El sumo sacerdote de Karnak ordenó a los artesanos del templo que examinaran el cofre y su contenido. Cuando tuvo el resultado de los expertos, convocó a Pazair. Ambos hombres deambularon bajo un pórtico, al abrigo del sol.
—Es imposible identificar al propietario de estas maravillas.
—¿Un rey?
—El tamaño del escarabajo es sorprendente, pero el indicio no basta.
—Kem, el nuevo jefe de policía, piensa en la violación de una sepultura.
—Inverosímil. Habría sido denunciada, nadie habría podido ahogar el escándalo. ¿Cómo iba a pasar desapercibido el crimen más grave que pueda cometerse? ¡Hace cinco siglos que no se ha vuelto a llevar a cabo! Ramsés lo ha condenado, y el nombre de los culpables habría sido destruido ante la población entera.
Kani tenía razón. Los temores del nubio no estaban justificados.
—Es probable —consideró Kani— que esas admirables piezas hayan sido robadas en algunos talleres. O Denes pensaba venderlos o los destinaba a su propia tumba.
Conociendo la vanidad del personaje, Pazair se inclinó por la segunda posibilidad.
—¿Habéis investigado en Coptos?
—No he tenido tiempo —respondió el juez—, y vacilo sobre el método a seguir.
—Sed prudente.
—¿Algún elemento nuevo?
—Los orfebres de Karnak no lo dudan: el oro del escarabajo procede de la mina de Coptos.
Coptos, situada a poca distancia al norte de Tebas, era una ciudad extraña. Por las calles circulaban muchos mineros, carros y exploradores del desierto, unos a punto de partir, otros al regreso de una temporada en el infierno de las soledades ardientes y rocosas. Todos se prometían que en la próxima tentativa descubrirían el mayor filón. Los caravaneros vendían sus mercancías, traídas desde Nubia, algunos cazadores llevaban sus presas al templo y a los nobles, los nómadas intentaban integrarse en la sociedad egipcia.
Todos esperaban el próximo decreto real, que alentaría a los voluntarios a tomar una de las numerosas pistas que se dirigían a las canteras de jaspe, granito o porfiro, hacia el puerto de Kossir, en el mar Rojo, o tal vez hacia los yacimientos de turquesa del Sinaí. Soñaban con el oro, con minas secretas o inexploradas, con aquella carne de los dioses que el templo reservaba a las divinidades y a los faraones. Mil veces se habían tramado intrigas para apoderarse de él, y en todas las ocasiones habían fracasado gracias a la omnipresencia de un cuerpo de policía especializado, «los de la vista penetrante». Acompañados por temibles e infatigables perros, rudos, sin piedad alguna, conocían la menor pista, el más pequeño ued, se orientaban sin trabajo en un mundo hostil, donde un profano no sobreviviría por largo tiempo. Cazadores de hombres y animales, mataban íbices, cabras montesas y gacelas, y capturaban a los fugitivos que escapaban de la prisión. Sus presas favoritas eran los beduinos que intentaban atacar las caravanas y desvalijar a los viajeros; numerosos, bien entrenados, «los de la vista penetrante» no les daban la ocasión de tener éxito en sus cobardes empresas. Si por desgracia un grupo de beduinos más astutos conseguía sus fines, los policías del desierto se pasaban la consigna: alcanzarlos y exterminarlos. Desde hacía muchos años, ningún ladrón había podido presumir de sus hazañas. La vigilancia de los mineros era estrecha; los ladrones no tenían posibilidad alguna de robar una cantidad importante de metal precioso.
Mientras se dirigía hacia el soberbio templo de Coptos, donde se conservaban antiquísimos planos que revelaban el emplazamiento de las riquezas minerales de Egipto, Pazair se cruzó con un grupo de policías que empujaban a un grupo de prisioneros maltratados por los perros.
