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ancho y Josué tuvieron que apartar el cadáver para acceder a los cajones que habían originado el mote del perista. Encontraron una cantidad de dinero en efectivo bastante respetable, cerca de treinta escudos que podrían ayudarles mucho en los próximos meses. También muchas joyas baratas, sobre todo brazaletes, medallas y collares de plata. Tan sólo una pieza era realmente importante, una delgada diadema de oro con pequeñas esmeraldas incrustadas, que debía de valer una pequeña fortuna.
—Mala suerte. Seguro que ese malnacido de Cajones acababa de mandarle una carga de mercancía a su jefe. Al menos esta preciosidad se quedó por aquí. Por esto nos darán cuatrocientos o quinientos —dijo Zacarías, tras sopesarla y pedirle a Sancho que se la describiese con todo detalle.
—No podemos vender la diadema en Sevilla, Zacarías. Los joyeros honrados sabrán que es robada, y los peristas que pertenece a Monipodio. Tanto daría que hubiésemos robado una piedra —dijo Sancho, que estaba de un humor pésimo tras lo sucedido la noche anterior.
Aquella conversación tenía lugar la tarde siguiente al asalto, en la habitación del hostal donde se alojaban Sancho y Josué, en la que se habían encerrado por miedo a que alguien los hubiera visto. Zacarías había continuado con su rutina habitual para no despertar sospechas y para descubrir qué se decía en los bajos fondos del suceso del día anterior.
—Tranquilízate, chico. Cuando se calmen las aguas ya habrá tiempo de ir a Toledo o a Madrid a deshacernos de esto. Mientras tanto hay que capear el temporal.
—¿Tanto revuelo ha habido?
—Muchacho, no se habla de otra cosa en toda Sevilla. Los honrados ciudadanos hablan de un robo, la gente del hampa cree que es un grupo de descontentos con Monipodio.
«Pregúntale si alguien nos vio», intervino Josué, a quien le preocupaba mucho más eso que el valor de lo que habían cogido. Sancho así lo hizo.
—Dicen que un vecino dio su descripción a los alguaciles. Cinco hombres, altos y fuertes, de gruesos bigotes, silenciosos como fantasmas.
Sancho exhaló un suspiro de alivio.
—¡Ésos no somos nosotros!
—¿Quién crees que ha estado introduciéndose en los corrillos de gente, susurrando las palabras correctas en los oídos adecuados? Basta repetir la historia una docena de veces para que corra como la pólvora.
—Podrían haberte relacionado con nosotros.
—¿Crees que me acabo de caer de un guindo, muchacho? Siempre he ido diciendo que alguien «me acaba de contar». No soy ningún idiota. Dejadme esas cosas a mí, y dedicaos a descansar.
—Nada de eso, Zacarías —dijo Sancho con firmeza—. No podemos parar de hostigar a Monipodio, si queremos volver a su gente contra él.
Discutieron durante un buen rato, mientras Zacarías se encomendaba a todos los santos que se le ocurrieron para que cambiasen la opinión de Sancho. Terminado el santoral sin conseguir modificar las intenciones del joven ni un ápice, el ciego se rindió y sugirió alternativas.
—En ese caso no podéis quedaros aquí. Hoy no nos ha visto nadie, pero antes o después alguien empezará a hablar de un esclavo descomunal y de un jovenzuelo que le acompaña. No puede ser.
«No soy un esclavo», dijo Josué, poniendo mucho énfasis en los gestos. Sancho le pidió que se callase.
—Necesitaremos un lugar con acceso directo a la calle, no como aquí. Un sitio discreto, donde no pase mucha gente.
Zacarías asintió.
—Creo que conozco un lugar así. Está desocupado, creo que sólo vive una persona dentro que está medio chiflada. Con el dinero que hemos robado podrías intentar comprarlo. Pero no es eso lo único que necesitaréis. Harán falta más brazos.
