XIX

S

i Bartolo notó la cojera que arrastró Sancho durante un par de días, no dijo nada. El muchacho se alegró, pues cada vez que recordaba el incidente del huerto sentía una tremenda vergüenza, y hubiera odiado contárselo a Bartolo, que se habría burlado de él. Se juró que jamás volvería a acercarse a Clara, pues hubiera sido incapaz de dirigirle la palabra sin enrojecer hasta las orejas.

Para olvidar, se sumergió en los naipes, que fueron una de las partes más divertidas de su aprendizaje como ladrón. Dominar las sutilezas del parar o del andaboba, dos de los juegos más populares entre los apostadores, le llevó pocas horas. Pero con Bartolo todo estaba relacionado con el engaño, así que también le mostró cómo hacer trampas con suma habilidad. Desde marcar las cartas con hollín para reconocerlas por el anverso hasta colocarlas convenientemente mientras simulaba barajar.

Cuando el muchacho le hizo un pase de manos sustituyendo una carta por otra ante sus narices —un ardid completamente original que Sancho se había inventado sobre la marcha—, Bartolo soltó un silbido de admiración.

—Con mis dedos gordezuelos yo no puedo hacer muchos de estos trucos —se lamentó el enano levantando la mano.

—¿Por eso pierdes siempre? —espetó Sancho, un poco temeroso ante cuál podía ser la reacción de su maestro. Sin embargo éste no se lo tomó mal.

—Pierdo siempre porque a la gente con la que yo juego no se le puede hacer trampas.

—¿Porque las conocen todas?

—Porque si te pillan te tiran al río. Por dos sitios a la vez.

Sancho se preguntó con qué clase de animales jugaba Bartolo, capaces de matarte por unos reales. Y más importante aún, por qué su amigo insistía en mezclarse siquiera con ellos. Por desgracia no iba a tardar en descubrir la respuesta a ambas preguntas.

Ocurrió un domingo, cuando se disponían a colarse en la Iglesia del Sagrado Corazón para desvalijar las cestas de la colecta. Sancho había ideado una estratagema consistente en atarse una pala de madera al antebrazo, y Bartolo había gruñido con aprobación, secretamente entusiasmado ante la iniciativa de su aprendiz.

Mientras aguardaban con el resto de los fieles que hacían cola para entrar en el templo a misa de doce, oyeron una voz ronca y desagradable que llamaba a Bartolo. El enano se dio la vuelta y puso mala cara. Tomando a Sancho del brazo le obligó a salir de la fila. En un callejón cercano, medio oculto tras una esquina encalada, les observaba un hombre. Mientras se acercaban a él, Sancho sintió miedo. Llevaba un sombrero de piel marrón muy gastado y una camisa entreabierta que desvelaba el pecho peludo. Vestía gruesas botas de campaña y del cinto le colgaba una espada morisca basta y curva, sin vaina. La hoja desnuda aparecía llena de centenares de incisiones, prueba de que se usaba muy a menudo.

Pero nada de eso fue lo que asustó a Sancho, sino el rostro del hombre. Tenía una barba negra e hirsuta partida por una boca de labios gruesos, como una herida roja y cruel. Los ojos, profundos y oscuros, quedaban escondidos en dos cuencas sombrías. Todo en su porte sugería brutalidad.

—¡Maese Bartolo! —dijo el barbudo, con una mueca aviesa—. Me gustaría intercambiar unas palabras con vos. A solas, si no os importa.

—No tengo secretos para mi aprendiz —respondió Bartolo señalando a Sancho.

—No me cabe duda, amigo mío. Pero yo sí los tengo.

De mala gana, Bartolo se volvió hacia Sancho.

—Espérame a la puerta de la iglesia mientras yo hablo con el maestro Monipodio.

¡Monipodio!

Sancho ya había oído el nombre del hampón más famoso de Sevilla mucho antes de que Bartolo le describiese su famosa Corte. Vivía en un lugar ignoto del barrio de Triana, en lo más recóndito de su dédalo de callejuelas. Había formado un auténtico gremio de ladrones, capaces de llevar a cabo hazañas imposibles para una pareja de solitarios como el enano y su aprendiz. A su servicio estaban desde peristas capaces de mover las más extrañas piezas robadas hasta cerrajeros capaces de abrir cualquier puerta, llamados apóstoles en la jerga del oficio. Toda clase de criminales especializados pasaban por su casa y le rendían tributo. A cambio recibían su protección y mantenían lejos a los alguaciles, todos ellos a sueldo del Rey de los Ladrones. Bartolo no era uno de ellos, por razones que nunca le había explicado.

El enano y el hampón se habían apartado hacia el interior del callejón, lejos de los oídos de Sancho. Éste simuló regresar hacia la iglesia, pero en lugar de ello torció en la siguiente esquina y corrió en paralelo a donde ambos se encontraban. Quería saber de qué estaban hablando. Al final de la manzana encontró una escalera que subía hasta el segundo nivel. La subió a toda velocidad y se encaramó al tejado, apoyándose peligrosamente sobre una maceta atestada de geranios. Una teja resbaló bajo sus pies y fue a estrellarse en la calle, tres metros más abajo.

«Despacio ahora. Que no me oigan acercarme».

