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ancho se estremeció de frío. Sabía lo que venía a continuación. El abrazo del agua, como mil agujas heladas. La sensación de pesadez en los miembros, el miedo, las ganas de abandonarse. Había experimentado todo aquello apenas dos días atrás, y no quería volver a pasar por ello.
Sin embargo no había otra opción.
«¿No rezas, Sancho?», preguntó Josué.
El joven meneó la cabeza.
—No creo que ningún Dios al que merezca la pena rezar quiera ayudarnos con lo que vamos a hacer.
Josué le dedicó una de aquellas sonrisas suyas que podían significar por igual solidaridad o conmiseración. A diferencia de lo que hacía siempre, Sancho no se sentía proclive a devolvérsela.
Todo aquello era una enorme locura, y así se lo había dicho al comisario.
—¿Un pedazo de pan? ¿Estáis hablándome en serio, don Miguel? ¿Eso es en lo que os basáis para mandarnos a ambos ahí dentro?
—Calmaos, muchacho. En la cárcel de Argel conocí a un zapador que me enseñó mucho acerca del agua y de sus pequeños trucos. Gracias a él conseguimos escaparnos la primera vez. Llegamos hasta la ensenada del puerto, donde nos esperaba una barquichuela. Por desgracia también nos esperaban los guardias.
—Don Miguel…
—El trozo de pan desapareció entre las rejas, y había suficiente holgura. Podréis respirar.
El plan era sencillo. Descubrir adónde iba a parar el desagüe que desembocaba en el Tagarete. Colarse dentro, y desde ahí, por debajo del muro, hasta el interior de la plaza.
Como todo plan aparentemente sencillo, una vez iniciada su ejecución se había vuelto horriblemente complicado. Encontrar el punto en el que la alcantarilla desembocaba en el arroyo había sido como buscar una aguja en un pajar. El muro en aquel punto estaba cubierto por una masa de vegetación, y por encima de sus cabezas los guardias patrullaban la muralla cada media hora. Así que la búsqueda del agujero se había vuelto un incómodo juego del escondite.
Finalmente hallaron la entrada. Estaba cubierta por unos barrotes oxidados, y éstos no resistieron demasiado el embate de las gruesas limas que habían comprado a un herrero de la calle de Armas. A partir de ahí las cosas se volvieron más difíciles. La alcantarilla era alta, tanto que Josué cabía en ella casi sin doblar la cabeza. El agua le llegaba al negro un poco por debajo de sus anchos pectorales. Era de color arcilloso, y desprendía un olor penetrante y repulsivo. Formaba una charca que se iba desbordando hacia el río según las bombas del lavadero empujaban agua hacia dentro, pero una buena parte de los residuos químicos y orgánicos se quedaban pegados a las paredes o caían al fondo. El ambiente era irrespirable, aún peor que la bajocubierta de la San Telmo en los días malos.
En aquella pestilencia pasaron tres noches.
Al final de la alcantarilla había un enrejado que supuso un reto mucho mayor. La parte inferior de la reja quedaba muy por debajo del agua, y cortarla era sencillamente imposible. La única manera en la que podían actuar era entrando completamente desnudos al agua y cortando la parte superior de los hierros, en un lugar en el que la alcantarilla era mucho más profunda y el agua le llegaba por la barbilla a Sancho. Los barrotes eran allí mucho más gruesos, y tampoco podían arriesgarse a usar una sierra para cortarlos, puesto que el ruido que harían se oiría en toda la plaza.
Tenían que usar las limas despacio, poco a poco. Y tenían que hacerlo sumergidos en un agua helada en pleno invierno, sin ni siquiera tener la seguridad de que Josué sería capaz de doblegar aquellas tres barras de metal cuando llegase el momento. Cada hora salían de la alcantarilla unos minutos, se secaban con unas mantas que llevaban y luego se envolvían en otras secas intentando recuperar el calor, soñando con una hoguera imposible.
