CAPÍTULO 24

Con los ojos entornados, temblorosas las minúsculas orejas y las fosas nasales a ras de agua, el hipopótamo bostezó. Cuando el otro macho lo empujó, gruñó. Los dos monstruos, que pesaban más de doscientas toneladas, encabezaban las principales manadas que, matando cocodrilos, se repartían el Nilo al sur de Menfis. Hendiendo el río con su masa, les gustaba nadar en aguas profundas, donde perdían su aspecto torpe y se volvían casi gráciles. No soportaban que su siesta fuera turbada, so pena de abrir sus mandíbulas a ciento cincuenta grados y atravesar al intruso con unos caninos de sesenta centímetros de longitud. Coléricos, bostezaban para asustar al adversario. Por lo general, por la noche escalaban la orilla y se alimentaban de hierba fresca; necesitaban una jornada entera de digestión, disfrutaban del sol en una playa de arena, lejos de las viviendas; su piel frágil los obligaba a sumergirse con frecuencia.

Los dos machos, cubiertos de cicatrices, se desafiaron enseñándose los dientes. Abandonando sus veleidades de combate, nadaron uno junto a otro hacia la ribera. Enloquecidos, asolaron los campos, devastaron los huertos, rompieron árboles y sembraron el pánico entre los campesinos. Un niño que no tuvo tiempo de huir fue pisoteado.

Dos, tres veces, los hipopótamos macho repitieron su manejo, mientras las hembras protegían a sus pequeños de los ataques de los cocodrilos. Varios alcaldes de pueblo apelaron a la policía. Kem acudió y organizó la caza. Los dos machos fueron abatidos, pero otras calamidades cayeron sobre los campos: bandadas de gorriones, proliferación de ratones y de ratas campestres, muerte prematura de bovinos, colonias de gusanos en la reserva de grano, por no mencionar una multiplicación de escribas de los campos, empeñados en comprobar la declaración de beneficios. Para conjurar la mala suerte, muchos agricultores llevaron como collar un fragmento de cornalina; la llama que contenía apagaba la agresividad de las fuerzas nocivas. Sin embargo, proliferaban los rumores.

El hipopótamo rojo se volvía destructor porque la magia protectora del faraón se debilitaba. ¿No anunciaba, acaso, una débil crecida, prueba de que el poder del soberano sobre la naturaleza se había agotado y debía reanudar su alianza con los dioses celebrando una fiesta de regeneración?

El proceso ordenado por el visir Bagey proseguía su curso. Sin embargo, Pazair seguía estando preocupado; a pesar de que no tenía noticias de Suti, había redactado un mensaje en código anunciándole que la situación del general Asher se degradaba y era inútil correr riesgos desmesurados. Dentro de unos días, la misión de Suti tal vez carecería de objeto.

Otro acontecimiento era portador de malas noticias; de acuerdo con un informe de Kem, Pantera había desaparecido. Se había marchado por la noche, sin mencionar a sus vecinos adónde pensaba dirigirse. Ningún informador la había visto en Menfis. Decepcionada, herida, ¿no habría regresado a Libia?

La fiesta de Inhotep, modelo de sabios y patrón de los escribas, ofreció al juez una jornada de descanso que consagró a cuidar su resfriado y su tos, tomando soluciones de brionia.

Sentado en un taburete plegable, admiró el gran ramo de flores que había creado Neferet, uniendo entre sí fibras de hoja de palma, hojas de persea y muchos pétalos de loto. El manejo de la cuerda, cuidadosamente oculta, exigía una innegable destreza. Sin duda, aquella pequeña obra maestra gustaba mucho a Bravo; el perro se erguía, colocaba las patas anteriores en la mesilla e intentaba comerse las flores de loto.

Pazair lo había llamado ya más de diez veces, antes de ofrecerle un hueso más atractivo.

Amenazaba tormenta. Pesadas nubes oscuras, procedentes del norte, pronto oscurecerían el cielo. Animales y bestias estaban nerviosos, los insectos agresivos; la mujer de la limpieza corría en todas direcciones, la cocinera había roto una jarra. Todos aguardaban y temían la lluvia torrencial, que dañaría las casas más modestas y, en las zonas cercanas al desierto, formaría torrentes de barro y guijarros.

