XL

P

ara Dreyer, el día en que golpeó a Sancho fue un día extraño. Había martilleado demasiadas veces sobre un hierro como para no reconocer un buen material. La mejor ánima, la que es capaz de ofrecer un acero más templado y resistente, debe ser fraguada muchas más veces que las destinadas a espadas de inferior calidad.

Aquel joven —debía contenerse para no verlo como un niño— tenía algo especial en su interior.

El primer indicio con el que Dreyer comenzó a confirmar lo que ya había intuido lo recibió el día en el que inició a Sancho en las pruebas del suelo. Las complicadas formas geométricas trazadas sobre los adoquines estaban diseñadas para marcar los movimientos de los esgrimidores. Nada hay más difícil a la hora de empuñar una espada que saber qué hacer con los pies.

—Los pies son los que ganan las peleas, aprendiz. Un paso hacia adelante, los dedos mirando hacia el contrario. ¡Atrás de nuevo!

Sancho se movía con celeridad sobre la malla de yeso, ocupando únicamente los espacios vacíos, sin pisar ni una sola raya. Había memorizado los complejos dibujos casi desde el principio, y Dreyer lo había visto repitiéndolos a pequeña escala en la arena que rodeaba la casa. Si el herrero hacía notar su presencia, el joven borraba los trazos a toda prisa, como si tuviese miedo de que fuese a reñirle por sacar aquel arcano conocimiento de la sala de entrenamiento. Dreyer sonreía para sus adentros y fingía no darse cuenta.

Comenzó empleando una espada sin apenas filo, cuya punta terminaba en un botón. La manejaba firme, lejos de la agarrotada inseguridad con la que todos los novatos se enfrentaban a un elemento al que no estaban acostumbrados.

—La empuñadura es como un pajarillo, aprendiz. No la aprietes tan fuerte que la ahogues ni tan suave que la dejes escapar.

Dreyer se acercó a Sancho y extendió la espada. Mandó a su alumno hacer lo mismo, y después girar sobre sí mismo.

—El círculo cuyo radio es suma de la distancia de tu brazo y el largo de tu espada es tu lugar sagrado e inamovible. Tienes que conocer todo lo que ocurre dentro de ese círculo. Cómo es el suelo, si hay obstáculos u objetos que sirvan como arma o te puedan hacer tropezar. Cuando el círculo de tu oponente intersecciona con el tuyo, cuando vuestras espadas pueden tocarse, entonces has entrado en el sentimiento del hierro. —Rozó la punta de la espada de Sancho con la suya—. ¿Has notado eso? ¿La vibración que ha llegado a tu muñeca a través de la hoja de la espada? Puedes saber muchas cosas a través de lo que tu arma te comunica. ¿Lleva tu adversario el arma afilada? ¿Se confía a la fuerza como los perdedores o prefiere la técnica y la velocidad? Te enseñaré a apreciar eso con los ojos cerrados, muchacho. Eso es el sentimiento del hierro.

—¿Y la mano izquierda?

—Tiene que servirte de equilibrio, y también como arma secundaria. Puedes llevar en ella algo que sirva como escudo, o enrollar en torno a ella tu capa para protegerte. Cuando hayas aprendido a usar la diestra en condiciones te enseñaré a usar una daga vizcaína en la zurda.

—No parece gran cosa —dijo Sancho mirando la pequeña hoja, de palmo y medio de largo, que el herrero llevaba casi paralela a la pierna.

—¿Estás seguro de ello, muchacho? Prueba a tirarme una estocada.

Sancho se lanzó hacia adelante, pero Dreyer hurtó el cuerpo hacia un lado y le trabó el acero usando sólo la vizcaína. Con la otra mano le estampó al joven una bofetada, más humillante que dolorosa. Los ojos del joven relampaguearon de furia, pero tuvo que tragársela, junto con sus palabras anteriores.

—No es cuestión de tamaño, aprendiz. Es lo que haces con ella lo que importa.

