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adme cartas, si sois tan amable.

El tahúr tomó la baraja y la extendió sobre la mesa para mezclarla mejor, mientras estudiaba a Sancho sin el más mínimo reparo. El joven sonrió, fingiendo inocencia. Había entrado en el garito sin la espada, como era costumbre, y el calor le hizo abandonar pronto el jubón, que colocó sobre el respaldo de la silla. También sacó una abultada bolsa con las costuras a punto de estallar, que despertó un relámpago de codicia en la mirada del dueño del local.

Se había informado bien sobre aquel lugar y su media docena de mesas de juego, de las que la única que le interesaba era la del medio, aunque no era la primera vez que estaba por las inmediaciones. Hasta allí había seguido a Bartolo, en una de sus misteriosas salidas de los jueves, en lo que ahora a Sancho le parecía otra vida. En aquel lugar el enano había perdido fortunas, y se habían gestado los acontecimientos que habían dado con Bartolo en la tumba y Sancho en galeras.

Allí tenía su centro de operaciones el hombre que había contribuido a causar la ruina de ambos. Gonzalo Ramos, apodado el Florero entre los hampones por las flores o trampas que era capaz de colar a los incautos, aunque nadie que no perteneciese a la cofradía se atrevería a llamarle así a la cara o delante de gente honrada. Era un hombre de aspecto anodino, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Su carácter era tan cambiante como su juego, y lo iba amoldando a las personas que tenía enfrente. Podía ser alegre y festivo, como si estuviese derrochando el dinero en aquellos envites. Podía fingir cautela y respeto, como si no pudiera permitirse perder un maravedí y encontrase ofensivo incluso el hecho de ganar alguno. O podía mostrarse nervioso y abrumado, como si los vaivenes de la suerte le llevasen en una barquichuela zarandeada por las olas. Todas eran caras del mismo personaje, que sabía jugar según conviniese, y contra ellas se había preparado Sancho escuchando bien a Zacarías.

—Para hacer mella en Monipodio debes derribar al Florero. Es uno de sus mayores apoyos, pues controla las deudas de juego de media Sevilla y sabe cómo conseguir el favor de quien es alguien en esta ciudad. No será la primera vez que un juez se deje caer por su garito de la calle Jazmines y encuentre una racha de buena suerte inesperada, justo el día antes de una audiencia importante.

«¿Cómo le asaltaremos?», preguntó Josué.

Sancho meneó la cabeza.

—Eso no funcionaría. Si le robamos dinero, simplemente ganará más. Tendremos que golpearle donde más le duele. Hay que destaparle como el fullero que es.

«Pero eso tendrás que hacerlo a cara descubierta», protestó el negro, reacio a que su amigo corriese el riesgo.

—También podríamos mandarle al otro barrio —intervino uno de los gemelos, sin demasiado empeño. Sabían que esa propuesta era siempre rechazada, aunque ellos seguían intentándolo.

Sancho pensó detenidamente en lo que había dicho Zacarías. La noche era un territorio en el que resultaba cada vez más difícil cazar a los secuaces de Monipodio, y se acercaba el momento en el que tendría que buscar la confrontación directa con él, para lo cual tendría que aumentar aún más la presión. Aquélla era una buena oportunidad, y valía la pena el peligro que supondría.

Tan sólo necesitaba un buen plan.

La calle Sierpes, la más famosa de Sevilla, era un lugar donde podías encontrar cualquier cosa, desde armas de bella factura hasta joyas deslumbrantes. A Sancho sólo le interesaba una cosa en Sierpes, y era un edificio de una sola planta de cuyo sótano salía un fuerte olor a carbón y resina. Entró y encontró una pequeña habitación con un mostrador, ahora desatendido, y un gran ruido que provenía del sótano. Descendió los escalones y se encontró en mitad de un enorme barullo de máquinas, mesas y gente. En un extremo de la habitación varios aprendices removían ollas burbujeantes, mientras otros machacaban en almireces extrañas mezclas que iban echando a la cocción. En el centro, varias personas rodeaban una prensa manual que iba cayendo sobre unas planchas de cartón duras y finas. En una mesa apartada otros aplicaban una capa de barniz sobre las planchas, y luego las cortaban en pequeños fragmentos rectangulares usando un afilado troquel.

