LII

A

l volver a entrar en casa de Monardes, Clara tuvo una sensación extraña. Jamás había estado en un lugar que le perteneciese.

Técnicamente la casa aún no era suya, pues el testamento no se formalizaría hasta unos días después, pero había rechazado el ofrecimiento de dormir en casa del abogado hasta entonces. Aunque parecía un hombre honrado, Clara ya había tenido suficiente con lo ocurrido con Vargas. A partir de aquel momento no pensaba dejarse manosear por nadie.

El día que murió el médico, Clara no había sabido a quién dejarle la llave de la puerta principal, ni tampoco se atrevió a llevarla consigo, así que la había ocultado en una grieta de la tapia del jardín, camuflándola luego con hojas muertas.

Lo primero que hizo al llegar fue correr al interior del huerto, temerosa de lo que podía encontrar. Algunas plantas no habían podido soportar el calor de aquella semana y languidecían, moribundas. Clara luchó denodadamente durante varias horas, rellenando los canalones y los distintos sistemas de riego, sacando cubo tras cubo de agua del pozo y cortando los tallos resecos. Salvó muchas, pero otras estaban más allá de toda ayuda. Una rara e insustituible casenia, cuyas semillas habían viajado desde Asia hasta Sevilla enviadas por un conocido del anciano médico, fue la pérdida que más dolió a Clara.

Arrodillada en el huerto, con el rostro embadurnado de tierra y la planta marchita en las manos, la joven rompió a llorar desconsoladamente. Se dio cuenta de que no lloraba sólo por la planta, sino también por sí misma.

«¿Qué será de mí? ¿Cómo podré hacer frente a todo esto yo sola?».

Se preguntó si no estaría cometiendo una locura, si no tendría razón el abogado cuando le sugirió que se quedase en casa de Vargas, donde tenía cama y buena comida. Tan sólo tenía que abrirse de piernas cada cierto tiempo. Aquello no podía ser tan terrible, muchas mujeres lo hacían. Nunca sería capaz de reunir el dinero que Vargas le reclamaba por su libertad. Sólo conseguiría pasar muchas calamidades y tendría que volver humillada ante su amo cuando el hambre la venciese.

Pero no era eso lo que a Clara le destrozaría el alma, sino renunciar a su deseo de hacer algo con su vida, de ser diferente. Quería tomar sus propias decisiones. Por eso no podía rendirse.

«Por difícil que sea el camino, es el de la libertad».

Aquella noche fue incapaz de acostarse en el dormitorio de Monardes. La habitación aún conservaba el olor acre y amargo del difunto, y Clara abrió las ventanas para ventilarla bien. No había más camas en la casa, pero a ella no le importó. Hacía una noche cristalina. Extendió una estera en el huerto y se quedó dormida, arropada por el aroma fresco de las plantas, bajo un techo de miles de estrellas.

Los siguientes días fueron de una actividad frenética. En la casa no había comida, pero Monardes guardaba un saquito con un puñado de ducados bajo una baldosa suelta en su dormitorio. Clara tomó parte del dinero para reponer la despensa, pero aun racionando lo que comía, apenas alcanzaría para un par de meses. Y además tendría que hacer frente a muchos otros gastos si quería mantener el negocio activo. Necesitaba empezar a ganar dinero cuanto antes.

Lo más urgente era cambiar el aspecto del laboratorio. Aunque fuese muy práctico, la gran mayoría de los instrumentos que Monardes tenía allí acumulados le daban un aire sórdido al lugar. Aquello podía ser aceptable e incluso deseable para un médico, pero Clara no se engañaba con respecto a lo que diría la gente si la encontraban a ella trasteando entre pócimas y redomas. Tenía muy presente la advertencia de Monardes con respecto a la Inquisición. Montó el laboratorio en la habitación que antes hacía las veces de cocina, en una mesa mucho más pequeña pero que sería igual de útil que la grande si se organizaba bien.

Aquella mesa descomunal era la mayor de sus preocupaciones. No era capaz de colocarla de forma que quedase bien, así que sudorosa y cansada después de muchas pruebas infructuosas, fue en busca de un carpintero. Le pagó dos reales de plata para que la partiese en dos mitades y les colocase patas adicionales.