Pese a sus ocupaciones en el hospital, Neferet dirigía su casa con una sonrisa y sin levantar la voz. Los criados la adoraban, mientras que temían a Pazair, cuyo aspecto severo ocultaba su timidez. Ciertamente, el juez consideraba al jardinero algo perezoso, a la mujer de la limpieza demasiado lenta y a la cocinera golosa; pero a todos les complacía su trabajo. De modo que callaban.

Con un ligero cepillo, Pazair limpió personalmente al asno, molesto por el asfixiante calor; agua fresca y forraje alegraron a Viento del Norte, que se había tendido a la sombra de un sicomoro. Pazair, bañado en sudor, decidió darse una ducha. Cruzó el jardín donde maduraban los dátiles, flanqueó el muro que los separaba de la calle, pasó ante el corral donde graznaban las ocas y entró en la vasta morada, a la que ya comenzaba a acostumbrarse. Los ecos de una conversación indicaban que el cuarto de baño estaba ocupado. Una joven sirvienta, de pie en un murete, derramaba el contenido de una jarra sobre el dorado cuerpo de Neferet. El agua tibia resbalaba por la piel sedosa y, luego, era evacuada por una canalización abierta en las losas de calcáreo que cubrían el suelo.

El juez despidió a la sirvienta y ocupó su lugar.

—¡Cuánto honor! El decano del porche en persona… ¿Querrá darme un masaje?

—Es vuestro más devoto servidor.

Pasaron a la sala de unciones.

La estrecha cintura de Neferet, su sensualidad solar, sus pechos firmes y erguidos, sus caderas de dulce modelado, la finura de sus manos y de sus pies fascinaban a Pazair. Cada día más enamorado, vacilaba entre admirarla sin tocarla o arrastrarla a un torbellino de caricias.

La muchacha se tendió en una banqueta de piedra cubierta de una estera mientras Pazair, tras haberse desnudado, elegía redomas y recipientes con ungüentos, unos de cristal multicolor y otros de alabastro. Extendió el oloroso producto sobre la espalda de su compañera y, suavemente, ascendió de los riñones hacia la nuca. Neferet consideraba que un masaje cotidiano era un acto terapéutico de primera importancia. Aliviar las tensiones, suprimir las contracciones, apaciguar los nervios, favorecer la circulación de la energía por los órganos, unidos todos al árbol de la vida, donde se formaba la médula espinal, mantenían el equilibrio y la salud.

De un estuche en forma de nadadora desnuda que empujaba ante sí un pato, cuyo cuerpo, de alas articuladas, servía de recipiente, Pazair tomó otro ungüento perfumado con jazmín y ungió el cuello de la muchacha.

El estremecimiento que provocó aquel contacto no se le escapó. Los labios sustituyeron a sus dedos; Neferet se dio la vuelta y recibió a su amante.

La tormenta no estallaba.

Pazair y Neferet almorzaron en el jardín, con gran satisfacción de Bravo, que merodeaba alrededor de las mesitas rectangulares de junco y tallo de papiro, en las que una sirvienta colocaba copas, platos y jarras. El juez había intentado, en vano, educar a su perro prohibiéndole que, mientras sus dueños comían, pidiera su parte. Bravo había descubierto en Neferet a una aliada. ¿Cómo podía su olfato resistir tan suculentos bocados?

—Tengo esperanzas, Neferet.

—Pocas veces eres optimista.

—Asher ya no puede escapar. Asesino y traidor… ¿Cómo puede un hombre mancillarse así? No creí tener que luchar contra el mal absoluto.

—Tal vez encuentres algo peor todavía.

—Tú eres la pesimista.

—Me gusta la felicidad, pero me siento amenazada.

—¿Por los progresos de la investigación?

—Cada vez estás más expuesto. ¿Permitirá el general Asher que lo derriben sin reaccionar?

