LVIII

N

i todo el oro del mundo valdría esta locura —dijo Mateo, mostrando miedo por primera vez desde que Sancho le conocía.

—Silencio —le chistó Zacarías, que encabezaba la marcha—. Aquí las calles tienen ojos y oídos.

—No podemos dar sensación de debilidad. Entrad allí con paso firme, no miréis fijamente a nadie a los ojos y no hagáis movimientos bruscos. Hoy todos tendremos lo que buscábamos —dijo Sancho, repitiendo las instrucciones del ciego por enésima vez.

Los gemelos guardaron un tenso silencio, y continuaron a buen paso detrás de Zacarías. Habían cruzado el Puente de Barcas hacía unos minutos, y el ciego les conducía por el laberinto de callejuelas de Triana, hacia un lugar de Sevilla al que muy pocos querrían ir voluntariamente. La tensión era palpable, pero a pesar de todo Sancho creía que había tomado la mejor decisión.

Habían pasado varias semanas desde la emboscada de Catalejo y Maniferro. El otoño ya traía río abajo nubes grises y días de viento y granizo, presagiando un invierno temprano. El acoso de los Fantasmas Negros a la cofradía de ladrones había continuado de forma implacable, pero cada día tenían menos trabajo. La muerte de los dos asesinos más peligrosos de la ciudad había enviado oleadas de miedo a lo largo y ancho de toda la estructura del hampa sevillana. Ecos que habían trascendido incluso entre la gente honrada, que celebró el suceso con morbosa fascinación. El resultado fue que todos los negocios ilícitos se paralizaron. Cortado el suministro de objetos robados, el Malbaratillo se desmontó, reducida su habitual actividad a un par de mesas desangeladas y semivacías. Las deudas de honor no se pasaron a cobro, ni se clavaron más cuernos en las puertas de las casas de los amantes, ni hubo más muertes por encargo. La noche de Todos los Santos de 1590, por vez primera en más de un siglo, los alguaciles no recogieron ni un solo cadáver en las calles de Sevilla.

La existencia de los Fantasmas Negros había frenado por completo el negocio, pero había quien estaba dispuesto a todo para reanudarlo, incluso pasando por encima de Monipodio. Así que cuando los rumores empezaron, llegaron muy pronto a oídos de Zacarías.

—Ve a hablar con ellos —le había ordenado Sancho.

Y unos días después estaban allí, los cinco. Los gemelos vestidos con unos trajes negros como el de Sancho, que había encargado a Fanzón especialmente para aquella noche. Y Josué, pese a todas sus reticencias, había aceptado portar armas cuando Sancho le prometió que no tendría que usarlas. Habían comprado dos enormes hachas de guerra, oxidadas y casi inservibles, a un chamarilero. Pero después de un buen pulido y enfundadas en una correa que el negro se había atado a la espalda, le conferían a Josué un aire terrorífico.

Zacarías se detuvo en una calle estrecha, aparentemente igual a todas las que habían recorrido. Sancho se dio cuenta demasiado tarde de que, si algo le sucedía al ciego y tenían que salir huyendo de allí, le sería imposible encontrar el camino de vuelta. Sacudió la cabeza, intentando no pensar en ello. Tenía demasiados motivos por los que preocuparse.

—Es aquí —anunció el ciego, tanteando con su cayado un portal. La puerta se abrió sin que nadie llamase, como si les hubieran estado esperando. Un hombre de mediana edad y barba de chivo abrió la puerta.

—Acaba de bajar —susurró.

Al pasar Sancho por su lado pudo percibir los ojos del hombre clavados en él, y se preguntó si ya se habrían cruzado sus pasos antes. De nuevo se obligó a concentrarse. Todas las personas que había en aquella casa les odiaban, y no ganaría nada pensando en cada uno de ellos individualmente. Si quería estar vivo dentro de una hora tendría que tratar a los miembros de la Corte como un solo ser.

