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levaba demasiada prisa como para aguardar a que el hermano portero le abriese el portón de entrada, así que se encaramó a la tapia del patio con la intención de entrar por detrás. Con un poco de suerte llegaría a tiempo de unirse a la larga fila que se formaba frente al comedor antes de que se cerrasen las puertas y comenzase la cena.
Trastabilló al caer al suelo, raspándose las rodillas, y mientras recuperaba el aliento escuchó con toda claridad el ajetreo y las voces que venían del lado norte del edificio, y supo que casi todo el mundo debía de estar ya sentado. Maldiciendo por el hambre que iba a pasar si no llegaba a tiempo, se coló en la casa por una de las ventanas que daban al patio y trotó pasillo abajo. Al llegar donde la larga galería torcía hacia la capilla y el comedor, Sancho se agarró a la esquina para girar sin perder velocidad. De pronto se chocó contra un muro de carne, y cayó hacia atrás.
—¿Qué diablos…? —dijo una voz aguda frente a él.
Sancho se incorporó. Frente a él, frotándose la espalda en el punto en el que había impactado con él, estaba Monterito, uno de los chicos mayores del orfanato. Aunque tenían la misma edad, Sancho y él sólo coincidían en los pasillos, puesto que dormían en habitaciones separadas e iban a clases distintas. Monterito estudiaba con los más pequeños, mientras que Sancho lo hacía directamente con fray Lorenzo, el prior. El muchacho se alegraba de ello, pues Monterito era grande, gordo y pendenciero. Provocaba peleas constantes allá adonde iba, y se había rodeado de otro grupo de matones como él. Eran tres o cuatro, que acosaban a los más débiles y les robaban el poco dinero y los alimentos que conseguían mendigando por las calles o haciendo de esportilleros.
En ese momento estaban allí también, rodeando a uno de los nuevos, a quien Sancho no conocía.
—Siento haberte tirado. Ya me voy —se disculpó alzando las manos con gesto tranquilizador.
—Eso, lárgate, bujarrón. Tenemos trabajo aquí —dijo Monterito.
El nuevo miró a Sancho con desesperación. Normalmente los que llegaban lo hacían vestidos con simples harapos o directamente desnudos, pero aquel pobre niño llevaba una de las bastas camisolas del orfanato, completamente desgarrada.
—¿Qué le estáis haciendo?
—¿A ti qué te importa, sabihondo? Lárgate antes de que te deslomemos a ti también.
Sancho dio un paso atrás. Eran demasiados, él llevaba las manos vacías. Estaba agotado, famélico y dolorido. Lo único que quería era alcanzar el comedor y después el jergón del dormitorio que compartía con otros veinte huérfanos.
El niño nuevo estaba temblando, y gruesas gotas de sudor le apelmazaban el pelo y le caían de los ojos saltones e indefensos, que se agarraban a Sancho como a su última tabla de salvación.
«Maldita sea», pensó Sancho dando un paso adelante. Si había algo que no podía soportar era ver cómo se abusaba de los pequeños.
—Dejadle en paz.
Monterito, que ya se había vuelto hacia su víctima, se dio la vuelta con una expresión de asombro e incredulidad pintada en su cara de luna.
—¿Qué acabas de decir?
Sancho suspiró con aire hastiado, intentando aparentar indiferencia.
—¿Es que estás sordo? Que dejes al niño tranquilo. Sois demasiados perros para tan poca paloma.
El gordo se volvió e hizo crujir los nudillos, yendo a por Sancho sin mediar palabra. El muchacho, que le estaba esperando, se agachó para esquivar el puñetazo de Monterito, que se tambaleó llevado por el impulso. Los otros matones se unieron a la pelea y soltaron al novato, que se alejó corriendo como alma que lleva el diablo. Sancho intentó hacer lo mismo, pero no consiguió zafarse de las manos de los otros. Alcanzó a darle una patada a uno de ellos antes de caer al suelo, arrastrando a otro de los matones en un revoltijo de brazos y piernas.
—¡Ay, Jesús bendito! ¡Pero qué zarabanda es ésta!