—Estoy convencido de que sólo es un comparsa, no la cabeza de la maquinación. Se hacía ilusiones sobre la calidad del hierro celeste. Por lo tanto, sus cómplices lo engañaron.

—¿No estaría haciendo comedia?

—De ningún modo.

Neferet puso su mano derecha en la de su esposo. Comulgaron en aquel simple contacto. Ni la mona verde ni el perro los importunaron, sino que respetaron la belleza de un instante en el que dos seres se realizaban en una unidad que los trascendía.

La cocinera puso fin a aquel paraíso.

—Otra vez —se lamentó—. ¡La camarera ha robado el medallón de pescado que decoraba mi plato!

Neferet se levantó obligada a intervenir. La culpable, que privaba al juez de su golosina favorita, se había ocultado, consciente de su falta. La cocinera la llamó en vano y, luego, registró la mansión.

Su grito aterrorizó al perro, que se ocultó bajo una mesa.

Acudió Pazair. La cocinera lloraba inclinada sobre la camarera, que estaba tendida como una muñeca desarticulada en el suelo de la sala de recepción. Neferet ya estaba examinándola:

—Está paralizada —dijo.

Cuando el devorador de sombras vio que el juez Pazair salía de su casa, maldijo su mala suerte. ¿No había preparado minuciosamente su atentado? Gracias a una sirvienta parlanchina, había obtenido muchas informaciones sobre los gustos de Pazair. Haciéndose pasar por un pescadero, había vendido a la cocinera un magnífico mújol y un pequeño medallón de carne rosada y apetitosa.

Para fabricarlo, el devorador de sombras había utilizado el hígado de un tetraodon, el pez que se hinchaba con aire cuando lo amenazaba un depredador. Al igual que los huesos y la cabeza, el órgano contenía un veneno mortal, en una cantidad de cuatro miligramos por kilo. El devorador de sombras había reducido la dosis a un solo miligramo, para provocar una parálisis incurable.

Una estúpida golosa lo privaba de un éxito seguro. Volvería a empezar hasta conseguir el triunfo.

—La cuidaremos en el hospital —indicó Neferet—, pero no hay esperanza de que su estado mejore.

—¿Has identificado la sustancia que ha provocado la parálisis? —preguntó Pazair trastornado.

—Apuesto por el veneno.

—¿Por qué?

—Porque nuestra cocinera compró un mújol a un vendedor ambulante que ofrecía pescado fresco y pescado ya preparado. El medallón debía de estar compuesto de otra carne; algunos peces llevan sustancias tóxicas.

—Un crimen premeditado…

—La dosis fue calculada para dejar inválido, no para matar. Y tú eras la víctima. No se asesina a un juez, ¿verdad? Pero se puede impedir que piense y actúe.

Temblorosa, Neferet se refugió en los brazos de Pazair. Lo imaginaba impotente, con los ojos fijos, espuma en las comisuras de los labios y los miembros inertes. Incluso así, lo amaría hasta la muerte.

—Volverá a intentarlo —afirmó Pazair—. ¿Ha dado su descripción la cocinera?

—Vagamente… Un hombre de mediana edad, de los que no llaman la atención.

—Ni Denes, ni Qadash. Tal vez Chechi, o un asesino a sueldo. Ha cometido una falta: revelarnos su existencia. Pondré a Kem tras sus huellas.

El comité de médicos, cirujanos y farmacéuticos encargados de designar el nuevo médico en jefe del reino recibió a los primeros postulantes, cuya candidatura había sido declarada aceptable por la justicia. Se presentaron un oftalmólogo, un médico de Elefantina, la mano derecha del difunto Nebamon y el dentista Qadash.

Este último, como sus colegas, respondió a preguntas técnicas, presentó los descubrimientos efectuados durante su carrera, habló de sus fracasos y de sus causas. Le hicieron muchas preguntas sobre sus proyectos.

Los votos se dispersaron, ningún candidato obtenía la mayoría requerida. Un ardiente partidario de Qadash indispuso al comité, que lo puso en guardia contra un reciente pasado; nadie aceptaría los trucos que Nebamon alentaba. El defensor arrió bandera.

