LXIX

E

l viento silbaba entre las rocas cuando llegaron a lo alto del monte.

Hacía casi seis meses que había abandonado Castilleja de la Cuesta, pero habían pasado tantas cosas en aquel espacio de tiempo que la fragua y sus aledaños, inmutables, parecían pertenecer a un pasado remoto.

Ya a mitad de subida habían intuido que algo no marchaba bien. Incluso Josué, a pesar de lo preocupado que estaba intentando dominar a su caballo, se había dado cuenta de que la chimenea de la fragua no soltaba humo. El alba ya rompía por el este, proyectando las sombras alargadas de hombres y bestias sobre el camino, y a esa hora Dreyer siempre estaba empuñando el martillo.

Ataron los caballos a una argolla de hierro cerca de la entrada. Ambos iban muy cargados, pues además de a sus amos llevaban unas improvisadas alforjas de cuero muy pesadas. Josué tocó el hombro de Sancho y le mostró algo que había a su espalda.

«Está creciendo», dijo con una sonrisa.

El melocotonero que Josué había plantado hacía un año y medio había sobrevivido, contra todo pronóstico, y ya era más alto que él. Sus ramas comenzaban a ensancharse. El modo en que aquel árbol había decidido sobrevivir le conmovió profundamente.

—Vamos dentro.

«Ve tú», le dijo Josué.

Sancho comprendió que al negro le había afectado igual que a él la visión del árbol, y quería estar a solas un rato. Lo dejó solo y fue a buscar a Dreyer, preguntándose si el herrero estaría enfermo o muerto.

La primera de las dos opciones era la correcta.

Encontró a Dreyer en su cama, pálido y ojeroso. Tosía mucho, y la chimenea estaba apagada. Tenía la frente ardiendo y los labios resecos.

El herrero tardó un rato en reconocerle, pero tras beber algo de líquido pareció encontrarse mejor y dijo su nombre. Un momento después intentó incorporarse en la cama.

—Sancho, hijo mío. ¿Qué haces aquí?

—Necesitamos refugio hasta mañana, maestro.

—¿Te has metido en algún lío?

—Ninguno del que no podamos salir, espero —dijo Sancho, que no quería preocuparle—. Descansad, que Josué y yo cuidaremos de vos.

El herrero debía de llevar un tiempo enfermo, pues su alacena tenía pocas provisiones. Sancho se preguntó qué clase de desalmados eran sus vecinos, que le habían permitido caer en aquel estado. Luego se dio cuenta de que, con la hambruna tan tremenda que había habido aquel invierno, tal vez había sido mejor que lo dejasen en paz. De no haber tenido miedo de acercarse, y en el estado tan débil en el que se encontraba Dreyer, alguno habría tenido la tentación de degollarle y desvalijarle. Sólo las armas que tenía en la sala de entrenamiento ya valían una fortuna.

El herrero cayó en un sueño ligero, y Sancho y Josué aprovecharon para descansar tras una noche agotadora. El negro se despertó antes, a tiempo de encender una hoguera y hacer una buena brasa. Cuando Sancho se levantó ya era media tarde, y fue hasta una de las casas del pueblo a por huevos frescos, vino, leche y un pollo grande. Pagó con lo poco que le quedaba en la faltriquera. Para bien o para mal, al día siguiente no necesitaría ya aquel dinero.

Comieron hasta hartarse. Cuando Dreyer se despertó le dieron un poco del caldo de pollo e incluso se atrevió a probar la carne. Aunque tenía mala cara, su aspecto era mucho mejor que por la mañana.

—¿Qué os sucede, maestro? ¿Cuánto lleváis enfermo?

—Empezó al final del otoño. Primero noté que meaba sangre, y luego empecé a estar más delgado y a perder el apetito.

—¿Os ha visto algún médico?

Dreyer sonrió con tristeza.

—¿Para qué, muchacho? Tras tantos años mis fuerzas se han marchado, dejando sólo cenizas. Soy ya viejo y no tengo ganas de seguir en este mundo. Y no soy idiota. Sé lo que tengo, y no tiene cura.

Sancho asintió, sin saber bien cómo responder a aquello. Dreyer no se había suicidado tras conocer la muerte de su hijo porque ellos habían entrado en su vida. Pero ahora que era la muerte quien venía a buscarle, la aceptaba de buen grado.

—¿Qué hay de ti, muchacho? ¿En qué embrollo te encuentras?

Sentado en el borde de la cama, el joven le contó a grandes rasgos lo sucedido desde que se habían marchado de allí. El herrero asentía con una sonrisa de aprobación. Y también, o al menos eso le pareció a Sancho, un poco de envidia.

—Así que habéis venido a ocultaros.

—No sólo eso. El hombre que me venció… es demasiado fuerte, maestro. Mañana tendré que enfrentarme a él otra vez, y no creo que pueda con él.

—Descríbeme a ese Groot, con tantos detalles como puedas, e intentaré ayudarte.

—Un flamenco rubio, con una barba fina. Es casi tan alto como Josué. Un auténtico animal. Cuando peleamos en el puente adoptó una postura extraña, con los pies paralelos al cuerpo. Pero lo más extraño era su espada. Larga y pesada, con la punta más ancha que el resto de la hoja… ¡Maestro!

