LIX

L

a pesadilla de Vargas comienza siempre de idéntica manera, en el instante en el que se da cuenta de que el caballo va a aplastar a su hermano. Sin embargo esa noche algo ha cambiado.

Esta vez el duque, el monstruo, no va a caballo sino a pie. Está agachado sobre su hermano, que tendido en el suelo lo llama desesperado. Pero no puede gritar. Nadie puede gritar en sueños, y menos si tiene una daga en la garganta.

Cuando Vargas corre hacia el cuerpo tendido en el suelo se da cuenta de que no es su hermano, sino él mismo. Intenta zafarse, pero sus pequeños brazos son demasiado débiles para la inmensa fuerza del monstruo.

De pronto Vargas abre los ojos, y ya no está soñando, aunque sigue atrapado. El monstruo se ha hecho carne. Una mano de hierro lo empuja contra el colchón, el filo de un cuchillo se apoya en su cuello. El momento es tan aterrador, tan desesperado, que Vargas se pregunta simplemente si no habrá descendido un nuevo nivel en sus pesadillas, o si algo del mundo del sueño que le atormenta habrá regresado con él a la realidad.

Entonces mira al monstruo a los ojos. La luz mortecina de la hoguera arranca destellos verdes de esa mirada. Es un momento de extraña intimidad, están tan cercanos como dos amantes en plena pasión. El uno se reconoce en los ojos del otro, dos ejemplares del mismo animal en una jaula demasiado estrecha.

—Sería tan sencillo mataros —susurra el monstruo—. Una simple presión hacia abajo, un deslizar del cuchillo, y os desangraríais aquí mismo. Me sería tan sencillo como os fue a vos mandar matar a Bartolo, el enano.

Vargas recuerda al muchacho que le robó la cartera de documentos hace dos años en el tumulto de las Gradas, aunque no es capaz de asociarlo con esta figura oscura y poderosa.

—Pero no voy a hacerlo. En lugar de ello os destruiré, delante de toda esta ciudad. Os convertiré en un mendigo, llagado y purulento. Eso sí que será justicia.

El comerciante va a decir algo, tal vez a rogar por su vida, pero luego el orgullo le atenaza y convierte su rostro en un pétreo desafío.

El monstruo esboza una sonrisa y desaparece.

Vargas vence el miedo y renquea hasta la ventana abierta. Es muy alta, y no hay modo de trepar hasta allí. A la luz del día caerá en la cuenta de que el monstruo se descolgó desde el tejado. Unas briznas de cuerda en el alféizar de la ventana le indicarán que el monstruo no es más que un hombre, y que como tal puede morir. El amanecer le devolverá las ganas de presentar batalla.

Pero ahora Vargas, abrazado a sus rodillas, sólo puede pensar en demonios.