El decano del porche se sentía impaciente e incómodo. Impaciente por progresar y saber si Coptos le proporcionaría revelaciones inesperadas; incómodo porque temía que el superior del templo estuviera conchabado con los conjurados.
Antes de emprender cualquier acción, tenía que confirmar o despejar esta duda.
La vigorosa recomendación del sumo sacerdote de Karnak fue muy eficaz. Tras leer el documento, todas las puertas fueron abriéndose, y el superior lo recibió de inmediato.
Era un hombre de edad, corpulento y seguro de sí mismo; la dignidad del sacerdote no había borrado un pasado de hombre de acción.
—¡Cuántos honores y atenciones! —ironizó con un tono de voz tan grave que hacía temblar a sus subordinados—. Un decano del porche autorizado a registrar mi modesto templo, es una muestra de estima que no esperaba. ¿Está dispuesta a invadir el lugar vuestra cohorte de policías?
—He venido solo.
El superior de Coptos frunció su enmarañado entrecejo.
—No entiendo vuestra gestión.
—Deseo vuestra ayuda.
—Aquí, como en cualquier parte, se habló mucho del proceso que intentasteis contra el general Asher.
—¿En qué términos?
—El general tiene más partidarios que adversarios.
—¿Y en qué bando estáis vos?
—¡Es un forajido!
Pazair disimuló su alivio. Si el superior no mentía, el horizonte se aclaraba.
—¿Qué le reprocháis?
—Soy un antiguo minero y pertenecía a la policía del desierto. Desde hace un año, Asher intenta apoderarse de «los de la vista penetrante». ¡Mientras yo esté vivo, no lo logrará!
La cólera del superior no era fingida.
—Sólo vos podéis informarme sobre el extraño recorrido de una gran cantidad de hierro celeste encontrado en Menfis, en el laboratorio de un químico llamado Chechi. Naturalmente, ignoraba la presencia del precioso metal y afirma haber sido víctima de una jugarreta. Sin embargo, intenta fabricar armas irrompibles, por cuenta del general Asher sin duda. Por lo tanto, Chechi necesita este hierro excepcional.
—El que os lo ha contado se burló de vos.
—¿Por qué?
—¡Porque el hierro celeste no es irrompible! Procede de los meteoritos.
—No es irrompible…
—Corrió la fábula, pero es sólo una fábula.
—¿Se conoce el emplazamiento de estos meteoritos?
—Pueden caer en cualquier parte, pero dispongo de un mapa. Sólo una expedición oficial, bajo el control de la policía del desierto, está habilitada para tomar el hierro celeste y transportarlo a Coptos.
—Se apoderaron de un bloque entero.
—No es sorprendente. Una pandilla de bandoleros dio con un meteorito cuyo emplazamiento no está registrado.
—¿Está utilizándolo Asher?
—¿Para qué? Sabe que el hierro celeste está reservado a usos rituales. Haciendo que se fabriquen armas con este metal, se expondría a graves problemas. En cambio, venderlo al extranjero, sobre todo a los hititas, que lo aprecian mucho, le proporcionaría nuevos subsidios.
Vender, especular, negociar… Ésas no eran las especialidades de Asher, sino las del transportista Denes, tan ávido de bienes materiales. De paso, Chechi cobraría su comisión. Pazair se había equivocado. El químico sólo desempeñaba el papel de almacenero al servicio de Denes. Sin embargo, el general Asher deseaba hacerse con la policía del desierto.
—¿Se ha cometido algún robo en vuestras reservas de metales preciosos?
—Me vigila un ejército de policías, sacerdotes y escribas, y yo los vigilo a ellos, nos observamos unos a otros. ¿Habéis sospechado de mí?
—Sí, lo confieso.
—Aprecio vuestra franqueza. Quedaos aquí unos días y comprenderéis por qué es imposible cualquier rapiña.
Pazair decidió conceder su confianza al superior.
—Entre las riquezas acumuladas por un traficante de amuletos, descubrí un escarabajo de oro de grandes proporciones. El oro procedía de la isla de Coptos.