—No quiero involucrar a más gente.
—Tampoco a mí me gusta repartir el botín, muchacho.
—No es de eso de lo que estoy hablando.
—¿Vas a convencer entonces a tu amigo de que use esas manazas para empezar a partir cráneos?
Zacarías había palpado el torso, la cara y los brazos de Josué —parecía ser su particular forma de conocer a la gente con la que se juntaba— y se había quedado asombrado ante la fuerza que guardaba el negro bajo la tersa piel de ébano. Cuando Sancho le aclaró que Josué había hecho voto de no causar daño físico a otras personas, el ciego les dijo que se habían vuelto locos y poco faltó para que les abandonase. A la luz de los acontecimientos ocurridos en casa del perista, Sancho iba a tener que modificar sus planes iniciales reclutando a alguien. Eso, o ponerse él mismo a la altura de los asesinos de Monipodio. Como bien le había avisado Dreyer meses atrás, «matar a alguien y luego robarle es sencillo y seguro; mantenerle vivo y quieto mientras le desvalijas, es jodidamente peligroso».
—Debo hablarlo con Josué.
—Tú mismo, muchacho. Pero más te vale que decidáis hacerme caso o partimos peras ahora mismo. Ya no estoy para emociones como las de anoche.
El ciego fue a tumbarse un rato a una de las camas, pues apenas había dormido la noche anterior. No tardó en emitir unos ronquidos ásperos y secos, como el frotar de dos enormes troncos de árbol. Por si acaso, Sancho se dirigió a Josué en la lengua de signos, pues lo que iban a hablar incumbía en buena parte a Zacarías.
«¿Qué opinas?».
«¿Ahora te interesa lo que tengo que decir?», dijo Josué, resentido por la manera en la que Sancho le había interrumpido antes.
El joven, que llevaba un buen rato sentado en el suelo, se puso de pie y caminó alrededor de su amigo, que ocupaba la única silla que había en la habitación. Tuvo que morderse la lengua para no soltarle algún exabrupto. Entendía que Josué estaba celoso de la entrada de Zacarías en la sociedad tan perfecta que formaban, pero no podía ni quería sacarle ese tema.
«En realidad, sí que me importa —Sancho dudó unos instantes. Incluso en la lengua de signos, había dos palabras que le costaba especialmente pronunciar—. Lo siento. Siento lo de antes».
Josué asintió y le dedicó una de sus anchas sonrisas, que a Sancho le recordaban el teclado del clavicordio que fray Lorenzo tenía en el orfanato. El gigantón era propenso a enfurruñarse, pero igualmente propenso a perdonar.
«Creo que no podemos hacerlo solos».
«No sé ni siquiera si quiero hacerlo, Josué».
«No creo que quieras —dijo el negro encogiéndose de hombros—. Pero lo harás igualmente, porque lo que haces tiene que ocurrir».
Sancho no se esperaba aquella respuesta. Desde la noche anterior había estado temiendo el momento en el que se quedaría a solas con Josué y tendrían que hablar de lo sucedido en la trastienda. La muerte del matón había estado pesando sobre su conciencia, y apenas cerraba un instante los ojos volvía a su mente la imagen de aquel cuerpo inerte. El mero hecho de someterse al juicio de su amigo le aterraba.
«No quiero que lo de ayer vuelva a suceder», le dijo a Josué, tragando saliva.
«No está en tu mano el evitarlo. He pensado mucho en lo que hacemos. Ese hombre que mandó matar a tu amigo es un hombre malo. Los que le acompañan son tan malos como él. Tú debes seguir adelante con esto».
«Yo creí que tú no estarías de acuerdo».
Josué meneó la cabeza.
«No somos iguales».
«No digas eso —respondió Sancho, herido—. Somos hermanos».
«Somos hermanos, pero los hermanos no son iguales. Hay escrito un propósito para ti, y otro para mí. Tú crees que tu propósito es vengar a tu amigo, pero eso es sólo lo que te orienta en el camino que has de recorrer».
