—
altaba poco para el amanecer cuando Sancho rodeó el cuerpo de Josué y le enganchó una argolla en el pie con sumo cuidado. El otro extremo de la argolla iba enganchado por una cadena al hogar de la chimenea de la cocina.
Casi había alcanzado la puerta cuando Josué se despertó. Notó al instante el peso en su pie. Aquélla era la peor de sus pesadillas, y Sancho no necesitó mirarle a los ojos para saber que aquello le había destrozado el corazón.
—Debo hacerlo, Josué. Si vienes, te matarán.
«Yo quiero morir a tu lado, si es que ése es mi destino», dijo el negro, dando un tirón furioso de la cadena. Pero los eslabones eran demasiado fuertes incluso para él.
—Hay una lima en el suelo junto a ti. La llave de la argolla está sobre el yunque de la fragua. Si no vuelvo, usa la carta de manumisión de tu cartuchera y busca un buen trabajo.
«Espera. Espera».
—Adiós, amigo mío. Mi hermano.
Sancho cerró la puerta tras de sí, intentando ignorar los bramidos lastimeros del gigantón. Se dijo una y otra vez que aquello era lo mejor para su amigo, pero se sentía como un sucio traidor.
Al llegar junto a los caballos su sorpresa fue mayúscula. Ya estaban enjaezados, y el herrero se hallaba subido en uno de ellos. Estaba vestido con un coleto de cuero, guantes de combate y espada al cinto. Las ropas le quedaban holgadas por todo lo que había adelgazado en aquellos meses, pero sus cabellos grises refulgían con las primeras luces del alba, y la expresión en su rostro era de serena determinación.
—Monta, muchacho.
Sancho tragó saliva, en silencio. El nudo en la garganta que había sentido al encadenar a Josué a la chimenea se volvió aún más pesado y espeso. Aquel hombre esquelético y enfermo apenas estaba en condiciones de mantenerse sobre la silla, y mucho menos de acudir a una cita como la que les esperaba aquella mañana. Pero ¿quién era él para decirle a un hombre cómo debía de morir? Dreyer había elegido, y le correspondía a él honrar su decisión.
Puso el pie en el estribo y montó con elegancia.
—Iremos por el monasterio de la Trinidad. Hay un amigo esperándonos allí.
Cuando llegaron a la puerta del monasterio había no una, sino dos figuras montadas, esperando.
—Buenos días, mi joven amigo —dijo Guillermo.
Sancho miró al comisario enarcando una ceja.
—¿Qué hace él aquí?
—Insistió en venir —respondió Cervantes encogiéndose de hombros.
—Soy perfectamente capaz de hablar por mí mismo, don Miguel. Yo os metí en esto, Sanso, hace años. Y justo es que esté aquí para sacaros de ello.
—Maldito inglés chiflado. ¡Vais a morir!
—Los cobardes mueren muchas veces, muchacho. Los valientes sólo una —respondió Guillermo, ufano.
Sancho meneó la cabeza.
—Lleváis tiempo guardando esa frase, ¿verdad?
—Toda la noche —admitió el inglés.
—Esto no es una de vuestras obras de teatro, maese Guillemo. Las espadas no serán de madera.
—Tampoco la mía lo es —dijo señalando una ropera que llevaba al cinto. No parecía haber sido desenvainada nunca.
—¡Pero vos no sabéis pelear!
—Pero puedo fingir que sé. Soy actor, ¿recordáis?
Sancho soltó un bufido de exasperación.
—Poneos detrás de mí, maldita sea. El mundo no puede permitirse perder ni un solo poeta, ni aunque sea uno tan malo como vos.
Les presentó a Dreyer, que saludó llevándose la mano a una imaginaria ala del sombrero, pues nunca los usaba. Se pusieron en marcha cuando las campanas de la catedral anunciaban que quedaba un cuarto para las doce.
Pasaron por debajo de los Caños de Carmona, el acueducto que abastecía de agua potable a buena parte de la ciudad. Al rebasar los arcos de piedra, la mole del Matadero se apareció ante sus ojos. Era un edificio feo y abigarrado, de tres alturas. Sancho comprendía perfectamente por qué Vargas lo había elegido como punto de reunión. Desde las ventanas superiores, cualquiera podía controlar quién se acercaba al lugar.