Siguieron a Zacarías y a Barbas de Chivo por el interior de la casa. Un pasillo estrecho llevaba a una especie de antesala, donde otro hombre, con aspecto más fiero y amenazador que el que les había abierto la puerta, les dio el alto. Barbas de Chivo y él se apartaron y discutieron en voz baja, mirando en dirección a los incómodos visitantes varias veces. Finalmente volvieron donde estaban ellos.

—Entraréis ahora. Mucho cuidado, ciego. Si descubro que todo esto es un truco… —dijo Barbas de Chivo.

—Sólo buscamos el bien de todos, amigo mío —respondió Zacarías, intentando aparentar calma.

Las puertas de la Corte se abrieron, y los Fantasmas entraron en la enorme sala. Las conversaciones se detuvieron, y un centenar de rostros se volvieron hacia ellos. En muchos había sorpresa, y en otros expectación.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó una voz áspera.

Se abrió un pasillo entre los miembros de la cofradía, una línea recta que culminaba en el mismo hombre fuerte, de pecho hirsuto y barba espesa que Sancho recordaba. No llevaba sombrero, pero sí su basta espada morisca colgando de la cintura. El Rey vio a Zacarías y una sombra de sospecha cruzó por su rostro. Después miró a los que le acompañaban, que ya caminaban derecho hacia él, y comprendió al instante quiénes eran. Una mueca cruel se dibujó en su boca.

Sancho se detuvo a pocos pasos del trono. Se había formado un círculo a su alrededor.

—Maese Monipodio.

—Vaya, así que por fin se revelan los Fantasmas Negros… —dijo el hampón con sorna—. Y en el lugar más inesperado. Me pregunto quién los habrá dejado entrar. Claro que viendo con quién venís no es tan difícil atar los cabos.

Hubo gritos de asombro y chirrido de armas saliendo de sus vainas. Sancho percibió el odio de los allí congregados, envolviéndole como una manta. Aquél era el momento decisivo.

—No sabéis tantas cosas como creéis.

Monipodio se acercó a él, mirándolo fijamente a los ojos. Sancho se preguntó si le reconocería, pero el matón no dio muestras de ello.

—Tal vez no, pero cuando hayamos acabado con vosotros os gustaría tener más cosas que poder contarnos, para que os dejásemos en paz.

Alzó una mano para indicar que los agarrasen, pero Sancho se dio la vuelta y se dirigió a la multitud. Su voz metálica y suave se elevó, en clara oposición a la de Monipodio.

—Hemos venido de buena fe a plantear una petición a la cofradía de ladrones. Cumplidla y vuestras vidas volverán a la normalidad.

—¿Y si no? —preguntó Monipodio, burlón.

—¿Créeis que habríamos sido tan estúpidos para estar aquí todos? ¿O que sólo cinco de nosotros, uno de ellos ciego, habríamos podido paralizar a la todopoderosa cofradía? Los Fantasmas somos muchos más que los que veis aquí. Tocadnos un pelo a mí o a uno de mis hombres, y vosotros y vuestras familias seréis responsables. Se acabarán las contemplaciones. Os cazaremos uno por uno, como a alimañas en la oscuridad.

—Es un farol —dijo Monipodio—. Cogedles.

Pero los guardaespaldas del hampón no se movieron. En lugar de ello, Barbas de Chivo dio un paso adelante e hizo la pregunta que habían acordado con Zacarías.

—¿Qué petición es esa que traéis?

—Los Fantasmas Negros representamos la memoria de todas las vidas que este hombre ha destruido. —Levantó el brazo y lo mantuvo en alto, señalando a Monipodio—. Aquellos a los que arrojó al río por una deuda. Aquellos a los que vendió por unos pocos maravedíes. Aquellos a los que destripó porque creía que le engañaban con el diezmo. —Hizo una pausa y bajó de nuevo el brazo—. Por todo ello os pedimos la cabeza de Monipodio. Después los Fantasmas desaparecerán.