El antiguo minero se desconcertó.
—¿Quién lo dice?
—Los orfebres de Karnak.
—Entonces es cierto.
—Supongo que semejante pieza constará en vuestros archivos.
—¿Cómo se llama el propietario?
—Martillearon la inscripción.
—Enojoso. Desde hace mucho tiempo, cada una de las parcelas de oro procedente de las minas ha sido catalogada, encontraréis su rastro en los archivos. Se indica su destino, el nombre del templo, del faraón, del orfebre. Sin nombres, no conseguiréis nada.
—¿Hay trabajo artesano en la propia mina?
—A veces. Algunos orfebres moldearon ciertos objetos en los lugares de extracción. El templo os pertenece; registradlo de arriba abajo.
—No será necesario.
—Os deseo buena suerte. Liberad a Egipto del tal general Asher, trae mala suerte.
Pazair había adquirido la convicción de que el superior de Coptos era inocente. Sin duda tendría que renunciar a saber la procedencia del hierro celeste, objeto de un nuevo negocio subterráneo de Denes, cuyas capacidades en la materia parecían inagotables. Pero parecía que algunos mineros, orfebres o policías del desierto robaban piedras o metales preciosos, por cuenta de Denes, o por la de Asher o, tal vez, por la de ambos. ¿No estarían amasando, aliados, una inmensa fortuna para pasar a una ofensiva cuya naturaleza real el juez no conseguía determinar todavía?
Si demostraba que el general asesino encabezaba una pandilla de ladrones de oro, Asher no escaparía a la más severa condena. ¿Cómo conseguirlo sino mezclándose con los buscadores? Hallar un hombre lo bastante temerario sería difícil, imposible incluso. La empresa se anunciaba muy peligrosa. Sólo se la había propuesto a Suti para provocarlo. La única solución consistía en comprometerse él mismo, tras haber convencido a Neferet de lo razonable de su gestión.
Los ladridos de Bravo le alegraron el corazón. Su perro se lanzó a una loca carrera y se detuvo, jadeante, a los pies de su amo, al que llenó de caricias. Conociendo el carácter sombrío de su asno, Pazair fue a demostrarle en seguida su afecto. La feliz mirada de Viento del Norte lo recompensó.
Cuando estrechó a Neferet en sus brazos, el juez la notó preocupada y cansada.
—Es grave —dijo—. Suti se ha refugiado en nuestra casa. Está encerrado en una habitación desde hace una semana y se niega a salir.
—¿Qué ha hecho?
—Sólo quiere hablar contigo. Esta noche ha bebido mucho.
—¡Por fin! —exclamó Suti sobreexcitado.
—Kem y yo hemos descubierto indicios esenciales —dijo Pazair.
—Si Neferet no me hubiera ocultado, me habrían deportado a Asia.
—¿De qué delito te han declarado culpable?
—El general Asher me acusa de deserción, injurias a oficial superior, abandono de puesto, pérdida de armas homologadas, cobardía ante el enemigo y denuncia calumniosa.
—Ganarás tu proceso.
—De ningún modo.
—¿Qué temes?
—Al abandonar el ejército, dejé de rellenar ciertos documentos que me liberaban de cualquier obligación. El plazo legal ha prescrito. Asher, con razón, confiaba en mi negligencia. Efectivamente soy un desertor y puedo ser condenado a presidio militar.
—Es enojoso.
—Un año de campo de trabajo en Asia, eso es lo que me espera. ¡Imaginas cómo me tratarán los escribas del general! No saldré vivo.
—Me interpondré.
—¡Soy culpable, Pazair! ¿Cómo es posible que tú, el decano del porche, vayas contra la ley?
—La misma sangre corre por nuestras venas.