Cada día, Sancho trazaba mandobles inexpertos en el aire con fría calma. Atacaba las dianas pintadas en la pared y a los muñecos siempre un poco más despacio de lo que hubiera sido deseable, y Dreyer se preguntaba por qué. Casi todos los aprendices soltaban tajos a diestro y siniestro como si les fuese la vida en ello, acabando agotados y doloridos al poco rato de comenzar. Sin embargo, Sancho economizaba sus movimientos al máximo. No cabía duda de que había cobrado conciencia de lo que pesaba una espada la primera vez que el herrero le había obligado a sostenerla en posición de combate durante horas. Desde entonces no gastaba ni un gramo más de fuerza del que era necesario. Aquel comportamiento era tan extraño —y a su manera, tan acertado— que Dreyer tuvo que discurrir nuevas maneras de provocar al joven para intentar romper el escudo de calma con el que se rodeaba. Le insultaba, le atacaba por detrás, le golpeaba cuando estaba dormido enviándole a correr en mitad de la madrugada. Ninguno de aquellos trucos dio resultados significativos. Tan sólo cuando Dreyer mentaba a su madre el joven se ponía como loco, y comenzaba a pelear más con la furia que con la cabeza, abriendo enormes brechas en sus defensas.

Luego estaba la cuestión de la iniciativa.

Al principio, el chico obedeció todas las órdenes de Dreyer al pie de la letra. Cuando le mandaba ejecutar una filigrana o un juego de pies, lo hacía sin rechistar. Pero con el paso de las semanas, Dreyer observó cambios sutiles en la manera de responder a sus órdenes. Movimientos de espada que él daba por supuestos, pasos de la defensa al ataque que le parecían insuperables, posturas que no admitían discusión. Todo lo que él había dedicado una vida a construir, regular, tasar y medir era cambiado sutilmente frente a sus ojos. Cada minúscula novedad estaba orientada a la economía y la sencillez. No cabían florituras en la mente del joven. Todo lo que deseaba era hallar el camino más corto entre la punta de su espada y el corazón del adversario.

—¿Cuáles son las partes de una hoja? —gritaba Dreyer mientras Sancho hacía flexiones sobre los adoquines.

—¡Tercio débil, medio y fuerte!

—¿Cómo paras una estocada alta?

—Trabar en tercio medio.

—¿Y si el adversario mantiene el trabado?

—Depende, maestro —dijo Sancho, respirando entrecortadamente por la boca—. Vos me enseñasteis a tirar de la zurda y rajarle los riñones. Pero para evitar que él tire de la suya, lo más rápido es una patada en los huevos.

El día en el que cruzaron por primera vez aceros con punta real, Dreyer rozó simplemente con la suya la espada de Sancho y aguardó a que el muchacho atacase, pero éste se limitó a clavar en él fijamente sus ojos verdes y esperar. Incómodo, el maestro cambió el peso de un pie a otro, momento en el que el aprendiz lanzó una estocada media, rápida como una centella. Dreyer se vio obligado a apartarla a un lado abriendo ligeramente la guardia por su derecha, descubriendo intencionadamente un hueco que cualquiera hubiera aprovechado. Sancho amagó con un brazo hacia el espacio vacío, y Dreyer mordió el anzuelo de manera inocente, tapándolo de manera instintiva. Cuando se quiso dar cuenta tenía la punta de la espada del joven a media pulgada de su peludo antebrazo.

—¿Qué cojones haces, aprendiz? ¿Se puede saber por qué te has detenido?

—No voy a heriros por un entrenamiento, maestro —respondió Sancho confundido.

—¿A qué diablos te crees que estamos jugando? Aquí se aprende a matar. La próxima vez que me puedas marcar un brazo me lo marcas, así me obligarás a espabilar.

Sancho sonrió con suficiencia y la punta de su hoja bajó un par de dedos. En ese momento Dreyer le lanzó una combinación de tres estocadas superiores y una inferior que obligaron al muchacho a retroceder, tropezando con uno de los muñecos de entrenamiento. Despatarrado en el suelo, el joven se encontró con el hierro del maestro apoyado en la garganta. Con parsimonia, el herrero le marcó justo en el centro de una de las cicatrices que le habían quedado de la peste. Por el cuello de Sancho rodaron un par de minúsculas gotas de sangre.

—Y esto te quedará como recuerdo de la lección.