El hampón soltó un bufido de puro asombro.

—Tú, mocoso malnacido, ¿te plantas en el centro de mi Corte y vienes a pedir mi cabeza? ¿Delante de mis hermanos, de aquellos a quienes alimento y protejo? Has perdido el juicio.

—Hubo alguien que me dijo una vez que prefería la justicia de los alguaciles a la protección de Monipodio. Tal vez deberíais plantearos si no era el único que pensaba así.

—¡Ja! ¿Qué decís vosotros? ¿Tiene razón? ¿Puede entrar un mocoso aquí y…?

El Rey de los Ladrones giró en derredor y su voz se fue apagando a medida que su mirada se cruzaba con las de sus súbditos. Muchos lo rehuyeron, pero otros lo miraron acusadoramente. No había nadie en aquella sala que estuviera ligado a él por algo que no fuese el temor o la sumisión. Allá donde miró Monipodio vio cómo de boca a oreja se transmitían secretos y consignas. Y ninguno de los allí presentes respondió a sus preguntas.

Viéndose completamente solo, Monipodio intentó recomponer su orgullo. Apretó los labios en una sonrisa tensa y meneó la cabeza de arriba abajo varias veces.

—Ay, Zacarías, parece que he estado aún más ciego que tú.

—Tan sólo recogéis lo que habéis sembrado, mi señor —respondió el ciego, encogiéndose de hombros.

—Malditos seáis todos, ¡me cago en vuestras madres! —dijo el hampón, sacando la espada—. Pero no me cogerás sin lucha, muchacho. Por Dios que no. ¡Venid de uno en uno, si tenéis lo que hay que tener!

Mateo y Marcos se adelantaron al unísono, pero Sancho los detuvo con un gesto.

—Dejádmelo a mí.

Monipodio se puso en posición de combate y comenzó a trazar un gran círculo alrededor de él, aún a cierta distancia. Sancho le contempló impasible, con las manos cruzadas sobre el pecho.

—¿Vas a ser tú, muchachito? Creí que mandarías al negro primero. Pero mira, así voy calentando la hoja.

—Espero que seáis mejor que los dos perros vuestros a los que maté hace un par de semanas en el callejón de las Ánimas. No me duraron ni un suspiro —dijo desenvainando la espada lentamente, como si todo aquello no fuera más que un enorme fastidio para él.

Monipodio se detuvo, bizqueando incrédulo. Aquel mozalbete no podía ser el responsable, y menos él solo. Tenían que haber sido muchos de ellos.

—Mientes.

—Sois libre de pensar como queráis.

El hampón tragó saliva, ya no tan seguro. Debió de convencerse a sí mismo de que lo que decía el joven no era cierto. O tal vez fue la mirada expectante de sus rebeldes súbditos la que le obligó a dar un paso hacia adelante. Entró en el sentimiento del hierro de Sancho con la punta temblorosa, y al rechazar su torpe ataque Sancho comprendió que el hombre que había mandado matar a cientos de personas había perdido hacía mucho tiempo el instinto de hacerlo por sí mismo.

Paró en cuarta, en primera y en sexta, sin que Monipodio se acercase siquiera a herirle. El hampón dio un paso atrás en falso, abriendo la guardia, pero en lugar de ensartarle Sancho dio una zancada adelante y le golpeó en la tripa con el canto de la mano izquierda. La machada estuvo a punto de costarle muy cara, pues Monipodio soltó un tajo de puro instinto antes de doblarse sobre sí mismo, y la trayectoria de la hoja pasó muy cerca del cuello de Sancho.

Hubo un rugido entre la multitud al ver caer a Monipodio, y no fue precisamente de lástima. Los cofrades parecían haber olvidado el acoso al que los Fantasmas les habían sometido durante meses. Comparado con el régimen de terror de Monipodio, aquello les parecía una liberación.