Hombres menos fuertes o acostumbrados que ellos a las privaciones se hubieran rendido enseguida. En muchas ocasiones durante aquellas tres noches Sancho cerró los ojos y deseó la muerte. Pero en cuanto sus párpados se tocaban entre sí el recuerdo de Clara afloraba a su memoria y volvía a la carga contra aquellos tres enemigos metálicos, tan gruesos que apenas era capaz de juntar el índice y el pulgar al rodearlos.
El primero de ellos cayó bajo la lima de Josué cuando al que a Sancho le correspondía aún le faltaba más del ancho de una uña. Cubrieron el corte con mugre para que los artesanos no notasen nada en la alcantarilla, y siguieron adelante, algo más animados.
En la madrugada del jueves al viernes, las limas de Sancho y Josué se encontraron a mitad de camino del barrote con un chasquido sordo.
—Vámonos de aquí. Mañana volveremos —susurró Sancho.
La siguiente noche, más fuertes y descansados, ambos se introdujeron en la alcantarilla. Josué encabezaba la marcha y Sancho llevaba su ropa y otros utensilios hechos un hato en la cabeza, para que no se mojase.
Josué llegó junto al primero de los barrotes, lo rodeó con ambas manos y tiró con fuerza de él. No se movió. Josué lo volvió a intentar, poniendo en ello cada brizna de energía de su poderoso cuerpo, apretando con los pies contra la pared. Finalmente consiguió separar el barrote, doblándolo, y entonces se sirvió de su peso para doblarlo hacia abajo. Repitió la operación otras dos veces, en completo silencio, sólo roto por el correr del agua y el chapotear de las ratas y otras criaturas inmundas en la oscuridad.
Cuando el paso estuvo franco, el negro se volvió hacia su amigo.
«Ten cuidado».
«Te haré una señal cuando esté listo. De ahora en dos cambios de guardia. Si no aparezco, márchate. ¿Lo harás?».
«Sí», mintió Josué.
Sancho se escurrió por entre los barrotes, saliendo al frío de la plaza. El aire le arrancó destellos de dolor de la piel, mientras intentaba secarse con la manta que había llevado. Permaneció envuelto en ella durante un rato, pegado al lavadero, mientras repasaba mentalmente y por enésima vez el plano que Miguel le había dibujado en una hoja de papel.
Primero, la escalera.
Se vistió con camisa, jubón y calzas negras y gruesas que le protegían la planta de los pies. No llevaba botas, pues las que le había fabricado Fanzón habían quedado en el fondo del río cuando Groot le arrojó al agua, al igual que la capa. Con ellas puestas se hubiera hundido sin remedio, y no había tenido tiempo ni dinero para encargar unas nuevas. Alrededor del cuerpo se enrolló una larga cuerda.
Salió de detrás del lavadero, permaneciendo a la sombra que la luna arrancaba de la muralla. Los guardias que había apostados en la puerta de la sala del Tesoro parecían despiertos y concentrados, y Sancho tendría que pasar a menos de treinta metros de ellos. Intentó moverse lo más despacio posible, con el corazón encogido cada vez que los guardias miraban en su dirección. Por suerte éstos tenían un brasero delante de ellos que reducía un poco su visión.
Cuando alcanzó la escalera, otro problema le cruzó por la mente. ¿Y si los guardias de la puerta recibían el relevo en ese momento? Podría cruzarse con ellos por los pasillos, y aquél sería el fin de su aventura. De nuevo intentó abstraerse de la insensatez que suponía lo que estaba haciendo. Con la poca información de la que disponía, salir de allí con vida dependería por completo de la suerte. Metió la mano dentro de uno de los bolsillos de su jubón, rozando con la punta de los dedos la talla de madera que Bartolo le había dado antes de morir. Aquél era el único amuleto en el que creía.
Ahora, la última puerta del segundo piso.
Los corredores de aquella planta eran estrechos y abalconados, y ninguno de ellos tenía carteles en la puerta. Sancho caminó agachado, lejos de la balaustrada, más preocupado que nunca ya que la luz de la luna iluminaba de lleno aquella zona. Por un momento se preguntó qué ocurriría si el tabernero con el que había hablado el comisario le había dado equivocadamente las indicaciones del maestro tallador, o si Miguel le había entendido mal.
