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uvo miedo antes de entrar.
La puerta era de madera, con volutas de hierro. De doble hoja, ancha como para que pasase un carro grande, con una entrada más pequeña en el lateral. Franqueada ésta había una garita baja, donde un par de alguaciles le preguntaron con sorna si iba armada. Una docena de espadas colgaban de un alargado listón de madera clavado a la pared detrás de ellos, pertenecientes a los clientes que entraban en el burdel.
—No les hagas caso, mi alma. Y no te asustes. Aquí no te ocurrirá nada —le dijo la Puños.
Clara se sorprendió al cruzar la puerta. Había esperado un antro sórdido y oscuro, no lo que se encontró. Era como entrar en un pequeño pueblo rodeado por una alta tapia. Dos calles largas y estrechas, formadas por pequeñas casitas adosadas, no mucho más grandes que la garita que había visto a la entrada. El suelo era de tierra, pero no había desperdicios ni inmundicias acumuladas por las esquinas, como era normal en Sevilla. Todo el lugar estaba limpio, y transmitía una sensación de serenidad. Frente a las casas había incluso pequeñas macetas pobladas de flores o de albahaca para espantar a los mosquitos. En un cuadrado libre entre dos de las viviendas alguien había plantado repollos.
—No te lo imaginabas así, ¿verdad? —le preguntó la prostituta, viendo la sorpresa en la cara de la joven.
La Puños la llevó a recorrer el burdel, que en su extremo más alejado de la puerta cobraba forma de herradura, uniendo las dos bocacalles. Sobre las puertas había clavados pequeños carteles con el nombre de la profesional que ejercía su oficio en el interior. Algunos de ellos venían acompañados de dibujos nada recatados en los que se detallaba la especialidad de la casa. Al pasar frente a alguna de ellas se oían ruidos y gemidos, a veces escandalosos.
—Ay, qué gritonas son. Pero a muchos caballeros eso les pone bravos.
Clara nunca había tenido ninguna experiencia sexual más allá de lo que la natural curiosidad le había llevado a investigar en su propio cuerpo, que no era mucho. Gracias a las novelas de caballerías, que retrataban las relaciones entre hombres y mujeres como algo platónico y nunca consumado, se había imaginado el amor como una frustración constante y ansiosa, como la que le bullía dentro del cuerpo ciertas noches. Así que era incapaz de ver todo aquello con la naturalidad con la que lo hacía la Puños, que había acabado por insensibilizarse ante aquellos estímulos. Pero intentó concentrarse en la explicación que ésta le estaba dando acerca del funcionamiento del burdel.
Se sorprendió mucho al descubrir que cada una de aquellas casas estaba cedida a las prostitutas en alquiler, y que sus dueños no eran precisamente cualquier don nadie. Más de la mitad de las casas pertenecían a conventos, iglesias o el propio arzobispado. El resto eran de nobles y ricos comerciantes. Clara se preguntó si Vargas también sería uno de esos dueños, aunque no se atrevió a preguntar por miedo a que la relacionasen con él.
—Todos los años por Semana Santa nos reúnen a todas las chicas en la catedral y nos largan un sermón para ver si nos arrepentimos y dejamos el oficio, como si hubiéramos elegido nosotras ganarnos el pan a cuatro patas. A las pocas que aceptan las encierran en un convento a pan y agua para el resto de sus días, y a las que les mandamos a paseo nos envían fuera de la ciudad hasta el Domingo de Resurrección, como si follar el resto del año no fuese pecado. Y los curas siempre intentan subirnos el contrato de alquiler. Panda de hipócritas, mi alma, eso es lo que son todos.
La vuelta a las dos calles duró menos que los insultos que la Puños tenía para dedicar a sus caseros. Terminaron la visita en la casita de su anfitriona. Estaba decorada con sencillez. Un camastro de paja, un arcón y una silla, con un hogar al otro extremo donde apenas cabían dos leños. Un geranio solitario sobre el ventanuco de la entrada ponía la única nota de color. La planta crecía escorada a la izquierda, luchando valientemente por captar la mayor cantidad posible de sol. A Clara le recordó a la mujer que tenía enfrente, que tampoco era de las que se quedaban a la sombra.