Sancho no respondió. En lugar de ello se miró las manos. Bajo las uñas quedaban restos de la sangre que las cubría la noche anterior.
Al joven le asombraba la aplastante fe de su amigo, tan enorme como su inmenso cuerpo. A él, sin embargo, le resultaba muy difícil creer en Dios, tal vez porque no creía que pudiese existir alguien tan cruel como para desoír el sufrimiento que a diario se producía en el mundo. Le había implorado junto al lecho de muerte de su madre, mientras él mismo era también devorado por la peste. Le había rogado por la vida de Bartolo mientras cargaba con el cuerpo del enano hacia casa de Monardes. Le había suplicado tras cada latigazo que recibió en la galera.
Nunca había obtenido respuesta, y sin embargo allí estaba él, vivo y sano, con una espada del más fino acero. Durante un momento el joven se quedó sobrecogido, pensando que tal vez estaba siendo egoísta al querer apartarse de todo aquello sólo para no mancharse las manos.
Librar al mundo de una sanguijuela como Monipodio podía ser algo más que una venganza personal.
Las suyas no eran las únicas súplicas que se alzaban al cielo, y tal vez él, Sancho, era la respuesta a la oración de otros. Como aquel forajido, aquel Robert Hood del que le había hablado aquel inglés chiflado, Guillermo de Shakespeare.
O tal vez, como hubiera dicho Bartolo, todo era una broma de cojones.
«¿Crees que podemos fiarnos de él?», preguntó al fin Sancho señalando a Zacarías.
«Cuando era pequeño mi padre tuvo un problema con los espíritus».
«Creí que ya no creías en los espíritus».
Josué puso los ojos en blanco al escuchar aquello, como si no pudiera creer que su amigo fuese tan ignorante.
«Ahora soy un buen cristiano, pero los espíritus no van a dejar de existir por eso».
«Por supuesto —respondió Sancho intentando no sonreír—. Continúa».
«Mi padre pisó la tumba de un antepasado y los espíritus se enfadaron mucho. Las ubres de las vacas se secaron, y el arroz se pudrió en los campos. Mi padre recurrió a un…».
Aquí Josué se detuvo e hizo una pausa, pues la palabra que buscaba no existía en el lenguaje que habían inventado. Tuvo que dar un rodeo de varios signos hasta que se hizo comprender.
—Un brujo —dijo Sancho en voz alta, entendiendo al fin lo que quería decir Josué. Trazó un signo con ambas manos sobre su cabeza, con las palmas unidas por el índice y las muñecas en las sienes, imitando los capirotes que llevaban los magos en las obras de teatro. Josué no había visto nunca uno de aquéllos, pero había escuchado tiempo atrás la palabra y asintió.
«Sí. Mi padre los detestaba, pero también era sabio. Le pagó dos cabras al brujo. Cuando entras en el territorio de los espíritus juegas con sus reglas y necesitas a alguien que las conozca. Lo mismo vale para la ciudad de los ladrones».
Sancho se rascó la barba incipiente, pensativo. Aquello no podía ser más cierto.
«¿Y qué ocurrió con el brujo, Josué? ¿Os libró de la mala suerte?».
«Nunca lo sabremos. Al día siguiente de darle las cabras los negreros destruyeron nuestro poblado».
Al despertar, un buen rato más tarde, Zacarías se alegró de la decisión de Sancho y Josué. Salieron en busca del nuevo lugar que habría de servirles de refugio a la hora del crepúsculo, con cierto miedo aún de que alguien les reconociese.
—Ya lo veréis. Es una antigua taberna, con espacio en la parte de arriba para dormir. Está en una calle discreta, y a la puerta se accede bajando unos escalones. Ideal para entrar y salir sin ser visto.
