XLV

A

l llegar frente al palacio de Félix de Montemayor, marqués de Aljarafe, Francisco de Vargas ahogó una maldición.

Había dejado el carruaje a media legua de allí, pues para llegar desde su casa hasta el imponente edificio había que atravesar una serie de calles demasiado estrechas para el vehículo. No fue ajeno a las miradas de desprecio que le dedicaron los viandantes cuando descendió del carruaje. Los sevillanos odiaban profundamente los coches de caballos y a sus dueños, pues muchas veces se quedaban atascados en los cruces de calles, estorbando el paso de las personas o provocando accidentes. Quienes empleaban ese medio de transporte eran aquellos lo bastante ricos y egoístas para que las incomodidades que causaban a los demás no les preocupasen lo más mínimo. Francisco de Vargas era uno de ellos, y no le importó devolver las miradas de odio a diestro y siniestro. Tal y como lo veía el comerciante, la culpa de la maraña que formaba el plano de Sevilla —y muy especialmente en la zona que rodeaba al monasterio del Carmen, donde estaba la casa del marqués— era del exceso de populacho. Si por él fuera todas las casas de los pobres serían demolidas, y las callejuelas torcidas que las formaban sustituidas por anchas avenidas de adoquines firmes.

«Con echar a diez o quince mil personas de la ciudad podría ser suficiente. Si hay algo que sobra en Sevilla son pobres. Los repondríamos con facilidad», pensaba.

Penó durante un buen rato por las calles mal pavimentadas y sucias, sintiéndose despreciado por todos con los que se cruzaba. El estudiante cargado de libros con toda la vida por delante, el borracho tambaleante que parecía tener el paso más firme que él, la prostituta que le enseñó un pecho que se le antojó burlón y despectivo. Vargas veía en cada uno de ellos un motivo para sentirse miserable. Y al llegar al pie del palacio del marqués, Vargas maldijo porque allí frente a él estaba el que se había convertido en su peor enemigo.

Diecinueve escalones de mármol. Pulidos, resbaladizos y mortales.

A pesar de los cuidados de su esclava, la gota había ido agravándose progresivamente en los últimos meses. Mientras estaba sentado se encontraba bien, pero cuando tenía que caminar le resultaba cada vez más doloroso. Alzar el pie para superar un desnivel, una pesadilla. Y cuando tenía que enfrentarse con una escalinata alta y pronunciada como aquélla, Vargas tenía miedo.

—Tomaos de mi brazo, señor —dijo Groot, que le había acompañado manteniendo a raya a los pilluelos y mendigos.

Vargas lo apartó de un manotazo. Lo último que quería era mostrarse débil en casa del marqués.

—¿Acaso creéis que estoy inválido? Limitaos a esperarme aquí, capitán.

El flamenco se echó atrás con un gruñido exasperado. Vargas se colocó de lado y comenzó a ascender, intentando cargar el peso en el bastón y en el pie sano, alternativamente. Pero por desgracia el miembro gotoso también formaba parte de la desgarbada batalla que libraba con la escalera. Con cada nuevo paso se veía obligado a posar durante unos instantes el pie enfermo, lo que enviaba latigazos de dolor que le atravesaban la pierna, le atenazaban el escroto y se estrellaban contra su nuca, como una maligna serpiente que se hubiera instalado bajo su piel.

Apretando los dientes, Francisco de Vargas contuvo el sufrimiento dentro de sí. Moriría antes de traslucir la tortura que estaba atravesando delante del mayordomo del marqués, que ya le aguardaba en lo alto de la escalinata, con una sonrisa de bienvenida tan falsa como la expresión de imperturbabilidad de su visitante.

—Bienvenido, maese Vargas —dijo el mayordomo, empleando intencionalmente el único título que Vargas poseía oficialmente. El trato de maese, o maestro de un oficio, era lo máximo a lo que un plebeyo podía aspirar conseguir a través de sus méritos. Como cofrade del gremio de comerciantes, Vargas se había ganado ese reconocimiento, que sonaba pobre y estéril dicho en la puerta de un edificio tan imponente como aquél.

