LXVII

N

o servía de nada lamentarse, pero mientras Sancho repasaba lo sucedido los días anteriores, una negra desesperación se iba apoderando de él.

«Ha tenido que ser el ciego», dijo Josué, frunciendo el ceño. El negro no era propenso a dar muestras de enfado, pero la fría cólera que había en sus ojos daba cuenta del cariño que sentía por Clara. Durante el tiempo que habían pasado en la botica tras la muerte de los gemelos, la joven esclava se había portado muy bien con él, y habían compartido confidencias que a Sancho se le escapaban. Ella incluso había aprendido parte del lenguaje de signos que habían inventado en galeras, algo que a Josué le llenaba de satisfacción.

—Zacarías no sabía nada de ella.

«Todos sabíamos de ella. El día en que te hirieron y desapareciste, los gemelos te siguieron hasta su casa. Nos dijeron dónde era. Después te ausentabas casi cada día, así que sólo podía ser una mujer», repuso Josué.

Sancho se maldijo por ser tan estúpido como para creer que había sido capaz de guardar en secreto su relación con Clara y aún más por pensar que podría mantenerla a salvo. Si se hubiera encargado de Zacarías cuando éste les traicionó, tal vez no le hubiera revelado a Vargas su relación con ella. Por lo que la joven le había contado acerca del comerciante, éste debía de estar esperando el momento de ajustar cuentas con Clara. Debía haberla mandado lejos hacía tiempo, haberla ayudado saldando la deuda que ella tenía contraída con Vargas antes de atacarle.

«Ella no hubiera aceptado —dijo Josué, adivinando sus pensamientos—. Lo que ella quería era conseguir las cosas por sí misma».

El joven asintió, reticente. Por más que su amigo tuviese razón, aquello no contribuía a paliar su angustia en aquel momento. Se desplomó en la silla que Clara tenía junto al mostrador.

—¿Puedo ver la carta, Sancho?

El joven le tendió el papel, con el centro agujereado por el cuchillo. Miguel lo leyó, despacio, retorciendo la hoja entre los dedos.

«Debo felicitarte, cumpliste lo que habías prometido. Ahora yo te prometo esto: si no traes veinte mil escudos al Matadero el domingo al mediodía, mataré a esta ramera.

V.».

—Se ha debido de creer la leyenda de los Fantasmas Negros. Los ladrones más audaces de Sevilla —dijo Miguel—. Las historias corren por las calles. Se hacen más grandes según pasan de boca en boca, y acaban teniendo vida propia.

—O tal vez el muy hijo de puta sólo quiere hacerme daño.

—Hoy es lunes. Tenemos seis días para conseguir el dinero.

El joven suspiró con desesperación.

—No lo entendéis, nadie puede robar una cantidad así. ¡Está muerta!

El comisario lo agarró por el jubón y lo alzó, obligándole a mirarle a los ojos.

—Escúchame, muchacho. Toda tu vida, ¡toda tu vida!, te has enfrentado a lo irremediable. Sobreviviste a la peste, sobreviviste en las calles de Sevilla, sobreviviste a las palizas de tus amos y de los cómitres. Saliste vivo de un naufragio, derrotaste al Rey de los Ladrones. El destino te había marcado para morir, pero tú le desafiaste una y otra vez.

Miguel guardó silencio un momento, debatiéndose con el secreto que había estado guardando desde el día en que coincidió con Sancho en el garito del Florero. Apretó los labios y respiró hondo. Finalmente lo soltó.

—No te saqué de aquella venta en llamas para ver cómo te rindes sin ni siquiera intentarlo.

Sancho lo miró boquiabierto.

—¡Fuisteis vos! ¡Lo sabía! ¡Sabía que me erais familiar! Me cargasteis en vuestro caballo y… —Se detuvo, luchando con las lagunas que le cubrían la mente.

—… y te traje a Sevilla, donde pagué seis escudos de oro a fray Lorenzo por tu sustento. Ahora no hagas que me arrepienta.

Sancho lo agarró fuerte por la pechera del jubón a su vez. Su abatimiento se había vuelto ira.