—Estoy seguro de que esto no es lo que quieres, muchachita —dijo el carpintero con una sonrisa condescendiente—. Es una pena destrozar un mueble de tanta calidad. Por un par de reales más yo…

Clara se enfureció. ¿Por qué todos los hombres se creían que sabían más que ella?

—Haced lo que os he pedido o buscaré otro que lo haga —le interrumpió con malos modos.

El hombre apenas volvió a dirigirle la palabra, pero Clara tuvo que reconocer que hizo un buen trabajo. Una de las dos mitades la sacó al huerto, debajo de un saledizo que formaba el tejado. Le sería muy útil para hacer germinar las plantas más delicadas en pequeñas macetas, o preparar esquejes. Así no tendría que doblar tanto el espinazo.

La otra mitad la colocó atravesada cerca de la puerta, a modo de mostrador. Alta y muy ancha, no era fácil pasar por encima de ella ni rodearla, así que le serviría de protección si alguien entraba en la tienda con malas intenciones.

Porque ése era precisamente el plan de Clara. El médico siempre tenía la puerta cerrada, y no atendía a nadie sin realizar un severo escrutinio del cliente. No daba consejo ni remedio alguno si no sabía bien quién era el que lo solicitaba y, sobre todo, si podía permitirse pagar. Por el contrario Clara quería una tienda abierta, de libre acceso, como la carnicería o la panadería. Monardes le había sugerido que se convirtiese en boticaria, y eso iba a hacer. Ante todo el negocio tenía que parecer respetable.

Abrió las ventanas, dotó de luz a la estancia, barrió y limpió todo. Cubrió el nuevo mostrador con una flamante tela de color azul, que se llevó por delante una buena parte de sus mermadas reservas de dinero. Colocó tarros con las hierbas más comunes en una esquina de la mesa, para poder despacharlas con facilidad, y dejó a mano un cuchillo para desalentar a los ladrones. Escribió con letra grande una lista con los precios de los remedios, y la clavó en la pared a la altura de los ojos de los clientes.

Y cuando todo estuvo listo… nadie apareció.

Los primeros días después de inaugurar su nuevo negocio fueron una agonía. Tener la puerta abierta significaba que debía estar todo el rato pendiente de si llegaba alguien, con lo que no podía trabajar a pleno rendimiento en el huerto. Esas tareas debía dejarlas para primera hora de la mañana o última de la tarde, que por otra parte eran los mejores momentos para regar sin que el sol abrasase las hojas de las plantas. Ociosa, se sentaba junto al mostrador con un libro en la mano, al que apenas hacía ningún caso. Tenía la mirada fija en el rectángulo luminoso que daba a la calle, donde veía transitar cientos de personas sin detenerse. Algún curioso echaba un vistazo adentro al pasar, pero nada más.

Clara había encargado a un carpintero —otro diferente, menos bocazas que el primero— un letrero que ponía «Botica», y había colgado de él una rama de hinojo, como era tradición. Pero la única persona que entró durante la primera semana fue el abogado Del Valle, que llevaba los documentos definitivos para Clara. Le pidió un escudo para pagar las tasas de la escritura de propiedad, y la joven, abochornada, tuvo que pedirle que le fiase aquella suma.

—No sabéis cómo lo lamento. Con todo lo que habéis hecho por mí…

Del Valle pareció un poco molesto por tener que soltar aquel escudo de su propio bolsillo, pero en un gesto caballeroso intentó disimularlo.

—No te preocupes, ya me lo darás. ¿Qué tal va el negocio?

—Ése es el problema, don Manuel. Que no va. A este paso me moriré de hambre.

El hombre se encogió de hombros y se llevó la mano al sombrero con gracia.

—Ya verás como todo se arregla. Es cuestión de tiempo que la gente descubra que estás aquí. Los primeros clientes son los más complicados, y a los que mejor tienes que tratar, porque son quienes hablarán de ti a los demás.

La visita del abogado no alivió demasiado la angustia de Clara. Al contrario, el volver a hablar en voz alta con un ser humano tras varios días sin hacerlo agravó su sensación de aislamiento. Se dio cuenta entonces de lo sola que estaba.

Siguiendo un impulso, salió a la calle. Necesitaba volver a hablar con alguien para sacudirse de encima aquella espantosa sensación. Recorrió las tiendas adyacentes, saludando a unas cuantas personas a las que conocía de vista pero con las que nunca había intercambiado más de dos palabras, pero notó que más de uno le rehuía la mirada, algo que le sorprendió. Nadie le devolvió el saludo.

