IX

T

ras dejar a Guillermo, el falso irlandés, Sancho descendió los escalones hasta la taberna. Allí le estaba esperando Castro con el rostro encendido y los puños apretados.

—Dame el dinero.

El muchacho sintió que el miedo le invadía. Había abierto el vino de Toro con la esperanza de ganarse la confianza del extranjero, pero debía haberle pedido el pago por adelantado, como era costumbre cuando se encargaba vino de calidad. La taberna estaba completamente en silencio, y los tres o cuatro parroquianos que se desperdigaban por las mesas seguían atentamente la escena.

—Serán quince maravedíes —insistió Castro, enfurecido—. Si te ha dado propina, puedes quedártela.

Sancho echó una fugaz mirada hacia la puerta, buscando una manera de escapar, pero el otro anticipó su movimiento incluso antes de que sus pies hubieran empezado a moverse. Alzó la mano y lo derribó de un bofetón en el suelo. El muchacho trató de escabullirse arrastrándose bajo un banco, pero las fuertes manos del tabernero lo agarraron por los tobillos y tiraron de él hacia atrás.

—¡Inútil! ¡Maldito inútil! —gritó Castro, cosiéndole a patadas.

Sancho intentó hacerse un ovillo en el suelo, tapándose la cara con los antebrazos y apretando los dientes para no gritar. Ya que no podía escapar de la paliza, al menos no le daría a aquella mala bestia ocasión de disfrutar. Mientras llovían los golpes, intentó ir contando cuántos eran. Porque pensaba devolverlos por duplicado.

La cuenta se alzaba a dos docenas cuando perdió el conocimiento.

Al volver en sí lo primero que sintió fue el daño en las costillas, como la opresión de una caja repleta de clavos. Sintió que era insoportable, hasta que el dolor de su cabeza tomó el relevo y le hizo añorar el del costado. Abrió el ojo derecho, descubriendo que se hallaba en el cuarto de los trastos, tendido sobre una manta. El otro ojo no podía abrirlo. Sintió miedo de haberse quedado tuerto, y se palpó con las yemas de los dedos temiendo encontrar un vacío. En su lugar halló un bulto hinchado e informe, casi irreal.

—No te preocupes, muchacho. Sólo tienes un ojo negro.

Sancho reconoció la voz de Guillermo y reprimió una mueca. Por su culpa se había metido en aquel lío. El inglés estaba junto a él y le enjugaba las heridas del rostro con un trapo mojado en vino.

—Es del barril que abriste con tanto atrevimiento. Tu amo me obligó a comprarlo entero. Un desperdicio que tengamos que malgastarlo de esta manera.

—Tampoco es que antes tuvierais demasiado tiempo para apreciarlo —rezongó Sancho.

—No fue antes, mi pequeño. Fue hace dos días. Llevas todo ese tiempo con un pie en la orilla del Leteo. —Hizo una pausa, como si considerase que sólo hablaba con un pobre mozo de taberna—. Perdona. El Leteo era uno de los ríos del Hades…

—Sé lo que es el Leteo. Ojalá y me trajeran un vaso de sus aguas, así podría olvidarme de este dolor.

Guillermo lo miró con extrañeza, sorprendido de que Sancho supiera aquello. El muchacho no captó el gesto, pues había cerrado los ojos.

—Olvido —dijo el inglés en un susurro—. Algo de eso sé. Yo también he intentado buscarlo.

—¿Por eso bebíais como si os fuera la vida en ello?

—El desprecio de una mujer, un pasado de recuerdos ingratos, un futuro con más sombras que luces. ¿Qué más da por qué? Simplemente hay días en los que resulta demasiado doloroso seguir consciente.

Sancho volvió a abrir el ojo sano. El otro rehuyó su mirada con manifiesta incomodidad, que se prolongó durante un largo silencio.

—¿Qué hacéis en Sevilla, don Guillermo?

—No puedo decírtelo —dijo el otro, muy serio.

—Pero no sois un espía.

El inglés eludió la respuesta. Volvió a hundir el trapo en el vino y apretó con fuerza para escurrirlo. La tarde avanzaba y en el cuarto había poca luz, pero Sancho pudo apreciar las manos de Guillermo. Estaban limpias y bien cuidadas, con las uñas recortadas con esmero. Pero bajo ellas había una capa negra que las teñía con un marco de luto. «Tinta —pensó—. Bien debajo de la uña, como si saliese de su propia carne».

—No me has denunciado —dijo Guillermo al fin.

—¿Cómo decís?

—Podías haberlo hecho y haber evitado la paliza. Serías un héroe y yo estaría en las mazmorras de la Inquisición.

