XLII

U

na limosna para un pobre ciego!

Zacarías hizo resonar las monedas de su escudilla metálica con un repiqueteo característico que era capaz de elevarse por encima del ajetreo de la plaza de San Francisco. Nunca dejaba más de un par de cobres en ella, para evitar que algún avispado mozalbete se la arrebatase a la carrera. Tan pronto como alguien arrojaba alguna limosna dentro, la recogía y la hacía desaparecer entre sus ropas. Sus oídos estaban tan aguzados que era capaz de reconocer a la perfección la cuantía de la dádiva con sólo escuchar el sonido que hacía al caer dentro del metal, y agradecerlo en consecuencia. Un maravedí apenas recibía una inclinación de cabeza. Un par de ellos provocaban una alabanza. En las raras ocasiones en que una dama acaudalada echaba un real de plata, los efusivos aspavientos del ciego se oían al otro lado de las murallas de la ciudad.

—Ciego, me han dicho que sois clarividente —dijo una voz femenina a su derecha.

—Por supuesto, mi señora —respondió, volviéndose al origen de la voz. Con cuidado descubrió la venda que le cubría los ojos, que eran apenas dos bolas blancas perdidas en un rostro huesudo y demacrado, disfrutando del respingo de susto que provocó en la mujer—. Dios me negó el don de la vista, pero me entregó el de desentrañar los entresijos de su creación. Recito romances o rezo por vos si así lo precisáis.

—¿Podrías decirme qué es lo que llevo dentro? —pidió la mujer, ansiosa.

—Acercad vuestro vientre a mis viejas manos.

La mujer dio un par de pasos hacia él y se estremeció cuando Zacarías puso sus manos huesudas sobre la abultada tripa. La dejó allí posada, mientras salmodiaba una retahíla de latinajos incomprensibles. El tacto del vestido era suave, aunque no de una gran calidad. Las manos de la mujer, que habían guiado las de Zacarías hasta la preñez, eran ligeramente ásperas. El ciego dedujo enseguida que aquella mujer era ama de casa, y no hacía trabajos excesivos aunque no gozaba de una posición demasiado acomodada. Sin embargo, aún precisaba más información para decirle exactamente lo que ella deseaba oír.

—¿Es vuestro primer hijo?

—Será el segundo. El primero fue una niña.

Zacarías sonrió para sus adentros, mientras murmuraba algunos latinajos más. Era todo lo que necesitaba saber.

—Mi señora, en vuestro vientre hay un hermoso varón, que será fuerte y honesto como vuestro esposo. Tendrá el pelo oscuro, y nacerá el día de san Crispín.

La mujer contuvo un grito de alborozo y apretó fuerte la mano del ciego.

—No tengo dinero para daros, pero por favor, aceptad este pequeño dije de plata. ¿Rezaréis por mi pequeño?

—Mi señora, os dedicaré cincuenta rosarios y tres novenas a la Santísima Virgen. No habrá nacimiento más esperado en Sevilla. Todos los santos del cielo estarán con vos, asistiéndoos en tan feliz suceso. ¡Dios bendiga vuestra generosidad!

La mujer se marchó, contenta, y Zacarías comenzó a rezar uno de los rosarios prometidos, oración que interrumpió tan pronto tuvo la certeza de que la clienta estaba lo bastante lejos. Palpó el dije con dedos expertos, se lo llevó a la ganchuda nariz para olfatearlo, lo rozó con la punta de la lengua. Era pequeño, del tamaño de la uña del pulgar, y la plata era de una aleación endeble, pero bien valdría medio real. Había sido un golpe de suerte, tras una semana realmente desastrosa. Aquella noche cenaría una buena sopa caliente.

Permaneció aún media hora más en la plaza, sin decidirse a terminar su jornada. Finalmente se hartó de trazar con la escudilla un arco frente a sí, siguiendo el sonido de sus pasos. A ese truco sólo recurría cuando estaba desesperado, pero aquella tarde no parecía dar resultado.

Estiró los brazos, echando el cuerpo hacia atrás, intentando aliviar su espalda, que se había convertido en una tortura permanente debido a tantas horas a pie firme. Era el momento de recoger el cayado en el que siempre se apoyaba y emprender el camino hacia casa de Cajones, el perista. La punta del palo estaba recubierta de una contera de hierro, la cual servía al ciego tanto de defensa como de mapa de la ciudad. Zacarías conocía a la perfección cada adoquín, cada canalón y cada esquina de aquellas calles. Aquel pedazo de madera era lo más parecido a la vista que aún le quedaba.

