—
odo el asunto había olido mal desde el principio.
Sancho sabía que había sido un grave error haberles dado aquella paliza a los secuestradores de niños. Salvo el incidente de Cajones, todos los encuentros que habían tenido con la cofradía de ladrones habían transcurrido sin demasiada violencia. Golpear de aquella manera a aquellas sanguijuelas que vivían de explotar el dolor de los padres había sido un acto impulsivo e inevitable. Uno de ellos, a quien Zacarías acusó de abusar de las niñas mientras esperaban el rescate, había salido especialmente mal parado. Sancho le había roto los dedos de las manos uno a uno sin compasión, conteniéndose para no atravesarle los pulmones.
Había sido una estupidez, porque aquello le había dado a Monipodio un camino al interior de su mente, una indicación de que había algo que le hacía daño y que no podía controlar. También había sido el método ideal para tenderles una trampa. Una que debería haber olido a muchas leguas. El día anterior, entre los fulleros y los cortabolsas no se hablaba más que del secuestro de la hija de un comerciante francés. Una niña cuyo paradero parecía ser un secreto a voces.
Sancho y los demás habían mordido el anzuelo como auténticos idiotas. Porque al irrumpir en la casa no habían encontrado a ninguna niña, sino a media docena de hombres de Monipodio armados hasta los dientes. Por desgracia no había atado todos los cabos hasta entonces, con los seis enemigos reducidos a sus pies y los gemelos jadeando, apoyados contra la pared. Las sonrisas de ambos eran visibles incluso en la penumbra.
—Esto era una trampa, Sancho —dijo Marcos, escupiendo a un lado.
Josué le hizo un gesto, y Sancho asintió, comprendiendo enseguida lo que quería su amigo. El gigantón estaba inquieto. Aunque nunca participaba en las peleas, su concurso era fundamental para abrir las puertas y controlar a los prisioneros. Su físico amenazador solía ser tan efectivo para que muchos arrojaran las armas como la habilidad de Sancho con la espada.
—Sigue siéndolo. Éstos eran demasiado blandos. Si de verdad sabían que veníamos, tendrán algo más para nosotros —dijo el joven, yendo hasta la puerta de la calle y echando una ojeada. Le pareció que no había nadie fuera, pero tampoco podía asegurarlo, ni se atrevió a asomar la cabeza. Demasiado riesgo—. Salgamos por detrás —propuso, dirigiéndose a la puerta trasera, que daba a un callejón estrecho. Éste desembocaba en las callejas centrales de La Feria, donde sería sencillo eludir cualquier persecución. De haber estado él solo se escaparía por los tejados, pero ni Josué ni los gemelos podían seguir aquella ruta.
Por desgracia, la segunda parte de la trampa estaba, como había temido Sancho, en el callejón. Cuatro hombres se cernieron sobre ellos desde la salida, y otros dos desde las sombras del lado contrario. Pero esta vez el joven había escogido el terreno donde pelear. Aunque les superasen en número, las paredes eran tan estrechas allí que no podían rodearles.
—Tocamos a dos —dijo Mateo, con un reniego. No había ni el más mínimo asomo de miedo en su voz. A diferencia de Sancho, a quien siempre le entraba flojera de piernas antes de un combate, los gemelos vivían para aquello. Seis hombres aproximándose, con las espadas desenvainadas, en un callejón estrecho de paredes húmedas, sin más luz que la que la luna reflejaba, creando más sombras que las que desvelaba. Para los dos hermanos era el paraíso.
—Vosotros encargaos de los de atrás. Proteged a Josué.
—¿Cuatro para ti solo? ¿Estás loco? —protestó Marcos, pugnando por cambiarse el sitio con Sancho.
«Eso parece», pensó Sancho, que no pudo evitar recordar las palabras de Dreyer acerca de cómo un espadachín se convertía en leyenda: haciendo estupideces como aquélla.
«Que nadie te recuerde».
—¡Haced lo que os digo! —masculló, empujando a los gemelos al lado contrario. Josué quedó en el centro, como testigo de excepción de la carnicería que se cernía sobre ellos.
El primero de los que le tocaban entró en su sentimiento del hierro, con la punta del acero tan baja que Sancho podría haberle ensartado sin miramientos lanzándose a fondo. Pero entonces hubiera quedado a merced del que llegaba detrás. Aquel duelo había que librarlo con la cabeza fría, como una mortal partida de ajedrez en la que él era la última de las piezas.