Caminó encorvado, escogiendo dónde ponía los pies para evitar hacer ruido. Al llegar al borde del edificio pudo ver parte del callejón donde Bartolo y Monipodio hablaban. Al hampón no se le veía, pero el enano aparecía nervioso, cambiando el peso de un pie al otro.

—¿Habéis hallado ya cómo pagarme? —estaba diciendo Monipodio.

—Tengo un par de golpes entre manos.

—Vaciando cepillos no vais a juntar trescientos escudos, maese Bartolo.

—Se trata de algo más sustancioso.

—Tendríais que tener menos mala cabeza con los naipes o más suerte con los robos. Vuestra deuda empieza a ser demasiado molesta, demasiado pública. No puedo permitir que me acusen de blando, maese Bartolo.

—No hay demasiadas posibilidades de eso —dijo el enano, sarcástico.

El otro soltó una risa desagradable y sin humor que a Sancho le provocó escalofríos.

—No, supongo que no. Me gustáis, enano. Sois ingenioso, y los tipos divertidos son mi debilidad. Ya sabéis que hay una posibilidad de que os perdone lo que me debéis.

—¿Y cuál sería ésa, maese Monipodio?

—Uníos a mi Corte. Dicen que el niño es un diamante en bruto. Podría dar buen uso a una pareja habilidosa como vosotros.

«No, Bartolo. Dile que no».

—De lo contrario supongo que soltaréis a los perros de la esquina, ¿verdad?

Sancho volvió la vista a su derecha. En la esquina contraria a la iglesia, dos figuras oscuras no quitaban la vista de la escena que transcurría en el callejón. Desde arriba Sancho apenas veía un par de sombreros y capotes, pero le invadió una sensación de miedo.

—Catalejo y Maniferro son unos buenazos, como muy bien sabéis. No creo que os causen ningún problema en cuanto os unáis al gremio. En cuanto me juréis lealtad.

Bartolo se pasó la mano por las mejillas, más nervioso que nunca.

—Dadme unos días para pensarlo.

—Tenéis hasta el próximo viernes. Ese día me traeréis los trescientos escudos o entraréis en mi Corte.

Los pasos de Monipodio resonaron en el callejón mientras se alejaba. Bartolo, sin embargo, permaneció cabizbajo en el mismo sitio durante un par de minutos.

—Anda, baja —dijo finalmente, alzando la vista hacia Sancho, que no se había atrevido a moverse durante todo aquel rato—. Antes de que te rompas algo. Y la próxima vez que subas a un tejado sácate las botas, que haces más ruido que el Turco cargando. Ahora ya lo sabes todo, muchacho —añadió cuando Sancho, algo avergonzado de que le hubiera descubierto, llegó junto a él—. Tenemos que aguzar el ingenio y dar un buen golpe en un par de días o tendremos que trabajar para ese animal.

—No veo por qué me ha de tocar a mí cargar con tus deudas. —Sancho, ofendido, lanzó un puntapié a una piedra, que rodó hasta desaparecer en un charco de meados.

—Porque eres mi aprendiz y es la costumbre. O eso o te largas de Sevilla con viento fresco. Pero tú no dejarías al viejo Bartolo, ¿verdad?

Hubo un incómodo silencio.

—¿Por qué nunca has querido entrar a formar parte de la Corte? —preguntó Sancho para romper la tensión.

—Ya fui parte de una Corte hace mucho tiempo —contestó el enano con la mirada perdida—. En otra vida, en otro lugar.

Sancho calló durante un rato. Ya se había temido que el enano le respondería con una de sus habituales evasivas. Pero para su sorpresa, Bartolo siguió hablando.

—No quiero tener nada que ver con Monipodio, porque ha convertido el noble arte del robo en una empresa. Él se sienta en su casa de Triana mientras otros se juegan el tipo haciéndole el trabajo sucio, por miedo a sus matones.

—¿No viven mejor los ladrones ahora? ¿No están protegidos de los alguaciles?

Toda la ciudad sabía que los alguaciles recibían un salario extraordinario por parte de Monipodio para mirar hacia otro lado cuando cometían sus tropelías. Muy pocos eran los que, como Bartolo, se atrevían a robar por su cuenta sin entregarle al Rey de los Ladrones su parte del botín.

—A Monipodio se le llena la boca diciendo que es el gran protector de nuestra gente —bufó el enano—. Repite hasta la saciedad que hace seis años que no cuelgan a un ladrón en Sevilla. Lo que no dice es cuántos de sus súbditos amanecen sin cabeza en una zanja. Prefiero la ira de los alguaciles a la piedad de Monipodio. —Escupió en el suelo con desprecio antes de continuar—. Y lo que es peor, a muchos de los nuestros los ha convertido en asesinos sin escrúpulos. Cualquiera en Sevilla puede acudir a Monipodio y pedirle que lo liberen del amante de su mujer o de un acreedor demasiado insistente. Marcarles la cara de por vida son siete escudos, nueve si el objetivo es buen espadachín. Matar cuesta de quince a treinta. La vida puesta en la balanza, pesada y medida. A tanto la cuchillada, válgame Dios.

—Ya veo —dijo Sancho meneando la cabeza y recordando cómo el enano le había preguntado qué había hecho con Castro antes de huir de la taberna. Sintió una oleada de respeto y pena por Bartolo, tan pequeño y solitario pero aferrado a sus principios.

—La vida es un don precioso, muchacho. Es lo único que no debes robar jamás.