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l capitán Erik Van de Groot se quitó los guantes al entrar en el patio de la mansión de Vargas. Los perros que había tumbados a la entrada se apartaron de él, gruñendo y mostrando los dientes a las enormes botas de cuero que habían aprendido a temer. El contraste del mal olor de fuera con el fresco aroma de las dalias y los narcisos del jardín interior calmó ligeramente la rabia que aún sentía Groot por haber dejado escapar al mozalbete que le había humillado en público.
Envió a uno de los criados a por un aguamanil y una toalla para terminar de asearse, pues aún había en su rostro restos de la injuria que había sufrido. Cerró los ojos, atento sólo al cántico de la fuente que ocupaba el centro del patio, hasta que consiguió que sus nervios se serenasen de nuevo. Vargas no era hombre que gustase de las emociones, algo que Groot comprendió en cuanto comenzó a trabajar para él. Dieciséis años atrás, cuando el flamenco languidecía en la cárcel por haber acuchillado a otro oficial, Vargas entró en la prisión y cambió unas palabras con el alcaide. Éste mandó traer a su presencia a Groot y a otros dos rufianes tan enormes y despiadados como el flamenco. El alcaide dijo que aquél era un hombre de negocios importante que buscaba un guardaespaldas después de que al último se le hubiesen indigestado dos palmos de acero toledano.
Vargas no hizo preguntas, sólo se aproximó y los miró de frente, tan cerca que sus narices casi podían tocarse. Los otros se removieron inquietos. Groot fue el único que aguantó el escrutinio sin pestañear, a pesar de que los ojos negros y profundos del comerciante le dieron escalofríos. Aquella misma noche entró por primera vez en el patio donde ahora intentaba sosegar su espíritu.
Ya entonces la fortuna de Vargas era considerable, aunque nadie lo hubiera dicho al observar su casa por fuera. De fachada grande, seguía la antigua moda morisca de edificar hacia el interior. Sin ventanas, de piedra desnuda y áspera; lejos del estilo que ahora se imponía entre nobles y gente que, como Vargas, se había enriquecido con el comercio de las Indias. Grandes palacios, suntuosos escudos de armas sobre la puerta de carruajes, docenas de sirvientes. Nada de eso iba con su jefe, que mantenía la servidumbre al mínimo y primaba la discreción. Sin embargo, las plantas en el jardín se renovaban cada tres meses y los muebles de las habitaciones eran de una factura que el propio rey hubiese envidiado de haberse dignado a dedicarle una segunda mirada a un plebeyo.
El criado regresó con los útiles de aseo. Saliendo de su ensimismamiento, Groot se refregó a toda prisa, con movimientos circulares, hasta que la toalla de buen lienzo blanco quedó convertida en poco más que un trapo sucio. La arrojó al suelo con desdén.
—¿Don Francisco está en su estudio?
—Sí, capitán —respondió el criado entre dientes—. Pero está reunido.
Era uno de los que más tiempo llevaban en la mansión. Groot percibió el odio en su voz y en la mirada sesgada que le había dirigido cuando dejó caer la toalla.
—¿Crees que eso me preocupa, tarugo? —Con su acento flamenco sonó a tarujo.
—Señor, sólo pensé…
—Lo que tú piensas me trae sin cuidado. Vete al prostíbulo a contárselo a tu madre, igual a ella le importa.
El criado, enfurecido por el insulto, hizo un ligero ademán de echarse encima de Groot, y éste apoyó la mano con parsimonia en el puño de su espada. El otro se contuvo a tiempo. Confuso y humillado, se dio la vuelta sin decir palabra.
El holandés sonrió, secretamente complacido. Lo único que echaba de menos del ejército era el poder que le confería su rango sobre sus subordinados. Ahora había quedado reducido a los muros de aquella casa, excepto en las contadas ocasiones en que tenía que realizar una misión para Vargas. Por ejemplo, escoltar el cargamento de oro de las Indias hasta la Casa de la Moneda, como aquel día. Entonces podía recorrer las tabernas y los bodegones en busca de la fuerza bruta que requería el trabajo y sentir de nuevo el viejo orgullo.