El matón dio un paso hacia adelante y tanteó con la punta de su espada la de Sancho. Éste dejó la mano intencionadamente suave, cediendo algo de espacio en la guardia alta, un truco que su adversario interpretó como inexperiencia. Se lanzó a fondo, sólo para encontrarse que Sancho ya no estaba donde él se imaginaba. Pegado a la pared, el joven dio dos pasos hacia adelante, ensartando la vizcaína en las costillas del confiado matón. Al mismo tiempo, con la otra mano, lanzó un ataque a la yugular del siguiente enemigo, que no se esperaba intervenir tan pronto y se encontró totalmente desprevenido. La estocada falló por poco el cuello porque su destinatario se agachó, pero el filo de la espada le resbaló por el pómulo, desgarrándole el rostro cruelmente y arrancándole la mitad de una oreja. El matón cayó al suelo, entre gritos de dolor. Sancho le pateó en la cara, dejándolo inconsciente.
«Parece que yo tenía razón, maestro Dreyer. El filo cuenta», pensó Sancho, extrañado de poder tener un pensamiento tan coherente en mitad de la excitación del combate. El tiempo pareció ralentizarse mientras hacía un repaso de su situación. Dos fuera, quedaban otros dos delante.
Sancho respiró hondo, intentando no pensar en la daga, que yacía en el pecho del matón agonizante a pocos palmos de su pierna derecha. Para el caso hubiera dado igual que estuviese en las Indias. Si hacía el más mínimo gesto por cogerla, era hombre muerto.
—Ve a por él, Catalejo. ¡Venga!
Aquella voz y aquel nombre mandaron un escalofrío por la espalda de Sancho. Sintió como se le erizaban los pelos de la nuca en una mezcla de miedo y furia, y apretó los dientes con fuerza para no gritar. Frente a él estaban las dos personas a las que más odiaba en el mundo, tal vez incluso más que al propio Monipodio. Catalejo y Maniferro, los guardaespaldas y asesinos del Rey de los Ladrones. Los más peligrosos hijos de puta de toda Sevilla, y los dos que habían reventado a patadas a Bartolo mientras Sancho escuchaba impotente desde el otro lado de una tapia.
Catalejo ya pasaba un pie por encima del cuerpo del herido, y Sancho se preparó. Aquel matón había matado a más gente que dientes tenía en la boca, y tenía fama de trapacero y cruel. Se valía de su bizquera para engañar al contrario sobre sus intenciones. Eso no le iba a servir de gran cosa en la oscuridad, pero tendría seguro mil y un trucos aprendidos en otros tantos combates.
Sancho percibió su energía en cuanto las espadas se tocaron. La hoja de Catalejo vibraba nerviosa, como si su dueño emprendiera una docena de amagos con cada respiración y los retuviera en el último instante. La mejor manera de enfrentarse a alguien así era mantenerse firme como una roca y esperar. Sancho se abstrajo de la pelea que tenía lugar a su espalda, donde los jadeos y las fintas del acero cortando el aire habían llegado a su punto culminante. Olvidó todo lo que le rodeaba, centrando toda su atención en el peso de su cuerpo, reuniendo energía en sus muslos para cuando Catalejo se decidiese a atacar, visualizando el movimiento que realizaría su cuerpo. El bizco le tiró un amago en corto, y después otro más, a los que el joven apenas respondió con una leve inclinación del ángulo de la guardia, bloqueando cualquier vía de entrada. Catalejo, entonces, cometió el error de los impacientes y de los idiotas.
«Dos en tercera, una en quinta y de vuelta a la tercera. Es la primera secuencia que aprenden todos los matones de baja estofa en las academias de mala muerte o de los instructores del ejército, y a la que vuelven siempre», decía siempre Dreyer.
Allí mismo se materializaron las palabras del herrero. Dos estocadas seguidas a la derecha, a media altura. Un paso atrás, brevísimo. Un amago a los riñones, y después la definitiva, de nuevo en tercera, destinada a perforar los pulmones de Sancho y enviarlo al suelo, escupiendo sangre por la boca. Una secuencia mortal, que había dado fruto en tantas ocasiones que Catalejo fio a ella todo su cuerpo, descubriendo su flanco derecho. Con lo que no contaba era con que Sancho se anticipase, fiándose él al entrenamiento de Dreyer y a su propio instinto.