—Pues esto es el Compás, al menos de día. Cuando cae la noche y los clientes van cargados como ánforas, la cosa se vuelve más ruidosa. Entonces vienen los chulos y los matones que la cofradía de ladrones nos asigna a cada una, y fingen protegernos mientras trasiegan más vino y causan más moratones que los que evitan. Y cuando llega el amanecer nos dejan sin dinero y con la espalda hecha polvo, mi alma. Pero es así y así ha sido siempre.
En aquel instante la joven sufrió un arrebato de lástima por la Puños. Por muy dura que se le hubiese presentado la vida a Clara, por más injusto que hubiese sido crecer con el estigma de la esclavitud impuesto desde el mismo instante de su nacimiento, otras había que lo llevaban peor. La auténtica injusticia había sido venir al mundo sin aquel pedazo de carne entre las piernas que los hombres iban a aliviar allí. Las mujeres, aunque no naciesen esclavas, quedaban sometidas al designio de sus padres, y no tenían más salida honorable que casarse o meterse en un convento. De lo contrario la caída al abismo estaba garantizada. Y lugares como el Compás no eran el final de la caída. Ésta venía después, cuando las arrugas las condenaban al hambre, la locura y la muerte.
—¿Estás lista para ver a las chicas? —le preguntó la Puños.
Clara asintió, muy seria. Estaba deseando poder ayudar a aquellas mujeres a mejorar sus vidas en la medida de lo posible. Se puso en pie, se alisó las faldas del vestido y se recogió el pelo, intentando dar una imagen de seriedad.
—Pasa, Dolores, que ya está la boticaria —dijo la Puños, haciendo pasar a la primera de las chicas.
Durante toda la mañana éstas hicieron cola para mostrarle sus dolencias o hablarle de sus síntomas, y la colección de casos que pasaron por allí decía bien poco de las condiciones en las que aquellas pobres desgraciadas se ganaban el sustento. Muchas de ellas tenían lesiones por todo el cuerpo, ojos morados o los dientes flojos causados por sus chulos, que nunca estaban contentos con lo que sus protegidas les pagaban por protegerlas. Otras tenían enfermedades más comunes, como resfriados, indigestiones, dolores de cabeza o insomnios que tenían mejor arreglo. También lo tenían las ladillas y las liendres, que tan fáciles eran de agarrar en aquel lugar, aunque la gran mayoría de las muchachas llevaban el pubis depilado para evitarlas. Recetó infusiones de corteza de sauce, valerianas, madreselvas y cataplasmas de todas clases. Había llevado con ella una bolsa con algunas de las plantas de uso más común. La Puños quedó en ir a recoger a la botica de Clara el resto de los remedios al día siguiente. No todas las chicas tenían permiso para salir del lugar, y muchas apenas abandonaban el Compás en todo el año, pues no les estaba permitido ejercer su oficio fuera del recinto.
Clara había temido encontrarse con casos mucho más graves, como la sífilis, cuyos horribles síntomas había visto en una ocasión en la consulta de Monardes. Teniendo en cuenta la clase de lugar en el que se encontraba, entraba dentro de lo posible, por lo que el día anterior había dedicado un buen rato a estudiar con detalle los primeros síntomas de la enfermedad. No era que sirviese de gran cosa a quien la padeciese, puesto que era incurable y a menudo mortal, pero al menos podía ayudar a evitar que se extendiese. Por suerte aquel año se habían presentado pocos casos.
Sin embargo había algo igual de inevitable con lo que iba a tener que encontrarse.
—Hay una chica más que necesita tu ayuda, pero no puede levantarse de la cama, mi alma.
—Llévame hasta ella.
Siguió a la Puños hasta la casita donde vivía la enferma, que estaba en la otra calle. Cuando se acercaban vieron que había un pequeño revuelo alrededor de la puerta.
—¿Qué sucede?
—Ha venido el médico —les susurró una de las mujeres—. Está ahí dentro.
La Puños suspiró.
—Tenía que ser hoy. Ese viejo verde se pasa cada dos semanas y nos manda abrirnos de piernas a todas. Lo envía el ayuntamiento, para asegurarse de que no tengamos pulgas o liendres. Y cuando acaba siempre escoge a una para llevársela al catre —le explicó a Clara con voz queda.
La joven se abrió paso entre las chicas y vio como el médico estaba arrodillado al lado de la joven, a la que había mandado orinar en un frasquito. Se sostenía la mandíbula con aire meditabundo mientras observaba el color de la orina al trasluz. Luego dio un sorbo corto, ante las muestras de repugnancia del grupo de mujeres que se agrupaban en la puerta.