Pensó en la criatura que había sentido removerse en el vientre de la mujer un rato antes. Cuando aquel niño tuviese edad para afeitarse, Zacarías llevaría tiempo criando malvas. No esperaba vivir muchos años más, pues ya pasaba de largo los sesenta. Todo a lo que aspiraba ya era un poco de paz, un plato de comida y una cama blanda. Nada de todo esto parecía realmente posible, al menos mientras Monipodio siguiese furioso con él.

Jugueteando con el dije de plata entre los dedos, volvió de nuevo su pensamiento a la madre ansiosa que se lo había regalado. Se preguntó cómo trataría a aquel bebé. Tendría una vida mejor que la suya, eso seguro, pensó con amargura.

Zacarías no había nacido ciego, como le gustaba pregonar. La historia de que Dios le había dado el don de la profecía a cambio del de la vista encantaba a los crédulos ciudadanos de Sevilla, y aliviaba las suspicacias de la Inquisición. Las verdaderas causas de su ceguera habían sido la pobreza y el egoísmo. Cuando tenía tres años, su padre había comprendido que no tenía nada con que alimentarle a él y a sus dos hermanos mayores. Era un cordelero cuyas manos habían comenzado a temblar incontrolablemente el invierno anterior, impidiéndole trabajar. Desesperado, la única solución en la que pensó fue recurrir a la mendicidad, pero eso era algo vetado a los adultos sanos. Sin embargo los niños ciegos podían mendigar en las calles, y tenían asegurado el sustento debido a la lástima que despertaba su condición.

El cordelero acudió a una vieja comadre que le aseguró que los niños no sufrirían. Los dejó a solas con ella, que ató a los pequeños firmemente y después les arrimó una aguja candente a los ojos. El padre se marchó a una taberna lo suficientemente lejana para no escuchar sus gritos.

Dos de los niños no sobrevivieron al dolor y al trauma de aquel día. Sus heridas se infectaron, y murieron antes de un mes. Zacarías lo consiguió, y tuvo que mendigar en las calles desde los tres años para sostenerse a sí mismo y a su padre. Había sido una vida larga y difícil, hasta que se cruzó en su camino un joven hampón llamado Monipodio.

«Ojalá esa rata no hubiese salido nunca del vientre de su madre».

La configuración de los adoquines cambió ligeramente bajo la contera del cayado de Zacarías, y éste dobló la esquina antes de llegar a la calle de las Armas. Se detuvo durante un instante, pues había creído oír unos pasos a su espalda que se detenían cuando él cambiaba de dirección. Eran unos pasos cautelosos, y su dueño parecía caminar con soltura pero sin hacer demasiado ruido, al contrario de la mayoría de los habitantes de aquella ciudad.

Volvió a detenerse, pero los pasos tras él habían desaparecido. Más tranquilo, volvió a torcer el rumbo en la calle de las Cruces. Palpó el muro de su izquierda para asegurarse, pero sólo por costumbre. Había recorrido aquel trayecto cientos de veces, y lo llevaba inscrito en su prodigiosa memoria. El ciego apenas guardaba recuerdo de la luz o de la forma de las cosas. Las gotas de lluvia en los aleros de las casas, los naranjos en flor o la delicada curva del pecho de una mujer eran imágenes que no se grabarían nunca dentro de su mente. En su lugar había desarrollado una gran capacidad para memorizar y contar, y así había terminado metido en problemas.

Cuando conoció a Monipodio —hacía ya casi veinte años—, el joven hampón era el jefe de una pequeña banda de ladrones que reventaban cerraduras y robaban camisas de los tendales. Trabajaban entre la Puerta de la Macarena y la Puerta del Sol, y con lo que sacaban apenas tenían suficiente para ir tirando. Pero Monipodio quería más. Soñaba con una única banda de la que él fuese el único jefe.

Monipodio tenía la paciencia, la astucia y la brutalidad necesarias para la tarea. Fue capaz de unir poco a poco, a lo largo de los años, a ladrones, limosneros, contrabandistas, terceronas y alcahuetas. Cuando surgía alguna oposición, Monipodio la eliminaba de manera notoria, para que todos los bajos fondos de Sevilla tuviesen claro con quién no se debía jugar.

De lo que carecía el hampón era de la capacidad intelectual para gestionar el creciente imperio del crimen. Sevilla era una ciudad de ciento cincuenta mil almas, a quienes cerca de un millar de maleantes de toda índole y condición explotaban como una gigantesca sanguijuela. Y de cada gota de sangre, Monipodio reclamaba su parte. Situado en el centro de una inmensa telaraña, el hampón precisaba de alguien que llevase las cuentas. Cuánto ganaban las meretrices, cuánto debían pagar los bravos que las chuleaban en el Compás. Qué cuota debían satisfacer los pequeños peristas del Malbaratillo por cada uno de los puestos. Cómo organizar los pagos a los alguaciles para tener alejada la maquinaria de la justicia. Dónde colocar cada semana a las bandas de ladrones para que no se hiciesen demasiado conocidos.