—Hace calor —fue todo lo que alcanzó a decir, aún exhausto por la subida de la escalera.

—Enseguida os servirán un refrigerio. Espero que no hayáis tenido dificultad para encontrar la casa. El barrio ha crecido mucho en las últimas décadas.

Vargas poseía una sensibilidad especial para detectar los insultos, incluso los más velados, y aquél era uno de los más sutiles y crueles con los que se había enfrentado. El mayordomo le estaba restregando por la cara el hecho de que el palacio era muy antiguo, como lo era la nobleza de la familia Montemayor. Sí, los pobres podían arracimarse en aquella parte de la ciudad, pero era sólo porque era la más antigua y orgullosa. La zona más moderna y ordenada que rodeaba la catedral y el Palacio Real —donde vivía Vargas— era más del gusto de los nuevos ricos, que pretendían acercarse a la grandeza del rey por proximidad geográfica.

Renqueando por el palacio tras el criado, el comerciante comprobó que estaba en lo cierto. Atravesaron varios salones vacíos, donde el marqués podría haber recibido a su invitado con total comodidad. En su lugar prefirió escoger el lugar más recóndito de la casa para que Vargas tuviese ocasión de ver los cuadros familiares, los iconos, las sillas repujadas, los tapices con motivos de caza, los cuernos de las piezas cobradas. Un desfile suntuoso e interminable, tan desagradable para Vargas como el dolor incesante en el pie.

Finalmente llegaron al salón donde aguardaba el marqués, mirando distraídamente por la ventana.

—Os habéis dejado al perro atado a la puerta. Bien hecho —dijo señalando a Groot, que aguantaba a pie firme junto a la entrada. El marqués se dio una palmada en la rodilla, y rio él solo de su propio chiste con grandes carcajadas.

Vargas se forzó a sonreír, imaginando lo que podría hacer la enorme y ancha espada de Groot con una barriga como la del marqués. Vestía de manera informal, con una simple camisa y unas lujosas calzas de color verde, y se había quitado las botas. Tenía los brazos y las piernas delgados como palillos, lo que contrastaba con su vientre prominente y su rostro rubicundo.

Todo en él le resultaba desagradable a Vargas, desde su porte despectivo hasta el lugar donde vivía, pasando por su inmensa fortuna. Era, como la de muchos otros nobles, algo heredado, basado en la propiedad de la tierra, las cosechas y las rentas que le pagaban los campesinos. Montemayor había nacido rico y noble, había vivido su vida sin preocupaciones y no había dado ni un solo paso para aumentar su riqueza y sí muchos para dilapidarla en cacerías, arte y barriles de costoso tocay. A los ojos de un hombre hecho a sí mismo como Vargas, era un parásito despreciable. Pero el comerciante no se engañaba. Sabía muy bien que el noble pensaba de él en términos contrarios: que era un miserable arribista que se había alzado por encima de su condición. Por eso no entendía muy bien para qué lo había invitado aquella tarde el marqués. Tal vez sólo para reírse de él.

—Sentaos, maese Vargas —dijo el marqués, señalando un asiento junto a él—. Refrescaos un poco.

Apareció un criado con una bandeja de plata en la que había varios recipientes y un cuenco grande y tapado. Al descubrirlo apareció un montoncito de nieve fresca, que el criado sirvió en tazas y espolvoreó con azúcar y canela. Incluso alguien tan inmune contra la ostentación como Vargas se sintió impresionado. La nieve a finales de verano era diez veces más cara que el oro. Miró la taza que le tendía el criado. Aunque no tenía pensado tomar nada, su garganta reseca acabó cediendo a la tentación y la aceptó, sin mirar al sirviente.

—Quince escudos la taza, pero merece la pena, ¿verdad, maese Vargas? No queremos ser los más ricos del cementerio.

—Está exquisita, marqués.