Cuando llegaron, Sancho contuvo una exclamación. Todos los detalles que Zacarías les había dado del lugar tenían que haberle servido de pista, pero inmerso aún en la conversación que había tenido con Josué, apenas le había prestado atención al ciego. Y sin embargo presentía que estar allí tenía un significado especial, si bien no era capaz de entender aún cuál era.
Zacarías los había llevado ante la puerta del Gallo Rojo.
El cartel tan mal dibujado, que en su día había hecho pensar a Sancho que en lugar de pintar el gallo lo habían degollado sobre el papel, seguía en su sitio, aunque faltaba un buen trozo de la parte inferior. La suciedad y el barro se habían acumulado en la escalera, algo impensable en los tiempos en los que él trabajaba allí.
—¿Qué sabes de este lugar?
—El dueño se arruinó y el negocio quebró. Pasa todos los días.
Zacarías empujó la puerta, que se abrió sin oponer resistencia. A Sancho le extrañó, pero enseguida lo comprendió, tan pronto como fue capaz de prender la pequeña yesca que siempre llevaba en el morral.
El interior de la taberna era un auténtico estercolero. Ya no había muebles, y en el lugar que éstos habían ocupado sólo quedaban astillas, señal de que alguien los había convertido en leña. Aquélla hubiera sido la única manera de sacar del lugar las enormes mesas que antaño ocupaban tantos parroquianos. El suelo de tierra era un barrizal pestilente, y desperdicios de todo tipo se amontonaban contra las paredes.
—¿Qué, muchacho, qué te parece? —dijo Zacarías—. ¿No es fantástico?
Sancho se sorprendió de lo ufano que se mostraba el ciego de haberles llevado hasta allí. Incluso sin poder ver el calamitoso estado del local, tenía que ser capaz de oler la podredumbre. Iba a responderle cuando un crujido en la escalera le hizo llevarse la mano a la empuñadura de la espada.
—¿Quién anda ahí? —se oyó una voz.
—Soy yo, Zacarías. Ven, que te he traído a los que te van a sacar de pobre.
Los crujidos aumentaron, y Sancho se estremeció sin poder evitarlo, recordando cómo él había bajado aquella misma escalera antes de recibir una paliza que casi le había matado.
—Maldita sea, ciego, espero que todo esto valga la pena —dijo el que bajaba, con voz pastosa.
En ese momento el que bajaba entró en el círculo de luz, y a Sancho le dio un vuelco el corazón al reconocerle. Incluso a la escasa luz de la vela, el rostro del antiguo tabernero estaba horrible. La calva cabeza tenía costras en varios puntos, fruto de las caídas producidas durante las borracheras. La barba estaba más larga y llena de manchas de vómito. Iba desnudo de cintura para arriba.
—¿Castro?
Éste tardó un momento en reconocer al que fuera su mozo de taberna, el que lo había mandado a la ruina destrozando todas sus existencias de vino. Los ojos le brillaron un momento agitados, mientras el rostro de Sancho se abría camino a través de los vapores del vino, y luego se enfocaron, de golpe, furiosos.
—¡Hijo de puta!
Castro le arrojó a la cara la botella vacía que llevaba en la mano, y Sancho la esquivó con un quiebro, pero fue una mera distracción. El tabernero agachó la cabeza y cargó contra el joven como un toro de lidia. Sancho dio un salto hacia un lado, al tiempo que Josué le hacía la zancadilla al tabernero, que cayó de boca entre los desperdicios. Se quedó allí, inerte.
—Levantémoslo antes de que se ahogue.
No pudo ver la respuesta de Josué, pues la yesca se le había apagado durante el breve ataque. Tuvieron que enderezar a Castro a tientas y lo dejaron apoyado contra la pared. Sancho volvió a encender la yesca mientras el tabernero volvía en sí, con una serie de bufidos y resoplidos.
—Maldito seas… ¿no tuviste suficiente con destrozarme la vida? ¿Ahora vienes a asesinarme?