La voz aflautada del hermano ecónomo y la vara con la que castigaba a aquellos que se portaban mal en el comedor separaron a los contendientes en unos instantes. Sancho se quedó tendido en el suelo, tan magullado y exhausto que le daba igual el castigo. El fraile tuvo que gritarle varias veces para que se incorporase.
—¡Así que eres tú, Sancho de Écija! ¡Una vez más rompiendo la paz de esta casa!
—Hermano, yo…
—¿Ha sido él quien ha empezado esta trifulca?
Los matones y Monterito asintieron, muy serios, haciéndose cruces sobre el pecho y poniendo a Dios y a su madre por testigos de la culpabilidad de Sancho. Éste, rabioso por la injusticia, cruzó los brazos sobre el pecho y no dijo nada más.
Fray Lorenzo estaba en pie junto a la ventana cuando Sancho entró en la habitación. El fraile no se dio la vuelta para recibirle, pues necesitaba un tiempo para controlar sus emociones. A pesar de contar ya casi setenta años, fray Lorenzo no había perdido jamás un lado humano que sus superiores siempre habían intentado aplastar encomendándole los cargos más comprometidos. En su Irlanda natal había sido limosnero de su orden, había trabajado en una leprosería, incluso fue enviado a Inglaterra en 1570 tras la excomunión de Isabel I. Estuvo allí cinco años, mientras la persecución contra los partidarios del papa de Roma se recrudecía. Tuvo que decir misas en graneros y cobertizos, bautizar a niños en pozas y bañeras, confesar en establos y gallineros. Finalmente su rostro se hizo demasiado conocido para los ortodoxos anglicanos como para continuar en el país, pero los superiores de la orden se negaron a devolverle a Irlanda. En lugar de eso le asignaron el trabajo más ingrato que podían encargarle: hacerse cargo del mayor orfanato de Sevilla tras la muerte del anterior prior. Una pequeña comunidad de cinco monjes para un centenar de expósitos.
Fray Lorenzo hizo honor a su voto de obediencia y no protestó, a pesar de no conocer una palabra de español. En los doce años que llevaba en Sevilla había llegado a dominarlo tan bien que ni el oyente más avezado hubiese notado que no había nacido en Castilla. El religioso tenía un don para las lenguas, y por eso incluía en sus lecciones el aprendizaje de la inglesa, además de latín, griego y matemáticas. A diario tenía la sensación de estar sembrando en terreno pedregoso, pues los niños del orfanato estaban casi siempre demasiado hambrientos, demasiado enfermos o habían recibido demasiados golpes en la cabeza como para que fecundasen en ella las semillas del conocimiento.
Había, sin embargo, raras excepciones; lirios blancos creciendo en el centro del vertedero. Por ésos era por los que más sufría, puesto que por mucho que se volcase con ellos no podía evitar que se pinchasen un dedo con un clavo oxidado y muriesen entre terribles espasmos musculares, o que las fiebres o el tabardillo añadiesen pequeños montones de tierra al abarrotado cementerio que el orfanato mantenía al fondo del patio.
Fray Lorenzo llevaba una década cuidando de los hijos de otros, aquellos a los que nadie quería. Había encontrado pocos lirios blancos, y ninguno con el brillo y la fuerza de Sancho. Era capaz de aprender en días lo que a otros llevaba semanas. Cuando se recuperó de la peste y pudo pisar por primera vez un aula no sabía leer ni escribir. En tan sólo un año se había convertido en su mejor alumno.
Se dio la vuelta y le contempló en silencio, mesándose la vieja barba gris. A pesar de su delgadez el muchacho era fuerte, y había crecido al menos un palmo desde que apareció enfermo y a lomos de un caballo. Aguardaba mirándole de frente como siempre, con un aire en apariencia tranquilo y respetuoso que no engañaba al fraile. Sabía que detrás de aquellos ojos verdes bullía una tormenta incontenible. No tenía amigos, y en ocasiones lo había visto defendiéndose de los insultos y las agresiones de los demás, que no le entendían ni querían hacerlo. Se fijó en el labio partido y no ocultó un gesto de disgusto.
—Acércate, Sancho.
Se volvió de nuevo hacia la ventana, contemplando cómo la oscuridad se apoderaba del patio vacío. Sancho se situó junto a él.