Al llegar frente a la puerta la encontró protegida por una cerradura. De uno de sus bolsillos secretos extrajo las ganzúas, con las que maniobró durante un rato, maldiciendo la cercanía del río que ya había comenzado a oxidar el metal, a pesar de que aquel lugar apenas tenía tres o cuatro años. Con un leve chirrido que a Sancho le estremeció como si fuera un grito, la puerta se abrió.
La habitación era enorme, y estaba repleta de bancos e instrumentos que Sancho jamás había visto. Al fondo estaba lo que el joven buscaba: una caja fuerte empotrada en la pared, donde el maestro tallador debía guardar el fruto de su obra.
—Nunca sale de su cuarto, dice el tabernero. Y sin embargo está encargado de la producción de centenes, las monedas más valiosas de la cristiandad. Cada una de ellas vale cien escudos, y sólo los más privilegiados alcanzan a ver una en toda su vida.
Con cuidado de no alterar nada o tirar al suelo alguna de las herramientas esparcidas por todas partes, Sancho se acercó hasta la caja fuerte. Pero aquella triple cerradura resistió todos los intentos que realizó, partiendo incluso una de sus ganzúas. Consciente de que el tiempo iba pasando y de que Josué tenía que estar cada vez más nervioso, Sancho se dio cuenta de que sólo había una manera de abrir aquella caja.
Fue hasta el fondo del taller, donde había una puerta que llevaba hasta un dormitorio. Al entrar comprendió enseguida por qué el maestro tallador nunca salía de su cuarto. En la enorme cama yacían juntos un muchacho rubio y un hombre maduro, de largas greñas grises y grasientas. Ambos estaban desnudos, y el mayor abrazaba al más joven.
De un fuerte tirón, Sancho apartó la manta bajo la que se cobijaban y puso su daga en el pecho del aprendiz. Cuando ambos se despertaron, el viejo dio un pequeño grito y Sancho le mandó callar.
—Vos sois el maestro tallador.
—¿Qué es lo que queréis?
—La pregunta es qué es lo que queréis vos. Tenéis dos opciones. Puedo matar a vuestro mancebo, ataros a él en pelotas y vos os entenderéis con la Inquisición por la mañana. ¿Os gusta la primera opción?
El rostro del viejo reflejaba tal terror que Sancho no pudo evitar sentir lástima por él. Pero por desgracia no tenía tiempo para aquellas contemplaciones. El rubio, por su parte, estaba tan quieto como un conejo degollado. No quitaba los ojos de la daga que tenía apoyada en el pecho.
—La segunda opción es que os vistáis, abráis la caja fuerte y yo os ate a cada uno en una habitación. Seguramente ésa sea la más aceptable, ¿no es así?
Sólo entonces el viejo encontró el coraje de hablar.
—La caja fuerte está vacía.
—Bueno, entonces no tendréis inconveniente en abrirla, ¿verdad?
Con una mueca de desesperación, el viejo se levantó y se vistió. Sin dejar de amenazar al aprendiz, Sancho le mandó ponerse un pañuelo dentro de la boca, cerrarla fuerte y tenderse en el suelo. Luego ordenó al rubio que se vistiera y le ató usando las sábanas.
—Podéis decir que éramos seis o siete. Así vuestro honor quedará a salvo. ¿Dónde está el lugar en el que fingís dormir?
El rubio le indicó el taller con un movimiento de la cabeza, y Sancho ordenó al viejo que pasase a la otra habitación. El maestro tallador actuaba dócilmente, por miedo a perder a su amante, aunque cuando éste quedó tendido en el camastro que nunca ocupaba, lejos de la punta del cuchillo de Sancho, su actitud fue mucho más hostil. Miró a su asaltante con odio, y seguramente le habría insultado de no tener la boca obstruida por el pañuelo.
—Abrid la caja.
El tallador echó un vistazo alrededor, buscando algo que le sirviese como arma. Era un hombre fuerte, y si le echaba mano a uno de los punzones tal vez podría herirle o, aún peor, obligarle a matarle.