—¿Creéis que voy a abandonarla? ¡Iré al Matadero, y moriré por ella! —gritó—. ¡Pero no me digáis que puedo conseguir ese rescate, porque es imposible!

—No hay nada imposible.

Ambos se soltaron y Sancho se dejó caer de nuevo en la silla, con el rostro entre las manos, intentando pensar.

—Sólo hay un lugar donde hay tanto dinero en esta ciudad… —dijo Sancho, alzando de pronto la cabeza un rato después—… pero es inexpugnable.

El comisario asintió, con el semblante muy serio. Él también había adivinado cuál era el lugar al que se refería Sancho.

—Sólo es un edificio. Con más cerraduras, con más guardias, pero… ¿qué clase de ladrón es el que le tiene miedo a un edificio?

El martes, el comisario visitó el objetivo que habían escogido.

Miguel había escapado en cinco ocasiones de la vigilancia de los turcos en Argel. Era un hombre de inteligencia tan afilada como la hoja de su espada, aunque prefiriese el silencio a la demostración pública de su ingenio. Veía detalles donde otros sólo apreciaban superficies, y eso lo convertía en el hombre ideal para reconocer el punto de entrada. Ésa sería su única participación en todo aquel asunto. Sancho había sido tajante.

—Vos sois un hombre honrado, don Miguel. Un hombre del rey. No puedo involucraros en esto.

—Hijo mío, no se me ocurre nada más noble que ayudar a una mujer en peligro.

Pero había aceptado la condición que Sancho le había impuesto, pues en el fondo de su alma tenía un miedo atroz a volver a perder la libertad. Y aquél sería el resultado de la empresa, de eso Miguel estaba seguro tras pasar un rato en el interior de la Casa de la Moneda.

Había pasado por delante en muchas ocasiones, sin cuestionarse si sería un lugar de libre entrada. La gruesa puerta de madera, reforzada con pesadas planchas de acero, estaba en la plaza de Maese Rodrigo, entre la Puerta del Carbón y la Puerta de Jerez. Vigilada por la Torre de la Plata, la Casa de la Moneda era más un grupo de construcciones que se habían fusionado con la muralla. Ésta se convertía en aquella esquina de la ciudad en un enorme espolón que culminaba en la Torre del Oro, símbolo inequívoco del auténtico poder del Imperio español. «Sin el metal de las Indias, toda aquella magnificencia desaparecería de un suspiro», pensó Miguel.

Pero aún había mucho dinero con el que pagar a guardias como los que había en la puerta de entrada al recinto, o para levantar magníficas construcciones como era aquel complejo. Terminado tres años atrás, estaba formado por una moderna plaza que llamaban de los Capataces, en torno a la cual se articulaba la vida de los artesanos. Vestido como iba con sus mejores galas, nadie cuestionó la presencia del comisario en aquel lugar, dando por hecho que sería alguno de los funcionarios que a menudo lo visitaban. Sus ocupantes estaban demasiado atareados, moviéndose como hormigas de un lado a otro del patio. Transportaban sacos de mena, se afanaban en las pilas de lavado de mineral, afilaban sus instrumentos mientras compartían el almuerzo al sol.

Miguel se sentó en el borde de la fuente del centro de la plaza, estudiando atentamente la hilera de pequeñas tiendas que la formaban. Comida, ropa, incluso imágenes religiosas. Había viviendas para los artesanos y los tenderos en la parte alta. Aquel lugar era como un castillo en miniatura, y salvo para escuchar misa ninguno de los que allí vivían tendría que abandonar el lugar jamás.

«Felipe es un hombre listo —pensó Miguel—. Ha rodeado a los que sustentan su poder de comodidades, y en todas ellas ha puesto su símbolo».

El escudo del rey aparecía por todas partes. En los vanos de las puertas, en los carteles de las tiendas, incluso, constató con sorpresa el comisario, en los pomos de las herramientas de los artesanos. Una manera excelente de conseguir la fidelidad de aquellos hombres y asegurarse de que convertían hasta el último gramo de metal en monedas con las que alimentar sus ejércitos.

