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res noches antes de que Sancho despertase abruptamente a Vargas de su sueño, la gabarra Póvoa de Varzim navegaba cerca de la Ilha de la Barreta. El capitán, agotado tras la larga travesía, decidió ir a echar una cabezada. El mar estaba revuelto y el cielo encapotado, pero el barco, aunque antiguo, resistía los embates de las olas sin problemas. El piloto conocía aquellas aguas, pues habían navegado más veces con cargamentos de grano en dirección a Sevilla, aunque nunca en una época tan tardía del año. La Póvoa de Varzim debería estar amarrada en Oporto, mientras su tripulación se ganaba un merecido descanso. Pero el armador había recibido un encargo urgente de la Corona española, alertada por la terrible carestía de trigo que había en toda Andalucía. El rey Felipe había solicitado varios barcos cargados de grano, pero el armador sólo había conseguido carga para uno, y ni siquiera lleno. La carestía de grano en Europa, sumada a la voracidad de los barcos de guerra españoles, había consumido los silos de todo el continente. Aquella carga, recogida en Amberes un par de semanas atrás, era probablemente el único trigo que quedaba a la venta en el Viejo Mundo.

El capitán descendió del castillo de popa. Cuando abrió la puerta que conducía a su camarote, una enorme luz blanca le envolvió y sintió como si una mano gigantesca le arrojase contra el mamparo. Volvió a cubierta, justo a tiempo para ver cómo la vela mayor se desplomaba sobre dos marineros. El crujido de los huesos aplastándose fue escalofriante, pero el capitán no tuvo tiempo para pensar demasiado en ello.

—¡Un rayo, señor! ¡Nos ha caído un rayo!

El palo mayor ardía con furia, empujado por el intenso viento que se había levantado en pocos instantes. Un segundo rayo iluminó las caras angustiadas de la tripulación.

—¡A las bombas! ¡Los cubos! ¡Hay que apagar ese fuego o estamos perdidos!

Los hombres reaccionaron y se lanzaron a cumplir las órdenes del capitán. Se formó una cadena humana con parte de los marineros, mientras el resto trataba desesperadamente de arriar el resto del velamen. El capitán se desgañitaba, subido él mismo a las jarcias, animando a sus hombres para que no flaqueasen. El viento arreció aún más, arrastrando lejos el agua que la repentina tormenta comenzaba a descargar, amenazando con arrancar al capitán de su precario asidero.

«Que el fuego no se extienda a la gavia, Dios mío. Sólo te pido eso», rezó el capitán. Pero el Todopoderoso debía de estar ocupado con otros menesteres, porque la oración del capitán cayó en saco roto. Las llamas prendieron en el cordaje de las velas adyacentes. Las cuerdas inflamadas no tardaron en extender el incendio a la mesana, que aún no había sido asegurada sobre el palo. Con la mitad del cordaje suelto, la vela se soltó de sus escotas y se desplegó a babor del barco. Henchida por el viento huracanado y colocada en un ángulo antinatural, la vela hizo escorar el barco peligrosamente.

—¡Cortad esos cabos! ¡Cortadlos o nos iremos a pique!

Uno de los marineros tomó una hacha y se dirigió hacia la mesana, pero nunca llegó a su objetivo. Hubo un crujido atronador que lanzó al capitán de cabeza al agua. Mientras se hundía entre las olas junto a su barco, el capitán se dio cuenta demasiado tarde de que la tormenta había empujado a su barco contra las rompientes de la Ilha de la Barreta. Tuvo un último pensamiento para su mujer y sus hijos antes de ser devorado por la inmensa negrura.

La noticia del naufragio del Póvoa de Varzim tardó casi una semana en alcanzar Sevilla. Al haberse hundido en plena noche en aguas de Portugal, tuvo que aparecer uno de los marineros supervivientes en Ayamonte para que el mensaje se pusiera en manos de los funcionarios reales. Cuando el alcalde abrió la carta en la que se relataba lo sucedido, un escalofrío le recorrió la espalda. Aquel cargamento era su última esperanza de suministrar trigo a Sevilla para el invierno. No había más alternativas, ni tiempo para encontrarlas. Y para una ciudad de ciento cincuenta mil almas en la que tres quintas partes de sus habitantes tan sólo tomaban una hogaza de pan al día como único alimento, aquello era un golpe demoledor.

