CAPÍTULO 28

Antes de presidir la sesión ordinaria del tribunal, ante el porche del templo de Ptah, Pazair había redactado, en código, un mensaje para Suti: «Asher está perdido. No corras riesgo alguno. Regresa inmediatamente».

El juez confió el documento a un correo de la policía, debidamente acreditado por Kem; en cuanto llegara a Coptos, lo entregaría a la policía del desierto, encargada de transmitir las misivas a los mineros.

El tribunal juzgaba una serie de delitos menores, que iban desde la falta del pago de una deuda hasta una ausencia justificada en el lugar de trabajo. Los culpables reconocieron sus faltas, y los jurados, entre ellos, Denes, fueron indulgentes. Al finalizar la audiencia, el transportista abordó al juez.

—No soy vuestro enemigo, Pazair.

—Yo no soy vuestro amigo.

—Precisamente, deberíais desconfiar de quienes se presentan como amigos vuestros.

—¿Qué insinuáis?

—A veces otorgáis mal vuestra confianza. Suti, por ejemplo, no la merece en absoluto. Me vendía informaciones sobre vos y vuestra investigación, a cambio de una seguridad material que perseguía en vano.

—Mi función me impide golpearos, pero podría perder la razón.

—Algún día me lo agradeceréis.

En cuanto llegó al hospital, Neferet fue solicitada por varios médicos que, desde mediada la pasada noche, intentaban arrancar de la muerte a una mujer gravemente quemada.

El incendio había estallado en un barrio popular, donde se había incendiado una forja clandestina. La infeliz víctima había debido de cometer una imprudencia; sus posibilidades de vida eran inexistentes.

En las martirizadas carnes, el facultativo de guardia había aplicado barro negro y excrementos de pequeños animales domésticos, cocidos y machacados en cerveza fermentada. Neferet pulverizó cebada tostada y coloquíntida, que mezcló con resma de acacia seca, y humedeció los ingredientes con aceite; confeccionó luego un apósito graso para aplicarlo en las quemaduras. Trató las heridas menos profundas con ocre amarillo machacado en zumo de sicómoro, coloquíntida y miel.

—Sufrirá menos —afirmo.

—¿Cómo la alimentaremos? —preguntó el enfermero.

—De momento es imposible.

—Tenemos que hidratarla.

—Introducid una caña entre sus labios y dadle, gota a gota, agua cobriza. Vigiladla permanentemente. Al menor incidente, avisadme.

—¿Y el apósito graso?

—Cambiadlo cada tres horas. Mañana utilizaremos una mezcla de cera, grasa de buey cocida, papiro y algarrobas. Poned en su habitación gran cantidad de vendas muy finas.

—¿Tenéis alguna esperanza?

—Francamente, no. ¿Sabemos quién es? Debemos avisar a sus parientes.

El intendente del hospital temía la pregunta de Neferet. La llevó aparte.

—Temo complicaciones. Nuestra enferma no es una persona ordinaria.

—¿Su nombre?

El intendente mostró un magnifico brazalete de plata. En su interior estaba grabado el nombre de la propietaria, que las llamas no habían conseguido borrar: «Hattusa, esposa de Ramsés».

Un cálido viento de Nubia ponía a prueba los nervios. Levantaba la arena del desierto, cubría con ella las casas. Todos procuraban tapar las aberturas, pero un fino polvo amarillo penetraba por todas partes y obligaba a las amas de casa a limpiar sin cesar. Numerosas personas se quejaban de dificultades respiratorias, obligando a los médicos a frecuentes intervenciones. Pazair no se había librado. Un colirio calmaba sus ojos irritados, pero luchaba contra una progresiva fatiga. Kem, en cambio, parecía tan inaccesible a las condiciones climáticas como su babuino.

Los dos hombres y el simio tomaban el fresco a la sombra de un sicómoro, junto al estanque de los lotos; Bravo, vacilante primero, había acabado saltando a las rodillas de su dueño, pero no apartaba la mirada del babuino.

—No hay noticias de Asher.

—Le será imposible salir del país —dijo el juez.

—Puede ocultarse durante semanas, pero sus partidarios disminuirán y lo denunciarán. Las órdenes del visir son muy claras. ¿Por qué ha actuado así el general?

—Porque sabía que, esta vez, iba a perder el proceso.

—¿Lo han abandonado, pues, sus aliados?

—Ya no lo necesitaban.

—¿Qué conclusión sacáis de ello?

—Que no existe conjura militar, ni tentativa de invasión.

—Sin embargo, la presencia de la princesa Hattusa en Menfis…

—¡Eliminada también! Los conjurados no necesitan su ayuda. ¿Y los resultados de vuestra investigación?

—La forja clandestina no pertenece a nadie. En la cocina al aire libre trabajaban empleados de Denes. ¿Podíamos esperar algo mejor?

—Nada lo acusa de un modo formal.