Poco a poco Dreyer dejó de considerar las clases con Sancho una obligación. A los seis meses, la mitad del tiempo que el joven iba a dedicar a su aprendizaje, no sólo disfrutaba con cada nueva sesión sino que cada noche esperaba con ansiedad que llegase el día siguiente para volver a trabajar con su pupilo. Cuando llegaban clientes para encargarle nuevos trabajos de armería, se sentía frustrado si tenía que pasar tiempo en la fragua lejos de las clases. En esas ocasiones envidiaba secretamente a Sancho, que aprovechaba esas jornadas practicando por su cuenta.

El maestro se había dado cuenta de qué material tenía entre sus manos. Aquel joven era simplemente un genio, que tomaba de él las enseñanzas que le convenían, desechaba lo que no le gustaba y encontraba sus propios caminos para todo lo demás, a menudo tras una fuerte discusión. Dreyer mantenía —a la manera de los maestros italianos y españoles— que clavar la punta era el único medio práctico de herir y matar.

—El único objetivo del filo de la espada es que nadie te la arrebate de las manos.

—Pero bien empleado puede utilizarse para hacer mucho daño también. Un buen corte en la espalda…

—¿Tú sabes cuántas capas hay entre el filo y las zonas blandas del cuerpo, aprendiz? Primero tienes que atravesar el jubón, lo cual es complicado si es de cuero. Luego tienes la camisa, y debajo la piel y la capa superior de grasa, que normalmente ocupa un dedo de grosor. Tirando una estocada a gran velocidad, la hoja tiene casi imposible llegar a las vísceras o al corazón. Eso si consigues que no rebote en las costillas. Tú usa la punta.

—Pero siempre están el cuello y las muñecas. Y las venas bajo los brazos. Y no sólo está el daño que infliges, sino también el dolor. Lo que siente el adversario. Lo que pasa dentro de su cabeza —insistía Sancho, testarudo. Luego probaba estocadas transversales en los muñecos de entrenamiento, ante el aparente desdén del maestro, que para sus adentros admitía que muchas de las técnicas que el joven desarrollaba eran tan simples como brillantes. Hubiera muerto antes que admitir nada de eso en voz alta.

«Toda la vida esperando a que surja alguien así entre tus alumnos. Toda la vida, y tiene que surgir ahora, al final. Cuando ya estoy viejo y agotado, cuando ya he dejado de creer».

Por las noches, cuando abandonaban agotados el entrenamiento, se arrojaban sobre lo que Josué había cocinado. Cuando llegaron el verano anterior hubiera sido inconcebible para el herrero sentarse a la misma mesa que dos desharrapados galeotes, y mucho menos si uno de ellos era negro. Con el paso del tiempo los prejuicios de Dreyer se fueron debilitando con cada nuevo plato que Josué les ponía delante.

Incluso acabó reconociendo a regañadientes que el gigantón era un cocinero pasable.

—Emplea demasiada cebolla en todo. Así no hay quien saboree un buen estofado. Pero casi está comestible.

Un día de invierno, sin más ceremonia, invitó a ambos a acompañarle en el banco corrido que había en la mesa de la cocina. La incomodidad de los primeros días se fue derritiendo. Al llegar la primavera las cenas en casa del herrero se habían convertido en momentos de camaradería. Dreyer solía entonar himnos militares de su Flandes natal, canciones que hablaban de la derrota de los españoles y la restauración del orgullo patrio. Sancho y Josué escuchaban sin comprender, conmovidos por la hondura y la nostalgia que desgarraban la voz del herrero. Sin embargo Dreyer nunca les contaba historias de sí mismo, por más que a ambos les hubiera gustado conocer las razones que habían llevado al antiguo maestro de esgrima a un exilio tan lejos de su tierra. Más allá de lo que Sancho había conseguido averiguar el día que comenzó su entrenamiento.

Antes del fin de la velada, Sancho siempre se escurría afuera mascullando alguna excusa. En ocasiones el herrero le seguía a distancia. El joven siempre se dirigía a la fragua, donde se sentaba en la plataforma de piedra que daba al valle. En aquel lugar, el mismo desde el que el herrero les había visto por primera vez, Sancho observaba atentamente la oscuridad. En las noches claras, cuando la luna teñía de un matiz azulado los tejados de Sevilla, podía pasarse allí varias horas. Dreyer se preguntaba qué pensamientos pasarían por la cabeza del muchacho en aquellos momentos.