En honor a los servidores de la ciudad, hay que decir que la gran mayoría de ellos realizó un trabajo ejemplar para aliviar aquella crisis en la medida de sus posibilidades. Se reunieron con carniceros y pescaderos, buscando la manera de abaratar los precios de sus mercancías y hacerlas más asequibles a las clases populares. Trataron de incrementar el flujo de alimentos a la ciudad, e incluso pidieron a la todopoderosa Casa de la Contratación que hiciera un préstamo a las exhaustas arcas municipales.

Todas aquellas medidas fueron, por supuesto, inútiles. Aquellos que no eran honrados aprovecharon el conocimiento de la escasez que iba a cernirse sobre Sevilla para hacer acopio de mercancías, pactar precios con los principales proveedores y, en fin, hincharse los bolsillos tanto y tan rápido como pudieron.

El 1 de diciembre de 1590 apenas funcionaban tres tahonas en la ciudad. A mediados de mes era imposible encontrar una sola hogaza de pan en Sevilla. El centeno, la cebada y el salvado se agotaron también, quedando como único alimento barato un pan quebradizo y de miga negruzca, hecho a base de harina de bellotas y algarrobas. La víspera de Navidad, ni siquiera ese abyecto sustituto podía hallarse por ninguna parte. En la Misa del Gallo en la catedral, el arzobispo pidió a Dios que consumiese en el infierno a los ingleses, que como todos sabían eran los responsables de aquella terrible hambruna. Los malditos herejes habían llegado incluso a quemar el almacén de grano con las reservas para el invierno, recordó el arzobispo en su sermón.

Todo aquello susceptible de ser transformado en comida vio en pocos días multiplicarse su precio hasta límites que casi nadie se podía permitir. Los nabos se convirtieron en la dieta habitual de artesanos y miembros de los gremios, mientras que los desfavorecidos se veían obligados a masticar raíces y hierbas. Los márgenes del río estaban repletos de gente peleando por una pesca casi inexistente. Los más pobres incluso devoraban las huevas de los esturiones, un alimento que repugnaba a los sevillanos y que normalmente se echaba a los cerdos. Perros y gatos desaparecieron de las calles, cazados por padres desesperados que no sabían con qué alimentar ya a sus familias. Las ratas proliferaron por todas partes. E incluso corrieron rumores de que algunos huérfanos se esfumaban sin dejar rastro en barrios como La Feria o Carmona.

Mientras la pobreza aumentaba a pasos agigantados y el hambre comenzaba a cobrarse sus primeras víctimas, Francisco de Vargas esperaba de pie junto a su ventana, en su bien caldeada habitación. En pocas semanas la desesperación de los rectores de la ciudad sería tan enorme que estarían dispuestos a aceptar la oferta de Vargas para vender el trigo por diez veces su valor. Pero seguía habiendo una sombra que le impedía disfrutar de su inminente triunfo. De tanto en tanto acariciaba el alféizar de la ventana, inadvertidamente, como si sus dedos se empeñasen en recordárselo.

Estaba absorto en sus pensamientos cuando entró Catalina en la estancia y se acercó a él.

—Amo, ha venido a veros un hombre que dice tener un negocio que proponeros.

—Despídele. No deseo recibir a nadie hoy.

El ama de llaves sonrió con suficiencia.

—Así lo haré, amo, y con gusto. Es un hombre bien extraño. Decía que podría libraros de vuestro visitante nocturno. Seguramente un loco.

Vargas se dio la vuelta y miró asombrado a la vieja esclava.

—¿Qué has dicho? ¡Repite eso! —dijo agarrando a Catalina por el brazo.

—No es nadie… sólo un mendigo ciego y harapiento. ¡Me hacéis daño!

—Dile que suba, Catalina. Pero antes manda venir a Groot.

El ama de llaves se zafó de Vargas y se marchó, asustada y frotándose el brazo, mientras el comerciante sentía como poco a poco una sonrisa iba aflorando a su rostro.