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l plan estaba abocado al desastre, pero eso Sancho no lo comprendió hasta el momento en que se vio con un cuchillo en la garganta. Si vivió para ver el amanecer fue por causa de la suerte, no de su astucia o de su ingenio. A pesar de tener una aguda inteligencia, Sancho fiaba demasiadas cosas a la improvisación, cuando no descuidaba directamente los detalles. Aquélla fue la última vez que obraría así, aunque pagó la lección muy cara.
La idea de asaltar la casa de Cajones, el perista, fue de Zacarías. La primera conclusión que Sancho extrajo de aquella noche fue que las ideas del ciego no eran malas, pero requerían ser maceradas y puestas en conserva antes de consumirse.
Esperaron a que fuese de noche, tanto para evitar ser vistos como para conseguir el mayor botín posible. Para ser un negocio tan lucrativo y donde se almacenaba mucho oro, no había demasiada seguridad. Todo el mundo sabía quién era el dueño de aquel lugar, y eso bastaba.
Zacarías llamó a la puerta, como hacía habitualmente. El plan era que nadie debía saber de su implicación en el asunto. Era una figura demasiado conocida por toda Sevilla, y Sancho necesitaba que siguiese libre para moverse a sus anchas por las calles. Por eso cuando Cajones abrió, burlándose como siempre del ciego, Sancho se coló por detrás de Zacarías. Llevaba la espada desenvainada y le apartó de un empellón.
—¡No os mováis! —dijo amenazando a Cajones, que se quedó aprisionado contra el mostrador de madera.
Josué entró detrás de él, y las caras del matón que se situaba siempre junto a la puerta y de Cajones fueron de asombro. No podían creer que un par de desconocidos entrasen en lo que consideraban un lugar inviolable.
—¿Qué diablos hacéis, estúpidos? —preguntó el perista, con la espalda arqueada hacia atrás, intentando evitar la punta de la espada.
—Vamos a desvalijar este antro, señor. Con vuestro permiso, por supuesto.
El matón hizo un movimiento hacia adelante y Josué le retuvo, poniéndole la mano en el pecho. El otro se mantuvo muy quieto, poseído por la cobardía clásica de los bravucones. Una cosa era golpear por la espalda a un viejo ciego y otra muy distinta enfrentarse a un gigante que le sacaba dos cabezas.
—No sabéis dónde os estáis metiendo. No tenéis ni idea de a quién estáis robando, ¿verdad?
—Sabemos muy bien quién es Monipodio, gracias.
Cajones parpadeó, incrédulo.
—No podéis ser tan idiotas como para creer que saldréis bien de ésta. Os sacará los ojos.
—Para eso primero tendrá que cogernos.
—¿Y tú, Zacarías? ¿Estás con ellos? —El ciego negó con la cabeza, pero sus aspavientos no convencieron a Cajones—. Claro que sí. Siempre has sido un resentido de mierda. Verás cuando el Rey descubra que eres un traidor.
En ese momento Sancho recibió a la vez las lecciones segunda y tercera: hay que conocer muy bien el terreno en el que te aventuras, porque puede que el lugar tenga más de una entrada; y en ese caso debes tener a alguien que te guarde las espaldas. Las dos ideas le atravesaron la mente en el breve instante en el que un segundo matón llegó desde la trastienda con una pistola cargada en cada mano. Disparó una sobre Sancho, que pudo esquivar la bala por poco, tirándose al suelo. Josué se hizo a un lado cuando la segunda pistola le apuntó, y la bala terminó en la cabeza del matón al que había estado sujetando. Una flor roja apareció a un lado de la frente del hombre, que puso los ojos en blanco y se desplomó.
—¡Agáchate, Josué!
El negro se arrojó junto a Sancho. Éste intentó por todos los medios sujetar a Cajones, que pretendía huir saltando por encima del mostrador. Le enganchó una pierna, pero el perista le pateó la cara con la otra y Sancho se quedó con un zapato en la mano.
Dudó por un instante antes de seguir a Cajones. El matón que le había volado la cabeza a su propio compañero había demostrado ser un tirador pésimo, pero por torpe o borracho que estuviese era imposible fallar a medio metro de distancia. Si tenía una tercera arma cargada, Sancho cazaría una bala. Pero si no saltaba cuanto antes, el otro tendría tiempo de recargar.
Decidió jugársela y se puso en pie. Cajones había caído del otro lado del contador, y se peleaba con un saquito de pólvora y una pistola. El otro matón hacía lo propio, aunque estaba más cerca de cumplir el objetivo. La baqueta empujó la bala hacia abajo y Sancho oyó el chasquido metálico del martillo encajando en su lugar. Sin tiempo a usar la espada, el joven puso ambas manos sobre el mostrador y se arrojó con los pies por delante sobre el matón, golpeándole en el estómago. La pistola cayó al suelo, disparándose, y el tiro alcanzó a Cajones en el brazo. Fue sólo un rasguño, pero bastó para que el perista aullase como si se estuviese muriendo.
Al ver aquello, el matón al que Sancho había derribado se puso en pie y corrió de vuelta a la trastienda. El joven corrió tras él, pero Cajones lo agarró por el jubón y Sancho respondió propinándole un puñetazo en la mandíbula que lo mandó al suelo.
—¡Vigila a ése, Josué! —exclamó el joven, persiguiendo al matón.