—Tenías que haber venido a hablar conmigo antes de la cena y no has aparecido. Y para colmo me ha dicho el hermano ecónomo que has andado peleándote y perdido la esportilla.
—Lo siento, padre. Veréis, acudí al Arenal por la mañana…
—Ya es suficiente, Sancho. El motivo de tu retraso no me interesa.
—Pero…
Fray Lorenzo alzó un dedo y el muchacho se calló a regañadientes. Era, por supuesto, un rebelde. No había asumido su lugar en el orfanato, ni tampoco la tragedia que le llevó hasta allí. Había tardado tan sólo un par de semanas en recuperarse de la peste, que no había dejado en su cuerpo más secuelas que unas feas cicatrices en su cuello del tamaño de un doblón. Sin embargo, el fraile sabía que las heridas del alma del muchacho tardarían mucho más en cicatrizar, si es que llegaban a hacerlo. Había tardado meses en abrir los labios, y cuando lo hizo tan sólo reveló pequeños retazos de su historia, que el fraile tuvo que juntar con paciencia.
Sabía que Sancho nunca había conocido a su padre, y que su madre era una mujer dura, más inclinada a los hechos que al cariño. No tenía hermanos ni otra familia, que él supiera. No había vivido otra rutina que la azada y el fogón. Tenía las ásperas manos de un labriego, pero la mente de un zorro y el temperamento de un gato montés. Sin el ancla de su madre, en un entorno como el de aquella descarnada ciudad, el muchacho estaba perdido. Creía tener siempre la razón, y rechazaba cualquier forma de control.
Necesitaba un correctivo, algo que le hiciese avanzar en la dirección adecuada.
«Que Dios me ayude, espero estar tomando la decisión acertada», pensó el fraile.
—Me quedan pocas lecciones que darte. La semana próxima abandonarás el orfanato. Y sabes que hoy iba a comunicarte mi decisión sobre tu futuro. —Sancho asintió, despacio—. He decidido que no voy a recomendarte para trabajar en casa de los Malfini. Hablaré en favor de Ignacio, no en el tuyo.
El muchacho abrió mucho los ojos, como si acabase de recibir una bofetada. Llevaba soñando con el empleo en la casa de aquellos banqueros italianos desde que fray Lorenzo le habló de él semanas atrás. Las rutas de comercio con Inglaterra se mantenían, a pesar de que ambos países estuviesen oficialmente en guerra. Eran los barcos italianos y portugueses los que portaban las mercancías desde Sevilla, y los Malfini llevaban representaciones de esas rutas comerciales. Al principio no significó nada para él, hasta que el fraile le mencionó que los aprendices podían optar a un puesto como tripulante en las naves. La máxima aspiración del muchacho era vivir aventuras allende los mares, y sintió el rechazo del fraile como una traición.
—Pero padre, vos me dijisteis que era el mejor cualificado para el puesto —consiguió reaccionar Sancho, luchando por no levantar la voz—. Soy mucho más rápido haciendo las sumas que Ignacio, y además…
—Sí, Sancho, eres mejor sumando que Ignacio. Y también tienes un mejor inglés, aunque tu latín sigue dejando mucho que desear. Pero en el empleo en la casa Malfini no son ésas las únicas cualidades que necesitarías. Te haría falta disciplina, orden, responsabilidad. Y en esas materias, hijo mío, suspendes estrepitosamente. Llegas tarde, siempre andas peleándote con los demás…
Sancho apartó la mirada, pues no había una manera sencilla de explicar lo que había sucedido hoy con Monterito y el nuevo. Él mismo no podía explicarse por qué cada día acababa envuelto en alguna riña con otro matón distinto. Cada noche, cuando tumbado en el jergón hacía recuento de cardenales, costras y dientes que se le movían, se juraba que no volvería a ocurrir. Y sin embargo, ocurría.
—Yo nunca empiezo las peleas, padre. —Fue todo lo que acertó a decir.
—¿Crees que agradas a tus compañeros, Sancho?
—No lo sé. No lo creo.
—¿Y hay, en tu opinión, algún motivo para ello? —preguntó el fraile enarcando una ceja.
