Apelo —declaró Qadash.
—He iniciado el procedimiento —indicó Pazair—. Más allá del porche sólo queda el tribunal del visir.
—¡Revocará esta decisión inicua!
—No os hagáis ilusiones. Bagey avalará la condena si vuestra víctima confirma sus acusaciones, debidamente registradas.
—¡No se atreverá!
—Desengañaos.
El dentista no pareció afectado.
—¿Creéis realmente que seré castigado? ¡Pobre juez! ¡Qué desilusión!
Qadash soltó una sombría carcajada. Despechado, Pazair salió de la celda.
A finales de septiembre, segundo mes de una mediocre inundación, Egipto vivía con fervor la festividad de la misteriosa diosa Opet, símbolo de la abundancia y de la generosidad. Durante unos veinte días, mientras el Nilo se retiraba abandonando tras de sí un limo fertilizante, la población frecuentaría las riberas donde vendedores ambulantes ofrecían sandías, melones, uva, granadas, pasteles, aves asadas y cerveza. Cocinas al aire libre servían copiosas comidas a buen precio mientras músicos y bailarinas profesionales alegraban la vista y el oído. Todo el mundo sabía que los templos celebraban el renacimiento de la energía creadora, agotada al finalizar un largo año, durante el cual, las divinidades habían fecundado la tierra. Para que no se apartaran del mundo de los hombres era necesario ofrecerles el júbilo y el agradecimiento de todo un pueblo, en el que nadie moría de hambre y de sed. El Nilo mantendría así su poder original, obtenido en el océano de energía que bañaba el universo.
En el momento álgido de la fiesta, Kani, sumo sacerdote de Amón, abrió el naos donde residía la estatua del dios, cuya verdadera forma era inaccesible para siempre. Cubierta por un velo, fue depositada en una barca de madera dorada sostenida por veinticuatro sacerdotes con el cráneo afeitado y vestidos con largas túnicas de lino. Amón salió de su templo acompañado por su esposa, Mut, la madre divina, y de su hijo Jonsu, el que atravesaba los espacios celestes en forma de luna. Se organizaron dos procesiones hacia el templo de Luxor, una por el río, otra por vía terrestre.
Decenas de embarcaciones escoltaron el enorme barco de la divinidad trinitaria, cubierto de oro, mientras tocadoras de tamboril, sistros y flautas saludaban su marcha hacia el santuario del sur. Pazair, decano del porche de Menfis, había sido invitado a la ceremonia, que se desarrollaba en el gran patio del templo de Luxor. En el exterior había un gran alborozo, mientras que tras los altos muros del santuario reinaban el silencio y el recogimiento.
Kani ofreció flores a la divinidad trinitaria y derramó una libación en su honor. Luego, las hileras de cortesanos se apartaron para dejar paso al faraón de Egipto, y se inclinaron al unísono. La innata nobleza y la gravedad del monarca impresionaron a Pazair. El faraón era de estatura media, muy robusto, con la nariz aguileña y la frente ancha, y llevaba una corona azul que ocultaba sus rojos cabellos. Mientras avanzaba no dirigía la mirada a nadie, sino que mantenía sus ojos clavados en la estatua de Amón, imagen del misterio de la creación, del que el faraón era el depositario.
Kani leyó un texto que cantaba las múltiples formas del dios, que se encarnaba en el viento, la piedra o el carnero de cuernos en espiral, sin reducirse a una u otra de esas apariencias. Luego, el sumo sacerdote dejó paso al soberano, que franqueó el umbral del templo cubierto completamente solo.
Quince mil panes, dos mil pasteles, cien cestos de carne seca, doscientos de legumbres frescas, setenta jarras de vino y quinientas cervezas, y una gran profusión de frutos figuraban en el banquete ofrecido por el faraón para celebrar el final de la fiesta de Opet. Más de un centenar de ramos de flores adornaban las mesas, donde los comensales alabaron los méritos del gobierno de Ramsés y de la paz egipcia.
