XII

P

ara Clara, su primer día con el médico fue tan confuso como estimulante. La esclava siguió a Monardes hasta la parte posterior de la casa, donde había un gran huerto tapiado que daba a la calle. El huerto era lo opuesto a la deslucida fachada. Cada una de las líneas de los cultivos era recta como un huso. Decenas de plantas distintas crecían en una tierra húmeda y fértil, regada por ingeniosos sistemas que variaban en función del tipo de plantas que allí se alineaban. Metales retorcidos que soltaban gotas minúsculas cada cierto tiempo, odres y pellejos que basculaban sobre un juego de cuerdas, canalones improvisados hechos con tejas. Estructuras frágiles a simple vista, pero que cumplían con su objetivo entre susurros y borboteos.

Clara, que no había conocido otra forma de cuidar las plantas que la vieja jarra desportillada que había en un rincón del patio de Vargas, contempló con la boca abierta aquel espectáculo. Monardes siguió la dirección de su mirada y sonrió por primera vez. Aspiró muy fuerte, llenándose los pulmones del aire fragrante del jardín.

—El agua, mi querida caribe, es la vida. Viene del cielo como un regalo de Dios, y se funde con nosotros. De agua estamos hechos todos —dijo golpeando suavemente con el dedo el brazo de Clara.

La joven levantó la mano y la sostuvo frente a su rostro. A ella aquello no le parecía líquido, y así se lo dijo a Monardes.

—Tu sangre, tus músculos, incluso tus ojos están rellenos de líquido. Si no bebes te mueres, porque tu cuerpo no tiene con qué reponer lo que meas y sudas.

—Como el gato —dijo Clara para sus adentros.

—¿Qué gato?

La esclava se mordió los labios, mirando insegura a Monardes. No acababa de decidirse a hablar, pues no quería incurrir otra vez en la ira de su maestro. Pero el otro le hizo un gesto y no le quedó más remedio que contestar.

—Cuando yo era niña quedó encerrado un gato en la leñera del amo durante el verano, sin que nadie lo advirtiese. No fuimos a buscar más troncos porque había de sobra en la cocina, y el pobre murió allí. Cuando lo sacaron los criados era sólo pellejo y hueso.

Monardes sonrió a Clara con aprobación, aunque ella pareció no percibirlo. Miraba a lo lejos, por encima de la tapia del huerto y de la silueta de la catedral que se recortaba tras el sol de la mañana.

—Se había mordido la pata. No entendí entonces por qué lo había hecho, pero ahora sí. Intentó beberse su propia sangre —dijo la joven, como si por fin las palabras del médico le hubiesen resuelto un acertijo que había tardado demasiado en desentrañar. No le dijo que aquel gato era su favorito, ni que había llorado y tenido pesadillas durante varias semanas después de aquello, pues tenía miedo de lo que el médico fuese a pensar de ella. Había observado que los hombres, especialmente su amo, despreciaban a las mujeres cuando mostraban sus sentimientos, y no iba a darle más excusas a Monardes después de su error del día anterior.

—¿Por qué crees que el gato hizo eso, Clara?

—Porque su instinto le decía dónde estaba el agua más cercana.

El médico sonrió con aprobación.

—Exacto. La naturaleza es sabia, mucho más que nosotros. Mira a tu alrededor. Estas plantas, al igual que tu madre, han venido desde muy lejos. Muchas de ellas proceden de las Indias —Clara abrió mucho los ojos al escuchar aquello—, un lugar donde el clima y la humedad son muy distintos del nuestro. Estas preciosidades crecerían salvajes en su tierra, sin necesitar de nuestra ayuda. Pero aquí ha de intervenir el pobre ingenio del ser humano para que reciban su dosis justa de agua. Ni más, ni menos.

—Yo creía que el agua les daba la vida.

—También te la da a ti la comida, y si comes demasiado puedes enfermar.

—No entiendo cómo se puede comer demasiado —dijo Clara, meneando la cabeza. Aquello era Sevilla, la ciudad más grande y rica del mundo. Pero por cada palacete que se alzaba con el oro de las Indias había un centenar de hogares repletos de pobres famélicos. La joven no había pasado nunca hambre auténtica, pues había crecido en casa de un rico comerciante cuya cocina estaba bien surtida. Las viandas más lujosas estaban reservadas al amo y a sus invitados, pero los criados tenían pan y legumbres a diario, carne dos veces a la semana y pescado los viernes, como mandaba la Iglesia. Y sin embargo Clara había visto suficientes niños escuálidos rebuscando en los muladares como para saber que su propia situación no era la norma. Había un pozo oscuro en la mirada de aquellos niños, un vacío que necesitaba colmarse y que no lo haría jamás. Aquélla era otra de esas reflexiones que no podía compartir con nadie.

—Se puede, Clara. Mira a tu amo. La enfermedad que lo postra es fruto de lo que ha comido y bebido a lo largo de su vida.

—¿Cómo podéis saberlo? ¿Cómo sabéis qué es lo que enferma a alguien?