«O algo peor —pensó Sancho con amargura—. Mi amigo Castro y sus parroquianos te habrían dedicado sus cariñosas atenciones antes de que llegasen los corchetes».

La triste verdad es que no se le había ocurrido aquella forma de huir de los golpes del tabernero. Se preguntó qué habría hecho si aquella posibilidad hubiera pasado por su cabeza. La vida de otro ser humano a cambio de evitar su propio dolor. Un hereje, un inglés, un enemigo. ¿Le hubiera entregado? «Tal vez —se dijo—. Tal vez».

—No quise tener vuestra muerte sobre mi conciencia —dijo Sancho, en parte para congraciarse con el inglés y en parte para convencerse a sí mismo.

—Gracias, muchacho. Estoy en deuda contigo.

—¿De verdad? Bueno, tal vez podríais pagarme. ¿Conocéis de algún buen empleo?

Guillermo se mordió los labios, azorado.

—En realidad no. Yo mismo estoy a la espera de encontrar una posición.

Sancho sintió que una honda desesperación se apoderaba de él. Por un momento había creído que su suerte podía haber cambiado, pero desde el aciago día de la llegada de los galeones nada le salía a derechas.

—Pues no me servís de gran cosa entonces, don Guillermo. Seguiré en el Gallo Rojo hasta que el animal de Castro me mate a golpes.

—Siempre podrías dejarlo.

—¡Ja! —bufó Sancho despectivo—. ¿Para hacer qué? ¿Pedir limosna? ¿Ser un vulgar ladrón?

—No deberías hablar así de los ladrones, querido Sancho. Es una profesión como otra cualquiera.

—¿Acaso habéis perdido el juicio?

Guillermo bajó la vista, y cuando la alzó de nuevo había una hondura diferente en su mirada. Había vuelto el rostro a la pared y su tono de voz era más grave.

—El rey y el esclavo son dos hombres iguales, Sancho. Tan sólo se diferencian sus máscaras, y éstas son tan intercambiables como una camisa vieja.

—¿Me estáis diciendo que son iguales un cura y un ladrón?

—¿Quién soy yo para decirte nada? Sólo sé que ambos son hombres que buscan llevarse un pedazo de pan a la boca. ¿Qué buscas tú, Sancho?

El muchacho se incorporó en la cama al escuchar aquellas palabras, y su rostro quedó a la misma altura que el de Guillermo. El ojo sano le brillaba como un ascua.

—Quiero cruzar el mar Océano.

—¿Y estar aquí te ayudará a lograrlo?

Sancho pensó en las promesas de fray Lorenzo. Con el cuerpo molido a golpes, le parecían pobres burlas huecas.

—Antes creía que sí. Creía estar haciendo lo correcto.

—Lo correcto —dijo el inglés, esbozando una agria sonrisa—. Había una vez un compatriota mío, hace muchos siglos. Robert de Huntington era su nombre, aunque todos lo conocían por Robert Hood por su atuendo. Había luchado en tierras lejanas, y cuando volvió a su hogar encontró que la corrupción y la tiranía habían reemplazado al orden. El párroco de su pueblo, el condestable y muchos otros exprimían a los campesinos hasta el último penique de sus exhaustas faltriqueras. Robert se negó a pagar los tributos excesivos que se le exigían, y condujo a un pequeño grupo de hombres al bosque. ¿Sabes en qué se convirtió?

—En un ladrón —susurró Sancho, que escuchaba sin perder detalle.

—Asaltaba las ricas caravanas y a los orondos recaudadores de impuestos. Y el fruto de sus correrías lo repartía entre los famélicos campesinos. Entonces también hablaron los paladines de lo correcto. El párroco clamó desde el púlpito que Robert Hood era un demonio. El condestable lo declaró proscrito y puso precio a su cabeza.

—¿Y qué le ocurrió?

Guillermo meditó antes de continuar. Podía contarle lo que le había ocurrido en verdad a Robert de Huntington. Cómo su cadáver putrefacto había colgado durante días de las murallas y el pueblo había visto redobladas sus penurias. Pero era un triste final para un relato, y desde luego el peor para contarle un pobre mozo de taberna al que habían molido a golpes por su culpa. Le daba pena aquel muchacho triste e inteligente que debía pasar el resto de su vida sirviendo mesas. Prefirió recurrir a la versión hermosa, la que las madres contaban a sus hijos en Inglaterra desde tiempos inmemoriales. Al fin y al cabo sólo era un cuento. ¿Y qué mal podía hacer un cuento?

—Las huestes del condestable le rodearon, pero Robert Hood era un arquero excepcional…