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pesar de las tranquilizadoras palabras de Bartolo, Sancho anduvo encogido hasta que cruzaron la puerta de la ciudad. No llevaban mercancía alguna ni tenían aspecto de poder pagar ni un maravedí, así que los guardias apenas les dedicaron un vistazo. Bartolo se encaminó derecho a la plaza de San Francisco, sin dejar de hablar ni un solo instante. Nombraba las bocacalles, los comercios, los conventos y los palacios.
—Sevilla es la clave, Sancho. Tienes que aprender a conocerla.
—Conozco las calles.
El enano puso los ojos en blanco y suspiró.
—Conoces sus nombres y seguro que algún que otro truco de esportillero: las horas de los mercados y qué se vende en cada uno de ellos; quiénes son buenos clientes, quiénes dan mejores propinas y quiénes se hacen los locos si te metes un huevo en el bolsillo durante el porte. Y te sientes importante, pero ese conocimiento es como rozarle a la furcia una teta con la ropa puesta. Yo te voy a enseñar a metérsela hasta el fondo.
Bartolo se santiguó apresuradamente, pues estaban pasando frente a la catedral, y Sancho se rio ante la incongruencia entre el gesto y la conversación, pero el enano no parecía encontrar nada extraño en su comportamiento.
—Esas risas, niño, que estamos en lugar sagrado.
Llegaron a la plaza de San Francisco un par de minutos después, en plena vorágine de mediodía. Sancho se sentía extraño al estar allí. Había trabajado entre aquellos puestos muchos meses, y sin embargo parecía haber pasado una eternidad. Los negocios continuaban como siempre, entre gritos y rumores, encargos y corrillos de gente. Era él quien había cambiado.
—Venga, Sancho. Dime qué ves.
—Gente, personas comprando.
—¿Qué más?
—Edificios, una fuente, gallinas. ¿Qué más quieres que vea?
El enano meneó la cabeza con una media sonrisa.
—Para ser un ladrón en Sevilla tienes que saber, pero antes tienes que aprender a mirar. Has recitado una serie de objetos que veías, como haría cualquier cabrero al que le hiciese la misma pregunta. ¿Eres un cabrero, Sancho?
—No.
—¡Pues mira otra vez!
Sancho, picado en su amor propio, miró a todas partes, pero no conseguía ver más que cuerpos en movimiento. Necesitaba buscar un lugar desde el que la gente no le bloquease la visión, así que trepó a un montón de cajas de madera que alguien había apilado cerca de la entrada oeste de la plaza. Consiguió alzarse sobre la multitud y permaneció allí un largo rato observando.
—Lo has hecho bien.
La voz de Bartolo a su espalda le sobresaltó. El enano tenía el rostro sudoroso y jadeaba. No le había resultado nada sencillo encaramarse a lo alto de las cajas.
—¿A qué te refieres? Aún no te he dicho nada.
—A subir aquí, y no sólo para observar. La gente nunca levanta la cabeza, Sancho. Están demasiado ocupados mirando al suelo para evitar pisar una mierda, o a media altura para intuir las tetas a través de los vestidos. Así que ascender es la mejor manera de ocultarse. Y ahora dime lo que has encontrado.
Sancho seguía como al principio. Descorazonado, estaba a punto de rendirse cuando algo llamó su atención no lejos de donde se encontraban.
—¡Allí! —dijo apuntando con el dedo a un puesto de alfarería—. ¡Un hombre acaba de robar una escudilla!
—¡Maldita sea, niño, no apuntes y baja la voz! ¿Quieres joderle la faena al compañero?
El chico agachó la cabeza avergonzado, aunque el enano siguió hablando enseguida.
—A tu derecha, junto a la entrada sur, donde se colocan los candeleros. ¿Ves a alguien con un sombrero de fieltro con una pluma amarilla? Observa a su espalda.
Sancho vio al hombre, que tenía aspecto de acabar de bajar de uno de los barcos de las Indias. A pesar de los peligros del viaje, eran muchos campesinos los que se embarcaban en la flota, permanentemente necesitada de hombres, pues la paga era buena. Cuando regresaban a Sevilla, cargados de oro, eran el objetivo predilecto de los ladrones. Aquél miraba a todas partes con cara de asombro. Un paso detrás del incauto, una mujer se afanaba con una cesta y chocó al pasar junto a él. Cuando el del sombrero se agachó para ayudarla a recoger la fruta, un cómplice salió de ninguna parte y con un rápido ademán le cortó las cintas de la bolsa que la víctima llevaba colgando de la faltriquera. Ocurrió tan deprisa que Sancho dudó de haber visto algo. De no haberle prevenido Bartolo, no hubiera sido capaz de advertir nada.
—Así de rápido cambian las fortunas de manos. Puede que ese marinero ignorante haya hecho el viaje de ida y vuelta en balde. Y no es eso lo único que está ocurriendo. Allí, donde los plateros, alguien está comprando lo que parece un crucifijo de plata, que en realidad es más plomo que otra cosa. Al lado de la fuente dos enamorados fingen una disputa para llamar la atención de más incautos. Como el del sombrero rojo, que dentro de un rato descubrirá que su cinto es más ligero que cuando llegó a la plaza. Cerca de los puestos de los escribanos, aquel señor engolado de las calzas le vende a un plebeyo de provincias un título de hidalguía igualito al que vendió ayer a otro tan plebeyo y tan bobo como ése.
Sancho escuchaba con los labios apretados y los ojos saltando de un lugar a otro. Las palabras de Bartolo parecían iluminar la multitud que se afanaba bajo ellos, dándole una perspectiva completamente nueva a la Sevilla en la que Sancho había vivido en los últimos meses y que había creído conocer tan bien. Sintió como si estuviese despertando de un sueño.
—Todos están robando —dijo con voz queda.
—Del primero al último, Sancho. Los vendedores hurtan en los pesos y trucan las balanzas, los reyes inventan impuestos y los curas pecados por los que darles limosna. Dicen que quedan hombres honrados en Sevilla, aunque aún no he encontrado ninguno. Cuando aprendas a mirar, aprenderás a vivir. Y yo voy a enseñarte.
En ese momento un enorme barullo hacia el centro de la plaza interrumpió al enano y ambos comprendieron que algo grave estaba sucediendo.
—Vamos allá, muchacho. Los tumultos son terreno abonado para gente como nosotros.