Una mañana de verano, el herrero llamó al joven a la forja y le mandó poner el pie sobre el yunque. En pocos minutos consiguió liberar la extremidad de la argolla, que cayó al suelo con un estridente sonido metálico. Sancho se acarició con las yemas de los dedos la zona de piel donde había estado la argolla, que había quedado blancuzca y ligeramente hundida. Nunca le volvería a crecer el vello en esa parte.

—A tu amigo ya le saqué la argolla hace un rato. Será mejor que ambos evitéis que nadie vea nunca esa marca, Sancho. No sería demasiado difícil atar cabos.

El joven alzó la vista hacia Dreyer, sorprendido. Era la primera vez que el herrero le llamaba por su nombre. Entonces comprendió.

—Ya ha pasado un año.

—Ya no eres un aprendiz.

—Ése fue nuestro acuerdo, en efecto —dijo Sancho con un ligero temblor en la voz.

—Quiero que te quedes. Es decir, me gustaría que os quedaseis el infiel y tú.

—A mí también me gustaría.

—Tienes mucho que aprender. Apenas te he enseñado los rudimentos de las armas secundarias, y desde luego tu puntería con pistola es un auténtico desastre.

Sancho asintió, incómodo. En efecto, se había sumergido tanto en el estudio de la espada que apenas habían dedicado tiempo a otras armas. Y a diferencia de la esgrima, las armas de fuego le parecían instrumentos burdos, lentos e imprecisos. No les había tomado cariño, ni ellas a él.

—Me gustaría preguntaros si ya me veis preparado para enfrentarme a otros.

Dreyer se rascó la cabeza y miró al joven de pies a cabeza. Había crecido un par de pulgadas, tenía la espalda más recta y sus hombros se habían ensanchado. Tras tanto correr a pleno sol, la palidez rojiza con la que se había presentado ante su puerta había desaparecido. En su lugar una piel morena recubría unos músculos nervudos y alargados.

Apartó la vista, dudando sobre qué decir. La mayor dificultad que había acarreado la enseñanza de Sancho era que en todo aquel tiempo sólo se había enfrentado a él. A diferencia de cualquier academia, en la que había diversos alumnos de los que aprender y con los que ponerte a prueba, en casa del herrero sólo había habido un único contendiente, si bien era uno formidable. El chico necesitaría muchos meses y combates a cara de perro antes de alcanzar su verdadero potencial. Pero poseía unas manos veloces, una mente aún más rápida y sobre todo una calma gélida.

—Necesitas más entrenamiento.

—Pero…

—Te veo capaz de defenderte, si eso es lo que ibas a preguntarme. Si no haces tonterías, igual llegas a viejo. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de los espadachines legendarios?

—Para ser leyenda tienen que hacer alguna estupidez.

—Exacto. Es fácil acordarse de quien se enfrentó en solitario contra siete u ocho. Pero por bueno que sea él o malos sean los otros, alguno alcanzará a pincharle en los hígados. Que nadie te recuerde, Sancho.

El joven sonrió.

—He de marcharme ya, maestro. Tengo que saldar mi deuda.

—Antes de que te vayas me gustaría que recordases una cosa, Sancho. Tu amigo no murió por tu culpa.

Sancho le miró sorprendido, pues aunque le habían contado su historia a Dreyer, hasta aquel momento no había hecho ningún comentario.

—Fui yo quien ideó el plan para robar los documentos del banco. De no haberlo hecho seguiría vivo.

Dreyer carraspeó y tomó un pedazo informe de hierro, colocándolo sobre las brasas para que fuese cogiendo calor.

—Hay una lección que no te enseña el camino de la espada, Sancho, sino el camino de la vida. Y es que lo más difícil que hay es perdonarse a uno mismo.

—Eso no le devolverá la vida a Bartolo.

El herrero inclinó la cabeza, pues era lo que esperaba. Ambos guardaron un incómodo silencio.