—Cálmate, Castro —dijo Zacarías—. Estos muchachos quieren comprarte el negocio. Te darán dinero para que puedas volver a tu pueblo. Te gustaría plantar tu trasero de vuelta en tu tierra, ¿verdad?
—Yo no me voy a ninguna parte —dijo el tabernero. Se escoró peligrosamente hacia la derecha y Josué le tuvo que agarrar para que no volviera a caerse en el cieno—. Aquí estoy en el paraíso.
—¿Qué te sucedió, Castro? —preguntó Sancho—. ¿Cómo terminaste así?
—Pedí dinero a quien no debía para arreglar lo que tú destrozaste. Creí que sería un bache, pero entonces el negocio empezó a ir mal. Esto es todo lo que tengo.
—Podrías vendérnoslo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me das a cambio? Si tú eras un aprendiz más pobre que las ratas.
El joven metió la mano en el morral que llevaba colgando a la espalda y sacó la diadema de oro.
—Esta joya vale al menos quinientos escudos.
La puso en manos de Castro, que la contempló con incredulidad. Incluso a la luz mortecina de la yesca de Sancho, la joya desprendía potentes reflejos que inundaban la estancia. Al escuchar lo que le había dado, Zacarías apretó el brazo de Sancho.
—¿Qué haces? Eso es demasiado —le susurró al oído, con la voz tensa por la codicia—. No se merece tanto.
—Me siento responsable de él, Zacarías.
—Ese botín es mío también.
—Ya conseguiremos más.
Sancho se libró del agarrón del ciego. Ajeno a la disputa, el tabernero admiraba la diadema embobado, pero al final se la arrojó de nuevo a Sancho con gesto de disgusto.
—¿Qué iba a hacer con esto? Me colgarían en cuanto intentase venderla. Además, no pienso darte mi taberna. Quiero morirme aquí.
—Con ese vinazo que bebes no tardará en suceder —dijo Zacarías, molesto.
—Ya es suficiente —le interrumpió Sancho. Estaba ansioso por convencer a Castro, pero se dio cuenta de que al mismo tiempo se sentía culpable por lo que había hecho.
—¿Os marcharéis ya y me dejaréis beber en paz?
De pronto Sancho tuvo una intuición.
—Castro, ¿quién fue el que te dio el dinero para rehacer tu bodega?
El tabernero le rehuyó la mirada, furioso consigo mismo.
—Un prestamista llamado Carbajal. Luego supe que el muy cerdo trabaja para el mayor hampón de esta ciudad. Cada vez que me retrasaba en el pago sus matones venían a sacudirme. Tuve que acabar vendiéndolo todo. Ahora no debo nada, pero tampoco tengo clientes —finalizó con una carcajada irónica, abriendo mucho los brazos—. Y todo por tu culpa.
Sancho asintió. Había tomado una decisión.
—Tienes razón. Lo que hice estuvo mal. Por eso quiero proponerte un trato. Te ayudaremos a reconstruir este lugar, y después lo utilizaremos como refugio durante unos meses. Tenemos un trabajo que hacer en Sevilla.
—¿Qué clase de trabajo?
—Vamos a acabar con Monipodio.
Zacarías exhaló un suspiro de frustración y hasta Josué miró a Sancho alarmado. El joven no se percató, estaba demasiado ocupado calibrando los efectos que su revelación producía en Castro. El antiguo tabernero apenas movió un músculo.
—Cuando hayamos terminado te daremos suficiente dinero como para reconstruir tu bodega varias veces —le apremió Sancho.
—Los muertos no pagan deudas.
—Ninguno de los que estamos aquí va a morir.
Castro parpadeó ante la insultante seguridad del joven. Cerró el puño, alzándolo delante de su rostro con aire amenazador, y Josué se adelantó un paso para agarrarlo, pero Sancho se lo impidió con un gesto. El tabernero echó el brazo hacia atrás para golpearle, pero al ver que el joven no se arredraba lo dejó caer.