Pazair y Neferet recibieron los más cálidos elogios por parte de los cortesanos, el juez a causa de su valor en el asunto Qadash, Neferet porque, tras la destitución del criminal, había sido nombrada médico en jefe del reino por unanimidad del comité de médicos. Se quería olvidar la fuga del general Asher, que seguía siendo buscado, y el asesinato de Branir, no aclarado todavía, al igual que la enigmática desaparición de los veteranos que formaban la guardia de honor de la esfinge. El juez se mostró insensible a aquellas demostraciones de amistad; Neferet, cuyo encanto y belleza hechizaban a los más hostiles, no les dio mayor importancia. No podía olvidar el rostro aterrorizado de una niña con heridas incurables.
El jefe de policía, Kem, se encargaba de la seguridad de la recepción. Acompañado por su babuino, observaba a todas las personalidades que se acercaban al juez, decidido a intervenir brutalmente si Matón o él mismo advertían el menor peligro.
—Sois la pareja del año —declaró Denes—. Lograr que se condene a un notable como Qadash es una verdadera hazaña que honra nuestra justicia; ver a una mujer tan notable como Neferet a la cabeza de nuestro cuerpo médico demuestra su excelencia.
—No exageréis en vuestros cumplidos.
—Tanto el uno como la otra estáis dotados para superar las pruebas.
—No he visto a la señora Nenofar —se extrañó Neferet.
—Se encuentra mal.
—Permitid que le desee un rápido restablecimiento.
—Nenofar será sensible a vuestra delicada atención. ¿Puedo privaros por unos instantes de vuestro marido?
Denes llevó a Pazair al abrigo de un pabellón donde servían uva y cerveza fresca.
—Mi amigo Qadash es un buen hombre. Ser médico en jefe se le subió a la cabeza, se embriagó y se comportó de un modo deplorable.
—Ni un solo jurado pidió indulgencia; vos mismo permanecisteis mudo y votasteis la muerte.
—La ley es explícita, pero tiene en cuenta los remordimientos.
—Qadash no los tiene.
—¿No está desesperado?
—Muy al contrario, fanfarronea y amenaza.
—Realmente ha perdido la cabeza.
—Está convencido de que escapará al castigo supremo.
—¿Se ha fijado la fecha de la ejecución?
—El tribunal del visir ha rechazado la apelación y confirmado la condena. Dentro de tres días, el jefe de policía entregará el veneno al condenado.
—¿Habéis empleado la palabra «amenaza»?
—Si se viera obligado al suicidio, Qadash no se hundiría solo en la nada. Me ha prometido una confesión antes de tomar el fatal brebaje.
—¡Pobre Qadash! Haber subido tan arriba y haber caído tan bajo… ¿Cómo no sentir tristeza y pesadumbre ante esa decadencia? Suavizad sus últimos instantes, os lo ruego.
—Kem no es un verdugo. Qadash recibe un trato correcto.
—Sólo un milagro puede salvarlo.
—¿Quién podría perdonar semejante crimen?
—Hasta pronto, juez Pazair.
El comité de médicos recibió a Neferet. Sus adversarios le hicieron mil preguntas técnicas referentes a los más variados campos. Visto el escaso porcentaje de errores, la elección fue confirmada.
Desde la muerte de Nebamon, gran cantidad de expedientes relativos a la salud pública permanecían en suspenso. Neferet, sin embargo, pidió que se respetara un período transitorio durante el que formaría a su sucesor en el hospital. Sus nuevas funciones le parecieron tan abrumadoras que sintió deseos de huir, refugiarse en un puesto de médico rural, permanecer junto a los enfermos para comprobar, minuto a minuto, su curación. Nada la preparaba para presidir un areópago de experimentados facultativos y de cortesanos influyentes, un ejército de escribas que velaban por la fabricación y distribución de los remedios, para tomar decisiones que aseguraran el bienestar y la higiene de la población. Antaño se había encargado de una aldea; ahora, de un reino tan poderoso que levantaba la admiración de sus aliados y de sus enemigos. Neferet soñaba en marcharse con Pazair, ocultarse en una casita del Alto Egipto, junto a los cultivos, frente a la cima tebana, para saborear la sabiduría de las mañanas y los anocheceres.