El joven detuvo por dos veces las entradas en tercera, desvió con facilidad el amago en quinta y luego se arrodilló, ocupando él mismo el lugar que la espada de Catalejo acababa de abandonar mientras la suya propia se adelantaba, encontrando paso franco hasta el pecho del matón. Hubo un crujido desagradable, mientras el impulso de Catalejo lo ensartaba en la hoja rival. La armadura de placas de cuero recubierta con una fina capa de acero que llevaba bajo la camisa, y que tantas veces le había salvado el pellejo al matón, no sirvió de nada ante la combinación de su propia fuerza y la de Sancho. El cuerpo de Catalejo llevaba tanta inercia que se hundió en la espada hasta que los gavilanes le tocaron el pecho. Su rostro reflejaba una sorpresa infinita, que sería la misma con la que los alguaciles lo encontrarían a la mañana siguiente.
Pero Sancho no lo captó, pues el peso del matón era demasiado y casi lo arrojó al suelo. La espada de Dreyer quedó atrapada, y el joven tuvo que arrancarle a Catalejo la suya de un tirón. Maniferro ya se le venía encima, tan sorprendido como su compañero de que el resultado del combate estuviese siendo tan desfavorable. Tal vez si hubiese sido él el tercero en atacar a Sancho, en lugar del bizco, todo habría terminado ya. Si hubiese sido Maniferro el que yaciese en el suelo del callejón, Catalejo ya estaría corriendo de vuelta a Triana con el rabo entre las piernas. Pero había sido al revés, y Maniferro no destacaba precisamente por su brillantez. Poseído de la furia por haber visto morir a Catalejo, lanzó un ataque tras otro, sin pausa, mandoblazos sin orden ni estrategia alguna, abriendo el arco de sus ataques de tal forma que la punta de su acero arrancaba chispas de los muros de piedra.
Desconcertado por la avalancha que se le venía encima, y ralentizado por la pesada y más basta espada de Catalejo, Sancho no pudo sino defenderse como pudo de las embestidas de Maniferro. El matón había ganado también así muchos combates, a base de su fuerza bruta y el miedo que inspiraba en los rivales. Desvió a duras penas una estocada en cuarta que iba derecha a su corazón, y que por muy poco acabó desgarrándole el brazo izquierdo. Soltó un quejido de dolor, que aún dio más fuerza a los embates de Maniferro. Perdió la concentración, y al dar un paso atrás tropezó con el cuerpo del primer matón al que había liquidado, cayendo. Quedó panza arriba como una tortuga, y por un instante creyó que ése sería su fin. La oscuridad se hizo más tenue, y pudo ver con nitidez la expresión triunfal de Maniferro, que levantaba la espada dispuesto a asestarle el golpe definitivo. Alzó su propia arma, sabiendo que no había tiempo para alcanzar al matón en el estómago antes de que el otro lanzase su ataque, pero dispuesto a morir matando. Y entonces, antes de que el callejón volviese a ser un amasijo de oscuridad y el tiempo volviese a recuperar su velocidad habitual, vio cómo la espada de Maniferro no llegaba a descargar nunca el golpe, sujeto su brazo por una inmensa mano negra. Y vio su arma clavada en las tripas del matón, que soltaba la espada y caminaba hacia atrás, intentando huir de ellos, sólo para desplomarse a la entrada del callejón, inconsciente o muerto.
Se puso en pie con ayuda de Josué. En aquel momento hubiese cambiado el pasaje a las Indias con el que llevaba soñando toda su vida por un poco de luz para comunicarse con su amigo sin que nadie más le oyese. Para darle las gracias como se merecía por haber tomado partido y salvarle la vida. Pero tal vez fuese mejor así, pues Josué siempre le había jurado que llegada la hora interpondría el cuerpo para que nadie hiciese daño a Sancho, y eso era exactamente lo que había pasado. Así que se limitó a apretarle el hombro con afecto, gesto que el negro le devolvió.
Los gemelos habían dado cuenta ambos de los hombres que les habían tocado, así que Sancho recuperó sus armas en la oscuridad y se alejaron del lugar todo lo que pudieron, temiendo una nueva celada. Se detuvieron quince minutos después en un portal a la entrada de la plaza del Duque de Medina. Sancho se apoyó en la pared, mareado, y sólo entonces reparó en que su mano izquierda estaba empapada de la sangre que le manaba de la herida en el brazo.
Echó la cabeza hacia atrás, contemplando el cielo sin nubes, siendo consciente de cada respiración que daba, de la tibieza de la noche, de las manchas descoloridas en el encalado de la pared que tenía enfrente. Acababa de cumplir uno de los deseos que lo habían mantenido con vida mientras se retorcía bajo el látigo del cómitre en galeras. Había borrado de la faz de la tierra a dos alimañas, pero en su corazón no había ni rastro de alegría, ni una brizna de consuelo. Tan sólo un vacío ominoso y descorazonador, que le hablaba de la futilidad de la existencia, que presagiaba que el mundo continuaría largo tiempo después de que él estuviese muerto y enterrado. Que las ranas que croaban en la fuente cercana lo hubieran hecho igual de ser él quien yaciese desangrado en un callejón. Aquella revelación le atenazó el corazón con un puño helado. Por un instante se preguntó si había realmente otra vida, y si de haberla su madre y Bartolo le estarían esperando al otro lado. Sintió el peso de la soledad como una enorme losa.