—Si quieres que acepte, antes debes disculparte.
—Me diste una paliza de muerte por quince maravedíes, Castro.
—Y tú desfondaste barriles por valor de cien escudos.
—Los abusones merecen una lección.
—¡Y los aprendices disciplina!
—Yo diría que estamos en paz entonces.
El tabernero negó con la cabeza.
—He pasado casi dos años emborrachándome con vino malo, recordando las excelentes añadas que convertiste en barro, descarado malnacido. —Castro esbozó una sonrisa triste, que más parecía una mueca—. A veces deseaba que me hubieses clavado a mí ese cuchillo que dejaste sobre el colchón.
Se dio la vuelta, dispuesto a subir por la escalera, pero le detuvo la voz de Zacarías.
—Castro, acepta la oferta del chico. ¿Acaso tienes una mejor?
—Bien sabes que no, ciego. La suerte me ha dado la espalda.
—Pues como digo yo siempre: si Fortuna te da la espalda, tócale el culo.
Castro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada breve y seca que rebajó muchos grados la tensión. Miró a Sancho, que tendía la mano hacia él. Se acercó y se la estrechó con fuerza. Fue un momento extraño.
—Más te vale que esta vez no derrames mi vino, muchacho.
Aquella misma noche, Sancho y Josué hicieron una breve salida, dejando al ciego en el Gallo Rojo. Éste protestó tímidamente, pero estaba demasiado cansado como para seguirles. Los dos amigos regresaron al cabo de unas horas. Le habían dado una lección limpia e incruenta a un par de falsos frailes que mendigaban de noche por las calles. Sancho se había asegurado de que no sufriesen ningún daño permanente, y había dejado una prueba clara de sus intenciones. Sonrió pensando en lo que sentiría Monipodio cuando leyese aquel pedazo de papel, escrito con grandes letras mayúsculas.
Las siguientes jornadas fueron de una actividad incansable. De día, Sancho y Josué se dedicaron a adecentar la ruinosa taberna. Fue un trabajo mucho más duro de lo que se hubieran imaginado, y más aún teniendo en cuenta que apenas tenían horas de descanso durante la noche. Pero al cabo de tres días habían logrado acondicionar la planta baja, limpiando todo y colocando catres donde antes había mesas. Como Sancho y Josué no querían ser vistos, fue Castro el encargado de comprar lo necesario, labor que cumplió con sorprendente presteza. Con la despensa de nuevo repleta, un nuevo suelo de tierra en la taberna y la perspectiva de volver a poner en marcha su negocio en unos meses, el talante de Castro cambió radicalmente. El aspecto cadavérico fue desapareciendo de su rostro, lo que contribuyó a aliviar el sentimiento de culpa de Sancho. Como un hombre que despertase de un mal sueño y tratase de ahuyentar a los fantasmas, Castro hablaba en voz muy alta y se movía muy deprisa. Se dedicó a cocinar, tarea que parecía no haber olvidado. Aunque al principio parecía receloso de compartir los fogones con Josué, el negro le demostró enseguida que había nacido para convertir ingredientes en suculentos platos, y un vínculo comenzó a nacer entre ellos.
—Caramba, muchacho. Tienes buena mano —fue todo lo que dijo. Josué asintió. Al cabo de unos días ambos se compenetraban a la perfección.
Pero el cambio más importante fue la prometida incorporación de dos nuevos miembros a la banda de Sancho. Zacarías se presentó con ellos tres días después de lo sucedido en casa de Cajones.
Estaban esperando a Sancho cuando éste se despertó, cercana la hora del almuerzo. Se pusieron lentamente en pie cuando se aproximó. Ambos eran jóvenes, cetrinos, un palmo más bajos que Sancho, e idénticos como dos gotas de agua. Vestían con ropas muy pobres e iban descalzos.