En el centro de aquella marea había un ser contrahecho y deforme que volaba de una mesa a otra derrochando una energía inagotable. A pesar de su joroba y de tener un brazo más largo que otro, Pierres Papin tenía un rostro agradable y fama de buen amante. Aunque había nacido en París, llevaba tantos años viviendo en Sevilla que soltaba tres ozú por cada mondié y dos arfavó por cada sacreblé.

Papin también era el impresor de cartas más famoso del mundo. Españolas, napolitanas o francesas, sus barajas se exportaban a toda Europa. El jorobado tenía gran habilidad para los negocios, lo cual pasaba por besar con ahínco el culo de los monarcas europeos, a los que dedicaba ediciones especiales de sus barajas. En ellas aparecían ataviados como ases y reyes, siempre de espadas. A diferencia de ellos, Papin sabía muy bien que el palo más valioso de la baraja es el de oros, y ése era el que con más acierto jugaba.

Aunque sus mazos, envueltos en perfectos paquetes de papel de estraza con marca de agua y sellados con el famoso lacre rojo de Papin llegaban hasta las Indias, su mayor fuente de ingresos estaba en la ciudad de Sevilla. Por toda la ciudad había garitos de juego, y las timbas se organizaban incluso en plena calle, empleando una caja de madera y cuatro piedras para sentarse. A dos escudos la baraja, este comercio habría convertido al jorobado en un hombre muy rico si no fuese víctima de su propia mercancía.

—¿En qué puedo ayudaros, señor? —preguntó Pierres Papin, volviéndose hacia Sancho.

El joven se lo explicó. Al principio la cara del impresor sólo había mostrado indignación, hasta que Sancho mencionó a Gonzalo Ramos, el Florero.

—¿Qué os sucede? ¿No son de vuestro agrado? —se mofó el tahúr, al ver el asco con el que Sancho miraba los naipes que le acababa de repartir.

—Estas cartas están sucias y sudadas —dijo Sancho sin dignarse a tocarlas.

Sus compañeros de mesa asintieron con gravedad. El joven había escogido bien el momento para asegurarse de que quienes estuviesen allí fuesen gente de cierta importancia. Ninguno de ellos se había presentado, y en el garito no se usaban nombres, pero Sancho había estudiado bien el terreno. En aquellos momentos, a su alrededor había un funcionario de la Casa de la Contratación, un diácono vestido de calle y un comisario de abastos. El tahúr y Sancho completaban el quinteto necesario para la veintiuna, que era el juego de moda últimamente en Sevilla. No era un juego de caballeros, pero esas consideraciones no se llevaban muy a la práctica en el garito del Florero, un lugar que olía a humo de velas y serrín.

Sin embargo, el estado de las cartas sí que era algo que siempre se tenía en cuenta, y más cuando el cambio lo solicitaban clientes de calidad. La bolsa repleta que Sancho había colocado sobre la mesa, y de cuyo contenido el tahúr estaba deseando apropiarse, le identificaba como tal. Con un gesto elegante, el Florero se levantó y fue hasta un armarito situado a su espalda. Sacó una llave que llevaba colgada al cuello y lo abrió de par en par, desvelando tres pilas de mazos de cartas.

Tomó dos de la parte superior y se los mostró a sus compañeros de mesa, uno por uno, con el sello de Papin boca arriba. Cuando todos hubieron asentido con aprobación, el tahúr rompió los sellos con los dedos, y pequeños fragmentos de lacre cayeron sobre la mesa. El Florero los barrió con el mismo movimiento de la mano que le sirvió para extender las cartas. Retiró el cartón del impresor, y comenzó a barajarlas a toda velocidad.

—Vos cortáis —dijo pasándole la baraja al jugador de su derecha, que era el funcionario de la Casa. Lo seguían el comisario, Sancho y el diácono. El último era el tahúr, por ser el que repartía. Entregó tres cartas a cada uno y puso otras tres descubiertas sobre la mesa.