—Lo que me imaginaba —dijo el médico, un viejo de aspecto sudoroso y desagradable, con la nariz roja y marcada de gruesas venas—. Esta mujer tiene miasmas. Será mejor hacerle un buen sangrado para volver a equilibrar sus humores.
Clara miró a la ocupante del lecho y se quedó asombrada al comprobar que era casi una niña. No debía de tener más de catorce años, aunque no era de extrañar. Los únicos requisitos para ingresar en el Compás eran haber cumplido doce años y no llamarte María. Siempre que hubiera una casita libre y se cumpliesen tan exiguas condiciones, la aspirante tendría el empleo garantizado. Así le había sucedido a la Puños, y la pobre muchacha que estaba convaleciente en el camastro no era una excepción.
Al ver cómo el médico comenzaba a sacar la palangana y las lancetas, Clara se mordió el labio de pura ansiedad. La muchacha parecía muy pálida, y sin duda la sangría no iba a contribuir en absoluto a mejorar su estado. Sin embargo no se atrevía a contradecir a un médico en público, pues era algo que podría costarle muy caro. Monardes la había prevenido específicamente contra aquello, pero también le había avisado de que las sangrías eran un tratamiento dañino e inútil. Se debatió durante un rato atrapada en aquel dilema cuando vio que el médico tomaba el brazo delgado y pálido de la niña y acercaba la punta de la lanceta.
En ese momento no pudo contenerse y abandonó toda prudencia. Se acercó a la cama y se arrodilló junto a la muchacha, estorbando la maniobra del médico.
—Pero ¿qué hacéis? —protestó el hombre airado, poniéndose en pie.
Clara no le hizo el menor caso y puso la mano en la frente de la muchacha. Tenía la piel reseca, pero no parecía tener fiebre. La enferma la miró con ojos desvalidos y vidriosos.
—¿Cómo te llamas?
—Juani —contestó ella, con la voz cansada.
—¿Puedes contarme qué te sucede?
—Empezó esta mañana… no podía parar de vomitar. Me desmayé en la puerta y me he ido encontrando cada vez peor. Tengo muchas náuseas.
—¿Tienes sed?
—Mucha, pero no quise beber nada para no vomitar más. Es una sensación que no soporto —dijo tapándose con la sábana.
Clara observó que tenía los labios muy resecos, al igual que la piel, y comprendió que los síntomas tan desagradables que tenía eran fruto de la falta de líquidos en su organismo. Con cuidado, apartó la sabana. La muchacha estaba desnuda, y tenía los pezones duros e hinchados. Clara se los rozó con la yema de los dedos y la paciente emitió un quejido de protesta. Volvió a cubrirla con cuidado.
—¿Normalmente te duele cuando te hacen eso?
La muchacha negó con la cabeza y abrió la boca para decir algo, pero el médico las interrumpió.
—¿Se puede saber por qué os metéis en esto, señora mía? Haced el favor de apartaros. Esta mujer necesita de mis cuidados.
Clara se puso en pie. Aunque no era muy alta, le sacaba casi un palmo al médico.
—Señor, con todo el respeto, no estoy segura de que…
—Vaya, vos sois nueva, ¿verdad? —cortó el viejo, con una mirada libidinosa. Clara resistió el impulso de apretarse el vestido, pues el médico la estaba desnudando con la vista—. Nunca habéis pasado la revisión conmigo. No os preocupéis, hoy me encargaré de vos. De hecho creo que os dejaré para el final, para asegurarme de que no hay nada de que preocuparse.
—Ella no es puta, doctor. Ella es la boticaria, que ha venido a atendernos —dijo la Puños, que se había abierto paso al interior de la casita.
El médico se envaró al escuchar aquello.
—Vaya, os hacía una de las señoras gordas que venden remedios en La Feria. No os imaginaba así, la verdad. En cualquier caso haceos a un lado, tengo que atender a esta mujer.
Clara reprimió el impulso de abalanzarse sobre aquel hombre y cruzarle la cara de una bofetada, pero el miedo y la inseguridad se adueñaron de ella. Aquel hombre iba a hacer daño a la muchacha, y tan débil como estaba tal vez la matase, un crimen por el que no tendría que rendir cuentas a nadie. Clara buscó desesperadamente algo que decir, pero se dio cuenta de que carecía de autoridad. Si no llevase aquella pulsera que la marcaba como esclava, o no fuese una mujer, tal vez aquel estúpido le prestase algo de atención. En aquel momento sintió que había comprado muy barato el conocimiento que a Monardes le había costado décadas poseer, y que ella no podía atestiguar de forma alguna.