Tan pronto recobró el aliento, el hampón mostró sus dientes podridos y volvió a lanzarse contra él. Sus movimientos vacilantes se habían hecho más contundentes debido a la furia y la humillación, y el joven tuvo que emplearse a fondo para contrarrestarlos. Decidió pasar a la acción de nuevo. Bloqueó una serie de ataques y en cuanto sintió que Monipodio jadeaba lanzó el suyo. Cuarta, primera, y finalmente, cuando Monipodio le bloqueó en octava, con el brazo completamente estirado, empleó a su favor la curvatura de la espada del hampón. La punta de la espada de Sancho atravesó el antebrazo de Monipodio, que soltó un bramido y dejó caer la espada sin poder evitarlo.

Sancho dio una patada al arma, que fue a parar a los pies de Josué.

—¡Una espada! ¡Mil escudos por una espada! —gritó Monipodio, desesperado.

Sancho le apoyó la punta de la hoja en el cuello.

—De rodillas.

—¡Pagarás por esto, mocoso! ¡Te costará muy caro! —La voz del Rey de los Matones, habitualmente un trueno rasposo y desagradable, se volvió aguda y chillona.

—Sois vos quien va a pagar. De rodillas. No me hagáis repetirlo.

Monipodio miró a los lados, buscando un apoyo, pero no halló nada. Temblando de furia y miedo se arrodilló en el suelo. Sancho comprobó con asombro que el hombre más temido de la ciudad tenía los ojos llorosos, aunque intentaba morderse los labios para mantener un rescoldo de dignidad. Sintió desprecio por aquel parásito que se alimentaba de los débiles, y que ahora lloraba con la frente cubierta por una fina capa de sudor. Por un momento la necesidad de rajarle el cuello allí mismo y exterminarle de la faz de la tierra fue tan intensa que tuvo que clavarse las uñas en la palma de la mano izquierda para poder contenerse.

—Maese Monipodio, los fantasmas de todos los que habéis matado exigen vuestra cabeza. Mi hermano está dispuesto a cobrarla con sus hachas de batalla.

Josué no movió un músculo, pero Monipodio miró al enorme negro y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

—Pero aún podéis salvar la vida si me confesáis vuestros crímenes —dijo en voz alta. Luego se colocó a su espalda, y le susurró al oído—. ¿Qué os parece estar arrodillado e indefenso? Ésa era la altura que tenía mi maestro, al que vos mandasteis matar.

—¡Eres el chico de Bartolo!

—No fue por la deuda de juego, pues el plazo no había vencido. Catalejo y Maniferro nos buscaban por esa cartera con documentos. ¿A quién pertenecía, Monipodio? ¿Quién os pagó para matar a un ladrón?

—No voy a decírtelo.

—Entonces afrontaréis las consecuencias.

Hizo un gesto en dirección a Josué y éste dio un paso adelante. Sancho contuvo la respiración, pues su amigo no haría daño a Monipodio, así que necesitaba que el hampón se rindiese o la farsa no seguiría sosteniéndose.

—¡Está bien! Fue un comerciante, un comerciante muy importante. Había documentos valiosos en esa cartera…

Sancho, sin poder contenerse, olvidó toda prudencia y tiró del pelo del hampón con fuerza.

—Decidme su nombre.

—¡Vargas! ¡Francisco de Vargas! —gritó.

A Sancho se le hizo un nudo en la garganta. Soltó a Monipodio, que cayó hacia atrás como un saco de piedras.

El hampón se apoyó sobre un brazo, incorporándose trabajosamente, como cualquier hombre maduro que ha pasado un rato de rodillas. Sintió el peso de muchos ojos clavados sobre él. Lo que acababa de hacer, revelar el nombre de quien le había contratado para un asesinato, era la peor bajeza en la que podía incurrir alguien como él. La indignidad de la derrota y de las lágrimas vertidas ante la certeza de la muerte se quedaban cortas comparadas con aquello.