—¡Damos continuamente con él! ¿No habrá sido el incendio un acto criminal?

—Se vio huir a alguien, pero los testigos se contradicen sobre el número y sólo he podido recoger descripciones fantasiosas.

—Una forja… Chechi trabajaba allí.

—¿Habrán atraído a Hattusa a una trampa?

—No puedo creer que quemaran viva a una mujer. ¿Estaremos enfrentándonos con unos monstruos?

—Si ésta es la verdad, preparémonos para duras pruebas.

—Supongo que es inútil pediros que levantéis las medidas de protección que me rodean.

—Aunque no fuera el jefe de policía, aunque me ordenarais lo contrario, mantendría mi vigilancia.

Pazair nunca lograría aclarar el misterio de Kem. Frío, distante, seguro siempre de sí mismo, desaprobaba la acción del juez, pero lo ayudaba sin segundas intenciones. El nubio no tenía otro confidente que su babuino; herido en su cuerpo, lo estaba todavía más en su espíritu. ¿La justicia? Una añagaza. Pero Pazair creía en ella y Kem confiaba en Pazair.

—¿Habéis avisado al visir?

—Le he mandado un detallado informe. Hattusa no había avisado a nadie de su viaje a Menfis, al menos, eso parece. Neferet vela día y noche por ella.

El quinto día amasó ocre amarillo y migajas de cobre en una untuosa pasta coloquíntida. La aplicó sobre las quemaduras y las vendó con infinita delicadeza. A pesar del sufrimiento, Hattusa resistía.

Al sexto día, su mirada cambió. Parecía salir de un largo sueño.

—Resistid. Estáis en el hospital principal de Menfis. Las horas más difíciles ya han pasado. Ahora, cada momento que pasa os acerca a la curación.

La hermosa hitita estaba desfigurada. Pese a las pomadas y los ungüentos, su soberbia piel ya sólo sería un conjunto de regueros rosáceos. Neferet temía el momento en el que la princesa pediría un espejo.

La mano diestra de Hattusa se levantó y agarró la muñeca de Neferet.

—Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré —prometió ésta.

Pazair contempló el sueño de su esposa. Por fin había aceptado descansar un poco. Neferet se había empeñado en salvar a Hattusa, preparando personalmente las vendas y los remedios que, poco a poco, curaban las atroces heridas.

Su amor por ella crecía y florecía como la corona de una palmera. Cada despertar le proporcionaba un nuevo color, inesperado y sublime; Neferet poseía el don de hacer sonreír a la vida y de iluminar la noche más oscura. Pazair luchaba con intacto entusiasmo sólo para seguir seduciéndola y demostrarle que, casándose con él, no había cometido un error. Más allá de sus debilidades, ardía la certidumbre de una unión que ni el tiempo ni la costumbre ni las pruebas podrían desgastar.

Un rayo de sol iluminó la alcoba y bañó el rostro de Neferet. La joven despertó dulcemente.

—Hattusa se ha salvado —murmuró.

—¿Me olvidas por tu paciente?

Ella se acurrucó contra su pecho.

—¿Cómo aceptará una princesa tan joven y hermosa la desgracia que ha caído sobre ella?

—¿Ha intervenido Ramsés?

—Por voz del chambelán de palacio. En cuanto pueda ser transportada, Hattusa será recibida allí.

—A menos que sus revelaciones no le nieguen tan privilegiada posición.

Preocupada, Neferet se sentó en el borde de la cama.

—¿No ha sido ya suficientemente castigada?

—Perdóname, pero debo interrogarla.

—Todavía no ha dicho una palabra.

—En cuanto se halle en condiciones de hablar, avísame.

Hattusa absorbió la papilla de cebada y bebió zumo de algarrobo. Su vitalidad renacía, pero su mirada permanecía ausente, perdida en una pesadilla.

—¿Cómo sucedió? —preguntó Neferet.

—Me empujó. Yo quería salir de la forja y me lo impidió.

Las palabras brotaban lentas y doloridas. Conmovida, Neferet no se atrevió a seguir haciendo preguntas.

—Las tenazas de bronce… incendiaron mis ropas, brotó una llama, choqué con la forja, el fuego se apoderó de mí.

La voz se hizo estridente.

—¡Huyeron, me abandonaron!

Huraña, Hattusa intentaba recuperar el pasado y abolir el drama que había aniquilado su belleza y su juventud. Se encerró en sí misma, agotada y vencida.

De pronto, se incorporó y aulló su dolor.

—¡Los muy malditos, Denes y Chechi, huyeron!

Neferet administró a Hattusa un calmante y permaneció a su lado hasta que se durmió.

Al salir del hospital, la superiora de la casa de la reina madre la abordó.

—Su majestad desea veros inmediatamente.

Neferet fue invitada a instalarse en una silla de manos. Los hombres se apresuraron.