Un siete de copas, una sota de bastos y un tres de espadas.

El funcionario miró las cartas detenidamente sacó un cuatro de oros. Lo juntó con el siete y la sota.

—Veintiuna —dijo antes de apropiarse de las cartas y colocarlas en un montoncito junto a las suyas.

El Florero asintió, le dio una carta al funcionario y colocó otras dos sobre la mesa. El objetivo del juego era ligar veintiuna sumando las cartas de las que uno disponía y las que había sobre la mesa. Las figuras valían diez, y el as once. Cada vez que alguien cantaba veintiuna sumaba un punto, aunque serían tres si era capaz de hacer un ligue doble, algo difícil. La parte más emocionante del juego era que, tras cantar y recibir cartas, el jugador que se acababa de anotar un punto podía escoger cambiar sus naipes por los de cualquiera de sus compañeros de mesa. Aquello solía compensar, ya que de esa manera se tenía una mayor visión del juego y la posibilidad de deshacerse de las peores cartas, que solían ser los doses y los treses. Las figuras y los sietes se consideraban las mejores bazas.

—Cambio —dijo el funcionario señalando a Sancho.

El joven le cedió las cartas y tomó las que el otro le ofrecía. Desde luego había salido perdiendo, porque le había entregado un seis y dos sietes y había recibido a cambio un par de cuatros y un cinco. Cuando llegó su turno no había ninguna combinación posible que sumase veintiuna, así que tuvo que pasar. No fue hasta la tercera mano que consiguió ligar veintiuna, y para entonces tanto el Florero como el funcionario llevaban un tanteo muy alto. Aquella ronda se cerró con victoria del funcionario, al que todos pagaron un escudo religiosamente.

—Enhorabuena, señor. Un acertado cambio en la quinta mano —lo felicitó el diácono.

—Me habéis robado un par de caballos que podrían haberme dado la partida. Bien visto —dijo el Florero.

Era mentira. El tahúr le había dejado ganar dándole carrete para que se confiara, pero Sancho se guardó mucho de decir nada.

Una camarera de escote pronunciado les sirvió una jarra de vino, lo que todos agradecieron porque el calor era cada vez mayor y la emoción del juego contribuía a resecarles la garganta. Sancho se fijó en que la camarera llevaba el vaso del tahúr ya servido, y supuso que el suyo iría muy rebajado, no como el de los demás.

—¿Podría cambiar mi vaso por el vuestro? —le preguntó Sancho al tahúr, intentando ponerle nervioso.

—¿Acaso no os gusta el vino de Toro, amigo mío?

—Al contrario, es excelente.

—Sólo lo mejor para mis huéspedes.

—El caso es que resulta un poco fuerte para mi gusto. Y no quisiera equivocarme en un ligue. Eso sería muy embarazoso, ¿no creéis?

—Pues entonces que os lo rebajen un poco —respondió haciéndole una seña a la camarera.

Los demás vieron la lógica del razonamiento y pidieron lo mismo. El tahúr apretó los dientes y miró a Sancho con aire extraño, pero no dijo nada.

Fue el turno del funcionario de repartir, y aquella partida la ganó Sancho sin dificultad. Al igual que en la anterior, el Florero había pasado de ligar en más de una ocasión, sirviéndole en bandeja el triunfo a Sancho.

—Hubiera jurado que teníais un par de ases cuando yo ligué las sotas —le dijo Sancho al tahúr mientras recogía las ganancias.

—Me parece que os equivocáis —respondió el Florero, muy serio—. En ese caso hubiese podido ligar doble.

—Sí —rio Sancho—, qué cabeza la mía. Os pido disculpas.

—Creo que es la inexperiencia la que os confunde.

—Tal vez sean otros los que anden sobrados de mañas.