Eso era aún más fácil en domingo, en que el Matadero estaba desierto. Era uno de los lugares más peligrosos de Sevilla por muchas razones. El hampa controlaba sus oficios, y muchos de los carniceros que allí trabajaban habían servido antes en el ejército y tenían experiencia previa cortando cuellos más delgados que el de una res o un puerco. También era un buen lugar en el que deshacerse de alguien molesto e incómodo. Y su situación a las afueras de la muralla, en terreno despejado, era ideal.
Si en vez de ellos hubiera aparecido una cuadrilla de corchetes, Vargas habría mandado matar a Clara y escapado a caballo rumbo al sur. Sólo de pensar que ella estaba en poder de aquellos desalmados le hizo forzar el paso de los caballos. Éstos hicieron los últimos metros al galope, con los belfos chorreando espuma.
El hedor era patente desde lejos. Una mezcla de carne podrida, sangre y basura.
«Este sitio tiene que ser horrible en verano —se dijo Sancho. Con un escalofrío se dio cuenta de que tal vez no viviese para ver el siguiente cambio de estación—. Qué demonios, tal vez sea ésta la última vez que respire aire fresco», pensó hinchando bien los pulmones.
El chirrido de las puertas al abrirse resonó con fuerza, y una enorme boca se abrió en el frontal del Matadero. Nadie salió a recibirles.
—Adelante —dijo Sancho.
La entrada hubiera permitido el paso de dos carros a la vez, así que los cuatro caballos pasaron con holgura, grupa con grupa, mientras sus jinetes miraban a ambos lados con cautela. Ante ellos se abría un espacio vacío, de suelo de tierra. Ésta apenas se distinguía, teñida como estaba por décadas de sangre y vísceras aplastadas. Cadenas con ganchos colgaban de todas partes, la mayor parte vacías, pero algunas con animales a medio despiezar, que esperarían allí a que el lunes los trabajadores reanudasen la tarea. Pedazos sueltos de tripa y el contenido del estómago de los animales se barrían sin ningún cuidado, formando montones en las esquinas. El olor en el interior era tan nauseabundo que hacía palidecer el recuerdo de la San Telmo. Con una mueca de horror, Sancho comprobó que no eran restos de vacas lo único que se descomponía en aquel lugar. Colgando de un poste, completamente desnudo y con la cabeza en un ángulo antinatural, estaba el cadáver de Zacarías.
Y en el tercer piso, mirándoles desde el hueco en la baranda que servía para ascender las piezas grandes hasta el lugar donde se salaban, estaba Francisco de Vargas. Su aspecto no era el del adinerado comerciante que ocupaba los puestos más altos en las Gradas de la catedral. Su camisa estaba sucia, el pelo grasiento y los ojos enrojecidos.
—Maese Whimpole, cuánto honor. Y nuestro amigo Sancho, el jovencito que osó retarme. Qué agradable sorpresa. Y habéis traído compañía.
—¿Dónde está Clara? —preguntó Sancho, fingiendo una calma que no sentía.
El comerciante hizo una seña y se oyó un jadeo ahogado. Enseguida la joven gritó, aunque Sancho no entendió lo que dijo.
—Soltadla y os daré lo que queréis.
—Jovencito, ¿creéis que soy idiota? Mostradme lo que has robado para mí. Veamos si sois tan buen ladrón como decía Zacarías.
Sancho descabalgó, tomó los sacos de monedas y los llevó unos pasos por delante del lugar donde se habían detenido los caballos. Allí había una enorme piedra de amolar, en la que Sancho supuso que los matarifes afilarían sus instrumentos de muerte. Los dejó caer sobre ella con gran esfuerzo, y el ruido arrancó ecos de los aleros del edificio.
—Veinte mil escudos.
Vargas lo miró con incredulidad. Como Sancho había intuido el día en que encontró la nota, el comerciante nunca había creído que sería capaz de conseguir aquella cantidad de dinero. Lo único que quería era hacerle tanto daño como fuera posible, y de paso obtener de él tanto como pudiese.
El joven sacó la espada, retrocedió un poco y de un tajo rajó las dos bolsas. Éstas se abrieron como frutas reventadas, revelando el contenido.
—Doscientos centenes. Robados hace dos noches de la Casa de la Moneda. Y ahora, entregadme a Clara.
El comerciante seguía boquiabierto ante lo que estaba viendo. Meneó la cabeza con fastidio.
—Si os hubiera encontrado antes que el enano ese cuyo recuerdo veneráis… Es una pena desperdiciar tanto talento. Groot.