Le hubiera gustado confiarse a Pazair, pero éste mostraba un rostro descompuesto cuando regresó de su oficina.
—Lee este decreto —le dijo tendiéndole un papiro de admirable calidad marcado con el sello del faraón—. Lee en voz alta, te lo ruego.
—«Yo, Ramsés, deseo que cielo y tierra estén gozosos. Que quienes se ocultan salgan, que nadie sufra por sus pasadas faltas, que los prisioneros sean liberados, que los turbulentos se apacigüen, que se cante y baile por las calles». ¿Una amnistía?
—Amnistía general.
—¿No es excepcional?
—No conozco otro ejemplo.
—¿Por qué habrá tomado el faraón semejante decisión?
—Lo ignoro.
—¿Implica la liberación de Qadash?
—Amnistía general —repitió Pazair turbado—. El crimen de Qadash queda borrado, ya no se busca al general Asher, se olvidan los asesinatos, se abandona el proceso contra Denes.
—¿No estarás siendo demasiado pesimista?
—Es el fracaso, Neferet, el fracaso total y definitivo.
—¿No recurrirás al visir?
Kem abrió la puerta de la celda. Qadash no parecía preocupado.
—¿Me liberas?
—¿Cómo lo sabes?
—Era inevitable, un hombre de bien siempre acaba triunfando.
—Te has beneficiado de una amnistía general.
Qadash retrocedió. El furor brillaba en la mirada del nubio.
—No me pongas la mano encima, Kem. Contigo no tendrían indulgencia alguna.
—Cuando comparezcas ante Osiris, te cerrará la boca. Genios armados con cuchillos te lacerarán las carnes para siempre.
—¡Guárdate esos cuentos infantiles! Me has tratado con desdén. Tus insultos me disgustan. Lástima… Has dejado pasar tu oportunidad, igual que tu amigo Pazair. Aprovecha tu posición; no serás por mucho tiempo jefe de policía.
El visir Bagey se había retrasado. Tenía las piernas y los pies hinchados, y la espalda curvada. A causa de su estado de fatiga, había aceptado que lo llevaran al despacho en silla de manos. Numerosos altos funcionarios, como cada mañana, deseaban hablar con él, someterle las dificultades con las que chocaban y obtener su opinión. Aunque Pazair no tuviera una cita, fue el primero en ser recibido.
—Esta amnistía es inaceptable.
—Tened cuidado con vuestras palabras, decano del porche, el decreto emana del propio faraón.
—No puedo creerlo.
—Y, sin embargo, es la verdad.
—¿Habéis visto al rey?
—Él mismo me dictó el texto.
—¿Y no reaccionasteis?
—Le comuniqué mi asombro y mi impresión.
—¿Y no pudisteis convencerlo?
—Ramsés no aceptó discusión alguna.
—Es imposible que un monstruo como Qadash escape del castigo.
—La amnistía es general, juez Pazair.
—Me niego a aplicarla.
—Tenéis que obedecer, como yo.
—¿Cómo aprobar semejante injusticia?
—Soy viejo, vos sois joven. Mi carrera llega a su fin, la vuestra comienza. Sea cual sea mi opinión, estoy obligado a callar. No cometáis una locura.
—He tomado una decisión, no me importan sus consecuencias.
—Qadash ha sido liberado, se ha anulado el proceso previsto.
—¿Se reintegrará a Asher en su puesto?
—Su falta ha sido olvidada. Si puede explicarse, conservará su título.
—Sólo el asesino de Branir escapa al perdón, pues no ha sido identificado.
—Estoy tan amargado como vos, pero, sin duda, Ramsés no ha actuado a la ligera.
—No me importan sus motivos.