Su extrañeza fue incrementando según avanzaba calle abajo, a medida que las caras se tornaban serias al verla. Se detuvo en una tahona, sin necesitarlo de veras. Había comprado varios panes un par de días atrás, y los conservaba en la alacena, envueltos en lienzo. Aún durarían hasta final de semana en buen estado. Entró allí simplemente para romper el silencio que la atosigaba.

El hombre que la atendió parecía el dueño, y cuando Clara le pidió el pan le alargó una hogaza pequeña y caliente. La corteza crujía ligeramente, y desprendía un olor suave y apetitoso que hizo rugir el estómago de la joven.

—Dieciséis maravedíes.

—Es muy caro —protestó ella, asombrada. El precio había aumentado en cuatro maravedíes desde la última vez.

—No hay trigo en ninguna parte —dijo el panadero, encogiéndose de hombros—. Dentro de poco tendré que hacer el pan con salvado.

Clara hurgó en su bolsa, fingiendo que no encontraba el dinero, mientras intentaba reunir valor para lo que necesitaba decir. A pesar de que llevaba mucho tiempo yendo a diario por aquella zona y haciendo los recados del médico, su carácter no la hacía propensa a pararse a conversar de manera casual con otras personas. Quien no la conociese de veras podría confundir su reserva con altivez. Se preguntó si era por eso por lo que todo el mundo se mostraba distante. Pero si era así… ¿por qué no lo había notado antes?

—Me llamo Clara, vivo en la antigua casa de Monardes. Veréis, tengo una botica y he comenzado a…

—Sé quién eres —le interrumpió el panadero—. No te molestes. Aquí nunca estamos enfermos.

Cogió el puñado de monedas de cobre que Clara puso encima del mostrador y desapareció en la parte de atrás.

—Pero…

—¡Nadie quiere tus hierbas aquí! ¡Márchate! —gritó el panadero desde el interior.

Clara se quedó inmóvil, confundida y humillada. Miró alrededor, buscando a alguien más, alguien que pudiese explicarle lo que acababa de suceder. En el otro extremo de la tienda, una mujer de mediana edad amasaba pan sobre el mostrador. Sus manos estaban embadurnadas de harina. Con cada vuelta que daba la masa sobre la madera, ésta despedía una nube de polvo que se iba posando sobre el rostro de la mujer, confiriéndole un aspecto fantasmal. Los ojos parecían faros negros en aquel mar blanco. Clara pensó que le recordaba a alguien.

—La gente va ahora al boticario en la calle de las Cañas —le dijo entre dientes, como si no quisiera que el hombre se diese cuenta de que hablaba con ella.

—¡Pero eso está al otro lado de la ciudad!

—No hay muchos sitios donde conseguir remedios por esta zona.

—Podrían venir a mi tienda.

—Nadie va a hacerlo, porque la gente tiene miedo. Hace un par de días pasó alguien por el barrio, amenazándonos con sacarle los ojos al primero que se le ocurra entrar en tu negocio.

Clara se quedó conmocionada al escuchar aquello. ¿Quién podía ser tan salvaje como para hacer una cosa así? Sólo se le ocurría un nombre.

—¿Era un tipo grande y rubio? ¿Con bigotes largos y una espada enorme?

—Sí, con acento flamenco.

Groot. Había estado allí, seguramente enviado por Vargas. Aquel malnacido no pensaba dejarla en paz.

—No puede ser —susurró Clara.

—De todas maneras hay mucha gente que no hubiera ido a tu casa, aunque nadie les amenazase. Al fin y al cabo eres una mujer.

La joven alzó la vista y miró enfurecida a la panadera. Apenas podía creer lo que estaba escuchando. Aquélla era una forma de pensar muy común entre los hombres, pero por lo general las mujeres solían apoyarse entre ellas. El frío desprecio con el que le hablaba la panadera era tan doloroso que sintió ganas de saltar por encima del mostrador y arrancarle el pelo a puñados. Había algo más en los ojos de aquella persona, una mirada que había identificado antes. Eran los ojos de quien siente que ha dejado más camino detrás del que tiene por delante, de quien ha quemado todas sus ilusiones. Esa clase de personas disfruta descargando su amargura sobre los más jóvenes. Sin duda la extraordinaria belleza de Clara y la envidia le servían de acicate.