El flamenco apareció en el segundo piso con un trabuco cargado, apuntando directamente a Sancho. El joven, que ya esperaba una celada así, rodó por el suelo. En el último instante Groot desvió el cañón del arma, apuntando a los caballos. El tiro acertó a uno de ellos, y los cuatro se encabritaron. Guillermo y Dreyer cayeron de la silla, y sólo el comisario acertó a mantenerse erguido, pero descabalgó enseguida para ponerse a cubierto. Los cuatro se unieron a Sancho en uno de los laterales, lejos del alcance del trabuco de Groot.
—No tienen más armas de fuego. De lo contrario nos hubieran disparado mucho antes. Desde allí arriba tenían toda la ventaja —dijo Miguel.
—Entonces ¿qué querían? —preguntó Sancho.
—Obligarnos a bajar de los caballos y separarnos. Seguramente haya más de ellos, esperando en los pisos superiores —dijo Dreyer en voz baja. Tenía un aspecto horrible.
—Vos y Guillermo quedaos aquí. El comisario y yo subiremos.
—No, muchacho. Puede haber más de ellos aquí abajo. Iremos juntos —repuso Miguel.
Desde arriba les llegó la voz burlona de Vargas.
—¡Un viejo, un tullido, un idiota y un niño! ¿Ése es vuestro ejército? ¡Venid a buscarme!
—Aprisa, por la escalera —susurró Sancho.
El ascenso al segundo piso fue cauteloso. La escalera era estrecha y de madera, y toda discreción quedaba anulada por los chirridos desagradables de los escalones. Sancho asomó la cabeza, volviéndose a agachar enseguida, un instante antes de que una descarga destrozase el pasamanos que estaba detrás de él. Pequeños pedazos de madera y yeso le cayeron en el rostro.
—Al otro lado del edificio está la escalera que sube al tercero —susurró el joven a Miguel, con la voz rasgada por el sobresalto.
—Tenemos que alcanzarlas como sea. ¿Habéis visto cuántos son?
—No me he parado a mirar el paisaje —dijo Sancho con una mueca.
El comisario asomó su nariz ganchuda por el hueco. Los corrales del primer piso se convertían en aquel nivel en mesas de despiece. El hedor era aún mayor, como lo sería a medida que subiesen.
—El flamenco está en una esquina, peleando con el arma. Es un viejo trabuco, dudo que sirva para gran cosa a menos que nos alcance de lleno. Debemos avanzar.
Sancho no las tenía todas consigo, viendo el destrozo que había hecho el arma en la pared, pero salió corriendo y se agachó junto a una de las mesas. La descarga que esperaba nunca llegó. En su lugar apareció un hombre bajo y cetrino, armado con espada y daga. Se lanzó a por él y Sancho no tuvo más remedio que abandonar su posición y cruzar su acero con el del matón. Un ruido a su espalda le indicó que un nuevo enemigo se aproximaba. Por puro instinto se echó a un lado, esquivando por muy poco una estocada dirigida a su costado. No pudo ver quién se la había lanzado, pues el sol que entraba por las ventanas del techo le deslumbraba, creando zonas de sombra que imaginó repletas de enemigos. El matón que tenía enfrente, que se había apartado un momento, volvió a azuzarle y Sancho no tuvo más remedio que dejar desprotegido el flanco que había peligrado un instante antes.
—¡Ayudémosle! —gritó Miguel. El resto de la partida salió del hueco de la escalera, trabando sus espadas con las de adversarios a los que Sancho no podía ver. Se preguntó cuántos habría, y si bastarían sus exiguas fuerzas para desnivelar la balanza.
El enemigo al que se enfrentaba ahora era un gran espadachín. Tenía un estilo seco y brusco, al que Sancho opuso técnica y astucia. El matón era poco amigo de avanzar demasiado en el sentimiento del hierro de Sancho, prefiriendo rodearle y empujarle contra la mesa junto a la que había estado agachado un momento antes. Quería arrinconarle para luego lanzar ataques contra sus piernas que a Sancho le resultasen difíciles de contrarrestar. Pero el joven intuyó lo que el otro pretendía, y cuando sus caderas rozaban ya la madera, tiró dos estocadas rápidas y se hizo a un lado. El golpe dirigido contra una de sus piernas acabó hundido en la pata de la mesa, y la espada del matón trabada por un instante. Fue todo lo que Sancho necesitó para atravesarle el cuello. Cayó desplomado, con la mano aferrada aún al pomo de su arma.