—Podéis marcharos, maese Monipodio. De Sevilla. Para siempre.

El hampón mantuvo la mirada fija en el suelo. Totalmente derrotado, era incapaz de enfrentarse a Sancho. Sin embargo aún le quedaron arrestos para intentar una última jugada.

—Recogeré mis cosas y me iré.

Sancho meneó la cabeza.

—Os iréis con lo puesto. No os llevaréis ni un maravedí del dinero que os entregaron por una protección que no devolvisteis.

Monipodio se retorció, como si le hubieran sacudido una bofetada. Abrió la boca para hablar pero la cerró enseguida. Había perdido toda su fuerza, como un muñeco de trapo al que se le hubiese escapado la mitad de la arena por una raja en el costado. Se dio la vuelta para marcharse pero volvió la cabeza hacia Sancho. En sus ojos había un velo de aturdimiento e incomprensión, como si no terminase de hacerse a la idea de que había perdido su reino en un instante.

—Todo esto… ¿por un enano?

—Todo esto por un amigo. No espero que lo entendáis.

El depuesto Rey se dirigió hacia la puerta, mientras todos sus antiguos súbditos se volvían para seguirle con la mirada. Sancho hizo un gesto con la cabeza a los gemelos, que se escurrieron por la escalera que llevaba al piso superior, aprovechando la distracción provocada por la salida de Monipodio. Algunos de los miembros de la cofradía salieron tras él, y Sancho se preguntó si el hampón conseguiría escapar vivo de Triana. Lo dudaba muchísimo.

El roce del cayado junto a sus pies le sobresaltó. Zacarías se le había acercado y le susurró palabras de felicitación en el oído.

—Enhorabuena, muchacho. Lo has hecho muy bien. Ahora piensa muy bien lo que vas a decirles. Con las palabras correctas serás el nuevo Rey, y nada se interpondrá en nuestro camino.

—Tranquilo, Zacarías. Sé bien lo que tengo que hacer.

El ciego le palmeó la espalda, exultante. Sancho hinchó los pulmones un par de veces antes de comenzar a hablar.

—¡Ladrones de Sevilla, yo soy uno de los vuestros!

Hubo un murmullo de asombro, insultos y voces de protesta entre los congregados, pero otros los mandaron callar. Lo que había ocurrido antes les había llenado de respeto por Sancho, y el joven notó que las miradas ya no eran hostiles.

—Nací lejos de esta ciudad pero en ella me crie como un huérfano. Aprendí los usos de los hijos de Caco con Bartolo, el enano. Sé cortar bolsas, desfondar cepillos, asaltar casas o meter flores. La espada tampoco se me da mal. —Aún la sostenía en la mano e hizo un floreo con la hoja que se ganó el beneplácito del público—. Como vuestro depuesto Rey ha podido comprobar.

Las risas resonaron por la Corte. Sancho hizo una ligera reverencia, asombrado de lo volubles que podían llegar a ser las personas. Devolvió el arma a la vaina en un gesto de paz.

—Soy uno de los vuestros, y he derrotado al Rey en legítimo combate. Según las normas de la cofradía, eso me convierte en vuestro nuevo Rey.

—¡Antes tendríamos que votar!

—¡No!

—¡Alguien como él no puede ser Rey!

Hubo aún más protestas, puños crispados y rostros encendidos por la ira.

—Por supuesto cualquiera de vosotros está en su derecho de disputarme la corona en un duelo a espada. Le deseo la suerte que no tuvieron Catalejo, Maniferro o Monipodio. ¿Algún voluntario?

Enganchó los pulgares en las presillas del jubón y miró a su alrededor con gesto de desafío. Las voces de protesta se acallaron, los puños se abrieron y los brazos descendieron. El silencio en la Corte se volvió espeso y pegajoso como el aceite recién macerado.