—Porque la enfermedad sólo la presentan los muy pudientes, y entre ellos quienes más abusan de la carne y otros alimentos.

—¿Y eso lo habéis observado vos, maestro?

—Algunas veces. El conocimiento de un sanador proviene de su propia experiencia, pero también de los libros que ha leído. Así cada nuevo alumno se alza sobre los hombros de su maestro y sobre sus propias lecturas, y hace avanzar más aún nuestro oficio.

Clara asintió despacio al escuchar aquello, imaginando una enorme torre de seres humanos subidos unos en los hombros de los otros. ¿Y qué había de los libros? Se sentía un poco confusa sobre la actitud de Monardes hacia ellos. Tan pronto le decía que podían sorberle el seso como pretendía que eran muy importantes para su aprendizaje.

No tuvo tiempo de pensar demasiado en aquellas cuestiones, pues enseguida el médico le ordenó cuidar del jardín. Pasaron toda la mañana arrancando malas hierbas, reparando los canalones en los puntos en los que el viento los había movido y enterrando frutas semipodridas bajo la tierra negruzca.

—Hacen el suelo más rico, pues las plantas necesitan más que agua y sol.

—¿Por qué tenéis tantas variedades, maestro?

Arrodillado en el suelo, Monardes enderezó el tallo de una especie trepadora que se enroscaba a un palo clavado en el suelo ayudada por unos pedazos de cordel. Después comenzó a señalar a su alrededor.

—Esto es cardosanto; cura las fiebres y el asma. Aquella alargada y fea es hierbamora, excelente para las pieles resecas y escamosas. Allí hay ajos, casias, milenramas… cada una de ellas tiene uno o varios usos que sirven para mejorar la vida de las personas. Muchas veces los labriegos queman un campo creyendo que no contiene más que hierbajos, cuando en realidad están acabando con las plantas que podían salvar la vida a sus hijos enfermos. Si sólo supieran…

De repente se tambaleó y estuvo a punto de derrumbarse, aunque Clara le prestó el brazo y logró ponerle de pie. Le costó un gran esfuerzo, pues pese a su aparente fragilidad el anciano pesaba mucho.

—¿Estáis bien? —dijo la joven, angustiada ante el mareo del médico.

—El trabajo del jardín es muy duro para un pobre viejo como yo. Cada mañana realizarás estas tareas tú sola bajo mi supervisión. Por la tarde comenzaremos con tus lecciones.

Comieron sopa y unos cangrejos de río que un esportillero trajo pasado el medio día. El auténtico trabajo para Clara comenzó después del almuerzo, pues Monardes le mandó sentarse en una silla y atender todo tipo de explicaciones sobre la práctica de la medicina. Clara encontró interesantes algunas partes, como aquellas en las que el viejo le dio una clase introductoria sobre la composición del cuerpo humano, acompañado de un grabado de vivos colores. Otros temas —como la historia de la medicina o los humores que equilibraban a las personas— los encontró abstractos y aburridos. El momento que más disfrutó fue cuando Monardes le explicó cómo usar el almirez para prensar y extraer el jugo de las hojas de arañuela, que mezcladas con sebo y otros ingredientes componían un ungüento que aliviaba a los pacientes de gota. Acabada la explicación el médico le pidió que intentase crear la medicina por su cuenta.

La esclava se afanó durante largo rato sobre la mesa, y le tendió el resultado al anciano, expectante.

—No es mala mezcla —dijo Monardes, hundiendo su larga nariz en el frasco y olisqueando el ungüento—. Para ser la primera vez. Tal vez demasiada sal de cobre.

—Con vuestro permiso, maestro, he de irme —dijo Clara, conteniendo la pregunta que le ardía en los labios. Se echó la capa sobre los hombros. Afuera el crepúsculo se adueñaba de las calles.

Monardes le tendió el frasco.

—Cada mañana y cada noche toma en el hueco de la mano un poco de pomada, del tamaño de una almendra grande. Extiéndela sobre el pie de tu amo, haciendo suaves movimientos circulares, hasta que no quede nada. No te olvides de lavar y secar bien el pie antes, para que la piel esté pronta.

—¿Le dolerá? Siempre se queja ante el más mínimo roce.

—Ah, muchacha. Gritará como el mismísimo demonio y te ordenará que pares. No le obedezcas.

Clara asintió, aunque no tenía la menor idea de si sería capaz de hacer una cosa así. Se encaminó a la puerta, y antes de salir se volvió hacia el anciano. Éste se había sentado a la gran mesa de nuevo y parecía absorto encendiendo unos carbones bajo una redoma de cristal que contenía un líquido verdoso. Clara dudó un momento antes de hablar, escogiendo las palabras con sumo cuidado.

—Maestro, ¿puedo volver mañana?

Hubo un largo silencio, roto sólo por el burbujeo del preparado cuando empezó a hervir. Aquel sonido pareció arrancar al médico de su ensimismamiento, aunque no apartó la vista de la redoma cuando al fin respondió:

—Ven al alba. Habrá mucho trabajo en el huerto. Y Clara…

—¿Sí, maestro?

—Sigues estando a prueba.