Hubo otro movimiento a su espalda y Sancho se revolvió, alzando el arma. Pero la bajó enseguida al ver quién era. Miguel y Guillermo se habían situado detrás de él, enzarzados con otros tres enemigos. El inglés se defendía como podía, mientras el comisario trataba a duras penas de protegerles a ambos. Sangraba profusamente por un par de heridas en el hombro y en la frente, y estaba claro que no resistiría mucho más.
Sancho subió de un salto a la mesa que estaba a su izquierda, corrió por ella y bajó detrás de los matones. Uno de ellos se dio la vuelta, justo a tiempo de encontrarse con la punta de la espada del joven en las tripas. El otro, asustado, logró colarse bajo la mesa y corrió hacia la escalera. Miguel se volvió hacia Guillermo, que repelía de forma desesperada los ataques de un hombre gordo y lento de nariz enrojecida. Estaba claro que había estado bebiendo, y eso probablemente era lo único que mantenía con vida al inglés, que pese a todo perdía cada vez más terreno ante las embestidas del rival. Había descubierto a las malas que en la vida real la espada del contrincante no tiene como objetivo chocar con la tuya y hacer el mayor ruido posible, sino cortarte la yugular.
El comisario no pudo auxiliar a Guillermo, pues otro hombre surgió de entre las sombras y se arrojó sobre él. Justo en ese momento se oyó un grito agudo de dolor, que llegaba desde arriba. Con un escalofrío, Sancho reconoció la voz de Clara.
—¡Maldita sea, muchacho! ¡Ve a ayudarla! —gritó Miguel.
Con la mesa de nuevo entre ambos, Sancho miró por encima del hombro al camino libre que conducía a la escalera del tercer piso. No podía detenerse, ni tampoco dejar a sus amigos en aquella situación. Miró a sus pies, donde había un cubo de madera con fleje metálico rodeándolo. Lo recogió del suelo y lo arrojó a la cabeza del matón borracho. Hubo un golpe seco y éste se desplomó sobre la espada de Guillermo, quien cayó arrastrado al suelo. Confiando en que Miguel fuera capaz de arreglárselas solo, Sancho corrió hacia su objetivo.
No llegó a alcanzar la escalera. Cuando salió de uno de los chorros de luz encontró frente a él una escena dantesca. Dreyer, desarmado y de rodillas, miraba de frente a Groot. El flamenco, erguido junto a él, le propinaba pequeños cortes con su espada en los brazos y el costado. Sancho comprendió que el herrero se había escurrido a espaldas de ellos, pegado a la pared, buscando enfrentarse él solo al hombre que había destruido su felicidad. Pero si al bajar del caballo apenas podía caminar, mucho menos plantar cara al asesino más peligroso que Sevilla había conocido. Groot ahora jugaba con él como un gato cruel lo haría con un ratón ensangrentado y furioso. Una mirada ida en sus ojos pequeños y porcinos aumentaba aún más la animalidad de aquel rostro despreciable.
El flamenco dijo algo en su idioma, y Dreyer respondió de la misma forma. La respuesta no debió de gustar al holandés, puesto que hizo un nuevo corte, esta vez debajo del ojo izquierdo del herrero. Incapaz de contemplar aquella carnicería, Sancho dio un paso hacia adelante, entrando en el último de los círculos de luz que había cerca de la escalera y revelándose a su enemigo.
—El que faltaba… —dijo el flamenco en castellano—. ¿Es alumno tuyo, Dreyer? Ya sabes lo que hago yo con ellos.
—No has aprendido nada, ¿eh, capitán? ¿Tendré que llenarte de nuevo el rostro de mierda? Vive Dios que aquí hay mucha —dijo Sancho, con una sonrisa provocadora. Quería que el flamenco se apartase de su maestro a toda costa.
Los ojos de Groot se abrieron de par en par, mientras el recuerdo de un muchacho rebelde que escapaba huyendo con una moneda de oro volvía a su memoria. Aquella afrenta que no había podido borrar nunca le hizo hervir la sangre, y dio un paso hacia Sancho. Pero antes de entrar en su sentimiento del hierro, se detuvo, y una expresión maliciosa se dibujó en su rostro.
Retrocedió y alzó la espada.
—Sería divertido matar a otro de tus mocosos delante de tu cara, Dreyer. Pero por si sucede lo impensable…
Y descargando el acero, seccionó la tráquea de Dreyer de un solo golpe. El herrero se desplomó con un estertor sordo. Estaba muerto antes de tocar el suelo.