—Soy una persona sencilla, pero me concedo un capricho de vez en cuando, debo admitirlo. No como vos. Siempre a todas partes tan serio, tan circunspecto. Habéis llegado tan lejos desde tan abajo y parecéis no disfrutarlo.

Vargas hizo un esfuerzo por tragar la última cucharada de nieve, pues el insulto le había hecho apretar muy fuerte los dientes. Se preguntó qué sucedería si se pusiese en pie y le aplastase al otro el cráneo con la pesada empuñadura de plata de su bastón. Sin duda lo disfrutaría, pensó. Pero siempre corría el riesgo de que el marqués se defendiese, y los criados le habían visto allí. La muerte de un noble y caballero veinticuatro de la ciudad era algo inaceptable, no como eliminar discretamente a un rival comercial. Tomaría buena nota de cada ofensa, con exquisito cuidado cuando llegase a casa. Ya encontraría la forma de devolvérselas centuplicadas.

—Dios nuestro señor me ha llenado de bendiciones, marqués —se obligó a contestar.

—¿Acaso diríais que estáis satisfecho, entonces? ¿Que no deseáis nada más en la vida?

Aquello fue demasiado para el comerciante.

—Si queréis decirme algo, hacedlo, señoría —gruñó Vargas poniéndose en pie—. De lo contrario, con vuestro permiso, tengo negocios que atender.

—Lo que tengo para ofreceros es un título nobiliario.

Vargas se volvió, incapaz de disimular su asombro. El otro se aclaró la garganta con un sonido áspero e irritante.

—He recibido un encargo personal de Su Majestad. El rey Felipe está considerando nombraros barón en reconocimiento por vuestro largo servicio a los intereses de la Corona de España, etcétera, etcétera, la monserga habitual. Bien, ¿qué me decís? No está mal para un tendero, ¿verdad?

Superada la confusión inicial, los precisos engranajes de la mente de Vargas volvieron a girar a toda velocidad. De pronto todo cobraba un sentido: el menosprecio, los insultos cuidadosamente dirigidos, la puesta en escena. Todo ello correspondía a un calculado y más bien burdo plan.

«Ah, Montemayor, sanguijuela sebosa, no sé con quién crees que estás tratando. Pretendías hundirme en el barro para luego venderme la única camisa limpia de la ciudad. Pobre idiota. Yo llevo jugando a este juego desde antes de que nacieses», pensó.

Con estudiada lentitud, volvió a sentarse en la silla. Sacó su pañuelo y se limpió una imperceptible mancha del jubón, para luego volverlo a doblar y metérselo en el bolsillo. Todo ello sin mirar a su interlocutor, que comenzaba a ponerse nervioso ante el silencio del comerciante.

—Maese Vargas, quiero que entendáis…

—¿Cuánto?

—¿Cómo decís?

—He dicho cuánto. Cuánto piensa sacarme Su Majestad por escribir en un pedazo de papel que ahora la sangre se me ha vuelto azul como por arte de magia.

—Oh, no se trataría sólo del título, sino que también habría adjuntos unos señoríos…

—Terruños yermos sin más que cuatro ovejas y seis campesinos. Nada que valga la pena. El de la tierra es un negocio abocado a la ruina. Repito, ¿cuánto?

Ahora fue el turno del marqués de tragarse el orgullo. No le quedaba más remedio que responder a la pregunta. Mencionó la cifra con ligereza, como si hablase de adquirir un par de guantes nuevos.

—Un millón de escudos.

El comerciante había negociado durante su vida cantidades fabulosas, pero nunca se había enfrentado a una cifra tan descomunal.

Tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlarse y pensar con claridad.

—Por supuesto, si ése es un precio demasiado alto para vos… —atacó el marqués con una sonrisa burlona.

—No, no es un precio demasiado alto. Es la mercancía lo que no está a la altura.

—¿De qué estáis hablando?

—Quiero ser duque.

El marqués soltó una carcajada breve y seca, un ladrido de puro asombro.

—Debéis de estar bromeando.