Un murmullo recorrió el garito, y el aire se espesó alrededor de la mesa. La insinuación había sido hiriente, pero tan abierta que podía significar cualquier cosa. Alguien se removió a espaldas de Sancho y el joven hubiera jurado que el Florero le hacía una señal imperceptible. En ese momento agradeció que todo el mundo estuviese desarmado, al menos en teoría. Los matones de la casa podían llevar cualquier cuchillo escondido. Como los dos que Sancho llevaba en la bota, ya puestos. Se preguntó cuánto tardaría en sacarlos si las cosas se ponían feas y alguien trataba de apuñalarle por la espalda.

—Será mejor que continuemos —dijo el tahúr.

Si el que repartía había perdido la partida anterior, tenía la potestad de aumentar en un escudo la cantidad jugada para resarcirse. Las apuestas, al igual que el calor y la tensión, fueron subiendo conforme avanzaba la tarde. El Florero tomó la iniciativa y comenzó a acorralar a sus contrincantes más débiles. Pronto la ronda se cotizó a diez escudos, lo cual fue demasiado para el diácono, que acabó disculpándose y levantándose de la mesa. Pero no se marchó, al igual que tampoco lo hizo el funcionario cuando se quedó sin dinero. Ambos se unieron al corro de espectadores que rodeaban a los jugadores.

Existe un grupo igual alrededor de cada mesa de juego en cualquier parte del mundo. Quienes no tienen fortuna que derrochar o demasiada cabeza para hacerlo, suelen disfrutar del espectáculo de quienes pueden permitirse perder o no saben controlarse. Y cuando las partidas son tan tensas como la que estaba teniendo lugar en aquel momento, los espectadores siguen cada lance del juego con un interés desmedido, conteniendo la respiración con cada carta que toca el tapete de cuero. Los mirones suelen atisbar por encima del hombro de los contendientes, que era la técnica que empleaba el Florero desde tiempos inmemoriales para sacar ventaja a sus rivales. Sus secuaces veían las cartas y le transmitían su valor por medio de un complejo sistema de guiños y gestos. En un juego como la veintiuna, donde podías cambiar la mano por la de tu rival, eso era una ventaja incomparable.

—Parece que sólo quedamos tres, señores. ¿Deseáis hacer un descanso? —preguntó el tahúr.

—Estoy bien —dijo el comisario—. Si al joven le parece bien, podemos seguir.

—Buena racha parece que traéis hoy, señor.

—Veremos adónde nos conduce —respondió el comisario, con el tono sombrío de quien ha encontrado muchas veces gato en la olla que creía de liebre—. Paciencia y barajar.

La partida continuó, y pareció que los malos presagios que había intuido el comisario se fueron volviendo realidad. Una hora más tarde, con el envite a cincuenta escudos, había perdido más de trescientos. Sancho estaba sufriendo también una sangría, pero no era tan desastrosa como la de su compañero de mesa. El tahúr le dejaba ganar lo justo para que creyese posible la remontada, pero estando muy lejos de ella. Con el agravante además de que el dinero que Sancho se jugaba lo había esquilmado de los hampones de Monipodio, mientras que los escudos que el comisario perdía como hojas un castaño en octubre tenían una procedencia bien distinta.

—Me temo que hoy ya he vaciado la bolsa —dijo el comisario, con la cara gris y el gesto derrotado, poniéndose en pie.

—Vos tenéis crédito en esta casa, ya lo sabéis —sugirió el tahúr, con una ancha sonrisa—. Con mucho gusto os fiaremos otros doscientos escudos. ¿Quién sabe lo que puede pasar en cuatro manos?

El comisario dudó un momento, sin abandonar el sitio. Los naipes y las relucientes monedas de oro tiraban de él hacia abajo, pidiéndole que volviera a la mesa para una última batalla. Sin embargo las deudas que tenía contraídas ya eran bastante grandes. Por un momento la lucha que estaba manteniendo le dejó mudo.

—Yo…

—Señor, no os conozco de nada pero me habéis traído suerte —intervino Sancho en ese momento—. Si no tuvierais inconveniente, me gustaría cubrir vuestra apuesta durante una mano más. Presiento que ésta será la buena.