La Puños dio un paso al frente y tiró de la manga del médico. Éste se volvió hacia ella, irritado.
—Esperad un momento… Nunca os habéis preocupado de nada que no tengamos entre las rodillas y el ombligo. ¿A qué viene tanto interés ahora de repente por esta muchacha?
Hubo un tenso silencio y de pronto la prostituta encajó todas las piezas en su sitio.
—Ahora lo entiendo. Ya sabíais que había venido la boticaria, ¿verdad? Os lo han dicho los guardias de la entrada. Y de pronto habéis querido demostrar que sabéis más que nadie, ¿no es así? ¡Decid, decid si miento!
El viejo miró de reojo a la prostituta, pero no cedió y se encaró con Clara.
—Esas acusaciones son ridículas. Y vos, apartaos —dijo, aunque su voz no sonaba tan firme como antes.
—No, doctor. Esta mujer no tiene miasmas, como sin duda habríais notado si hubierais prestado un poco más de atención. —Clara estaba enfurecida, y pese a lo poco prudente de su actitud, no pudo contenerse más.
—¿Ah sí? ¿Y en qué universidad habéis estudiado vos para saber eso? —se burló el viejo.
—No necesito haber ido a la universidad para conocer la teoría humoralista. Prefiero tener ojos en la cara, y darme cuenta de que esta pobre chica está preñada.
El médico se encogió como si hubiera recibido una bofetada, y se asustó al ver la mirada que le echaron el resto de las mujeres. Balbuceó una excusa, metió sus cosas apresuradamente en la bolsa y se marchó. Clara se dio la vuelta para atender a la muchacha, que se había echado a llorar al oír el diagnóstico.
—Traed agua fresca —pidió Clara. Le pasaron un cuenco y ayudó a incorporarse a la chica, sujetándole el cuello con cuidado. Apretó los labios al principio, pero acabó cediendo a su miedo a vomitar y bebió con avidez. La pobre criatura debía de estar completamente seca, pensó Clara. No era de extrañar que se encontrase tan mal. Le acarició la cabeza con ternura, un gesto ante el que la muchacha reaccionó con una mirada tan llena de extrañeza como de agradecimiento. No debía de recibir demasiadas muestras de cariño en un lugar como ése.
—No te preocupes por lo que llevas ahí dentro, mi alma. A veces ocurre. Pero aquí todas cuidamos de todas, ¿verdad chicas?
Un coro de voces apoyó sus palabras desde la puerta, y la muchacha comenzó a tranquilizarse por fin. Al cabo de un rato se quedó dormida, y la Puños le pidió a Clara que le acompañase a su casita para pagarle sus honorarios.
—Tengo que estar en mi puesto cuando empiecen a salir los funcionarios del ayuntamiento. Vienen derechos al Compás como el toro al capote. Me gustaría acompañarte de vuelta a la botica, mi alma, pero se ha hecho ya muy tarde.
Clara iba a replicarle que no era necesario, que no iba a ocurrirle nada en el camino, cuando la aparición de una figura doblando una esquina la paralizó de terror. Hacia ellas iba caminando Groot, con los faldones de la camisa por fuera y el jubón colgando del hombro. Iba mirando al suelo, por lo que no se percató de la presencia de Clara.
—¡Escóndeme, Lucía, por favor! —le susurró a la Puños, intentando ocultarse detrás del cuerpo de ella.
—¿Qué? Pero ¿qué haces? —Se sorprendió ésta antes de fijarse en la persona a la que Clara quería evitar. Gruesas arrugas se formaron en su rostro, casi siempre risueño. Sin pensarlo dos veces abrió la puerta más cercana a donde se encontraban y se coló dentro, con la mala fortuna de que estaba ocupada. La chica que había sobre el camastro soltó un gritito más de sorpresa que de miedo, y su acompañante, que estaba colocado encima de ella, las miró asombrado.
—Sigan, sigan vuesas mercedes, que esta chica es nueva y la estoy instruyendo en el oficio —dijo la Puños, sacudiendo la mano para que continuasen.