—Quien se rebela contra el faraón, se rebela contra la vida.
—Tenéis razón, visir Bagey. Por eso me siento incapaz de seguir asumiendo mi tarea. Hoy mismo recibiréis mi dimisión. Considerad que, desde este mismo instante, ya no soy decano del porche.
—Pensadlo, Pazair.
—¿Habríais adoptado, en mi lugar, otra actitud?
Bagey no respondió.
—Tengo que pediros un favor.
—Mientras sea visir, mis puertas permanecerán abiertas para vos.
—Un atropello sería contrario a la justicia que vos y yo amamos con todo nuestro ser. Os ruego que mantengáis a Kem a la cabeza de la policía.
—Ésa era mi intención.
—¿Qué será de Neferet?
—Qadash alegará que su elección es anterior e iniciará un proceso para recuperar el titulo de médico en jefe.
—Puede ahorrarse el trabajo; Neferet no tiene intención de luchar. Ella y yo abandonaremos Menfis.
—¡Es horrible!
Pazair imaginó a Denes frotándose las manos. El sorprendente decreto del faraón le devolvía la más inesperada de las virginidades. Le bastaría con no dar otro paso en falso para seguir siendo un ciudadano respetable y poder proseguir con una conjura cuya naturaleza era misteriosa aún y, para Pazair, inaccesible para siempre. El general Asher no tardaría en reaparecer y, sin duda alguna, sabría justificar su ausencia. Pero ¿qué papel había desempeñado Suti y dónde estaba, con la condición de que todavía estuviera vivo? Roto, asqueado, el juez fue repentinamente sobrevolado por una bandada de golondrinas. Al primer grupo se añadieron un segundo, luego un tercero y, más tarde, varios más. Un centenar de pájaros lo rozaron lanzando gritos de júbilo a lo largo de su camino. ¿Le agradecían que hubiera salvado a uno de los suyos? Los curiosos se conmovieron ante aquel insólito espectáculo; pensaron en el proverbio: «Quien goza del favor de la golondrina, tiene el favor del rey». Rápidas, graciosas, juguetonas, las alas azuladas de suaves movimientos acompañaron a Pazair hasta las puertas de su mansión.
Neferet estaba sentada junto al estanque de los lotos, donde retozaban algunos paros. Vestía sólo una corta túnica transparente que dejaba los pechos desnudos. Al acercarse, suaves perfumes rodearon a Pazair.
—Acabamos de recibir productos frescos —explicó la muchacha—, y estoy preparando ungüentos y aceites perfumados para los próximos meses. Si por la mañana te faltaran, temería tus reproches.
La voz era divertida. Pazair besó a su esposa en el cuello, se quitó el paño y se sentó en la hierba. A los pies de Neferet había unos recipientes de piedra que contenían olíbano, resma morena y translúcida, que procedían de los árboles de incienso; mirra aglomerada en pequeñas masas rojas, recogida en el país de Punt; gomorresina verde de gálbano, importada de Persia; oscura resma de láudano, comprada en Grecia y en Creta.
Unas redomas contenían varias esencias de flores. La médica utilizaría aceite de oliva, miel y vino para formar sutiles mezclas.
—He dimitido, Neferet. Al menos, ya no tengo nada que temer porque no dispongo de poder alguno.
—¿Cuál es la opinión del visir?
—La única válida: un decreto real no se discute.
—En cuanto Qadash reclame su puesto de médico en jefe, abandonaremos Menfis. ¿El derecho está de su parte, no es cierto?
—Desgraciadamente es verdad.
—No estés triste, amor mío. Nuestro destino está en manos de Dios, no en las nuestras. Se cumple su voluntad, no nuestros deseos. Podemos construir nuestra felicidad. Me siento aliviada; vivir contigo, a la sombra de una palmera centenaria, cuidar a los humildes, tener tiempo para amarnos, ¿no es acaso el mejor de los destinos?