—Puedo ir a buscar a vuestro mancebo y cortarle los colgajos con esto. Está tan afilado que no le dolerá demasiado. ¿Preferís eso?
Derrotado, el tallador se arrodilló, sacó las llaves que llevaba colgadas del cuello y abrió la caja, tirando ligeramente del pomo. Se hizo a un lado, y Sancho se agachó para mirar en el interior. Había un cartapacio con papeles, moldes hechos en piedra de monedas de diversos países y dos grandes sacos de cuero.
—Sacadlos.
El tallador negó con la cabeza e hizo un gesto con los brazos. Sancho comprendió. No podía con ellos. Aquellos sacos eran demasiado pesados. Le ordenó volver al dormitorio, donde le ató con fuerza usando el resto de las sábanas. El tallador clavó en él una mirada de furia.
—Estaos quieto y todo irá bien.
De regreso junto a la caja, Sancho tiró a duras penas del primero de los sacos. El peso era descomunal. No le quedaba otro remedio que vaciarlos y llevarse exactamente las monedas que necesitaba. Usando el cuchillo cortó las cuerdas que ataban el primero de ellos y tiró del lateral para verter su contenido. Una cascada de monedas se desparramó por el suelo de piedra. Sancho se quedó boquiabierto al tomar una en las manos. Era grande, del diámetro de una naranja, y muy pesada. Estaba profusamente grabada con el rostro del rey por un lado y con el escudo por el otro. Sancho sintió un escalofrío al pensar en lo que tenía en la mano.
Contó doscientas de aquellas monedas, que fue colocando en veinte montones de diez sobre la mesa. Cuando terminó, tomó una de las restantes y se acercó al muchacho rubio que seguía atado de pies y manos sobre el camastro.
—¿Ves esto? —dijo agachándose junto a él. Éste asintió—. No lo pierdas de vista.
Fue hasta la pared y encajó el centén en el hueco entre dos piedras, metiéndolo lo bastante adentro para que no se viese a simple vista.
—Cuando los guardias te encuentren, no lo cojas, no sea que te registren después. Espera un par de días. Y búscate otro trabajo.
Sin gran parte de su contenido, el saco de la caja ya no pesaba tanto. Aun así Sancho tuvo que hacer un esfuerzo para levantarlo y vaciarlo antes de colocarlo sobre la mesa. Hizo lo mismo con el otro saco, hasta que la habitación quedó alfombrada de oro.
Deprisa, deprisa.
Estaba seguro que el plazo que le había dado a Josué tenía que haberse cumplido ya. Dividió las doscientas monedas entre los dos sacos, e hizo agujeros en la parte superior de éstos con su daga. Pasó una cuerda por ellos, y se la cruzó por el pecho, y la espalda, de manera que le quedase un saco por delante y otro por detrás. Aun así, el peso era enorme. Sancho calculó que tenía que estar cargando tres cuartas partes de su propio peso. Al caminar de vuelta al pasillo notaba las piernas pesadas, los pulmones comprimidos y las cuerdas hiriéndole los hombros.
Último obstáculo, la muralla.
Por muy despacio que anduviese, cada paso de Sancho arrancaba un débil tintineo metálico de las monedas. Volver tan despacio por donde había entrado, y además haciendo ruido, era impensable. La única solución era alcanzar el piso superior, allá donde se unía con la muralla. El problema era que la sección de ésta que llegaba desde la Torre del Oro hasta el Palacio Real era patrullada por guardias constantemente.
Subir aquella escalera fue una tortura. Alcanzó el punto más bajo de la muralla, en un pasillo descubierto plagado de habitaciones de servicio, con la cabeza ida por el esfuerzo y un zumbido palpitante en las sienes. Le llevó más de lo que había pensado, y ahora estaba seguro de que habrían pasado al menos tres rondas de los guardias por el punto por el que debía descender. El problema era que no tenía ni la más remota idea de cuánto hacía que había pasado la última y si le daría tiempo a descolgarse antes de que llegase la próxima.