—Vosotros id al Gallo Rojo. Yo voy a ir a curarme esto —dijo señalándose el brazo, sin atreverse a mirarles a la cara por temor a que se diesen cuenta de sus sentimientos.
Josué protestó, diciéndole que él podía encargarse de una herida insignificante como aquélla, pero Sancho desapareció por el callejón.
Entró en la botica desde el huerto, saltando la tapia. Tuvo cuidado de no aplastar ninguna planta al dejarse caer dentro. Creyó que tendría que forzar la puerta de atrás, pero no fue necesario. Cuando subía los escalones que llevaban al porche trasero, una voz le detuvo.
—Estáis convirtiendo esto de irrumpir en mi casa en una costumbre, Sancho de Écija.
Ella estaba sentada en uno de los bancos del huerto, observándole. Sancho se sorprendió de encontrarla afuera y despierta a aquellas horas, como si hubiera estado esperándole. Se estremeció al ser consciente de nuevo de que, de no haber intervenido Josué en el último suspiro, jamás habría vuelto a verla.
—Necesito de vuestros servicios —dijo alzando a duras penas el brazo herido. La sangre que le empapaba la palma parecía negra a la luz de la luna, pero Clara supo enseguida lo que era y lo llevó dentro.
—Quitaos el jubón y la camisa —ordenó con voz severa.
Sancho obedeció, dejando las prendas a un lado sobre el suelo de piedra para no arruinar la tela que cubría el mostrador. La joven le mandó sentarse en una banqueta, y luego preparó el instrumental para limpiar las heridas, así como un frasco de vinagre y un tarro con una mezcla oleosa que Sancho no supo reconocer. Cuando Clara aplicó el lienzo empapado en el vinagre, enarcó una ceja. Sancho no dio el respingo habitual al sentir la quemazón, sino que su cuerpo se relajó visiblemente. El dolor le hizo de nuevo sentirse vivo y humano.
—¿Cómo os habéis hecho esto? —dijo, tomando aguja e hilo para coser la herida. Tenía más de un palmo de largo y recorría el brazo de Sancho desde el codo hasta el hombro.
—Esta noche he matado a los hombres que asesinaron a mi amigo —respondió Sancho con voz hueca.
No reaccionó cuando la aguja entró en su piel.
—¿Y bien? ¿Está satisfecha vuestra sed de venganza ya? —preguntó Clara. Su tono estaba libre de juicio o reprobación, o eso le pareció a Sancho. Tal vez había algo más, pero no podía precisar qué.
—Sólo eran dos matones a sueldo. Ni siquiera les pude decir quién era yo o en nombre de quién… hice lo que he hecho. Ni siquiera les pude arrojar a la cara su crimen, para que supiesen por qué morían.
—Toda muerte es inútil —dijo ella, y de nuevo no había reproche en su voz.
Sancho no respondió, y Clara concluyó de suturar la herida en completo silencio. Al alzar la vista sus ojos se encontraron con los de él. Inmóviles, brillantes, tan reales como podía ser algo en este mundo. Había en ellos miedo y deseo, pero también esperanza. Ella adelantó los labios, anhelantes, y Sancho la besó con pasión desesperada. Clara lo apartó con suavidad y se desató la cinturilla del vestido. Echó los hombros hacia atrás, y el vestido cayó al suelo.
El joven contempló a Clara desnuda, sintiendo como su corazón galopaba, dejando atrás el hielo que lo aprisionaba. Sus ojos recorrieron las esbeltas piernas, el triángulo de su sexo y la curva de sus pechos. Por un momento se planteó hablarle de cómo la imagen de su torso desnudo, la que había robado por encima de la valla mientras ella se lavaba en el pozo, le había acompañado en galeras. Cómo se había aferrado a aquella fugaz belleza para no perder la cordura, con casi tanto ahínco como se había aferrado a la venganza. Luego comprendió que las palabras eran ya inútiles.
Atrajo a Clara hacia sí, abrazándola, acariciando con ternura sobre su brazo izquierdo el mismo espacio de piel intacta, perfecta que ella acababa de remendar en él. Luego sus labios volvieron a unirse y la pasión tapó todo lo demás.