Neferet levantó la doble tapa de su cofre de tocador, subdividido en compartimentos decorados con flores rojas.
Contenía redomas de ungüentos, cosméticos, maquillaje para los ojos, piedra pómez y perfume. Mientras los demás seguían durmiendo, incluida la mona verde y el perro, le gustaba acicalarse y, luego, caminar con los pies desnudos entre el rocío, escuchando el primer canto de los paros y las abubillas. El alba era su hora, vida renaciente, despertar de una naturaleza cuyos sonidos transmitían la palabra divina. El sol acababa de vencer a las tinieblas, tras un largo y peligroso combate; su triunfo alimentaba la creación, su luz se transformaba en júbilo, animaba a los pájaros en el cielo y a los peces en el río.
Neferet saboreaba el gozo que los dioses le habían ofrecido y que ella debía ofrecerles en correspondencia. No le pertenecía, pero pasaba a través de ella como un flujo de energía que brotaba de la fuente para regresar de nuevo a ella. Quien intentara apropiarse de los presentes del más allá se condenaba a la sequedad de la rama muerta.
Arrodillada ante el altar erigido junto al lago, la joven depositó en él una flor de loto. En ella se encarnaba el nuevo día, en el que la eternidad se cumpliría en el instante. Todo el jardín se recogió, las hojas de los árboles se inclinaron bajo la brisa matinal.
Cuando la lengua de Bravo le lamió la mano, Neferet supo que el rito había concluido. El perro tenía hambre.
—Gracias por recibirme antes de marcharos al hospital —dijo Silkis—. El dolor es intolerable. Esta noche me ha impedido dormir.
—Echad la cabeza hacia atrás —pidió Neferet, que examinó el ojo izquierdo de la esposa de Bel-Tran.
Silkis, ansiosa, no podía dominarse.
—Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré. Vuestras pestañas se inclinan de modo anormal, tocan el ojo y lo irritan.
—¿Es grave?
—Molesto, a lo sumo. ¿Deseáis que me encargue ahora mismo?
—Si no es muy doloroso…
—La operación es benigna.
—Nebamon me hizo sufrir mucho al modificar mi cuerpo.
—Mi intervención será mucho más leve.
—Confío en vos.
—Permaneced sentada y relajaos.
Las enfermedades oculares eran tan frecuentes que Neferet disponía permanentemente en su farmacia privada de muchos productos, aunque fueran raros, como la sangre de murciélago, que mezcló con olíbano para obtener una pomada viscosa que extendió sobre las molestas pestañas, tras haberlas estirado. Mientras se secaban, las mantuvo rígidas y extirpó sin dificultad los bulbos de los pelos. Para impedir que crecieran de nuevo, aplicó una segunda pomada compuesta de crisocola y galena.
—Ya estáis salvada, Silkis.
La esposa de Bel-Tran sonrió aliviada.
—Tenéis unas manos maravillosas… ¡No he notado nada!
—Lo celebro.
—¿Es indispensable un tratamiento complementario?
—No, os habéis librado de esa pequeña anomalía.
—¡Me gustaría tanto que cuidarais a mi marido! Su enfermedad de la piel me preocupa mucho. Tiene tanto trabajo que no piensa en su bienestar… Casi no lo veo. Se va muy pronto por la mañana y vuelve tarde al anochecer, cargado de papiros que examina por la noche.
—Tal vez el exceso de trabajo sólo dure algún tiempo.
—Mucho me temo que no. En palacio aprecian su competencia, y en el Tesoro no pueden prescindir de él.
—Eso son buenas noticias.
—Aparentemente, sí; pero para la familia, que tanto nos importa a él y a mí… El porvenir me da miedo. ¡Se habla de Bel-Tran como futuro director de la Doble Casa blanca! ¡Las finanzas de Egipto en sus manos, qué abrumadora responsabilidad!
—¿No os sentís orgullosa?
—Bel-Tran se alejará más de mí. Pero ¿qué puedo hacer? ¡Lo admiro tanto!