Un segundo escrutinio dio resultados idénticos. Era forzoso admitir que el reino seguía sin médico en jefe.

—¿Asher aquí?

El intendente de Denes confirmó la presencia del general a las puertas de la mansión.

—Decidle que… No, dejadlo entrar. Aquí no, en los establos.

El transportista tomó tiempo para peinarse y perfumarse. Cortó dos pelos blancos, demasiado largos, que turbaban el orden de su fina barba. Hablar con aquel obtuso soldado le disgustaba en sumo grado; pero todavía podía serle útil, especialmente como chivo expiatorio.

El general admiraba un soberbio caballo gris.

—Hermoso animal. ¿Está en venta?

—Todo está en venta, general; es la ley de la vida. El mundo se divide en dos categorías: los que pueden comprar, y los demás.

—Ahorradme vuestra filosofía de pacotilla. ¿Dónde está vuestro amigo Chechi?

—¿Cómo puedo saberlo?

—Es vuestro más fiel aliado.

—Los tengo a decenas.

—Trabajaba a mis órdenes en la fabricación de nuevas armas. Hace tres días que no ha pasado por el laboratorio.

—Lo siento mucho por vos, pero vuestras desventuras no me interesan en absoluto.

El hombre con rostro de roedor cerró el paso a Denes.

—Me habéis tomado por un imbécil fácil de manejar, y vuestro amigo Chechi me ha hecho caer en una trampa. ¿Por qué?

—Vuestra imaginación se extravía.

—Vendedme a Chechi. Vuestro precio es el mío.

Denes vaciló. Un día u otro, Chechi le cansaría a fuerza de ser servil. Pero el momento no era propicio. Había previsto un papel distinto para su mejor apoyo.

—Sois muy exigente, Asher.

—¿Os negáis?

—Rindo culto a la amistad.

—He sido estúpido, pero ignoráis mis posibilidades reales. Hacéis mal burlándoos de mí.

Qadash gesticuló. Con los cabellos blancos en desorden, un echarpe envolviéndole el cuerpo y cubriendo su corpiño de piel de felino, y la nariz llena de venitas a punto de estallar, invocó a las divinidades celestiales, de la tierra y del mundo intermedio, tomándolas como testigos de su infortunio.

—Tranquilízate —exigió Denes molesto—. Toma ejemplo de Chechi.

El químico del pequeño bigote negro estaba sentado en la posición del escriba, en el ángulo más oscuro del comedor, donde los tres hombres habían almorzado, en una atmósfera siniestra. La señora Nenofar seguía intrigando, en palacio, contra Bel-Tran. Sus escasos progresos la hacían cada vez más irritable.

—¿Tranquilizarme? ¿Cómo explicar que hayan rechazado mi candidatura para el puesto de médico en jefe?

—Fracaso provisional.

—Y, sin embargo, habíamos comprado a los mismos facultativos que Nebamon.

—Un mero contratiempo; cuenta conmigo para recordarles nuestro contrato. En la próxima votación no habrá sorpresas desagradables.

—¡Seré médico en jefe, me lo prometiste! Cuando ocupe el cargo, dispondremos de todas las drogas y venenos. Reinar sobre la salud pública es esencial.

—Caerá en nuestras manos, como los demás órganos del poder.

—¿Por qué no actúa el devorador de sombras?

—Pide tiempo.

—¡Tiempo, siempre tiempo! Soy un hombre de edad y quiero aprovecharme de mis nuevas ventajas.

—Tu impaciencia no nos ayudará.

El dentista de cabellos blancos se dirigió a Chechi.

—¡Habla! ¿No debemos apresurarnos?

—Chechi se ve obligado a ocultarse —explicó Denes.

Qadash se indignó.

—¡Creí que sujetábamos las riendas!

—Las sujetamos, pero la posición del general se debilita. El juez Pazair puso objeciones a su informe, y el visir aceptó sus conclusiones.

—¡Otra vez Pazair! Pero ¿cuándo nos libraremos de él?

—El devorador de sombras se ocupa de ello. ¿Por qué precipitarnos cuando el pueblo gruñe cada día más contra Ramsés?