Vargas guardó silencio y le mantuvo fijamente la mirada, sin pestañear lo más mínimo, hasta que el otro la apartó. Visiblemente nervioso, el marqués se puso de pie y comenzó a dar vueltas por la habitación.

—No, ya veo que no bromeáis. ¿Acaso tenéis idea de la importancia que tiene el título de duque, maese Vargas? ¿Lo absolutamente inusual que sería honrar a un plebeyo directamente con esa posición?

El comerciante sabía muy bien lo que significaba. Llevaba cuatro décadas codiciando ese título, y conocía muy bien los beneficios asociados a él. Entre ellos, que el ducado le colocaría por encima del marqués de Aljarafe y le conferiría la Grandeza de España. El derecho de estar de pie y con la cabeza cubierta en presencia del rey, mirando hacia abajo con desprecio a los que se arrodillaban. No le extrañó lo más mínimo que al marqués no le hiciese gracia la petición.

—Soy consciente de todo, señoría. El rey quiere un millón de escudos. Yo quiero ser duque. Desde mi punto de vista es bastante sencillo.

—¡Una baronía es más que suficiente para un advenedizo como vos!

—No será mucho dispendio de tinta para la Corona, señoría. Al fin y al cabo, barón y duque tienen las mismas letras.

El marqués, exasperado, apoyó las manos en la repisa de la chimenea, sobre la que colgaba una panoplia de armas ricamente repujadas que jamás habían sido usadas en combate alguno. Igual que su dueño, poco acostumbrado a que nadie le plantase cara. Había mandado llamar al comerciante, esperando impresionarle con la riqueza de su palacio, la limpieza de su sangre y la antigüedad de su título. Sin duda creía que tan pronto como nombrase la oferta, el comerciante arrojaría a sus pies el dinero, agradecido de poder entrar en su mundo de privilegios. Por desgracia se estaba dando de bruces con un contrincante muy superior a él.

Carraspeó e hizo un último intento desesperado.

—No sois el único plebeyo rico de esta ciudad.

Vargas se encogió de hombros. Ya había previsto la respuesta.

—Pero sí que soy el único que puede pagar esa cifra. Los dos últimos años han sido malos, en la guerra y en los negocios. Si el rey quiere pagar los créditos draconianos de los banqueros genoveses, tendrá que aceptar mi condición.

—¿Acaso os atrevéis a negociar con Su Majestad, maese Vargas? —dijo el marqués, mirando al comerciante con aire amenazador.

«No, me atrevo a negociar con un asno pomposo que ha recibido un encargo que le viene grande».

—Por favor, señoría, disculpadme. Al fin y al cabo no soy más que un tendero, y obro según mi naturaleza. No todos podemos tener vuestros exquisitos modales de noble cuna.

El marqués lo miró durante largo rato, dudando si responder ante el sarcasmo, pero fue incapaz de pensar en una réplica aceptable. Finalmente se dejó caer en la silla, abatido.

—Tendré que consultarlo con Su Majestad. Y ahora marchaos.

Sacudió la mano para despedir al comerciante, intentando al menos conservar ese último reducto de dignidad.

—Hacedlo, marqués. Y cuando os diga que sí, enviadme una carta con las condiciones —dijo Vargas, renqueando sin prisa hacia la puerta.

—Estáis cometiendo una locura —chilló Malfini agitando el papel entre sus dedos gordezuelos.

—No es ésa la pregunta que os he hecho —replicó Vargas, empecinado.

Llevaban más de una hora discutiendo. La carta del marqués de Aljarafe había llegado al cabo de una semana, y el comerciante había mandado llamar al banquero a su casa inmediatamente. Hacía demasiado calor para estar en el estudio de Vargas, así que se habían sentado en un banco del patio interior. La tarde amenazaba tormenta, y las nubes estaban bajas, plomizas y asfixiantes.

—El rey os ha dado tan sólo ocho meses para satisfacer el pago. Disponéis de poco más de sesenta mil escudos en efectivo en vuestra cuenta. Librándoos de vuestros barcos y las minas que poseéis aún en las Indias podríais sumarle otros trescientos mil.