Sancho, que había pretendido provocar al capitán, tuvo que contenerse para no saltar por encima del cadáver de su maestro y arrojarse al cuello de Groot. El brillo en los ojos del flamenco le indicó que eso era exactamente lo que él quería.
—Voy a matarte —dijo desenvainando la segunda de las espadas que llevaba al cinto.
Se colocó en la posición florentina, ambas hojas apuntando al rostro de Groot. El otro parpadeó perplejo al verle adoptar aquel movimiento.
—Así que eres una rata callejera. Ahora entiendo cómo lograste colarte en la Casa de la Moneda.
Dio un paso a su derecha, buscando el ángulo muerto de Sancho.
—Hablas demasiado para ser un campesino cabeza de queso —dijo el joven, dando un paso hacia la derecha también.
Comenzaron a trazar un círculo por encima del cadáver de Dreyer. La suela de sus botas trazaba dibujos sangrientos en el suelo, allá donde los pies se arrastraban cautelosos, buscando el apoyo más firme al tiempo que se mantenían tensos para saltar en cualquier momento. Esta vez fue Groot el primero en atacar, una estocada rápida y ligeramente desviada, que Sancho repelió con una arma al tiempo que enviaba la otra a trazar un círculo frente al rostro del capitán, quien echó el cuello hacia atrás a pesar de que la punta de la hoja se quedó a más de un palmo de su nariz.
Dieron otra vuelta más, estudiándose, mientras la mente de Sancho intentaba abstraerse del hedor, el cansancio, el miedo y el odio. Intentó aislar sus pensamientos de todo lo que no fuesen curvas y rectas, ángulos de entrada, distancias y combinaciones.
«Sexta con la izquierda, trabar en séptima con la derecha, aguantar, intentar entrar en sexta de nuevo», pensó. Y antes de darse cuenta, su cuerpo ya había ejecutado por él aquella maniobra. Un paso hacia adelante, estocada al hombro derecho de su rival que éste desvió, trabar la espada e intentar de nuevo la primera entrada. Pero por desgracia la fuerza de Groot era descomunal, demasiado para sostener el trabado de su espada, y el flamenco rechazó el final de su ataque como si apartase una frágil rama que se cruzase en su camino.
«No lo conseguiré. No puedo con él».
Pero la estocada debía de haber puesto nervioso al capitán, porque éste respondió con una serie de golpes que Sancho pudo desviar a duras penas. Cada choque de los aceros enviaba las vibraciones hasta las muñecas y los antebrazos del joven, que notó como sus articulaciones crujían ante el enorme esfuerzo. Era como intentar parar la coz de una mula con una hoja de papel.
—¿Lo notas, smeerlap? —dijo Groot.
Ambos estaban jadeando, pero Sancho no se engañaba. Los músculos de su brazo izquierdo, los tendones de su mano, incluso sus dientes le habían avisado de que no podrían contener otro asalto como ése. Una más de aquellas estocadas, y la defensa de Sancho fallaría. Y entonces la espada de Groot le destrozaría las costillas.
El flamenco debió de intuirlo, porque dio un paso al frente y descargó uno de sus golpes a la izquierda de Sancho, que logró pararlo a duras penas. Groot se recuperó, volvió hacia adelante y atacó de nuevo, dejando caer su larga espada sobre la cabeza de Sancho como si fuera una porra. Ante aquella embestida brutal, el joven cayó de rodillas y cruzó ambas armas por encima de su cabeza, reteniendo la hoja de su rival en el ángulo que estas dos formaban. El flamenco sonrió, viendo a Sancho a su merced, empujando con todas sus fuerzas mientras el joven se doblegaba cada vez más.
—¿Quieres herirme? Pues lo vas a hacer, hijo de puta.
De un tirón retiró la espada de la izquierda. Groot, sorprendido, no pudo evitar que su espada resbalase por la pendiente que formaba la otra arma. La gruesa punta rebotó en los gavilanes, bajando hasta encontrar el ángulo muerto en la guardia de Sancho.
Sin pensarlo dos veces, Groot hirió cruelmente su antebrazo derecho. Soltó un rugido de triunfo, que en su final se convirtió en un quejido. Atónito ante lo que estaba sintiendo, miró hacia abajo.
La espada izquierda de Sancho se había hundido un palmo en su costado.
—No puede ser… —musitó antes de derrumbarse encima del joven.