Al llegar a la muralla se quitó los sacos del pecho y se tomó unos instantes para recuperar el aliento. La sangre volvió a circular por la cabeza con normalidad, produciéndole una sensación de levedad y euforia. No se dejó arrastrar, porque no tenía tiempo que perder. Subió a la muralla de un pequeño salto. Se situó entre dos almenas, sosteniendo uno de los sacos, y lo colocó sobre el vacío, tensando la cuerda que había enrollado sobre su antebrazo. Después lo hizo descender, notando cómo la cuerda iba desgarrando el jubón, que después de aquella noche quedaría inservible. Pero no había tiempo tampoco para pensar en ello.
En aquel lugar la muralla tenía una altura equivalente a seis hombres. Cuando calculó que el saco ya debía de estar cerca del nivel del suelo, balanceó el peso a un lado y a otro, confiando en que Josué lo viera.
«Pero ¿y si no está? ¿Y si le ha entrado el miedo y se ha marchado, o simplemente obedeció lo que tú mismo le dijiste y se fue después del segundo cambio de guardia?».
Durante un instante las dudas se apoderaron de él, hasta que de pronto el peso que sostenía se desvaneció como por arte de magia. Izó la cuerda, colocó el otro y comenzó a repetir la misma operación. Llevaba el saco casi por la mitad cuando oyó las voces.
—Te digo que tienes que probarla. No he conocido a mujer igual.
Los guardias doblaban ya el recodo que conducía al punto donde estaba Sancho, paseando con sus arcabuces al hombro, charlando despreocupadamente. No había tiempo para bajar el saco, ni tampoco podía soltar la cuerda pues se quedaría sin medios para bajar. Desesperado, Sancho se lanzó de vuelta al pasillo que conectaba con el edificio y se agachó junto al desnivel. Sostenía el extremo de la cuerda enrollada en el brazo, y el resto de ella tensa y pegada al suelo, mientras él aplastaba la espalda contra la piedra.
«Que no la pisen. Que no la vean. Que pasen por encima, sin detenerse. Que no tengan que ir a por un vaso de vino a la garita. ¡Dios, cómo duele!».
—De las morenas del Compás sólo me gusta la Mariliendres.
—Tiene un apodo horrible.
—Y es fea como un diablo, pero tendrías que ver lo que es capaz de hacer con la lengua…
Uno de los guardias se detuvo, la punta de su bota a menos de un palmo de distancia de la cuerda de Sancho, mientras le explicaba por gestos a su compañero la excelencia en las artes amatorias de la Mariliendres. El otro se reía a carcajadas.
Agazapado tan cerca de ellos que si se hubieran inclinado un poco los guardias hubieran podido tocarle la cabeza, Sancho sentía que la cuerda estaba a punto de arrancarle el brazo. Se mordió el labio inferior, tan fuerte que un hilillo de sangre le chorreó por la mandíbula. Cualquier cosa con tal de no pensar en la presión que estaba sufriendo.
El pie del guardia se levantó, luego se arrastró de nuevo, cada vez más cerca de la cuerda. La rozó con la puntera, luego la pisó ligeramente sin darse cuenta. Ambos siguieron su camino.
Cuando las voces se apagaron en la distancia, Sancho se puso de nuevo en pie y soltó el resto de la cuerda. Tenía el brazo izquierdo completamente dormido en un momento de lo más inoportuno, pues iba a necesitar de ambos para descolgarse por la pared. Ató la cuerda en torno a la almena, y después se pasó la cuerda alrededor de la cintura y por encima del hombro. Había hecho aquello docenas de veces, pero jamás usando una sola mano. El esfuerzo fue descomunal, y perdió pie en un par de ocasiones, golpeándose la cara contra la muralla. Cuando cerca del suelo los brazos de Josué le recogieron y le sostuvieron de camino a la barquichuela que tenían allí escondida, Sancho respiraba entrecortadamente, pero una alegría salvaje se apoderó de él.
«Lo hemos conseguido. Hemos entrado donde nadie lo ha hecho antes y tenemos el dinero».
Y Clara tenía una oportunidad.