El día que llevaron a la Corte a un mendigo ciego y delgaducho llamado Zacarías, de quien se decía que tenía una mente prodigiosa, Monipodio le echó un buen vistazo y luego se rio de él.

—¿Qué diablos va a contar, éste? ¡Si no puede ver ni un ábaco! Sacadle de aquí a patadas.

Los matones agarraron al ciego por los brazos y tiraron de él hacia la salida, pero Zacarías alcanzó a decir algo antes de que le echasen.

—¡La banda de la calle de Arcabuceros os engaña!

Intrigado, el hampón alzó un dedo y los matones se detuvieron.

—¿Cómo sabes eso, mendigo?

Zacarías no podía ver el rostro de Monipodio, pero algo en su voz le dijo que si no daba la respuesta correcta iba a salir de allí con algo más que un par de cardenales. Había dicho el nombre de la banda de Arcabuceros porque era el único que conocía, aunque no tenía la menor idea de si engañaban al Rey de los Ladrones o no. Tenía que pensar a toda prisa.

—Decidme, ¿cuánto os pagan cada mes como tributo, señor?

—Siete escudos, religiosamente.

—¿Y cuál es la tasa debida?

—Ochenta maravedíes de cada escudo que ganen.

Un escudo de oro eran cuatrocientos maravedíes de cobre o doce reales de plata. Zacarías calculó en un abrir y cerrar de ojos.

—Es decir, que ellos dicen ganar treinta y cinco escudos de oro cada mes. Decidme, vos que habéis sido jefe de una banda de ladrones: ¿ganabais siempre lo mismo?

—No, no siempre. Hay veces que se dan golpes mejores, y meses peores.

—Pero sin embargo ellos os dan lo mismo todos los meses. Exactamente la misma cantidad.

Monipodio se quedó boquiabierto, tanto por la velocidad a la que había hecho los cálculos Zacarías como por la astucia que acababa de demostrar. Al jefe de la banda de Arcabuceros se le llamó a capítulo, y quedó demostrado que estaba igualando por lo bajo la cantidad que debía darle al Rey de los Ladrones. Salió del paso sólo con un par de dedos rotos, pues Monipodio estaba inusualmente contento. Había encontrado la herramienta que necesitaba. El ciego también. Para él se había acabado mendigar, pasar hambre y frío.

Zacarías llegó finalmente al lugar al que se dirigía. Dudó un momento antes de llamar a la puerta del perista. Si aquella tarde no se encontraba de humor volvería a hacérselo pasar mal, y suplicarle por cada maravedí. Cajones era un cerdo avaricioso, pero por desgracia no podía acudir a ningún otro tras lo que había sucedido con Monipodio. Finalmente golpeó un par de veces la madera con el cayado. No le quedaba otro remedio.

—Vas a rayarme la puerta con ese palo tuyo, Zacarías —dijo una voz al otro lado. El ciego entró y caminó los cuatro pasos que lo separaban del mostrador.

—A la paz de Dios, Cajones.

—A la paz de tu madre. ¿Qué me has traído?

Zacarías sacó el dije de plata y lo dejó sobre el mostrador. Escuchó como el perista trasteaba entre los cajones que había tras él, que eran los que habían acabado poniéndole el nombre por el que se le conocía en los bajos fondos. Cajones era el perista jefe de Monipodio. Experto fundidor y falseador de joyas, su casa era el lugar por donde pasaban todas las piezas importantes antes de cruzar el Betis y acabar en el lado de Triana, aquello que no hubiera encontrado acomodo en el Malbaratillo. Para el resto de los ciudadanos no era más que un humilde joyero con un negocio ruinoso y poco transitado, que malvivía vendiendo baratijas.

Cajones colocó una pequeña balanza sobre el mostrador y puso el dije sobre uno de los platillos. Apenas hizo ruido al caer.

—Por esta mierda te puedo dar diez maravedíes. Y siendo generoso.

—Vale por lo menos medio real de plata —se quejó el mendigo.

—Son lentejas, ciego. Las tomas o las dejas.