El muchacho se encogió de hombros y no respondió. No comprendía a cuento de qué venía aquello.
—Yo voy a explicarte el motivo —continuó fray Lorenzo, irritado—. Acércate a mi baúl y ábrelo. Encontrarás un cofrecillo de madera oscura. Ponlo sobre mi escritorio y mira en su interior.
Intrigado, el chico obedeció. Estaba lleno de tiras de papel de varios tamaños y formas, ninguna mayor que la palma de su mano. Tomó una y descifró la letra abigarrada en voz alta.
—«Se echa por no tener motivos para su sustento». ¿Qué es esto, padre?
—Sigue leyendo.
—«Se deja en esta santa casa porque corre peligro la honra de la madre» —dijo tomando los papelitos de uno en uno, sin comprender—. «Y por la honra se deja». «Se echa por venir mi marido en los galeones, que lleva fuera más de un año».
—Todos estos papeles venían prendidos a las ropas de los niños que abandonan en nuestra puerta. Les dejan desnudos, de madrugada, sin importarles si es pleno invierno, para que no peligre su honra al verles los vecinos salir de casa con un bebé de su hija o de su criada. A veces ni se molestan siquiera en tocar la campana del convento. Uno de nosotros sale cada hora, de noche, pero a veces el lapso de tiempo es demasiado largo y les atacan los cerdos o los perros. ¿Tienes idea de cuántos niños he tenido que arrancar de las fauces de los animales? ¿Cuántas veces me he peleado por una mano o una oreja?
Fray Lorenzo apretó los puños con fuerza, como si su cuerpo representase por él las batallas que había librado solo, contra la mismísima muerte, en el umbral del orfanato. Dio un largo suspiro.
—Y los que vienen con un papel son los afortunados. Muchos ni siquiera tienen el consuelo de una nota como ésta, una simple frase. El día en que se marchan se la doy, para que tengan al menos algo que les recuerde quiénes son.
—¿Se los da cuando se marchan? Pero aquí hay…
Se calló de repente, comprendiendo dónde estaban ahora los dueños de todos aquellos mensajes. Éstos eran los que habían perdido la batalla, los que nunca habían abandonado el orfanato.
—Tú has tenido una madre durante trece años. Por eso los demás te envidian y se echan encima de ti a la menor oportunidad. ¿Lo comprendes?
Sancho rehuyó la mirada reprobadora del fraile. Su mente viajó por unos instantes muy lejos de allí, hasta una venta soleada donde el olor del aceite y el polvo del camino convertían la vida en un poema cadencioso y lento. Unas agrietadas manos de mujer pelaban una gallina a la sombra del cobertizo, mientras un niño arrojaba piedras a los lagartos y las cigarras cantaban entre los hierbajos. Si no hubiese perdido todas aquellas sensaciones, nunca hubiera comprendido que aquello era lo que él llamaba hogar.
—Quizá es mejor no conocer que perder —dijo Sancho con tristeza, casi para sí mismo.
Fray Lorenzo se tomó unos instantes antes de responder, pues la madurez de las palabras del muchacho le había sobrecogido. Pero no podía permitirse retroceder. No si quería que realmente aprendiese la lección.
—Es exactamente esa actitud la que te aleja de los demás. Encerrarte en tu dolor, no hablar con nadie, rebelándote a todo lo que se te dice. Así sólo les transmites que crees ser mejor que ellos. Si te quedases en el orfanato más tiempo, tal vez… Pero tu estancia aquí ha terminado, y lo mejor que puedo hacer por ti antes de que te vayas es imponerte un castigo.
—Un castigo —repitió Sancho, lentamente.
—Será un trabajo menos acorde con tu valía, pero te enseñará un poco de sentido común: mozo de taberna.
El muchacho sintió que enrojecía de vergüenza. Le hervía la sangre por la injusticia que estaba cometiendo el fraile, pero no quiso darle la satisfacción de ver cómo la noticia le afectaba y bajó la cabeza en silencio. Fray Lorenzo lo contempló con cautela, pues esperaba una reacción airada.
—Es un lugar honesto, cerca de la Plaza de Medina. Permanecerás allí seis meses, cumplirás a rajatabla y tal vez entonces hable a los Malfini en tu favor.