—¡Y caerás conmigo! Me han tendido una buena trampa. Sólo me queda una solución: aceptar tu oferta y partir como buscador, desvanecerme en el desierto. Escaparé de la señora Tapeni, de Pantera, de ese general asesino, y haré fortuna. ¡La pista del oro! ¿Puede haber sueño más bello?
—Como tú mismo decías, no lo hay más peligroso.
—No estoy hecho para una existencia sedentaria. Echaré en falta a las mujeres, pero cuento con mi suerte.
—No tenemos ganas de perderte —objetó Neferet.
Conmovido, la contempló.
—Volveré. ¡Volveré rico, poderoso y honrado! Todos los Asher del mundo temblarán ante mí y se arrastrarán a mis pies, pero no tendré piedad y los aplastaré con el talón. Volveré para besaros en ambas mejillas y degustar el banquete que me habréis preparado.
—A mi modo de ver —consideró Pazair—, mejor será que festejemos inmediatamente y que abandones tus proyectos de borracho.
—Nunca estuve más lúcido. Si me quedo, seré condenado y te arrastraré en mi caída. Tozudo como eres, te obstinarías por defenderme y luchar por una causa perdida de antemano. Así, todos nuestros esfuerzos habrán sido vanos.
—¿Es necesario correr tales riesgos? —preguntó Neferet.
—¿Cómo salir de este mal paso sin una acción resonante? El ejército me está ya prohibido, sólo me queda el oficio maldito: ¡buscador de oro! No, no me he vuelto loco. Esta vez haré fortuna. Lo presiento, en mi cabeza, en mis dedos, en mi vientre.
—¿Es una decisión irrevocable?
—Estoy dándole vueltas desde hace una semana, he tenido tiempo de pensar. Ni siquiera tú la modificarías.
Pazair y Neferet se miraron; Suti no bromeaba.
—En ese caso, tengo que darte una información.
—¿Sobre Asher?
—Kem y yo hemos descubierto un tráfico de amuletos en el que están comprometidos Denes y Qadash. Es posible que el general esté implicado en los robos de oro. Dicho de otro modo, los conspiradores amasan riquezas.
—¡Asher ladrón de oro! ¡Es fabuloso! Condena a muerte, ¿no es cierto?
—Si se establece la prueba, sí.
—¡Eres mi hermano, Pazair!
Suti cayó en brazos del juez.
—Yo te traeré esa prueba. No sólo me haré rico, sino que derribaré, también, al monstruo de su pedestal.
—No corras tanto, es sólo una hipótesis.
—¡No, es la verdad!
—Si persistes, haré que tu misión sea oficial.
—¿De qué modo?
—Con la autorización de Kem, estás enrolado desde hace quince días en la policía del desierto. Te pagarán un sueldo.
—Quince días… ¡Antes de las acusaciones del general!
—A Kem, el papeleo le importa un pito. Estarás en regla, eso es lo esencial.
—¡Bebamos! —exigió Suti.
Neferet se inclinó.
—Introdúcete entre los mineros —recomendó Pazair— y no menciones a nadie tu calidad de policía. Revélala sólo para salvarte de un peligro inminente.
—¿Sospechas de alguien en especial?
—A Asher le gustaría que la policía del desierto estuviera bajo su mando. En consecuencia, ha debido de introducir en ella chivatos o comprar algunas conciencias, y lo mismo entre los mineros. Intentaremos comunicarnos por el servicio de correo o por cualquier otro medio que no te ponga en peligro. Tenemos que estar informados del progreso de nuestras respectivas investigaciones. Mi código de identificación será… Viento del Norte.
—Si reconoces ser un asno, el camino de la sabiduría sigue accesible.
—Exijo una promesa.
—La tienes.
—No abuses de tu famosa suerte. Si el peligro se hace acuciante, vuelve.
—Ya me conoces.
—Precisamente por eso.
—Yo actuaré en secreto; el que está expuesto eres tú.
—¿Quieres demostrar que corro más peligro que tú?
—Si los jueces se vuelven inteligentes, este país tiene todavía porvenir.