—Vos también sois una mujer —fue todo lo que acertó a decir.

—Pero nadie se envenena con mi pan. No sé si pasaría lo mismo con tus hierbas. ¿Cómo puedo saber si me das casia o milenrama? No quiero que te equivoques con un remedio que vaya a darle a mis hijos. Los hombres son más fiables para estas cosas.

Clara comprendió a quién le recordaba la mirada amargada de la panadera. Era igual que la de su madre.

Salió del local sin decir palabra, masticando su rabia, volviendo al bullicio de la calle abarrotada a última hora de la tarde. Los días se volvían más frescos, anunciando un otoño que llegaría despacio y sin alboroto, como era habitual en Sevilla.

Estaba tan furiosa que caminó entre la gente sin darse cuenta de por dónde iba. Cuando reparó en que seguía llevando el pan en la mano, su vista se le hizo insoportable y lo arrojó lejos de sí. Se arrepintió enseguida de lo que acababa de hacer, pero ya era demasiado tarde. Un chiquillo medio desnudo surgió de detrás de unas cajas y se lanzó sobre el pan. Iba a llevárselo a la boca cuando apareció otro niño y le golpeó en la nariz. El primer niño rompió a llorar, y su sangre salpicó el pan, pero tuvo que soltarlo finalmente. Otros críos salieron del mismo sitio y se pelearon por aquel alimento a dentelladas. En pocos instantes lo habían devorado, como animales. El primero de los muchachos se tuvo que conformar con unas migas que cayeron al suelo. La nariz le seguía sangrando mientras se las metía lastimeramente en la boca.

—Muchacho, acércate.

El niño miró a Clara con los ojos anegados de miedo, y fue a darse la vuelta corriendo, pero la joven lo agarró antes de que escapase. Siempre llevaba un cuadrado de lienzo blanco en la bolsa por si necesitaba envolver algo. Lo usó para restañar la sangre de la nariz del chico. Apoyó el índice y el pulgar sobre el caballete, comprobando que estaba firme. Al menos no estaba rota.

—Echa la cabeza hacia atrás. Así. Pronto dejarás de sangrar.

El resto de los niños habían desaparecido por un callejón cercano tan pronto como la vieron acercarse. Ella miró a aquel crío. No debía de tener más de siete u ocho años. Sus ojos eran grandes y almendrados, y estaba tan delgado que podías contarle todos los huesos del cuerpo.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—Ayer encontramos unas mondas de patata —dijo el niño, encogiéndose de hombros.

—¿Aquéllos eran tus amigos?

—Sí. Venimos aquí a oler el pan. ¿Puedo irme ya?

Suspirando, Clara echó la mano a la bolsa de nuevo y sacó su último real de plata. Era todo lo que le quedaba de las reservas de Monardes.

—Escúchame. ¿Ves esta moneda?

El chico asintió. Apenas podía apartar los ojos de ella.

—Quiero que entres a la tahona y pidas una hogaza mediana. Sabe Dios cuánto vale ahora. Cómetela allí mismo, y si sobra dinero escóndetelo bien y úsalo para comer mañana. ¿Me has comprendido?

El muchacho tomó el real de plata de la mano, casi con reverencia, y luego salió corriendo hacia la tahona sin dar las gracias ni mirar atrás.

Clara no se engañaba. Sabía que aquél había sido un gesto inútil. Aquel niño no lograría superar el invierno, pero al menos ella no había vuelto la mirada hacia otro lado. Cada vez había más niños perdidos por las calles, arrojados a la mendicidad y a la muerte por los adultos.

La joven comprendió que aquéllos se ocultaban cerca de la tahona simplemente para engañar a su estómago con el olor a pan recién hecho que salía del local. La furia con la que se habían peleado por aquella hogaza la dejó trastornada. Aquello era la auténtica necesidad, lo que se producía cuando no tienes absolutamente nada. Un relámpago de certeza la invadió cuando se dio cuenta de que ella podía acabar como aquellos chiquillos si no conseguía pronto que comenzasen a acudir clientes a su botica.

Eso, o regresar junto a Vargas.

Jamás en su vida había tenido tanto miedo ni se había sentido tan perdida.