Animado por aquellas palabras y creyéndose un ejemplo de novicias, el cliente se dedicó a empujar con denuedo. Clara apartó la vista, azorada, y contuvo la respiración hasta que la Puños asomó la cabeza por la puerta y comprobó que el camino estaba despejado. Su casita era la contigua, y allí puso en manos de Clara las monedas que había ganado ese día.
—Seis reales de plata. Hubieras ganado más viéndonos a cada una por separado, pero no todas pueden pagar lo mismo.
—Es más de lo que me esperaba. Muchas gracias —dijo Clara con la voz ausente. Seguía pensando en el encuentro del que se acababa de librar por los pelos. ¿Habría ido allí Groot a amenazar a sus nuevas clientas, igual que había aterrorizado a todos los vecinos de su barrio? No, estaba volviéndose loca, se dijo enseguida. Por su aspecto estaba claro que el enorme flamenco había ido allí buscando algo muy distinto.
—¿Qué tienes tú que ver con la bestia esa, por cierto? —dijo la Puños, leyéndole el pensamiento.
—Trabaja para mi amo, y no somos precisamente amigos —respondió Clara, contándole toda la historia desde el principio.
—No es trigo limpio, eso te lo garantizo. No se va con cualquier chica, sólo con las que se dejan hacer auténticas salvajadas. Muchos de los moratones que has visto hoy son culpa suya.
—¿Alguna vez te ha…?
—Yo nunca me he prestado a eso, no me hace falta. Y no sólo por los golpes, sino por la conversación tan cansina que tiene. Es de los que se pone a hablar cuando ha hecho lo suyo, fanfarroneando de esto y de lo otro, como si tuviera que compensar con baladronadas lo poquito que ha durado la faena. Ahora va diciendo por ahí que es el amo del trigo de Sevilla, que tiene toneladas almacenadas y que si él quisiera… Bueno, sandeces sin sentido.
Clara asintió sin poner demasiado empeño. Los ruidos en la casita contigua continuaban, hasta el punto de que la conversación se hacía difícil. De pronto se dio cuenta de que la Puños llevaba un rato preguntándole algo.
—Perdona, ¿qué decías?
—Eres virgen, ¿verdad, mi alma?
Clara asintió con la cabeza. Notó que se le había acelerado la respiración y se había puesto colorada, y no sólo por la vergüenza. De alguna forma el ambiente libertino de aquel lugar se le había metido bajo la piel, algo que no comprendía en absoluto. Se sentía traicionada por su cuerpo, que debería sentirse asqueado, y reaccionaba de manera muy distinta.
—Pero mujer, eso no puede ser. Alguna vez habrás tocado la guitarra.
La joven no comprendió al principio, hasta que la Puños hizo claramente el gesto al que se refería. Clara volvió a negar.
—Mi alma, eso hay que arreglarlo, que ya eres mayorcita. ¿Cuántos años tienes?
Se levantó y se situó frente a Clara, de rodillas. Ésta seguía sentada en la silla.
—Voy a cumplir diecinueve —dijo, con la voz tan ronca que ella misma apenas se reconoció.
—Pues vas a ver lo que te estás perdiendo, mi alma —le dijo la Puños, convirtiendo su voz en un susurro y cogiendo la mano de Clara—. A esto tengo que recurrir yo día sí y día también, que tanta metida de sable me ha dejado la vaina muy ancha. Y más con los prendas que vienen por aquí, que se creen todos Hércules y son más rápidos que una liebre y más flojos que una acelga hervida.
Mientras hablaba, llevó la mano de Clara bajo el vestido. Al principio la joven se resistió, pero enseguida cedió y acabó separando los muslos. Los dedos expertos de la prostituta enseñaron a los suyos a separar con delicadeza la carne, a rescatar la humedad de su interior y recrearse en el lugar adecuado. Un par de minutos después Clara explotó con un gemido ahogado, mientras una oleada de placer le recorría el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el nacimiento del pelo, erizándole el vello de la nuca.
—Yo… no sabía que esto fuese así —jadeó.
La Puños soltó una carcajada y le dio una palmadita cariñosa en la espalda.
—Ahora entiendes por qué todo el mundo se vuelve tan loco por esto, ¿verdad? Bueno, al menos ya sabes lo que esperar cuando estés con un hombre. Y ahora vete, que tengo que ganarme los garbanzos.