Los pescadores extendieron sus capturas ante Mentmosé, el antiguo jefe de policía revocado por el visir y relegado al rango de superintendente de pesca del delta en una pequeña ciudad de la costa. Gordo, pesado, lento, Mentmosé seguía engordando en un tedio cada vez mayor. Detestaba su miserable casa oficial, no soportaba el contacto con los pescadores y pescaderos, y montaba en violentas cóleras ante el más anodino detalle. ¿Cómo salir de aquel agujero perdido? Ya no trataba con ningún cortesano.
Cuando vio aparecer a Denes por un extremo del muelle, se creyó víctima de una alucinación. Olvidando a sus interlocutores, clavó los ojos en la maciza silueta del transportista, su rostro cuadrado, su fina barba blanca. Efectivamente, era él, uno de los hombres más ricos e influyentes de Menfis.
—Largaos —ordenó Mentmosé a un patrón pesquero que solicitaba una autorización.
Denes observaba la escena con aire socarrón.
—Estáis muy lejos de las operaciones de policía, querido amigo.
—¿Ironizáis sobre mi desgracia?
—Me gustaría aliviar vuestra carga.
Mentmosé, durante su carrera, había mentido mucho. Se consideraba un experto en materia de astucia, disimulo y añagazas, pero admitía de buena gana que Denes era un serio competidor.
—¿Quién os envía?
—Iniciativa personal. ¿Deseáis vengaros?
—Vengarme…
La voz de Mentmosé se hizo gangosa.
—¿No tenemos un enemigo común?
—Pazair, el juez Pazair…
—Molesto personaje —juzgó Denes—. Su posición de decano del porche no ha apagado sus ardores.
Rabioso, el antiguo jefe de policía apretó los puños.
—¡Me sustituyó por ese mediocre nubio, más salvaje que su mono!
—Es injusto y estúpido, ciertamente. Reparemos ese error, ¿os parece?
—¿Cuáles son vuestros proyectos?
—Manchar la reputación del juez Pazair.
—¿No es irreprochable?
—¡Sólo en apariencia, querido amigo! Todo hombre tiene sus debilidades. Y, si no, inventémoslas. ¿Conocéis esto?
Denes abrió su mano derecha, contenía un anillo con sello.
—Le sirve para sellar sus actas.
—¿Se lo habéis robado?
—Lo he reproducido a partir del modelo que me ha proporcionado uno de los escribas de su administración. Lo pondremos en algún documento comprometedor para poner fin a la carrera del juez Pazair y rehabilitaros.
El aire marino, aunque cargado de fuertes olores, pareció muy suave al olfato de Mentmosé.
Pazair puso la caja de madera de ébano entre él y Neferet. Abrió el cajón deslizante, sacó unos peones de terracota barnizada y los colocó en las treinta casillas de hueso. Neferet fue la primera en jugar; la regla consistía en hacer avanzar un peón de las tinieblas hacia la luz, evitando que cayera en una de las trampas dispuestas a su paso y cruzando numerosas puertas.
Pazair cometió un error en su tercera jugada.
—No prestas atención.
—No tengo noticias de Suti.
—¿Realmente es anormal?
—Eso me temo.
—¿Cómo podría comunicarse contigo en pleno desierto?
El juez seguía frunciendo el ceño.
—¿Piensas acaso en una traición?
—Al menos, debería darme señales de vida.
—¿No estarás pensando en lo peor?
Pazair se levantó olvidándose del juego.
—Haces mal —afirmó la joven—. Suti está vivo.
El rumor estalló como un trueno: Bel-Tran, tras haber sido tesorero principal y superintendente de los graneros, acababa de ser nombrado director de la Doble Casa blanca, responsable, por lo tanto, de la economía egipcia a las órdenes del visir.
Él debía recibir y hacer inventario de los minerales y materiales preciosos, de las herramientas destinadas a las canteras de los templos y a las corporaciones artesanas, de los sarcófagos, los ungüentos, los tejidos, los amuletos y objetos litúrgicos.
Pagaría sus cosechas a los campesinos y fijaría los impuestos, ayudado por un personal numeroso y especializado.