—Ya veo que todos estamos de acuerdo. Así que podría ser Rey si quisiera… —Hizo una pausa hasta que se aseguró de que todo el mundo estaba pendiente de sus palabras—. Pero no quiero. Durante muchos años habéis servido para alimentar a una casta de parásitos que se han aprovechado de cada golpe, de cada carrera, de cada engaño. A cambio no os han dado más que la promesa de ahuyentar a los alguaciles.

El silencio se mantuvo un instante, tenso, perlado por las caras de asombro de los ladrones, hasta que estalló en un sinfín de cuchicheos. Zacarías se aproximó a Sancho y le atenazó el brazo.

—Muchacho, ¿qué demonios te crees que estás haciendo? —escupió al oído del joven.

—Lo más justo para todos.

—No es esto para lo que te he ayudado.

—Ni yo he derribado a un Rey para ponerme en su lugar. Y ahora suéltame —dijo librándose de la garra del ciego con un tirón.

Con el rabillo del ojo vio cómo los gemelos le hacían un gesto desde la galería que conducía a las habitaciones de Monipodio, y asintió imperceptiblemente antes de continuar.

—Cuando decidisteis servir a Monipodio en lugar de al rey Felipe, cambiasteis un yugo por otro. Creísteis huir de una vida destinada a doblar el espinazo sobre el arado o sobre el torno, a beneficio de otro. En lugar de eso os jugasteis el cuello para engordar a un rey distinto. Tal vez haya llegado el momento de que recuperéis lo que os corresponde, y seguir otro camino. Os devuelvo el tesoro de Monipodio y la libertad. ¡Ya no habrá más Corte!

Alzó los brazos, que era la señal convenida con los gemelos. Éstos estaban apostados en lo alto de la galería, hasta donde habían arrastrado el cofre en el que Monipodio guardaba todo lo que había logrado amasar tras muchos años de rapiña. Zacarías les había descrito el cofre y les había indicado la manera de reventarlo con enorme precisión, usando unas barras de acero que habían llevado ocultas bajo la ropa. Sancho se preguntó cuántas horas habría dedicado Zacarías, aprovechando las ausencias de su jefe, a acariciar el exterior de aquella caja, soñando con poseer lo que contenía. O con reemplazar al brutal Monipodio por alguien a quien él pudiese manejar, como había pretendido hacer con Sancho.

Los gemelos, al ver la señal, hundieron las manos en el cofre y comenzaron a arrojar enormes puñados de monedas de oro y plata desde la galería a la enorme sala de abajo, sobre la atónita cofradía. Era tanta la cantidad que tardaron un buen rato en vaciarlo, lanzando las monedas tan lejos y en tantas direcciones como podían. Por suerte Mateo encontró un plato de oro dentro del cofre que le sirvió para acelerar el proceso.

Sancho observó, sonriente, cómo la multitud se abalanzaba por el oro con desesperación, zarandeándose entre ellos y luchando por cada moneda, ajenos ya por completo a los Fantasmas. Sintió cómo la euforia invadía cada partícula de su ser. En una sola noche habían acabado con Monipodio y devuelto la libertad a aquellas personas. Tal vez fueran los desechos de la sociedad. Algunos ciertamente eran escoria, pero otros muchos no eran más que desgraciados sin suerte. Con toda seguridad se gastarían su recién adquirida fortuna en unos días de vino y mujeres, y volverían a sus vidas miserables. O tal vez aprovechasen para crear un futuro para sí mismos, ¿quién sabe? En cualquier caso ahora tenían algo que jamás habían tenido, algo de lo que hablarían cada día durante el resto de su existencia.

Una oportunidad.

Sancho ordenó a los suyos que se dirigieran a la salida. Todos siguieron al ciego. Exultante como estaba por el triunfo, Sancho no fue capaz de apreciar la expresión torva de Zacarías.

Si lo hubiera hecho se hubiera preocupado, y mucho.