Chechi trasegó una bebida azucarada.

—Estoy cansado —confesó Qadash—. Tú y yo somos ricos. ¿Para qué queremos más?

Los labios de Denes se fruncieron.

—No te comprendo.

—¿Y si renunciáramos?

—Demasiado tarde.

—Denes tiene razón —comentó el químico.

Qadash se dirigió a Chechi.

—¿Has pensado, una sola vez, en ser tú mismo?

—Denes manda, yo obedezco.

—¿Y si te lleva a la perdición?

—Creo en un país nuevo, que sólo nosotros somos capaces de construir.

—Son palabras de Denes, no tuyas.

—¿No estás de acuerdo con nosotros?

—¡Bah!

Qadash, malhumorado, se apartó.

—Estoy de acuerdo con vosotros en que es irritante tener el poder supremo al alcance de la mano y verse obligado a esperar pacientemente —prosiguió Denes—. Pero admitid que no corremos riesgo alguno y que la tela tejida es indestructible.

—¿Me perseguirá Asher durante mucho tiempo todavía? —se inquietó Chechi.

—No puede alcanzarte, está en las últimas.

—Es tozudo y retorcido —objetó Qadash—; ¿acaso no fue a importunarte, a amenazarte incluso? Asher no se hundirá solo. Nos arrastrará en su caída.

—Sin duda, ésa es su intención —admitió Chechi—; pero de nuevo está haciéndose ilusiones. ¿Olvidas que el general no posee clave alguna? Al tomarse por un salvador, se condenó a sí mismo.

—¿Y no lo alentaste tú?

—Comenzaba a resultar molesto.

—Al menos, con él, el juez Pazair tiene un hueso que roer —precisó Denes divertido—. Alentemos un duelo a muerte entre ambos. Cuanto más se acentúe, más ciego estará el juez.

—¿Y si el general intentara un golpe de fuerza contra ti? Sospecha que ocultas a Chechi.

—¿Lo imaginas asaltando mi mansión a la cabeza de un ejército?

Enfadado, Qadash puso mala cara.

—Somos como dioses —aseguró Denes—. Hemos creado un río cuyo curso no podrá interrumpir presa alguna.

Neferet cepillaba al perro. Pazair leía un informe de escriba lleno de faltas. De pronto, su mirada se vio atraída por un extraño espectáculo.

A unos diez metros de él, en el brocal del estanque de los lotos, una urraca se encarnizaba con su presa a picotazos.

El juez dejó el papiro, se levantó y espantó la urraca. Horrorizado, descubrió una golondrina con las alas plegadas y la cabeza ensangrentada. La urraca le había reventado un ojo y desgarrado la frente. El infeliz pájaro, una de las formas que el alma del faraón tomaba para ascender al cielo, estaba todavía recorrido por convulsiones.

—¡Neferet, ven en seguida!

La muchacha acudió. Como Pazair, sentía veneración hacia aquel hermoso pájaro que llevaba dos nombres, «grandeza» y «estabilidad». Sus alegres danzas, en los tintes de oro y naranja del poniente, dilataban el corazón.

Neferet se arrodilló y tomó el ave herida entre sus manos.

El cuerpecito, cálido y suave, se abandonó feliz de encontrar refugio.

—No la salvaremos —deploró.

—No habría debido intervenir.

Pazair se reprochó su ligereza. El hombre no debía interferir en el cruel juego de la naturaleza ni interponerse entre la vida y la muerte.

Las garras del pájaro se hundieron en la carne de Neferet.

Se agarraba a ella como a la rama de un árbol. Pese al dolor, no la abandonó.

Pazair había cometido una falta contra el espíritu, y se sentía desamparado. ¿Era digno de juzgar si infligía inútiles sufrimientos a una golondrina, arrancándola de su destino?

Vanidoso, estúpido, sometía a la tortura al ser que había intentado salvar.

—¿No sería mejor que la matásemos? Si es necesario, yo…

—Eres incapaz de hacerlo.

—Soy responsable de su agonía. ¿Quién podrá concederme aún su confianza?