V

D

e pie frente a la taberna a la que le había enviado Fray Lorenzo, Sancho dudó durante unos minutos antes de decidirse a pasar. Por primera vez en su vida iba a desempeñar un trabajo en el que dependía de un extraño, y tenía una sensación rara en la boca del estómago que reconoció a regañadientes como miedo.

El lugar era poco más que un agujero en el suelo, por lo que se podía ver desde fuera. En un rincón oscuro de la estrecha calle de Espaderos, seis escalones desgastados y desiguales desembocaban en un semisótano con puerta de madera. A través de los cristales grasientos, un murmullo de voces animadas indicaba que había empezado ya la hora de comer. Un cartel de vivos colores clavado en la puerta anunciaba que aquello era la taberna del Gallo Rojo. Sancho pensó que el artista, en lugar de pintar el gallo, debía de haberlo degollado sobre el papel.

Finalmente se atrevió a descender la escalera y pasar al interior. Un mostrador cerca de la entrada y siete mesas abarrotadas llenaban el local, por el que se paseaba un hombre calvo y panzón que dedicó a Sancho una mirada airada.

—¡Llegas tarde! —gritó sin dejar de trasegar entre las mesas.

Sancho intentó disculparse, pero la expresión del hombre se lo impidió.

—Ve atrás y ponte a fregar los platos —dijo el tabernero poniéndole una pesada bandeja de madera en las manos, cubierta de platos y escudillas.

Durante más de tres horas, Sancho trabajó en la cocina sin rechistar, a pesar de que el olor proveniente de los fogones le había dado un hambre voraz. Esperaba hacerse con los restos de comida de algún plato, pero el tabernero echaba discretamente las sobras en una cazuela oculta tras el mostrador. Sancho sospechaba que del recipiente saldrían luego unas croquetas.

El tabernero había dejado la piel de una cebolla encima de la tabla de corte mientras preparaba sopa, y Sancho se la metió en la boca, masticando con esfuerzo. Apenas tenía sustancia, pero le sirvió para distraer el hambre durante unos minutos. Ver pasar frente a él un pollo asado aún humeante y gruesas rebanadas de pan untadas en tocino no ayudaron a que la piel de la cebolla supiese mucho mejor. Para darse ánimos intentó recordar lo que siempre decía su madre de las cebollas.

—Son como la vida, Sancho —decía mientras le enseñaba a limpiarlas y pelarlas, con él sobre su regazo—. Te hacen llorar al principio, pero después merecen la pena. Sobre todo fritas.

«Espero que se pueda aplicar también al trabajo en la taberna», pensó Sancho.

Finalmente los parroquianos fueron abandonando el local, dejando tras de sí un leve aroma a sudor, charcos de vino en el suelo de tierra y un puñado de monedas que el tabernero iba guardando cuidadosamente en su faltriquera.

—Ven aquí, rapaz.

Sancho se acercó a una de las mesas, donde su nuevo jefe se acababa de sentar. Allí había dispuestos dos platos y dos cubiertos, una olla con estofado y media hogaza de pan. El muchacho miró todo con avidez, pero el tabernero aún no le había invitado a acompañarle.

—Mi nombre es Castro, y tengo este oficio desde siempre —dijo el tabernero, haciéndolo sonar como si fuera el mismísimo arzobispo—. El fraile que intercedió por ti dijo que eres un buen trabajador, aunque también me avisó de que te atase en corto. Dice que eres rebelde, pero que has trabajado en una venta. ¿Es eso cierto?

—Sí, señor —dijo Sancho, sintiendo rugir sus tripas.

—¿Cuál es la cantidad de agua que se le echa al vino de Zafra? —espetó Castro.

Era necesario mezclar el vino puro con agua para que los clientes, que no bebían otra cosa con la comida, pudiesen calmar su sed sin quedar borrachos en la primera jarra, o no consumirían más. Dependiendo de su procedencia, cada vino admitía una cantidad de agua determinada. El de Zafra, que era muy suave, no admitía mucha. El muchacho respondió en el acto, pues había escuchado la proporción un centenar de veces.

—Un tercio.

—Y al de Toro, ¿más o menos que al de Madrigal?

—Ambos igual, por la mitad.

—¿El de Aljarafe?

—Lo mismo que el de las Sierras, por la cuarta parte.

—¿Cuánto tiempo debe reposar la mezcla?

—Al menos cuatro horas.

—¿Es mejor echar cal al vino para darle cuerpo, o tal vez yeso?

Aquello era una trampa y Sancho la vio venir de lejos.

—Los hay que usan ambos. Pero mi madre decía que quien así hace es un estafador y un malnacido.

Lo dijo sin pensar y se arrepintió en el acto. Si Castro era de los que enyesaban el vino, aquellas palabras le darían derecho para romperle la crisma. Miró con preocupación los enormes puños del tabernero, pero éste no parecía ofendido.

—Una mujer sabia, tu madre. Al menos no eres nuevo en esto. Voto a Dios que necesito a alguien que sepa lo que se hace, y no un niño mimado al que le tenga que sonar los mocos continuamente. ¿Qué te ha parecido la clientela de la comida?

El tono de su voz había cambiado ligeramente, y ahora sus ojos le escrutaban con seriedad y se mesaba la barba. Sancho se dio cuenta de que las preguntas de antes habían sido sólo un preámbulo. Ahora estaba pasando la verdadera prueba.

—Había mucha gente —dijo cautelosamente.

Castro meneó la cabeza, socarrón.

—Puede que para un ventero de aldea haya parecido una multitud. Pero esto es Sevilla, y hoy una jornada tranquila. Nada comparado con lo que ocurre los días de feria de ganado, o los de fiesta, o en Semana Santa. Habrá muchísima gente. Si vas tan lento como hoy tendré que patear tu escuálido culo de vuelta al orfanato.

El desaliento invadió a Sancho. Había troceado, fregado, cascado, partido y enjuagado tan rápido como había podido. Por un momento estuvo a punto de ceder y decirle que aquello era un error, pero se negaba a volver ante fray Lorenzo con el rabo entre las piernas. Debía permanecer allí seis meses si quería el empleo de los Malfini.

—Me esforzaré —dijo apretando los puños—. Me dejaré la piel.

Castro asintió, muy serio.

—Eso seguro, rapaz. O te romperé la cabeza. Y ahora siéntate y come, que se enfría.