El tahúr y el comisario giraron a la vez el cuello hacia Sancho, con idéntico gesto de asombro, aunque el del Florero mudó enseguida hacia la rabia. Infló las ventanas de la nariz y resopló, pues disfrutaba del poder que le confería el juego sobre las personas. Especialmente cuando éstas se humillaban y entrampaban, firmando pagarés que se iban acumulando en su archivador. Sancho acababa de arrebatarle ese placer, y le costó mucho volver a componer el rostro.

—No puedo aceptar —dijo el comisario, que en realidad buscaba la manera de hacerlo sin perder la dignidad.

—Por favor, señor. Tan sólo una mano. Si hemos de perder, hagámoslo a lo grande.

—De acuerdo —aceptó finalmente.

Sancho sonrió y empujó dos montoncitos de monedas hacia el centro de la mesa. El Florero les dedicó una sonrisa forzada y repartió las cartas en lo que pensaba que sería la última mano. Se equivocaba.

El comisario ganó aquella mano sin dificultad, asistido por los naipes que Sancho le suministró una y otra vez. En la siguiente mano volvió a suceder lo mismo, y así hasta diez veces seguidas. El tahúr tenía la cara encendida de furia, pero de poco le servía conocer las cartas que tenían sus rivales si Sancho escondía sus naipes y jugaba todo el rato en favor del comisario. Éste ligaba veintiuna casi en cada mano, en mitad de un estado de creciente aturdimiento. El Florero intentó remontar, pero cada vez que tenía cartas buenas éstas acababan desaprovechadas o en manos del comisario. Gruesas gotas de sudor empezaron a rodarle por el rostro, mientras veía desesperado como el comisario no sólo recuperaba lo que había perdido sino que tenía en su lado de la mesa el doble de dinero que cuando entró.

—Parece que teníais razón, señor —dijo Sancho dirigiéndose al tahúr—. Al parecer mi compañero ha tenido una extraordinaria racha de buena suerte.

—Creo que no voy a permitiros seguir jugando en mi local —respondió el hombre cruzándose de brazos.

Se hizo un enorme silencio. El público había percibido las puñaladas que el juego de Sancho había atestado al Florero, pero jugar de aquella manera suicida estaba permitido por las reglas. Era una estupidez, pero no era motivo para expulsarle de la partida, y más cuando Sancho iba perdiendo una descomunal cantidad de dinero.

—¿Podéis explicarme el motivo?

—Porque estáis haciendo trampas.

Todo el mundo en la sala contuvo el aliento. El comisario, que al escuchar aquello había torcido el gesto, extendió los brazos sobre la mesa y le dedicó al Florero una mirada gélida. Acusar a Sancho de hacer trampas era lo mismo que acusarle a él, ya que era el beneficiario directo de lo que había sucedido en las últimas manos.

—Espero señor que podáis demostrar la acusación. Por vuestro bien.

El tahúr pegó un puñetazo en la mesa, provocando una cascada de monedas de oro que se derramaron sobre el tapete con un tintineo.

—Ése es el problema. Que no puedo. Pero por mi vida que no es natural la racha de este mozalbete. Ha sabido en cada lance el juego que yo llevaba.

Sancho respiró hondo y le dedicó una gran sonrisa. Había estado esperando aquel momento toda la partida.

—Bueno, me temo que eso es cierto. Veréis, efectivamente he estado haciendo trampas.

Hubo un murmullo de sorpresa generalizado y uno de los matones de la puerta corrió hacia la mesa, pero antes de que se le echase encima Sancho levantó la mano.

—Pero no deberíais haceros el sorprendido, maese Florero. Al fin y al cabo llevo toda la partida usando vuestro sistema.

El tahúr abrió mucho los ojos, pero enseguida fue capaz de fingir desprecio e indignación.

—¿Cómo os atrevéis? Mozalbete, tenéis los minutos contados. ¡Cogedle!

El matón intentó llegar hasta Sancho, pero el público se había cerrado en torno a la mesa.

—Un momento —gritó alguien—. ¿Qué es eso de maese Florero?

—Sí, ¿y qué es eso de un sistema?