—¡Esas concesiones valen mucho más!

—A largo plazo es posible, pero ahora el rey está ofreciendo nuevos yacimientos en el Yucatán, cuyo producto no está expuesto a incautación por necesidades de la Corona, como están las vuestras. Es la única manera en la que Felipe conseguirá que se exploten. Si hubierais comprado con esas mismas condiciones…

—No puedo competir con eso —gruñó Vargas.

—Malvendiendo restos de vuestra hacienda aquí y allá sumaríamos otros cuarenta mil. Eso sin tocar ni esta casa ni el negocio del trigo, que sería vuestro único medio de vida tras la compra del título. Eso no debéis tocarlo bajo ningún concepto.

—Añadid los cien mil escudos de mi reserva personal.

El banquero alzó una ceja en señal de desaprobación.

—Incluso cometiendo esa estupidez apenas llegaríais al medio millón. Os seguiría faltando otro medio.

—Puedo pedir un crédito.

—Sin garantías nadie os dará una cantidad así —dijo Malfini, empleando la carta del marqués para abanicarse—. Ni tampoco yo. No os ayudaré a suicidaros económicamente. Hundiríais mi banco también.

—¡Pero pensad en lo mucho que un título ayudaría a nuestros negocios!

—No lo bastante ni lo bastante rápido como para recuperar un milione di scudi.

Vargas contuvo sus ganas de sacudir al obeso banquero. Necesitaba a Malfini más que nunca. Si aquella oferta del rey le hubiese llegado tres años antes, reunir el millón de escudos habría sido mucho más sencillo. En aquel tiempo sus negocios estaban tan diversificados y eran tan grandes que podría haber conseguido crédito de distintos bancos sin que los otros supiesen que se estaba endeudando hasta las cejas. Sin embargo, tras los reveses de fortuna que había sufrido en 1587, la consideración de Vargas entre los banqueros había bajado mucho. Se lo había jugado todo a una carta, concentrando el grueso de sus negocios en el comercio de oro y plata, sólo para encontrarse que el rey le incautaba el cargamento. El soborno y el chantaje le habían ofrecido una vía de escape, y había eludido el embargo a cambio de establecer un mercado de compraventa de trigo, pero sus beneficios estaban lejos de ser tan altos como para afrontar el pago que quería el rey.

Por eso Vargas necesitaba de Malfini, pues al igual que él carecía de escrúpulos y era diez veces más taimado.

«Si no fuera tan cobarde ya sería dueño de media Sevilla, como lo fui yo hace años. Tenía una fortuna que triplicaba la del marqués de Aljarafe, maldita sea. Pero aún soy capaz de humillarlos a todos. Tan sólo tengo que encontrar un modo de poner a este gorrino cebado de mi lado», pensaba Vargas.

Decidió cambiar de estrategia. Siempre había logrado convencer a Malfini a través de una mezcla de dominación y persuasión, pero esta vez no iba a lograrlo de ese modo, simplemente porque el negocio era una locura. La única manera de que Malfini le ayudase era decirle la verdad.

No la auténtica verdad, por supuesto. Vargas jamás reconocería en voz alta que quería ser duque para poder dormir. Para acallar las pesadillas en las que un caballo aplastaba la cabeza de su hermano. Apenas podía reconocerse a sí mismo que, pese a todo lo que había logrado en la vida, jamás había sido feliz ni se había sentido seguro.

No, Vargas no podía contarle esa verdad. Pero podía contarle algo muy parecido a ella.

—Llevo mucho tiempo pagando impuestos a la Corona. La última vez que ese beato meapilas de Felipe me incautó el cargamento de oro estuve a punto de perderlo todo.

—¡Entonces me dais la razón, signore Vargas!

—Muy al contrario, Ludovico. Ya va siendo hora de obtener algo a cambio de mi dinero.

—De más dinero, querréis decir. Mucho más dinero. Más de lo que tenéis —advirtió el banquero.