Se encaminó al estudio de Vargas, que estaba en el segundo y último piso. El patio abalconado comunicaba entre sí las dependencias de la casa con pasillos que asomaban de la fachada, delimitados por balaustradas de mármol. La oscura planta baja pertenecía a los criados, los animales y los esclavos, mientras que los pisos superiores estaban destinados a habitaciones que rara vez eran usadas. Desde que la esposa de Vargas muriera, cinco años atrás, y el hijo de ambos se marchase a estudiar a Francia, la vida del comerciante se ceñía al estudio y al dormitorio. Salía a menudo para realizar sus negocios en las Gradas, a visitar las Atarazanas y por supuesto a misa a diario, pero cuando se hallaba en casa apenas se aventuraba fuera de su lugar de trabajo.
A mitad del pasillo se cruzó con Clara, la joven hija del ama de llaves, que iba cargando unas sábanas. Groot no se apartó, con lo que obligó a la joven a rozar su cuerpo con el hombro cuando intentaba pasar. El capitán le dio una palmada en el trasero, a la que la joven respondió empujándole con una mirada cargada de furia.
—Cuidado por dónde vas, niña. Si llevas mucho peso deja que te ayude un hombre de verdad.
—En cuanto vea a uno se lo pido —replicó Clara alejándose, dejando a Groot cortado por la aguda respuesta.
«Un día le daremos un mejor uso a esa lengua de víbora que tienes, zorra», pensó el capitán, taladrando la espalda de Clara con la mirada, mientras sentía arder su deseo por ella. Ni siquiera las pobres ropas de la joven podían ocultar su espléndida y esbelta figura. El flamenco se preguntó si algún día se atrevería a ir más allá del acoso y las insinuaciones con ella. De no estar protegida por su jefe, que le había avisado específicamente que se mantuviese alejado de Clara, hace tiempo que la hubiera acorralado en la leñera o en el establo y la hubiera desvirgado contra el abrevadero. Tal vez algún día lo hiciese, sólo por ver cómo aquellos humos se convertían en súplicas de terror. Al fin y al cabo sería la palabra de una esclava contra la suya.
Sacudió la cabeza para deshacerse de aquellas peligrosas ensoñaciones y recorrió el resto del pasillo. Se detuvo ante una puerta repujada de roble y limoncillo y llamó con suavidad.
Francisco de Vargas detuvo la pluma a mitad del trazo y levantó ligeramente la mano cuando oyó los pesados pasos del capitán ante su puerta. Esperó pacientemente a oír los consabidos golpes antes de continuar, pues no quería que el movimiento de su pecho al hablar empeorase su caligrafía.
—Adelante.
Sólo entonces terminó el número que estaba escribiendo en el libro mayor, donde registraba con letra pulcra cada movimiento de su vasto imperio comercial. El grueso volumen encuadernado en piel era el sexto que empleaba aquel año. Sus asientos abarcaban operaciones de todo tipo: hierros de Vizcaya, oro hilado y brocados de Florencia, cochinilla y cacao de Yucatán, azogue para las minas de Taxco y esclavos para amalgamarlo con el mineral de plata. Cada compra y cada venta, incluso cada soborno a oficiales, registradores y funcionarios de aduanas. Estos últimos los apuntaba con claves ingeniosas que sólo él sabía descifrar, permitiéndose cuando estaba a solas una sonrisa de regocijo. Si algo causaba mayor placer a Vargas que el beneficio era el conseguido con artimañas y atajos.
Frunció el ceño mientras contemplaba los últimos números, lo que provocó que los anteojos que usaba para escribir le resbalasen hasta la punta de la nariz. La presencia de Groot le recordaba el problema en el que se hallaba sumido. Había manera de solucionarlo, aunque para ello haría falta un instrumento más sutil y preciso que el flamenco.
—Pasad, capitán. Ya conocéis al señor Ludovico Malfini.
El capitán se volvió hacia la pared, donde un rechoncho hombrecillo se frotaba con nerviosismo las manos cargadas de anillos. Reprimió una mueca de asco al reconocer al gordo banquero genovés que no pasó desapercibida a ojos de Vargas. Pocos detalles eran los que aquellos dos pozos negros no absorbían, incluso cuando parecía que apuntaban en otra dirección. Como hombre apuesto y bien parecido a pesar de su edad, la presencia de Malfini a su lado resaltaba su gallardía, algo que Vargas explotaba a menudo, incluso para jugar con el respeto de sus subordinados.
