero Clara vio cómo apretaba con fuerza la mano enguantada sobre la empuñadura de la espada.

—Ya veo lo que ha ocurrido —dijo el alguacil con voz neutra—. Me encargaré de que recojan el cuerpo, señoría. Lamento el interrogatorio.

El noble se dio la vuelta para marcharse cuando la voz de Clara le detuvo.

—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que tenéis que decir?

El alguacil dio dos pasos hacia ella. Clara pudo ver que su cara lucía varias cicatrices, producto de muchos años al servicio del rey.

—¿Afirmáis acaso que hay algo más?

Clara notó cómo la mano de su madre le agarraba el brazo, pero se soltó de un tirón. Ya no era una niña, por más que ella aún la tratase como tal. Lágrimas de furia se le agolpaban en los ojos.

—Ese niño había sido golpeado varias veces.

Un murmullo corrió entre la multitud. El alguacil miró alrededor y luego se inclinó hacia Clara.

—El dueño de este esclavo es don Félix de Montemayor, marqués de Aljarafe y caballero veinticuatro.

Clara se estremeció. Los caballeros veinticuatro eran el mayor poder de la ciudad de Sevilla, dos docenas de nobles encargados de administrar la justicia del rey. Aquella batalla estaba perdida. De pronto fue dolorosamente consciente de la gente que la rodeaba, del grupo de corchetes frente a ella y del error que había cometido. Pero a pesar de que el miedo le erizó la piel de los brazos, el cuerpo aún caliente del muchacho seguía junto a ella. No podía quedarse en silencio.

—No está bien —dijo con un hilo de voz—. Esto no está bien. Sólo Dios es dueño de la vida y la muerte.

Otro murmullo, éste mucho más audible, recorrió la multitud. Los de las primeras filas repitieron las palabras de Clara a los que estaban más atrás, y todos asintieron con fuerza. La gente se había puesto de parte de la valiente joven. El noble, molesto ante aquel desafío a su autoridad, alzó la voz.

—¿Vais a dejar que una plebeya me humille en público, alguacil?

La madre de Clara ahogó un grito al oír aquello. Incluso una sutil sugerencia como aquélla por parte de un noble como Montemayor suponía una sentencia de muerte para su hija. Volvió su vista hacia el alguacil con el corazón repiqueteándole en el pecho.

El veterano soldado se retorcía el mostacho, incómodo. La petición del noble le asqueaba, pero no le quedaba más remedio que obedecer a su superior. Ya iba a dar la orden a sus hombres de prender a Clara, cuando un joven alto y espigado apareció entre la gente. Tenía el pelo moreno, negro como ala de cuervo, y vestía con poco más que unos harapos.

—Si me lo permitís, yo sé por qué está defendiendo a este esclavo, alguacil. Mirad.

Tomó a Clara por el brazo izquierdo y le alzó la manga del vestido. Sobre su muñeca apareció una pulsera de hierro con unas letras marcadas.

—Como veis ella es también una esclava —dijo el joven alzando el brazo de Clara, que, atónita, no supo reaccionar.

Clara se quedó mirando al joven, que tenía unas extrañas marcas en el cuello. Éste a su vez se había quedado quieto, con la vista clavada en la inscripción de su pulsera, donde se leía el apellido Vargas. Lo miró durante un instante con expresión de asombro. Sus ojos eran dos llamaradas de fuego verde, que relampaguearon un momento cuando se cruzaron con los suyos, y Clara sintió como algo dentro de ella se agitaba muy fuerte.

—¡Una esclava! —se mofó la muchedumbre.

—Con mayor motivo si es una esclava. Merece un escarmiento —dijo el noble gélidamente—. Que sirva de advertencia a los insensatos que pretenden elevarse por encima de su condición.

—Ah, pero no podéis detener a esta pobre infeliz, señoría —dijo Sancho, inventando a toda prisa una excusa—. No es más que una loca inofensiva.

—No estoy loca. Trabajo al servicio de un médico —protestó Clara, ofendida.

—¿Ah, sí? ¿Es esto de vuestro amo? —dijo Sancho, caminando hasta el capazo que había quedado tendido en el suelo y poniéndolo boca abajo. Dos docenas de naranjas verdes cayeron al suelo—. ¿Es así como curáis a vuestros pacientes, doctora? Me temo que si les dais esto lo máximo que podréis causarles será una indigestión.

Una carcajada general recorrió la masa humana que les rodeaba. La tensión desapareció de golpe, transformada en gritos de burla del voluble populacho.

—¡Vaya con la doctora!

—¡Un cúmulo de sabiduría!

—¡Si es tan buena, que cure al negro muerto!

Humillada, Clara huyó tapándose el rostro con las manos. Nadie se lo impidió. Cuando el alguacil se dio la vuelta, el joven desconocido había desaparecido tan misteriosamente como llegó.