Tuy recibió a la médico sin ceremonia alguna.

—¿Y vuestra salud, majestad?

—Gracias a vuestro tratamiento, es excelente. ¿Conocéis la decisión que ha tomado el consejo de los médicos?

—No.

—La situación está haciéndose intolerable y, por lo tanto, el médico en jefe del reino será nombrado la próxima semana. De las deliberaciones debe salir un médico.

—¿No es una necesidad?

—Al dentista Qadash sólo se le oponen algunos fantoches. Ha sabido desalentar a sus adversarios. Los antiguos amigos de Nebamon, los débiles y los indecisos votarán por él.

La cólera de la reina madre acentuaba su natural solemnidad.

—¡Rechazo esa eventualidad, Neferet! Qadash es un incapaz, indigno de cumplir una función de tanta importancia. La salud pública me preocupa desde siempre; es preciso tomar medidas para contribuir al bienestar de la población, velar por la higiene para permanecer al margen de epidemias. ¡Y a ese Qadash le importa un bledo! Quiere el poder y la fama, nada más. Es peor que Nebamon. Debéis ayudarme.

—¿De qué modo?

—Presentándoos contra él.

Neferet autorizó a Pazair a entrar en la habitación donde descansaba la princesa Hattusa. Su rostro y sus miembros estaban vendados. Para evitar la gangrena y la infección, la médica había curado las llagas con una pomada que se reservaba para los casos graves. Migajas de cobre, crisocola, resma de terebinto fresca, comino, natrón, asa fétida, cera, cinamomo, brionia, aceite y miel finamente molidos y convertidos en una pasta untuosa.

—¿Puedo hablar con vos, princesa?

—¿Quién sois?

Un fino vendaje cubría sus párpados.

—El juez Pazair.

—¿Quién os ha permitido…?

—Neferet, mi esposa.

—Ella también es mi enemiga.

—Mi demanda era oficial. Investigo el incendio.

—El incendio…

—Quiero identificar a los culpables.

—¿Qué culpables?

—¿No mencionasteis los nombres de Denes y Chechi?

—Os equivocáis.

—¿Por qué fuisteis a aquella forja clandestina?

—¿Realmente queréis saberlo?

—Si lo consentís.

—Fui a buscar hierro celeste para practicar magia contra Ramsés.

—Deberíais haber desconfiado de Chechi.

—Estaba sola.

—¿Cómo explicáis…?

—Un accidente, juez Pazair, un simple accidente.

—¿Por qué mentir?

—Odio a Egipto, su civilización y sus valores.

—¿Hasta el punto de no testimoniar contra vuestros verdugos?

—Quien intente destruir a Ramsés tendrá toda mi simpatía. Vuestro país rechaza la única verdad: ¡la guerra! Sólo la guerra exalta las pasiones y revela la naturaleza humana. Mi pueblo se equivocó firmando la paz con vosotros; y yo soy el rehén de este error. Quería despertar a los hititas, mostrarles el buen camino… Ahora permaneceré enclaustrada en uno de esos palacios que tanto aborrezco. Pero otros lo conseguirán, estoy convencida. Y ni siquiera tendréis el placer de llevarme ante un tribunal. No sois lo bastante cruel como para seguir torturando a una inválida.

—Denes y Chechi son unos criminales. No les importa vuestro ideal.

—He tomado una decisión. De mi boca no saldrá ni una palabra más.

Como decano del porche, Pazair ratificó la candidatura de Neferet al puesto de médico en jefe del reino de Egipto. La joven disponía de los títulos y la experiencia requeridos; su posición como directora del hospital principal de Menfis, el apoyo oficioso de la reina madre y el caluroso aliento de muchos de sus colegas daban un indiscutible peso a la candidatura de la joven.

Sin embargo, temía una prueba que no había deseado. Qadash utilizaría los métodos más viles para desalentarla; ahora bien, su única ambición era curar, no deseaba honores o responsabilidades. Pazair no conseguía tranquilizarla; él mismo se sentía turbado por la locura de Hattusa, condenada a la más desesperada de las soledades. Su testimonio habría provocado la caída de Denes y Chechi que, una vez más escapaban al castigo.

¿No estaría el juez golpeando una muralla indestructible?

Un genio malo protegía a los conjurados y les garantizaba la impunidad. Saber que el general Asher estaba perdido, lo que garantizaba que ninguna conjura militar amenazaba Egipto, hubiera debido alentarlo; pero una sorda angustia subsistía.

No comprendía el motivo de tantos crímenes ni la desdeñosa seguridad de un Denes, a quien no parecía afectarle ningún golpe. ¿Tendrían el transportista y sus acólitos algún arma secreta, fuera del alcance del juez?

Percibiendo su mutuo desconcierto, Pazair y Neferet pensaron en el otro antes de interesarse en sí mismos. Haciéndose el amor, vieron nacer una nueva alborada.