La parte de atrás era un lugar oscuro y estrecho, iluminado tan sólo por el exiguo rectángulo de luz proveniente de la tienda. En la penumbra Sancho tardó en localizar al matón. Temió que éste se estuviera escondiendo para prepararle una emboscada, pero lo encontró revolviendo un lío de ropas sobre el camastro en el que debía de haber estado acostado cuando ellos irrumpieron en el lugar. Al final se dio la vuelta con un cuchillo en la mano, y Sancho recibió su cuarta lección: ve preparado para un lugar estrecho donde no puedas usar la espada. Al ir a lanzarle una estocada, la hoja de Sancho rebotó en un mueble y se quedó enganchada, dejando abierta la guardia del joven. Lo que hubiera sido un enfrentamiento desigual y una fácil victoria para Sancho se convirtió en una pelea encarnizada cuando el matón se arrojó sobre él con el cuchillo por delante, buscando clavárselo en la barriga.
Sancho soltó la espada y se echó hacia atrás agarrando el brazo del matón con ambas manos. Ignoró los golpes que éste le propinó en la cara y en el cuello con la otra mano. Se concentró sólo en desviar aquella punta de acero ennegrecido de sus entrañas, a las que la fuerza bruta de aquel tipo apuntaba sin compasión. El cuchillo vibró en el aire, atrapado entre dos impulsos equivalentes durante unos instantes, aún orientado a la tripa del joven. Cuando parecía que nada desharía el equilibrio, Sancho lanzó un cabezazo certero a la nariz del matón, que se rompió con un feo crujido. Los brazos del hombre perdieron la fuerza de repente, y la punta del cuchillo cambió de dirección, clavándose en su esternón. El matón cayó encima de Sancho en medio de horribles espasmos, y éste se lo quitó de encima como pudo, sofocado por el miedo.
Allí, en mitad de aquella trastienda oscura, Sancho recibió su quinta lección. La guerra y la venganza consisten en matar, y matar es algo sucio y repugnante. Con la sangre del matón rebosándole las manos, y las piernas flojas, se apoyó en la pared para no caer. Las tripas se le agitaron, como si protestasen por el cuchillo que había estado a punto de atravesarlas.
Sin poder contenerse, vomitó.
Cuando pasaron los retortijones y la respiración se le normalizó, Sancho miró la silueta inerte en el suelo. Tan sólo la mano derecha del cadáver quedaba iluminada por la luz procedente de la otra habitación. Se obligó a mirarlo detenidamente. Aquello era para lo que se había preparado durante un año en casa de Dreyer.
Se dijo que no pretendía matarle, que había sido en defensa propia, pero él era el responsable de la muerte de aquel hombre. Se dijo que el muerto era un matón, alguien que vivía para la violencia y seguramente un asesino, pero al fin y al cabo él, Sancho, había iniciado aquella guerra en nombre de alguien que abominaba del uso de la fuerza.
Se preguntó qué pensaría de él Bartolo en aquellos momentos. Si había un cielo y estaba contemplándole desde ahí arriba, ¿menearía la cabeza con lástima o apretaría los puños en un gesto de triunfo?
Sancho volvió a la habitación principal tan sólo un par de minutos después de haberse adentrado en la oscuridad, pero cuando salió ya no era la misma persona. Sentía la cabeza más pesada y era más consciente de su respiración. Los objetos que aparecían ante su vista lo hacían con los bordes más definidos. No era una sensación agradable.
«Te sangra la nariz», dijo Josué, separándose de Cajones y yendo hacia él. Parecía aliviado de ver a Sancho.
«No es nada», respondió el joven también por signos.
Josué miró por encima del hombro de Sancho.
«¿Y el otro hombre?».
«Lo he matado. No quería hacerlo».
El gigantón apretó el hombro de su amigo, un gesto que Sancho no pudo discernir si era de ternura o de lástima. Se estremeció y quiso abrazarle, pero la culpa y la vergüenza se lo impidieron. Además, aún tenía que lidiar con Cajones.
Éste seguía en el suelo, murmurando incoherencias, aún atontado por el golpe que le había dado Sancho. Le obligó a ponerse en pie, sin saber muy bien qué debía hacer a continuación, cuando Zacarías apareció por detrás del perista y lo agarró por la espalda, palpando bien para asegurarse de a qué altura le quedaba el cuello. Cajones manoteó sin fuerzas, intentando librarse.
—¡No! —gritó Sancho, comprendiendo las intenciones del ciego un instante demasiado tarde. Éste enarboló un cuchillo con la mano libre y le rajó la garganta a Cajones, de izquierda a derecha, como quien abre un melón. La sangre brotó espesa y oscura, a borbotones, y el perista cayó sobre el mostrador con un ruido sordo.
—¿A qué viene tanto aspaviento? —dijo Zacarías—. Deberías alegrarte. Este cabrón había intuido lo que tramábamos.
—No era necesario matarle. ¡Estaba desarmado, joder!
—Mira, chico, tal vez no fuese necesario para ti. Pero esta boñiga me ha hecho dormir al raso tantas veces como ladillas tiene una coima de a dos maravedíes. Ya iba siendo hora de que alguien le diese lo suyo.
Sancho observó cómo la mancha escarlata se extendía sobre el mostrador, en consonancia con los negros pensamientos que inundaban su cabeza.
«¿En qué me estoy convirtiendo?», pensó.