«Tampoco nadie entrará aquí por la fuerza, no con esa enorme puerta en un ángulo ciego de la plaza, tan fácilmente defendible. Ni con estos muros enormes. Y luego encontrar el lugar en el que se guarda el oro entre el laberinto de edificios y puertas del lado este. No será fácil».

Esta última tarea fue la única a la que antes logró poner remedio. En un extremo de la plaza había un edificio sin marcas, de puertas gruesas, donde cada cierto rato pasaba un artesano bastante mayor, empujando una carretilla cuyo contenido iba tapado por un paño negro. Miguel supuso acertadamente que aquélla sería la sala del Tesoro, y la desilusión se apoderó de él. Aquel lugar era la caja fuerte dentro del edificio inexpugnable. Tenía su propio retén de guardia en la entrada, que seguramente sería permanente, igual que el del acceso de la calle.

Amargado, fue a pedir algo de comida para reponer fuerzas en uno de los edificios del lado oeste. Había una pequeña taberna, poco más que un bodegón de puntapié, donde el mozo le sirvió potaje de una cazuela de barro. Limpió una de las cucharas en el delantal que llevaba al cuello antes de dejarla caer en el plato de Miguel.

Aunque comía más por obligación y para alargar su presencia en el lugar lo más posible, se sorprendió al descubrir que el potaje estaba bueno. La grasa rezumante de los callos y el sabor picante del chorizo le devolvieron los ánimos en aquella mañana fría.

—¿Venís por lo de los centenes? —preguntó el tabernero.

Miguel alzó la cabeza del plato y miró al tabernero. El hombre se veía aburrido y con ganas de conversar, no parecía haber suspicacia en su pregunta. Decidió fingir, pues tal vez así conseguiría algo de información.

—Sí, en efecto. Es un encargo de Su Majestad. Pero no me pidáis que hable de ello.

—Ah, buen funcionario, pero si aquí todos somos familia. Los secretos son difíciles de guardar en la Moneda. El nuevo maestro tallador ha concluido sus moldes, y comenzado la producción que Felipe ordenó. Es un tipo raro, si sabéis a lo que me refiero.

—¿Me va a causar problemas?

—No, no lo creo. Es más bien tímido, no gusta de la compañía de otras personas. Jamás sale de su taller, el único que sale es el aprendiz para venir aquí a buscar su comida —se acercó a Miguel y le susurró en tono confidencial—: prefiere mi cocina a la de la otra taberna, la de Jiménez. Se ve que es la primera vez que venís a la Moneda porque aún no sabéis qué clase de bazofia sirven en ese lugar…

Miguel sonrió.

—Ya veo. Bueno, gracias por prevenirme, tendré cuidado. ¿Y dónde decís que puedo encontrar al maestro tallador?

—Subid la escalera del lado este, debajo de la arcada. En el segundo piso, la última puerta del fondo. No tiene pérdida, el humo a azufre os guiará. Es el único que sigue empleando los métodos antiguos para hacer los moldes. Los demás ya no los usan.

—Sabéis mucho de moldes.

—Es casi la única conversación que tienen mis clientes, mi señor. ¡Que tengáis un buen día!

Miguel se levantó para irse, pero a mitad de camino se dio la vuelta y arrebató un pequeño mendrugo de pan que había quedado sobre la mesa.

—Para después —dijo sonriente.

El otro lo miró contrariado, y Miguel intuyó que ya había previsto echarlo al potaje para añadir sustancia.

—Claro, señor. Volved cuando queráis.

El comisario salió a la calle y caminó distraídamente por la plaza. Al llegar cerca del lavadero de mineral que había bajo los muros, saltó por encima del canal de desagüe. El trozo de pan que llevaba en la mano cayó en la corriente de agua.

—¿Puedo ayudaros? —dijo uno de los artesanos, que no comprendía por qué Miguel se había acercado tanto al lavadero.

—No, muchas gracias, señor. Mi tarea aquí ha concluido —dijo Miguel, mientras contemplaba cómo el pedazo de pan desaparecía por un agujero en el muro.