Sancho gritó cuando el enorme peso de Groot le aprisionó el brazo izquierdo entre la espada y el suelo. Oyó un crujido y sintió un dolor horrible, mayor incluso que cuando el flamenco le había herido, pero no soltó el arma. En lugar de eso la retorció varias veces, mientras miraba de frente el rostro de Groot. Estaban tan cerca que sus respiraciones se mezclaban.
—No merecéis la pena. Una bastarda criolla y una rata callejera —dijo entre espumarajos de sangre, dañino hasta el final—. ¿Disfrutaste follándotela? Nosotros llevamos haciéndolo toda la semana.
El joven apoyó los talones en el suelo y empujó con todas sus fuerzas hacia arriba, hundiendo aún más su espada en el pecho de Groot. Éste soltó un esputo de sangre negra, y sus ojos se apagaron. Con un esfuerzo supremo, Sancho salió de debajo del enorme cuerpo e inició la subida por el último tramo de escalera.
Cuando llegó a lo alto sintió que iba a desmayarse. La herida del brazo derecho le dolía horriblemente, y apenas podía mover el izquierdo después de que Groot cayese encima de él con todo su peso. Había dejado aquella espada debajo de Groot, incapaz de recuperarla. La otra la sostenía a duras penas.
Vargas estaba allí, mirándole con un odio blanco y venenoso. Junto a él estaba Clara, aún amordazada. El comerciante la sujetaba por el vestido, manteniendo el cuerpo de la joven en equilibrio sobre la baranda. Los pies descalzos de Clara estaban al borde del vacío.
—Si la suelto, morirá.
—Sois vos quien morirá si la soltáis.
El comerciante soltó una carcajada.
—¿Pretendéis que crea que vais a perdonarme la vida si la dejo ir?
—Podéis pensar lo que os plazca. Pero como hay un cielo sobre nuestras cabezas que si la soltáis os sacaré las tripas antes de que ella toque el suelo.
Vargas lo contemplaba acercarse, tan lleno de furia que Sancho fue incapaz de predecir qué haría después. Le temblaban los hombros por la tensión, y apretaba los dientes en una mueca inhumana. Finalmente, con un grito, tiró del vestido de Clara, arrojándola al suelo, en el lugar donde la baranda de madera volvía a alzarse. La joven se quedó allí, sollozando.
Sancho se agachó a su lado y le retiró la mordaza. Clara tosió varias veces y enterró la cabeza en su pecho.
—Tranquila. Todo saldrá bien. Ahora estás conmigo. Y nunca más nos separarán. Te lo prometo.
Vargas se apartó del agujero en la baranda. Por un momento miró su espada y luego a Sancho, que estaba arrodillado junto a Clara. Calculando sus posibilidades.
—No lo pensaréis de veras —dijo Sancho, intentando camuflar con una sonrisa el hecho de que con los brazos inutilizados, en aquellos momentos no sería capaz de parar la estocada de un niño de cinco años.
Vargas le devolvió la sonrisa. Una mueca inerte, de ojos muertos y vacíos.
—Crees que has vencido, ¿verdad? Esa a la que amas es mi hija, Sancho. Piensa en ello cuando te para un hijo. Será mi cara la que veas.
—No sé si sabré distinguirla de la mía. Al fin y al cabo, ahora ambos somos ratas callejeras.
Sancho anticipó el ataque mucho antes de que éste se produjera. En los pies de Vargas, que giraron hacia él. En los ojos de Vargas, que se abrieron mucho ante el insulto. En la espada de Vargas, que le apuntaba mientras el comerciante renqueaba los tres pasos que les separaban. Pero por mucho que lo anticipase, sus brazos ya no le respondían. Sólo tenía una oportunidad.
Cuando la espada cargaba hacia él, Sancho rodó por debajo de su estocada, se puso en pie y golpeó con el hombro en el centro del pecho del viejo. Éste trastabilló hacia la baranda, braceando desesperado en el aire mientras intentaba recobrar el equilibrio. Por un instante se mantuvo quieto, pero luego su peso fue demasiado para la envejecida madera, que se partió. Vargas desapareció en el vacío.
Sancho se asomó y lo vio allí abajo, desmadejado como un muñeco roto. Su cabeza se había estrellado contra la piedra de amolar con un terrible crujido. Los ojos sin vida del comerciante aún mostraban una expresión de tristeza, mientras la sangre y los sesos se desparramaban sobre las monedas, empapaban la piedra y se escurrían hasta el suelo lleno de vísceras y restos.
La pesadilla de Vargas se había cumplido.