Pasada la sorpresa, nadie discutió aquel nombramiento. Muchos funcionarios de la corte habían intervenido, a título individual, ante el visir para recomendarle a Bel-Tran; aunque su ascenso fuera muy rápido para el gusto de algunos, ¿no había demostrado, acaso, notables cualidades de gestor? En su favor podían citarse la reorganización de los servicios, la mejora de los resultados, y un mayor control de gastos, pese a su carácter difícil y a una clara tendencia al autoritarismo. A su lado, el antiguo superintendente no daba la talla; blando, lento, había embarrancado en la rutina, con una culpable obstinación que había desalentado a sus últimos partidarios. Llevado a su pesar hacia un cargo muy deseado, recompensado por su tenaz trabajo, Bel-Tan no ocultaba su intención de abandonar los senderos trillados y dar a la Doble Casa blanca un prestigio y una autoridad crecientes. Insensible por lo general al concierto de las alabanzas, el visir Bagey había quedado impresionado por la abundancia de opiniones favorables.
Las oficinas de Bel-Tran ocupaban un considerable espacio en el corazón de Menfis; a la entrada, dos guardias filtraban a los visitantes. Neferet reveló su identidad y esperó a que su cita se viera confirmada. Pasó ante un cercado para el ganado y un corral donde los escribas contables recibían los impuestos en especies. Una escalera llevaba a los graneros, que se llenaban y vaciaban a merced de las contribuciones.
Un ejército de escribas, sentados bajo un dosel, ocupaba un piso del edificio. El recaudador en jefe vigilaba permanentemente la entrada de los almacenes, donde los campesinos depositaban frutos y legumbres.
La médica fue invitada a entrar en otro edificio; Neferet cruzó un vestíbulo de tres tramos, dividido por cuatro pilares, donde unos altos funcionarios redactaban las actas. Un secretario la introdujo en una vasta sala de seis pilares, donde Bel-Tran recibía a los huéspedes de alto rango. El nuevo director de la Doble Casa blanca impartía sus directrices a tres colaboradores; hablaba de prisa, saltaba de una idea a otra, trataba varios expedientes al mismo tiempo.
—¡Neferet! Gracias por haber venido.
—Vuestra salud se ha convertido en asunto de Estado.
—No debe dificultar mis actividades.
Bel-Tran despidió a sus subordinados y mostró a la médica su pierna izquierda. Una ancha placa roja, bordeada de granitos blancos, ocupaba varios centímetros.
—Vuestro hígado está saturado y vuestros riñones funcionan mal. Os pondréis en la piel una pomada compuesta de flores de acacia y clara de huevo. Beberéis varias veces al día diez gotas de zumo de áloe, sin descuidar vuestros remedios habituales. Sed paciente y cuidaos de modo habitual.
—Os confieso que a menudo soy negligente.
—La afección podría agravarse si no le prestáis atención.
—¿Cómo ocuparse de todo? Me gustaría ver más a mi hijo, hacerle comprender que será mi heredero, darle el sentido de sus futuras responsabilidades.
—Silkis se queja de vuestras ausencias.
—¡Mi querida y dulce Silkis! Percibe la importancia de mis esfuerzos. ¿Cómo está Pazair?
—El visir acaba de convocarlo, sin duda para hablarle del arresto del general Asher.
—Admiro a vuestro marido. A mi modo de ver, es un predestinado; se inscribe en él una voluntad que ningún percance podrá desviar de su ruta.
Bagey estaba inclinado sobre un texto legislativo referente a la gratuidad de los transbordadores fluviales para las personas de pocas rentas. Cuando Pazair se presentó ante él, no levantó la cabeza.
—Os esperaba antes.
El tono, cortante, sorprendió al juez.
—Sentaos. Debo concluir este trabajo.
Los hombros caídos, la espalda curvada y el alargado e ingrato rostro del visir revelaban el peso de los años.
Pazair, que creía haber conquistado la amistad de Bagey, era de pronto objeto de una fría cólera, sin conocer la causa.
—El decano del porche debe mostrarse irreprochable —declaró el visir con voz ronca.
—Yo mismo he combatido para que ninguna irregularidad volviera a mancillar la función.
—Hoy la ocupáis vos.
—¿Estáis haciéndome un reproche?
—Peor que eso. ¿Cómo justificáis vuestra conducta?
—¿De qué se me acusa?
—Me habría gustado una mayor sinceridad.
—¿Voy a ser condenado de nuevo sin motivo?
Enojado, el visir se levantó.
—¿Habéis olvidado con quién estáis hablando?