—¿Cómo olvidar a Branir? Y Suti… No dejo de pensar en él. Mi corazón arde y resoplo como un asno.
—Sobre todo, no cambies.
—Ya no podré ofrecerte una gran mansión y tan hermosos vestidos.
—Prescindiré de ellos. Será mejor que me quite éste en seguida.
Neferet hizo resbalar los tirantes por sus hombros. Desnuda, se tendió sobre Pazair. Sus cuerpos se adaptaron a la perfección, sus labios se unieron en un impulso tan apasionado que se estremecieron, a pesar de la suavidad del poniente. La piel satinada de Neferet era un paraíso donde sólo el placer tenía fuerza de ley. Pazair, ebrio, se perdió en ella, comulgando con la ola que los arrastraba.
—¡Más vino! —gritó Qadash.
El criado se apresuró a obedecer. Desde que su dueño había regresado, estaba festejándolo con dos jóvenes sirios. El dentista no volvería a tocar a una mujer. Tras su desventura, sólo sentía una moderada afición por la especie; en adelante, se limitaría a apuestos muchachos extranjeros que, una vez harto, denunciaría a la policía.
Por la noche acudiría a la reunión de los conjurados organizada por Denes. Su carta anónima dirigida a Ramsés había tenido las consecuencias previstas. Cogido en la red, el rey se había visto obligado a ceder a sus exigencias y proclamar una amnistía general en la que, entre muchos otros, el caso del transportista desaparecía. Sin embargo, había un solo punto negro: el eventual regreso del general Asher, que ya no les era de utilidad alguna. Denes sabría librarse de él.
El devorador de sombras penetró en la propiedad de Qadash por el jardín. Caminó sobre los bordes de piedra para no dejar huella alguna de su paso en la enarenada avenida, y se deslizó hacia la cocina. Agachado bajo la ventana, escuchó la conversación de los dos criados.
—Voy a llevarles una tercera jarra de vino.
—¿Debo preparar la cuarta?
—Sin duda alguna. El viejo y los dos muchachos beben más que un regimiento sediento. Voy en seguida, o se pondrá furioso.
El sumiller abrió una jarra procedente de la ciudad de Imau, en el delta, que llevaba la etiqueta «Año cinco de Ramsés». Un vino tinto embriagador, de duradero paladar, que liberaba los instintos. Concluido su trabajo, el hombre salió de la cocina y se alivió contra uno de los muros.
El devorador de sombras lo aprovechó para cumplir su misión. Derramó en la jarra un veneno de extractos vegetales y ponzoña de víbora. Qadash se asfixiaría, su cuerpo se retorcería en convulsiones y moriría acompañado por sus dos amantes extranjeros, que serían probablemente acusados del crimen. Nadie tendría deseo alguno de airear aquel sórdido asunto de costumbres licenciosas.
Mientras el dentista, tras una dolorosa agonía de varios minutos, entregaba el alma al dios de los infiernos, Denes disfrutaba con las caricias de una hermosa nubia de prominentes nalgas y pesados pechos. No volvería a verla, pero se habría aprovechado de ella con su habitual brutalidad. ¿No eran las mujeres animales creados para la satisfacción de los machos?
El transportista echaría en falta a su amigo Qadash. Con él se había comportado de modo irreprochable; ¿no le había proporcionado el puesto de médico en jefe, prometido desde el comienzo de la conjura? Lamentablemente, el dentista había envejecido mucho. Casi senil, cometiendo falta tras falta, se había vuelto peligroso. Y al amenazar con hacer revelaciones al juez Pazair se había condenado a sí mismo. A propuesta de Denes, los conjurados habían solicitado la intervención del devorador de sombras. Ciertamente, deploraban la pérdida del puesto del médico en jefe, pero la dimisión del juez Pazair, que se había propagado rápidamente, colmaba todos sus deseos. Nadie se opondría ya a su éxito.
Se aproximaban las últimas etapas: en primer lugar, apoderarse del puesto de visir; luego, del poder supremo.