—Felipe se ha erigido en adalid de la fe católica. Cada moneda de oro que saca de las Indias la malgasta en pólvora y espadas, el muy imbécil. Con que gastase la mitad en tender caminos y levantar talleres, no sólo haría a España la nación más poderosa del mundo, sino que triplicaría sus ingresos con los impuestos.

—¿Y qué pretendéis, sacarle vos las castañas del fuego? —dijo Malfini, incrédulo.

—¿A estas alturas, Ludovico, vais a llamarme patriota? Vendería este país parcela a parcela a los moros y a los ingleses si con eso fuera a obtener un maravedí más de lo que pagase por él.

El banquero soltó el desagradable cloqueo que tenía por risa y Vargas se animó. Estaba llegando a él.

—Eso ya suena más como vos.

—Felipe va a hundir a España, Ludovico.

—¿Qué decís? —Se asombró el otro meneando la cabeza—. El poderío de los tercios…

—El poderío de los tercios se paga, y el rey no podrá pagar siempre. Cuando no haya más dinero, perderemos, como Roma perdió en su día. Tal vez no con este rey ni en este siglo, pero pasará.

—¿Adónde pretendéis ir a parar, signore?

—Seguís sin entender nada. Al igual que España comenzará un día a perder, lo mismo me puede suceder a mí mañana. He capeado todos los temporales, y voto a Dios que han venido mal dadas, Ludovico. Sigo en pie, pero no es suficiente. No he llegado a puerto aún. Si ahora lo perdiera todo, ¿qué me quedaría? ¿Qué he conseguido, aparte de dinero?

Vargas se calló, dejando que el monótono ruido de la fuente y el lejano trajín de los criados preparando la cena en la cocina llenasen el silencio. Transcurrieron largos minutos, en los que Vargas casi podía escuchar pensar a Malfini, mientras sentía cómo su ansiedad interior continuaba creciendo, imparable.

—Tal vez exista una manera. Pero es sucia y complicada.

—¿A qué estáis esperando? ¡Hablad! —le exhortó el comerciante, ansioso.

Ludovico alzó la mano frente a él.

—No, signore Vargas. Antes quiero dejaros algo muy claro. Esta vez no me utilizaréis como lo hicisteis en el asunto de la extorsión al funcionario de la Casa. Entonces no me quedó más remedio que aceptar porque el futuro de mi banco estaba en juego. Pero ahora os jugaréis vos también el cuello conmigo en esto. Es la única manera. Si lo que voy a proponeros lo descubre alguien, vos y yo estaremos colgando del cadalso en menos que canta un gallo. Eso si el populacho no nos destroza antes.

Vargas no respondió. Si había algo que odiase en el mundo era implicarse personalmente en los asuntos más turbios de su negocio. Prefería cargar la responsabilidad sobre sus acólitos, como Groot o Malfini. Por un breve instante se le ocurrió que podía, simplemente, dejarlo correr. Declinar la oferta del rey y dedicarse a crecer en sus negocios durante el resto de su vida. El monarca se lo tomaría como un insulto, y jamás se le ofrecería ningún otro honor ni distinción, pero no pondría todo en riesgo. Y justo cuando se recreaba en esa posibilidad, de sus labios salieron estas palabras:

—Lo haremos a vuestro modo, Ludovico. Sólo espero que no me falléis, o la justicia no tendrá tiempo de cogeros, porque yo personalmente me encargaré de arrancaros el corazón.

El banquero palideció, pero ya era demasiado tarde para retroceder, así que se sobrepuso y decidió huir hacia adelante.

—¿Estáis dispuesto a cualquier cosa por conseguir ese título?

—Mandaría al infierno a cada hombre, mujer y niño de esta ciudad por conseguirlo —respondió Vargas, mirándole fijamente.

Los labios de Malfini se curvaron hacia arriba de forma quebrada, como si su boca estuviese aprendiendo a sonreír.

—Es curioso que digáis eso, signore… porque es muy probable que sea eso justo lo que tengáis que hacer.