—Será mejor que avise a Josué y nos preparemos para el camino —dijo Sancho dirigiéndose a la puerta del taller.

—Aguarda un momento.

Dreyer rebuscó en las baldas situadas bajo el gran banco de herramientas y sacó un bulto alargado, envuelto en tela de arpillera. Lo puso en manos de Sancho, que reconoció al instante el peso del objeto.

—Maestro…

—Calla. Limítate a abrirlo.

Sancho tiró de las cuerdas con dedos impacientes. Cuando se deshizo del primer envoltorio se encontró con una segunda capa con una tela mucho más suave.

—No quería que destacase demasiado cuando anduvieses por los caminos.

El joven colocó el bulto sobre el banco de trabajo y descubrió lo que envolvía la segunda tela. Enfundada en una vaina de cuero sencilla, reposaba una espada ropera de lazo. Tanto el pomo como los gavilanes estaban desprovistos de todo adorno. La bruñida superficie estaba surcada de centenares de minúsculas abrasiones, que indicaban que la espada había participado en muchos combates. La empuñadura había sido sustituida recientemente por un recubrimiento de cuero reciente, y las delgadísimas tiras que lo formaban estaban recubiertas de un ligero tinte oscuro. Extrajo la espada de la vaina, que estaba tan engrasada que apenas emitió un leve susurro. La hoja era firme y flexible, tan equilibrada que Sancho casi no notaba el peso, como si fuera una extensión de su brazo. Aquélla era una arma extraordinaria, que valía el salario de un hombre durante siete u ocho años.

Se volvió hacia Dreyer, quien simulaba colocar unas herramientas al otro extremo del banco.

—Ésta fue mi espada —dijo sin volverse, intentando que la emoción no le embargase—. La hice yo mismo. No tiene adornos ni inscripciones, pero está bien templada. Nunca me gustaron las armas con muchas florituras ni joyas.

El joven volvió a colocar la espada en la vaina con respeto reverencial. Dreyer se apartó aún más, inclinándose sobre la fragua para encender el fuego. Intentaba evitar a Sancho, pero cuando se dio la vuelta éste le arrojó los brazos alrededor del cuello y le dio un potente abrazo, al que el herrero respondió tímidamente dándole una palmadita en la espalda.

—Es suficiente, muchacho. Venga, lárgate, que tengo trabajo. Este hierro no se va a fundir solo.

Una hora más tarde, Sancho y Josué emprendieron la marcha. Dreyer los despidió con la mano desde la puerta de la herrería, volviendo enseguida adentro. Los observó mientras recorrían el camino hacia la ciudad, hasta que no fueron más que un par de puntos minúsculos en el valle.

Cuando desaparecieron, abandonó las tenazas y la fragua. Pasó junto al melocotonero que se aferraba a la vida a un lado del camino. Era casi tan alto como Dreyer. Josué había procurado cada día que tuviese agua suficiente, lo había atado a un poste para que creciese fuerte y recto, y que el viento no lo truncase. Ahora todos aquellos cuidados le correspondían a él.

«Quién hubiera dicho que un árbol pudiese crecer en un terreno tan baldío», se asombró por enésima vez.

Fue a la sala de entrenamiento. Bajo el emparrado comenzaba a hacer calor de nuevo. Dreyer recogió uno de los brazaletes con los que se protegía las muñecas cuando practicaban con el arco, y lo colgó en el lugar que le pertenecía en la panoplia. Al alcance de la mano quedaba uno de los juegos de pistolas con los que había previsto volarse la tapa de los sesos en el mismo momento en que supo que su hijo había muerto, un año atrás. Algo que Sancho había adivinado, y que su presencia y su aprendizaje habían contribuido a evitar. Algo que tal vez hubiese sido el propósito último de su hijo.

La descolgó y se quedó mirando el cañón durante un largo rato, reflexionando sobre el último consejo que le había dado a Sancho acerca de la capacidad de perdonarse a uno mismo. Cerró los ojos, y creyó escuchar los ecos aún no extinguidos del entrecruzar de las espadas.

«Tal vez aún quede esperanza. Tal vez aún pueda tener sentido».

Cuando regresó a la forja, las lágrimas le rodaban por las mejillas.