Zacarías tragó saliva con dificultad, y su prominente nuez se agitó arriba y abajo en el delgado cuello. No podía verlo pero sabía perfectamente que Cajones estaba sonriendo, disfrutando con su innecesaria humillación. Era, por supuesto, parte del castigo que Monipodio había dictado contra él, pero el perista se lo estaba tomando como algo personal. Estaba robándole descaradamente siete maravedíes, los que faltaban hasta el medio real. Zacarías necesitaba urgentemente treinta para pagar la casa de huéspedes donde dormía, de la que lo echarían sin contemplaciones si no volvía con el dinero. Se consoló pensando que al menos tenía el resto de las limosnas. Aunque pasase hambre, al menos podría reposar su maltrecha espalda.

—Está bien.

Cajones puso las monedas en el mostrador, y cuando Zacarías adelantó la mano notó como el otro las barría de su alcance, dejando un único y solitario maravedí. Una octava del valor de un panecillo.

—Ésa es tu parte, ciego. El resto es para saldar tu deuda con el Rey.

Zacarías, enfurecido, se dio la vuelta para marcharse cuando algo tiró de él hacia atrás. Alguien había salido de la trastienda, rodeado el mostrador y le agarraba por la ropa. Por el tamaño y el olor a sudor parecía uno de los matones de Monipodio.

—Pensándolo bien, ciego… he decidido que te veo demasiado viejo. A este ritmo tendrías que vivir un par de décadas para satisfacer tu deuda. Regístrale, Patachula.

Un brazo lo aplastó contra la pared. Zacarías notó en la boca el sabor amargo del yeso, mezclándose con el ácido del miedo subiendo desde sus tripas. Aquello no podía estar sucediendo.

—Por favor, mis señores. Necesito ese dinero. Por favor.

La mano del matón siguió registrándole, ajena a sus súplicas. El desagradable cacheo pasó un par de veces por encima del bolsillo oculto en el que guardaba las limosnas, y Zacarías contuvo la respiración. Tal vez aún pudiese escapar de aquélla.

—No lleva nada más —dijo una voz basta y desagradable junto a su oreja.

—No me lo creo. Éste lleva todo el día clavado como un pasmarote en la plaza de San Francisco, y no se pondría tan nervioso si no llevase algo. Sigue buscando.

Zacarías se maldijo mentalmente por haber acudido allí primero, en lugar de haber pasado antes por la casa de huéspedes. Los escasos maravedíes que guardaba en el bolsillo secreto era todo lo que tenía en el mundo. Si aquellos malnacidos lo encontraban, aquella noche dormiría en la escalera de una iglesia, como los más desesperados de entre los mendigos. Y al día siguiente el cuento volvería a comenzar.

—¿Tanto os paga Monipodio para que me tratéis así? —gimió el ciego.

—A Monipodio le da lo mismo si te cantamos salmos o te damos de palos. Lo único que quiere es recuperar los noventa escudos que perdiste. La cortesía va por cuenta de la casa.

Con un gruñido de triunfo, el matón palpó bajo las mangas de la túnica de Zacarías. Había localizado una zona más dura al tacto, hábilmente camuflada junto a la costura. El ciego notó como una punta de acero desgarraba la tela a menos de un dedo de su axila, dejando caer las monedas al suelo.

—¿Has visto, Patachula? —dijo el perista con una risa cruel—. El árbol siempre suelta fruta si lo sacudes bien fuerte. Y ahora échalo de aquí.

Zacarías sintió como lo agarraban por la ropa y lo lanzaban hacia adelante. Aterrizó sobre el desagüe que cruzaba la calle, quedando empapado y desorientado. A su espalda sonó un gran portazo, que al pobre ciego le supo a derrota y desconsuelo. Allí tendido, con las rodillas magulladas y el alma llena de humillación, deseó morir.

De pronto sintió como unas enormes manos lo alzaban tan fácilmente como si fuese una pluma. Embargado por el terror, sin conocer qué nueva amenaza era aquélla, Zacarías luchó por respirar. Su captor le llevó en volandas durante lo que al mendigo se le antojó una eternidad, pero que no fueron más de un par de minutos. Finalmente se detuvieron, y el ciego se encontró de nuevo con los pies en el suelo. Las rodillas le temblaban y estuvo a punto de desplomarse. Alguien le colocó de nuevo el cayado entre los dedos y se apoyó en él a duras penas.

—Sujétale, Josué. Parece que nuestro nuevo amigo no se encuentra bien —dijo una voz frente a él. Tenía un tono juvenil, metálico y vibrante, y denotaba una extraña firmeza. Aunque Zacarías estaba seguro de no haber oído nunca antes aquella voz, había algo en ella que le transmitía confianza.

La enorme mano se apoyó en su hombro, esta vez con mucha más delicadeza.

—¿Quiénes sois?

—Amigos, maese Zacarías —respondió el joven—. Y por lo que se ve, vos andáis necesitado de ellos.