—Éstos son Mateo y Marcos —dijo Zacarías, haciendo un gesto hacia los gemelos, que inclinaron la cabeza con cautela—. Ambos son discretos y saben manejar bien el cuchillo.
Sancho los miró a los ojos.
—¿Os ha dicho Zacarías que no quiero que haya muertos?
—No lo entendemos muy bien —dijo el gemelo de la derecha, que resultó ser Marcos; Sancho aprendería pronto a distinguirle por una cicatriz que tenía en un lado de la barbilla—. Nosotros también queremos ajustar cuentas. Pero no sé qué clase de venganza es esa en la que no hay sangre.
—¿Qué es lo que os hizo Monipodio?
—Mató a nuestro padre —intervino Mateo—. Hace muchos años, cuando era uno de sus guardaespaldas. No sabemos por qué lo hizo.
Marcos le interrumpió de nuevo. Parecía una constante en su manera de comunicarse, como si los dos supieran de antemano lo que iba a decir el otro.
—Tan sólo sabemos que le rajaron el cuello, aunque tampoco es algo que nos importe demasiado. Nos hemos criado en un molino, al cuidado de nuestra tía. Llevamos toda la vida esperando un momento como éste para devolverle a ese cabrón lo que le hizo a nuestro padre.
Sancho se frotó los ojos, aún adormilado y de mal humor por haber descansado mal. Aquellos dos muchachos parecían decididos, y desde luego tenían un motivo más que justificado para lo que pretendían llevar a cabo. Frunció el ceño al darse cuenta de que debían de ser un par de años mayores que él y sin embargo pensaba en ellos como si fueran dos críos.
—Supongo que sois conscientes de que vuestro padre era un matón y un asesino —lanzó, provocador.
Los gemelos le lanzaron una mirada de furia pero no respondieron.
—¿Vosotros queréis ser como vuestro padre? Podéis serlo. De hecho lo más probable es que acabéis igual que él, muertos en una zanja sin nombre. Ése es el camino al que os llevará la sangre. Sin embargo, si sois inteligentes y os unís a nosotros, tendréis venganza. Diferente a la que habéis soñado, pero os prometo que será mucho más satisfactoria —dijo con una sonrisa enigmática.
—¿Por qué no dejarnos acabar con él?
—Mi banda, mis reglas. Vosotros decidís.
Ambos cambiaron una mirada de entendimiento, y Marcos se adelantó.
—Lo haremos a tu manera.
—Está bien. Enseñadme lo que sabéis hacer.
Los gemelos sacaron un par de enormes navajas, de hoja tan larga como la suela de un zapato, y las desplegaron con un sonido metálico. Se pusieron a dar vueltas en círculo, arrojándose el uno al otro tajos que no tenían nada de fingidos. Uno de ellos arrancó un pedazo de tela de la camisa de Mateo, que se resarció golpeando a su hermano en la cara con el codo. A pesar de que el impacto fue muy fuerte —el pómulo de Marcos ya comenzaba a amoratarse—, éste no se arredró, y lanzó un nuevo tajo que Mateo esquivó por poco.
Los movimientos de ambos estaban igual de sincronizados que su conversación, y eran igual de directos. Sancho nunca antes había evaluado a otro luchador, pero la calma con la que los gemelos sostenían los cuchillos era una de las señales por las que el maestro Dreyer le había dicho que reconocería a quien sabe lo que hace. Se dio cuenta de que los muchachos eran guerreros natos, una característica que probablemente habrían heredado de su padre. Si no se hubieran criado en un molino, si el padre les hubiera dado instrucción militar, ahora serían esgrimidores formidables. Pero entonces Sancho no hubiera contado con las dos piezas que necesitaba en sus arriesgados planes.
«Si consigo que me obedezcan, claro está».
—Ya es suficiente, muchachos. —Ambos se detuvieron, jadeando—. Os voy a explicar cómo vengaremos a vuestro padre.