—Rechazo la injusticia, venga de donde venga.
Bagey tomó una tablilla de madera cubierta de jeroglíficos y la puso ante los ojos de Pazair.
—¿Reconocéis vuestro sello al pie de este texto?
—En efecto.
—Leed.
—Se trata de una entrega de pescado selecto a un almacén de Menfis.
—Entrega que ordenasteis vos. Pues bien, el almacén no existe. Desviasteis esa mercancía de lujo de su verdadero destino, el mercado de la ciudad. Las cajas han sido halladas en las dependencias de vuestra mansión.
—¡La investigación se ha llevado a cabo perfectamente!
—Fuisteis denunciado.
—¿Por quién?
—Una carta anónima, pero cuyos detalles eran exactos. En ausencia del jefe de policía, uno de sus subordinados se encargó de las comprobaciones.
—Un antiguo colaborador de Mentmosé, supongo.
Bagey pareció molesto.
—Exacto.
—¿Y no habéis pensado en una manipulación?
—Naturalmente. Los indicios parecen indicarlo: Mentmosé es responsable de la pesca, interviene uno de sus fieles, su deseo de venganza…, pero vuestro sello está en el documento comprometedor.
La mirada del visir había cambiado. Pazair leyó en ella la esperanza de descubrir una verdad distinta.
—Tengo la prueba formal de mi inocencia.
—Nada me alegraría más.
—Una simple precaución —explicó Pazair—. A medida que iba siendo puesto a prueba, mi necedad se atenuaba. ¿No deben tomar precauciones los titulares de un sello? Sospeché que, un día u otro, mis enemigos lo utilizarían. En todos los documentos oficiales pongo un puntito rojo tras la novena y vigésimo primera palabras. En mi sello dibujo una pequeña estrella de cinco puntas, casi cubierta por la tinta, pero visible de cerca. Examinad, por favor, la tablilla y comprobaréis la ausencia de esos signos distintivos.
El visir se levantó y se acercó a una ventana; un rayo de luz iluminó el documento.
—No están —advirtió.
Bagey no dejó nada por hacer. Examinó personalmente muchas actas firmadas por Pazair; en ninguna faltaban los puntos rojos ni la pequeña estrella. Más que compartir su secreto, aconsejó al decano del porche que modificara su marca y no hablara de ello con nadie.
Por orden del visir, Kem interrogó al policía que había recibido la denuncia y no se la había comunicado. El hombre se derrumbó y confesó haber cedido a la corrupción porque Mentmosé le había asegurado que el juez Pazair sería condenado. El nubio, irritado, envió al delta una escuadra de cinco infantes que regresaron a Menfis con el antiguo jefe de policía, que no cesaba de protestar de su inocencia.
—Os recibo en privado —indicó Pazair—, para evitaros un proceso.
—¡Me han calumniado!
El calvo cráneo de Mentmosé enrojeció. Víctima de un furioso picor, se contuvo. Él, que había tenido en sus manos tantos destinos, no disponía de influencia alguna sobre el magistrado. Se mostró pues untuoso.
—Me abruma el peso de la desgracia, me agreden las malas lenguas. ¿Cómo defenderme?
—Renunciad y admitid vuestra culpabilidad.
Mentmosé respiró con dificultades.
—¿Qué suerte me reserváis?
—No sois digno de mandar. La hiel que corre por vuestras venas pudre todo lo que tocáis. Os enviaré a Biblos, en el Líbano, lejos de Egipto. Perteneceréis a un equipo de mantenimiento de nuestros navíos.
—¿Trabajar con las manos?
—¿Hay mayor placer?
La voz gangosa de Mentmosé se llenó de cólera.
—No soy el único responsable. Denes inspiró mi gesto.
—¿Cómo creeros? La mentira fue vuestra actividad favorita.
—Os habría avisado.
—Súbita y extraña bondad.
Mentmosé rio sarcástico.
—¿Bondad? ¡Claro que no, juez Pazair! ¡Nada me causaría mayor placer que veros abatido por el rayo, ahogado por las olas, enterrado bajo un diluvio de piedras! La suerte os abandonará, vuestros enemigos se multiplicarán.
—No os retraséis; vuestro barco zarpa dentro de una hora.