El comerciante tomó un puñado de la finísima arena de Tracia que guardaba en un cofrecillo sobre su atestado escritorio. La esparció con delicadeza sobre la página recién terminada, atento a cómo los gránulos resecaban cualquier resto de tinta negra antes de caer sobre una bandeja. Finalmente cerró el libro mayor y se puso en pie con dificultad. Al borde de la cincuentena, comenzaba a notar los años con más frecuencia de la que le gustaría.
—¿Tenéis algo especial que informarme, capitán?
—No, mi señor. El cargamento de oro de las Indias ha sido registrado a vuestro nombre en la Casa como ordenasteis. El funcionario ha contado las monedas de la ceca de México y los lingotes brutos. Los asientos coinciden con lo estipulado. Tan sólo hubo un incidente menor con una de las cajas, que cayó al suelo y se desparramó rompiendo el sello real, pero su contenido se recuperó intacto. Aquí tenéis los documentos de la transferencia —dijo extrayendo bajo su capa un legajo que dejó sobre el escritorio.
El capitán no dijo nada del incidente con el ladronzuelo, puesto que no quería quedar en ridículo delante de su jefe, que lo miraba impasible a la espera de que añadiera algo más, consciente tal vez de que le estaba ocultando algo.
Finalmente Vargas asintió.
—Gracias, capitán. Un trabajo excelente, como siempre. Podéis dejarnos.
Groot inclinó la cabeza en dirección a su jefe y abandonó la habitación. Vargas aguardó a que se cerrase la puerta antes de recoger el legajo de la mesa y tendérselo a Malfini.
—Leedlo vos mismo.
El genovés desató las cintas que mantenían en su sitio los papeles y recorrió éstos a toda prisa. Sus ojillos porcinos se detuvieron en el último de ellos.
—Aquí está, signore Vargas: «En virtud de la prerrogativa real, este cargamento de las Indias podría ser incautado en la próxima evaluación de la Tesorería de Su Majestad…».
Vargas apenas prestó atención a la voz chillona del banquero, pues de sobra conocía el contenido del documento, incluido como por descuido en el registro. Pagaba muy caros a los espías en Madrid que le habían informado de la incautación dos semanas atrás, pero ello le había permitido planear cómo paliar el desastre que se cernía sobre sus negocios.
«La causa de mi fracaso es un exceso de éxito», reflexionó Vargas con amarga ironía. Cada una de las empresas que había emprendido a lo largo de aquellos años, cada escudo de oro ganado, había sido dedicado a nuevos proyectos. Tan sólo comprendió el gran problema en el que se encontraba hacía un año, cuando fue evidente que la descomunal maraña de su imperio era tan interdependiente que el más mínimo desequilibrio podría hacer que se desplomara toda la estructura. Como si ese descubrimiento hubiese sido profético, días después uno de sus barcos negreros se hundió en el océano y una galera sucumbió a un ataque de los piratas a dos días de navegación de la Hispaniola. Había un crédito pedido sobre los beneficios de ambos buques, que el seguro —cuando se cobrase y si se cobraba— no alcanzaría a cubrir. Y el agujero que habían dejado los barcos al hundirse comenzó a agrandarse cada día más.
Vargas no había amasado su inmensa fortuna arrugándose ante el primer contratiempo. Muy al contrario, su propio origen humilde y su infancia en las calles de Sevilla le habían endurecido como el fuego hace con un hierro colocado al borde de la hoguera. Maniobró diestramente para convertir en oro una buena parte de sus negocios. Vendió almacenes en las Indias, talleres en los principados italianos, manufacturas en Flandes. Compró participaciones en minas de metales preciosos y destinó sus buques negreros a proveerlos de esclavos fuertes que arrancasen la riqueza de las entrañas de la tierra. Centenares de barras de oro y plata con el sello de Vargas habían llegado a la ceca de México justo a tiempo para ser fundidas antes de que la flota volviese a España. La Corona reducía los impuestos de acuñación si ésta se llevaba a cabo en las Indias, aunque no todos conseguían turno en la pequeña fábrica de moneda, y muchos se resignaban a enviar el oro en bruto. Vargas logró convertir tres quintas partes de su metal antes del regreso de los barcos usando el soborno y la extorsión. Un esfuerzo ingente que se había llevado a cabo en aquel pequeño despacho mal iluminado, redactando notas e instrucciones a medio centenar de agentes que obedecían sin vacilar a un mundo de distancia.