—¡Que lo explique!

—¡Dejadle hablar!

—Muy sencillo, señores. Don Gonzalo Ramos, el dueño de este local, no es sino un fullero de tres al cuarto, que lleva años engañándoos a todos vosotros con cartas marcadas.

—¡Eso es mentira! —gritó el tahúr.

—Miren atentamente y verán la verdad, señores —dijo Sancho, tomando las cartas y extendiéndolas boca abajo sobre la mesa—. Si se fijan en el dibujo de la parte posterior, observarán que en los extremos de la filigrana, donde no debería haber nada, alguien ha camuflado unas letras. Observen cómo aquí se ve claramente un siete y una ce. Y al darle la vuelta a la carta… —Le dio la vuelta y descubrió un siete de copas.

—1B —dijo señalando otra carta.

El as de bastos.

—12E.

El rey de espadas.

—11O.

El caballo de oros.

—¡Ha cambiado la baraja! Es imposible que ésa sea la mía —protestó el Florero, que había asistido lívido a la demostración. De pronto todos los ojos estaban fijos sobre él. Se puso en pie y se abrió paso entre la gente hasta el armarito donde guardaba las cartas, y forcejeó con la llave en la cerradura. Sancho se mordió el labio interior para no sonreír. Sabía muy bien que el cierre del armario no iba bien, porque cuando se había colado aquella misma mañana en la casa, aprovechando que todos dormían, la cerradura le había dado problemas. Había estado tentado de echarle una gota de aceite, pero tuvo miedo de que el Florero lo notase.

—Aquí están mis cartas. Todas ellas nuevas, impecables y selladas directamente por Papin. ¿Ven?

Tomó un puñado de barajas y las llevó a la mesa. Le arrancó a una de ellas el sello de lacre y rasgó el papel. Con la precipitación varias cayeron al suelo, pero logró colocar unas cuantas sobre el tapete.

Todas ellas tenían los dibujos escondidos en la parte posterior.

—No es posible —musitó el tahúr, blanco como la cera. Ser destapado como tramposo era su peor pesadilla, y se estaba cumpliendo en presencia de una treintena de las personas más importantes e influyentes de la ciudad.

—Mi amigo, el impresor Papin, descubrió hace tiempo que alguien andaba falsificando sus naipes. Me envió aquí para demostrar el engaño que estaban sufriendo todos ustedes. Si miran con atención los sellos de lacre, verán que la tradicional marca de la flor de lis de Papin tiene tres hojas en lugar de cuatro. Aunque creo que la superchería ha quedado más que demostrada.

—No es posible —repitió el Florero, dejándose caer de nuevo sobre la silla, sin dejar de mirar las cartas trucadas. El público comenzó a gritar, exacerbado, y los matones de la puerta tuvieron que correr hasta la mesa del tahúr y rodear a su jefe para protegerle. Todas aquellas personas habían perdido dinero en mayor o menor medida en aquel garito, y de pronto el Florero tenía que dar muchas explicaciones… por trampas que él no había llegado a cometer. Estaba acabado en aquella ciudad.

Sancho grabó en su memoria la cara de desesperación del tahúr, disfrutando de ver hundirse al hombre que tanto daño había causado a Bartolo. Ver cómo aquel miserable que había edificado su prosperidad sobre la desgracia y las flaquezas ajenas recibía su merecido le llenó de una malsana alegría.

—Alegrad el ánimo, señor —dijo Sancho poniéndose en pie y tomando su jubón—. Al fin y al cabo nunca sabéis lo que os depararán los naipes.

Alargó la mano hasta el centro de la mesa e hizo un floreo sobre las cartas. Separó una y la arrastró con el dedo índice hasta colocarla frente al tahúr. Éste la alzó lentamente y le dio la vuelta. No era una carta normal de la baraja, sino una en la que, sobre un fondo blanco, había impresa una sola frase.

EL REINADO

DE MONIPODIO

VA A TERMINAR

En ese momento, el tahúr lo comprendió todo.