El rostro de Dreyer se había ido demudando. Tenía la boca abierta y sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas. Intentó ponerse en pie, pero las fuerzas le fallaron tras tanto tiempo postrado en la cama.

—¿Qué os sucede? —preguntó Sancho, agarrándole por el brazo para que no cayera.

—La arqueta. Ve a aquella arqueta… —dijo el herrero, señalando un extremo del cuarto.

Sancho la abrió siguiendo sus instrucciones y encontró un paquete envuelto en un paño de color marrón oscuro. Se lo llevó a Dreyer, quien desenvolvió lo que había en su interior. Un pedazo de acero, parte de una hoja de espada.

—¿Era como éste, Sancho? ¿Era como éste?

El joven asintió, sorprendido ante la reacción del herrero. Éste se dejó caer de nuevo en la cama, agotado tras aquel esfuerzo. Tardó en volver a hablar, y cuando lo hizo, su voz estaba apagada y oscurecida.

—Esa espada es una anomalía. No es una flambeada, ni una hoja normal. Es un engendro desequilibrado y mortal. Hace falta una fuerza enorme para manejarla. Es especialmente dañina si te lanzan una estocada a la cara, esa que los italianos llaman stramazzone.

—¿Vos conocéis a ese hombre, maestro?

—Antes no se hacía llamar De Groot, sino De Johng. Y sí, le conozco bien. Fue el hombre que destruyó mi vida.

Sólo entonces se dio cuenta Sancho de que lo que había tomado por un paño marrón era en realidad un lienzo blanco empapado en sangre vieja.

—Maestro…

Dreyer no le escuchaba ya. De pronto todo el dolor que había acumulado durante aquellos años se cristalizó en forma de palabras, que fueron cayendo de su boca como gotas de lluvia de una densa nube de amargura.

—Mi mujer se llamaba Anika. Su hermano mellizo era uno de mis mejores alumnos, una espada rápida en una mente fría. Se parecía un poco a ti, aunque él era bravucón y vanidoso. Hubo un día en que llegó un desafío a nuestra escuela. Había un espadachín nuevo, un chico de granja, un animal con un físico gigantesco. Mi cuñado decidió que se enfrentaría a él. En aquella época aquella clase de desafíos eran normales en Rotterdam. Servían para azuzar la combatividad de nuestros jóvenes. A veces morían algunos, pero eso poco importaba, ¿verdad? Se trataba de hacer mejores espadachines.

El herrero hizo una pausa larga. Cerró los ojos y Sancho llegó a pensar que se había dormido, pero siguió hablando. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—Mi cuñado se enfrentó a él sin haberse molestado en acudir a sus entrenamientos para estudiar su estilo de lucha. Creía que un patán campesino no sería rival. Y yo, que Dios me perdone, pequé de orgullo. Creí que sería pan comido. Pero el campesino le destrozó. Rompió todas sus guardias, azuzándole. Insultándole.

Smerlaap —dijo Sancho, recordando la palabra que Groot le había escupido en el muelle.

—Significa trapo sucio, basura. Ninguno de los dos respetó las reglas del combate. Se suponía que debía ser a primera sangre, pero el campesino no se detuvo ahí, y mi cuñado tampoco. Cuando le lanzó la estocada mortal, yo intenté intervenir. La espada del campesino se rompió en dos. Esa mitad fue la que se quedó dentro de mi cuñado.

Dreyer hizo otra pausa.

—Mi mujer se degolló con ella un mes después.

Sancho se estremeció de horror.

—Estaban muy unidos —susurró Dreyer—. Ella era de carácter melancólico, y tras dar a luz a nuestro hijo había pasado por malos momentos. Me culpó de la muerte de su hermano, y luego decidió castigarme.

El silencio se apoderó de ellos. En algún lugar de la casa, una ventana se abrió, y un aire frío recorrió la estancia, arrastrando los fantasmas.

—Ayudadme a vencerle, maestro Dreyer —pidió Sancho, con la voz hueca.

Dreyer se incorporó en la cama y llamó a Josué. Le susurró algo al oído y éste regresó al cabo de un rato con una espada. Era una ropera de lazo, similar a la que llevaba Sancho, aunque de una calidad algo inferior. El joven la recordaba por haber entrenado con ella en muchas ocasiones.

—Tómala en la mano izquierda, muchacho. Y desenvaina la otra.

Sancho obedeció, extrañado. No estaba acostumbrado a sostener una arma tan grande en la izquierda, y notaba el cuerpo desequilibrado. Dreyer le ordenó corregir la posición de los pies y ensayar una guardia diferente a todas las que había conocido. En ésta debía sostener la izquierda frente a su pecho, con la hoja paralela al suelo y el brazo levemente flexionado. La derecha quedaba algo más retrasada y baja.

—Se llama estilo florentino, Sancho. Te otorga un sentimiento del hierro mucho más grande, mayor movilidad y alcance. Pero es tan peligroso para el contrario como para ti. Requiere un esfuerzo considerable. La concentración debe ser máxima, porque el más ligero error en esta técnica significará tu muerte. Y ahora esto es lo que debes hacer…