El cargamento era descomunal. Cincuenta millones de reales de plata llenaban la bodega de los dos mejores galeones de Vargas. Surcaron el océano junto al resto de barcos de la inmensa flota, una ciudad de mástiles y madera sujeta al capricho del viento y de las olas que transportaba la riqueza de toda Europa y parte de Oriente. Ningún pirata osaría acercarse a tiro de aquel enjambre de cañones, aunque muchos acechaban al borde del horizonte a que alguno tuviese un percance, cualquier desperfecto que le impidiese mantener la marcha del resto de los navíos. Entonces se arrojaban sobre él como leones sobre una gacela herida.
Esta vez los barcos de Vargas habían tenido suerte. Habían escapado al mar y a los corsarios, pero su carga iba a caer en manos de un depredador mayor: el rey de las Españas, su majestad Felipe II.
—¡Malditas sean vuestras guerras y vuestros curas! —chilló Malfini, retorciendo los papeles entre los dedos gordezuelos—. Son ellos los que han endeudado a Felipe hasta lo indecible.
—Yo diría que vuestros compatriotas y sus intereses del veintitrés por ciento han tenido algo que ver también, Ludovico —respondió Vargas, hastiado de las quejas del genovés.
La cara del banquero se encendió de ira, como una enorme y redonda sartén recién salida del molde del herrero.
—Es vuestro rey quien pone ejército tras ejército en Flandes, y quien acude a nosotros en busca de créditos para tener con qué pagarles. No es responsabilidad nuestra si su locura es más grande que sus ingresos.
—Calmaos, Ludovico —le interrumpió Vargas, poco dispuesto a discutir—. Sabíamos que esto iba a suceder. Lo que debemos hacer ahora es poner remedio.
Le arrebató el legajo y lo colocó sobre su escritorio, alisando cuidadosamente las hojas mientras trataba de poner en orden sus pensamientos. Ahora no tenía sentido lamentarse: los reyes y las tormentas sucedían, había borrascas que hundían barcos y monarcas que hacían uso de sus prerrogativas. La Corona tenía derecho a incautar cualquier cargamento de oro y plata de las Indias y devolver su contenido al cabo de dos años pagando un interés minúsculo, algo que le salía mucho más barato a Su Majestad que pedir prestado a los genoveses. Por eso los comerciantes rara vez se arriesgaban con cantidades tan enormes como lo había hecho Vargas, impulsado por la desesperación. Preferían asegurarse con especias y esclavos, que pagaban elevados impuestos pero no corrían peligro de esfumarse al llegar a puerto.
—Dos años es un tiempo enorme, signore Vargas. Vuestros negocios no subsistirán tanto tiempo sin liquidez.
—No llegaremos a ese punto. La decisión ha sido tomada en Madrid, pero aún tiene que ser ratificada por el funcionario de la Casa de la Contratación. Disponemos de cuatro meses hasta que las cuentas de la flota se cierren, que será el momento en que la incautación será oficial. Y en cuatro meses pueden suceder muchas cosas.
—El funcionario hará lo que le dicte Madrid, si sabe lo que le conviene.
—Tal vez, Ludovico. O tal vez vos averigüéis su nombre y os encarguéis de informarle mejor.
El genovés palideció al comprender el significado de aquellas palabras en boca de alguien como Vargas: soborno, extorsión y asesinato. Nada que colisionase demasiado con las amplias tragaderas morales de Malfini. Lo que le preocupaba era el sujeto de dichas prácticas.
—Amenazar a un funcionario de la Casa de Sevilla es alta traición, signore Vargas. Se paga con la muerte —susurró.
—Sólo si os atrapan, Ludovico. Y no lo harán. Sea quien sea, le daremos a escoger entre un saco de oro y un…
El comerciante se detuvo a media frase, con una mueca de dolor en el rostro, el cuerpo rígido y las manos crispadas.
—¿Qué os sucede? —dijo alarmado Malfini. Se puso trabajosamente en pie, pues Vargas no le respondía, y caminó hacia él.
Entonces Vargas cayó al suelo, agarrándose la pierna derecha con ambas manos, y empezó a gritar.