—¡Es él! ¡Es uno de los Fantasmas! —gritó a sus matones, señalando a Sancho, que se marchaba del local sin mirar atrás—. ¡Cogedle!

Pero sus gritos se perdieron entre los insultos del público, y sus matones estaban demasiado ocupados intentando evitar que alguien le rompiese una silla en la cabeza.

—¡Señor! ¡Esperad un momento!

Sancho se alejaba del garito, sin ni siquiera detenerse para ponerse de nuevo el jubón, cuando oyó una voz a su espalda. Intentó despistar a su perseguidor sin llamar la atención, pero finalmente éste lo alcanzó un par de calles más allá, al pie del farol que había a la entrada de la plaza del Arroz. Se volvió cuando alguien le tiró del brazo.

—No he tenido la oportunidad de daros las gracias.

Allí estaba el comisario, jadeante por la carrera que se había pegado detrás de Sancho.

—No tenéis por qué.

—Me gustaría conocer vuestro nombre.

El joven dudó un momento, pero algo en los ojos del comisario le hizo sentir que podía confiarse a él.

—Me llamo Sancho de Écija.

—Habéis perdido mucho dinero ahí dentro.

El joven se encogió de hombros.

—Sólo eran pedazos de metal que servían a un propósito.

—Realmente sois un hombre extraordinario —dijo el comisario, sorprendido. Sobrevino un silencio incómodo, y Sancho se vio obligado a hablar. Señaló la mano izquierda, atrofiada e inútil de su interlocutor.

—¿Qué os ocurrió?

El comisario pareció azorado un instante, como si la simple mención de la herida lo transportase muy lejos de allí.

—Esto, muchacho, fue a causa de tres tiros que me dieron en Lepanto. La más alta ocasión que vieron los siglos. Y si me hicierais el honor de compartir un vaso de vino conmigo, me encantaría contaros cómo sucedió.

—Tal vez en otra ocasión, señor.

Sancho se colocó de nuevo el jubón. Al hacerlo volvió el lado derecho del cuerpo hacia el comisario, quien se fijó en la parte baja de su cuello y en las feas cicatrices que tenía en él, del tamaño de una moneda: las marcas inconfundibles de quien ha padecido la peste. Durante la partida Sancho había estado a su derecha y las marcas habían quedado ocultas.

—Disculpadme que os pregunte esto, pero ¿sois huérfano? —inquirió el comisario.

Por segunda vez aquella noche Sancho dudó antes de revelar una información como aquélla, pero había algo en aquel hombre que le resultaba familiar. De nuevo se confió a él por razones que no alcanzaba a comprender.

—Crecí en una venta, pero cuando mi madre murió me trajeron a un orfanato en Sevilla.

Jamás le había contado su historia a alguien, pues odiaba que se compadeciesen de él. Pero lo que no hubiera imaginado jamás que sucedería era que alguien pudiese soltar una carcajada como la que soltó el comisario al escuchar aquello. Sancho se puso tenso y apretó los puños, creyendo que se estaba burlando de él, pero enseguida vio que no había crueldad en sus ojos.

—Ah, perdonadme, amigo Sancho. Es sólo que acabo de recordar una inversión que hice hace unos años. Seis escudos. Dieron un inmenso fruto, ¿sabéis?

Sancho lo miró con extrañeza y no respondió. No tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando aquel hombre, ni podía tenerla, pues al no haberse despedido formalmente del orfanato, fray Lorenzo jamás le había dicho quién lo había depositado allí. Aquella clase de revelaciones era algo que reservaba, sabiamente, para el último día de estancia de cada niño.

—Ah, no hagáis caso de las incoherencias de un viejo soldado —dijo el comisario, viendo el efecto que sus palabras habían causado en el joven—. Me dieron demasiados golpes en el casco. En fin, mi nombre es Miguel de Cervantes, comisario de abastos del rey. Si algún día encontráis tiempo para tomar esa copa de vino o puedo ayudaros en lo que sea, pasad por la posada de Tomás Gutiérrez.

Sancho se despidió de aquel hombre tan singular, creyendo erróneamente que jamás volvería a verlo en su vida.